Por Lisett Tapia
Ana no lo entendería. Su mente no
le permite entender nunca. Por eso se divorciaron en primer lugar. Ella, negro,
tú, blanco. Ella, mar, tú, desierto. Ella, verano, tú, invierno… Y así podría
seguir enumerando todas y cada una de las cosas que motivaron a que ella se
fuera y tú, te quedaras. Alguna vez coincidieron y llegaron a quererse lo
suficiente como para casarse. Tu desenfrenada vida de soltero y estudiante de
Derecho acabó con Ana, por entonces una bella jovencita de pronunciadas curvas.
El licor y las fiestas se acabaron en cuanto te graduaste, pues la realidad te
golpeó duramente desde que Ana y tú concibieron algunos pocos meses después de
conocerse. El bebé que recién había nacido, estaba delicado de salud y tu padre
te advirtió que luego del préstamo que te haría para que el niño mejorara y
saliera del hospital, nunca iba a ayudarte de nuevo con dinero, lo cual, hasta
que murió, lo cumplió al pie de la letra. Pusiste las cartas sobre la mesa;
amabas a tu hijo y a tu esposa y por ellos, decidiste cambiar. Pero Ana tardó
un poco más en entender el mensaje. Al aceptar casarse jóvenes, ella debía ser
una buena esposa y ama de casa, ya que no quiso graduarse ni aún después de que
su hijo naciera. Aceptaste un trabajo de oficina fijo con un sueldo regularmente
aceptable y con promesa de crecer.
Y luego, de pronto, sin
importarle los ocho años de estar casados, Ella encontró otro prospecto,
defendiéndose con el argumento de que "tú ya no eres quien eras".
"Vaya –le dijiste, con la misma amargura y sarcasmo, soportando las ganas
de arrojarle un plato de la vajilla de bodas -, creí que ese era el objetivo
del matrimonio, ser estables y criar a David". La vajilla de seis juegos,
regalo de la bruja de tu suegra, ya le faltaba una taza, pero aquello no había
sido tu culpa. Ana te la arrojó tres años antes a esa escena (más o menos
igual) y con tan mala suerte y puntería que David había terminado con un feo
moretón en su mejilla y algunos cortes menores. Al doctor familiar y a los
maestros del colegio, Ana y tú les aclararon rápidamente que David había estado
jugando en el jardín, había resbalado ante un montón de ladrillos de decoración
y de ahí el golpe. David nunca contradijo aquella mentira.
Peleaban mucho. David siempre era
testigo aunque a veces terminara con huellas (involuntarias o viceversa). Callado,
inmóvil y con los ojos fijos en uno y otro de sus padres cuando cada cual
tomaba la palabra para insultarse, el niño no lloraba. Simplemente observaba…
Te daba tristeza ese niño. Ni tú
la habías pasado así de mal a su edad. Ana, sin embargo, creíste y con razón
que de ahí venían sus borracheras y su escape de la realidad: una infancia con
un padre golpeador y una madre gritona y desentendida. Y ahora David la pagaba.
Al verlo así, tan contrario a Ana y a ti, pensabas que no merecías haber tenido
ese hijo; nunca les daba problemas de ningún tipo, era educado, sacaba buenas
notas y hacía sus deberes… Aunque era muy huraño. Tenía pocos amigos en la
escuela y nunca los invitaba a casa. Quizás no se sentía del todo orgulloso de
su familia y no lo culpabas. Tal vez, si hubiera tenido un hermanito…
Porque ese fue otro tema del que
luego te diste cuenta: David era hijo único. Ana había perdido dos embarazos
luego del de David y le diste la razón cuando ella te dijo que no quería seguir
intentándolo.
"¿Y qué tal si…?"
¿Lo recuerdas?
Despertaste una noche, dos años
después de la separación. Tu mente ataba muchos cabos cuando dormías…
"¿Y qué tal si ella se
provocaba los abortos? Nunca fue muy maternal que digamos con David y mucho me
temo que el hecho de que el niño haya nacido débil, es porque ella seguramente
seguía bebiendo y fumando a mis espaldas…"
Tú no fuiste el padre del año, lo
admites, pero tampoco ella se desvivió mucho cuando, en el juicio de divorcio,
pediste la custodia total. Si, te maldijo al final, fuera de los tribunales y
en plena calle ante puñados de transeúntes, pero supones que pronto se le debió
haber pasado el coraje cuando ella y su nuevo amor se fueron a una playa del
caribe días después.
Así pues, David se quedó contigo.
Padre e hijo, solos contra el mundo. Ana, casada nuevamente y feliz socialité,
se mudó a otra ciudad y ahora su presencia se limitaba a una tarjeta cada
Navidad y una llamada en el cumpleaños de tu hijo.
Ahora, David tiene catorce años.
Es un buen alumno de secundaria y sigue siendo tan calmado y huraño como
siempre. Y lo mejor es que confías en él. Aunque te gustaría que sonriera más…
O-O-O-O
Y una noche, tú deseo se cumple.
David sonríe.
Y por mucho tiempo deseaste que
eso no hubiera ocurrido…
O-O-O-O
Eran las tres de la mañana de un
sábado de agosto. Habías vuelto de la oficina a eso de las siete por culpa de
una migraña, por lo que viste al muchacho irse con tu consentimiento. Y ahora,
esperabas a David con ansiedad mientras mirabas por la ventana cada cinco
minutos. Llovía. Una feroz tormenta azotaba la ciudad y tú aguardabas a que tu
hijo regresara.
Tenía novia. El chico te informó,
luego de que lo descubrieras haciendo una llamada telefónica sospechosa, que
tenía una novia. Te dijo que estudiaba en su mismo instituto que él y se
llamaba Julia. Te la describió brevemente como una chica delgada, de ojos
claros y cabello castaño y muy largo y que llevaba saliendo con ella un par de
meses.
Te alegraste por él sinceramente.
Y luego descubriste que no habían tenido "la charla". Aunque
igualmente confiabas en David. Creíste que una breve advertencia sobre sexo y
embarazos no deseados y anticonceptivos bastaría para que se diera cuenta de
que debía cuidarse si no quería acabar como tú. Pero tu hijo es razonable. Te
dijo que todo ese tema ya lo había visto en Biología y que sabe lo que hace. Y
le crees. Su mirada es como la tuya cuando afirmas algo sin mentir. No le
insististe más con ese tema ni con su novia. El chico tenía derecho a tener su
privacidad, así como él tampoco te agobiaba con preguntas de que si por fin
ibas a formalizar tu relación con la cajera del bar al que ibas los viernes y
con la que te veías de vez en cuando.
Aquella noche te dijo que iría a
una fiesta con los amigos de Julia y volvería a eso de media noche.
"¿Se habrá puesto una buena
borrachera?" Piensas, mientras miras la horriblemente solitaria y
silenciosa calle otra vez.
Víctor y Erick, dos de sus amigos
(quizás los únicos), no eran chicos de fiestas y alcohol según tu criterio,
pero no descartabas la posibilidad de que de vez en cuando, ellos y David
robaran algo de whisky de tus botellas o algunas cervezas.
No respondió su teléfono móvil.
Ya no volviste a insistirle luego de las primeras cinco o seis veces. Te
sentaste en el sofá, presto a cada movimiento y ruido, pero en algún momento,
te quedaste dormido, pues la migraña amenazaba con volver…
"Maldito coñac barato"
pensaste somnoliento, recordando que en la oficina, alguien te había regalado
una botella de aquel licor y tú habías dado unos buenos tragos hasta que
descubriste su mala calidad en tu paladar y tu estómago, culminando en la
cabeza para rematar la mala experiencia.
Luego, te sobresaltó un sonido,
sacándote de tu letargo. Ha dejado de llover en un momento que no recordaste.
Vuelves a preocuparte por David. El reloj anuncia las cuatro y treinta de la
mañana.
"Ese ruido…"
El ruido provenía de la calle. Un
golpe. O rasguños, tal vez…
Caminaste por la sala hasta la
puerta principal y antes de asomarte por la ventana, el mismo ruido de momentos
atrás vuelve a repetirse. Delante de la puerta, hay algo que golpea y rasguña
la madera.
Te preparaste con una escoba.
"Debe ser un animal, un gato callejero…" Encendiste la luz del
pórtico mientras abriste la puerta, dispuesto a ahuyentar al bicho que
pretendía entrar. Pero al mirar al exterior te detuviste. Te congelaste, más
bien. Y no fue por el frío que se había iniciado luego de la lluvia, sino por
el cuadro de pesadilla que yacía a tus pies.
Desde el suelo, David te devuelve
una mirada agónica. Pálido, empapado de agua, lodo y sangre, con parte de su
ropa rasgada, abrió la boca para hablarte, pero en lugar de voz, de sus labios
salió un copioso chorro de sangre…
–¡David! ¡David! ¡Por dios,
David! ¡¿Qué te ha pasado?! ¡¿Quién te hizo esto?!
O-O-O-O
Pasó varios días en el hospital.
David necesitó varias transfusiones de sangre. Su estado fue muy delicado y por
mucho tiempo, la policía esperó a que el chico se recuperara y pudiera decirles
a detalle quiénes habían sido los autores del ataque.
Porque eso había sido: un ataque.
Escuchaste las teorías de los polis y los doctores decir que aquello había sido
obra, como mínimo, de tres tipos. Que David tenía cortes muy profundos en sus
brazos y piernas (se había defendido) además del abdomen, pecho y espalda y
otro corte en su cuello, el que casi lo había matado, todo ello causado por
armas punzocortantes. Que seguramente David se metió con gente que no debía e
incluso, te daban a entender que tu hijo andaba en malos pasos. Les gritaste
que David era intachable –además de que las pruebas de drogas no revelaron
nada- y les recordaste que David había ido a una fiesta con Julia, su novia, la
cual, era deber de esos incompetentes uniformados, encontrarla e interrogarla.
La buscaron, si, la encontraron,
no. Al iniciar el segundo día luego de la pesadilla, los policías dijeron que
no había pruebas de que Julia fuera alumna del mismo instituto que David. Al
parecer, nadie la conocía.
Pensaste que quizás David te
mintió. La chica, tal vez, no era lo que se decía "ejemplar". Y de
nuevo, no lo culpas. El amor ciega y nos hace mentir. Pero coincides con los
polis en que, en cuanto esté sano, tu hijo deberá decir la verdad.
O-O
David se recuperó de sus heridas
y salió finalmente del hospital.
Habló largas horas con la
policía. Respondió muchos interrogatorios sin tu presencia, aunque luego, en
casa, él te habló sobre lo ocurrido.
Si, Julia y él habían ido a la
dichosa fiesta, pero en algún momento, ella había hecho algo que a él no le
gustó con otro amigo suyo. David decidió irse de ahí y Julia lo retuvo fuera de
la casa. Discutieron acaloradamente en la calle. Luego, como aún llovía, otro
amigo de Julia ofreció llevar a sus respectivas casas a ambos. David aceptó
mientras Julia le decía que luego hablarían, aunque para David todo había
acabado. Los tres subieron al auto y luego…
David se angustiaba casi hasta la
desesperación al no poder recordar…
Julia, por otra parte, no
estudiaba con David. Tu hijo te contó la verdad entre su conmoción y vergüenza.
La había conocido en una de sus salidas furtivas de la secundaria -¡tu hijo se
saltaba clases!- a un lugar de juegos de arcade donde no van precisamente niños
y ella estaba ahí, junto a otros de sus amigos y amigas o viendo jugar a otros
mientras los empleados hacían de la vista gorda el hecho de que ella y su
grupito traían cervezas y otras bebidas alcohólicas ocultas que los hacían ser
más alegres. Luego, en algún momento de aquellas escapadas y encuentros, Julia
había terminado por ver a David, el cual, había quedado fascinado con ella.
Coincidían en sitios, días después. A veces, ella estaba sola, por lo que
David, ciertamente, no había tenido demasiados problemas para acercarse a
Julia. Ella prefería verlo al atardecer, citándose en sitios concurridos o
solitarios, pero siempre llevando al chico a la oscuridad del exterior o
interior de edificios. Erick y Víctor no podían creer que una muchacha así de
hermosa estuviera saliendo con el silencioso David. Según ellos (y como se lo
hicieron saber a tu hijo), daba la impresión de que era ella quien lo buscaba,
como si estuviera dispuesta a cazarlo hasta que por fin lo logró. Luego, al
parecer, no lo habían tomado muy bien cuando David les anunció que Julia y él
ya eran novios oficialmente. Y el resto era historia.
Pero te percatas de que Julia
nunca buscó a David durante su hospitalización y convalecencia. Él te dice, con
tristeza, que no era su deber, pues ya habían terminado aquella trágica noche.
Aun así, la chica te parece una arpía desalmada. Involuntariamente piensas en
Ana. No le dices tus impresiones a tu hijo. No quieres angustiarlo más. Todos
comentemos errores. Y crees que tú no eres nadie para darle consejos amorosos.
Se declaró pues, que el ataque
había sido un asalto. Se buscaron sospechosos, pero nunca se llegó a nada
concreto y nadie fue a prisión. La casa donde se había celebrado la fiesta,
estaba ahora deshabitada. Llevaba muchos años así, según los vecinos. Nadie que
conocieran era dueño de aquel lugar.
O-O-O-O
David acabó la secundaria. Seguía
teniendo catorce años. Y las cicatrices.
La herida de su cuello fue la que
peor cicatrizó. La punta del lado derecho, bajo la oreja, era lo que peor se
veía. Lo que sea que le habían enterrado ahí, le había marcado la piel en
cortes transversales diminutos, haciendo que la nueva piel luciera como una
quemadura de tercer grado.
Y luego, en el verano, tu hijo te
dijo que ya no quería estudiar. Te dijo que quería tomarse un año sabático.
Piensas que tal vez tiene razón.
Después de lo que pasó, debía estar agobiado y ahora debía recuperar fuerzas y
ánimo, pues tiempo atrás, te enteraste por medio de uno de sus maestros de que,
en su clase, David ya no tenía ningún amigo y que al parecer, sus compañeros le
llamaban de formas hirientes debido a sus cicatrices.
O-O-O-O
Ana se enteró a su debido tiempo
del incidente. Le llamaste y te respondió el contestador. Le dijiste brevemente
que David había estado en el hospital pero que ya estaba en casa,
recuperándose. Ella llamó al día siguiente para hablar con su hijo. No supiste
qué se dijeron, pero David sólo respondía con breves "si" y
"no" y finalizó con un "yo también, adiós" y todo eso no
duró más de diez minutos. Luego, con pena, viste que el ánimo del muchacho
pareció decaer.
"Esa perra…" pensaste,
iracundo.
Pero ya no importaba.
David estaba contigo, a salvo. Tú
lo amabas. Y eso es todo lo que importa.
Es tu hijo y siempre lo ves así,
como ese niño pequeño que te miraba seriamente pero nunca con tristeza.
O-O-O-O
David la pasaba mal.
Desde que había salido del
hospital, hubo días en los que no se levantaba de la cama. Parecía enfermo. Se
veía enfermo.
No sabías lo que pasaba. No
podías llevarlo a que lo examinaran, porque el dinero escaseaba. Los ahorros se
habían quedado en el hospital.
Pero luego de dos meses después
desde el ataque, entendiste lo que ocurría.
Aunque para ese entonces, en la
tele y en las calles, anunciaban la desaparición de dos chicos, los cuales
habían vivido cerca de tu casa…
David necesitaba tu ayuda.
Lo animaste a que volviera a la
escuela. Le aseguraste que todo estaba bien.
Es tu hijo. Pese a todo. Y te
juras que no vas a permitir que nada malo le ocurra de nuevo mientras vivas.
O-O-O-O
Hoy viene Ana.
Te ha dicho que quiere ver a
David. Que el objetivo de su visita es saber si su hijo vive bien y que si no
es así, se lo llevará con ella. Que le importa un bledo lo que ha ordenado la
corte y que ese chico necesita a su madre.
La escuchaste por teléfono decir
toda esa sarta de tonterías.
No le discutes.
–Que sea David quien decida… -le
dices, sencillamente.
A lo único que le temes tal vez,
sea a eso, a que Ana es tan cerrada y egoísta que no sabe entender el amor
incondicional. Ana nunca ha amado a nadie y crees que si ahora le nació ese
"instinto maternal" será porque lleva un truco bajo la manga.
Pero igualmente, no te preocupas.
Confías en David.
Ana llega a eso de la una de la
tarde. Baja de un taxi y la vez cruzar la calle hasta llegar a tu puerta. Con
paso decidido y ataviada en ropa tono celeste (pantalón y blusa), sube los
escalones hasta quedar de pie en el mismo sitio donde David se debatió entre la
vida y la muerte una vez.
(A veces, todavía sueñas con ese
momento en las noches lluviosas…)
Llama con insistencia y desde que
oyes esos rápidos golpes de sus nudillos, ya te desagradó toda ella.
Abres por fin y Ana entra
enseguida sin esperar tu invitación.
–¿Qué tal estas? –te pregunta
mientras mira todo a su alrededor con antipatía.
–Bien –le respondes, fríamente.
–Me alegro –dice, devolviéndote
una mirada desafiante. Ana nunca se anda por las ramas y menos cuando se trata
de temas que sabe, son las llagas-. ¿Dónde está mi hijo David?
Quieres reírte.
"¿En serio es tu hijo?
¡Vamos, Ana, no seas ridícula, tú sabes bien que ya es más mío que tuyo!"
–Abajo, en el sótano–le
respondes-. Está muy entretenido en un proyecto. Pronto querrá que le lleve
algo de comer.
Ana no aparta de ti sus ojos sin
quitar su seño de disgusto. Te recuerda a una fiera carroñera.
–¿Le dijiste que vendría?
–Sí.
–¿Le dijiste por qué?
–Sí, lo sabe.
–¿Es cierto que dejó la escuela?
–Sí.
–¿Y por qué no lo haces estudiar
de nuevo?
Te encoges de hombros.
–Es su decisión, no la mía.
–¡Es que te volviste loco!
–explota finalmente. No te sorprendes -. ¡Es su único deber y tú lo pones a
trabajar! ¡Lo explotas para que se olvide de estudiar y no tenga futuro!
¡Siempre ha sido muy de ti cometer esas idioteces! ¡Como lo de hace tres años,
cuando casi se muere! ¡Te haces el padre sufrido cuando no sabes quiénes
atacaron a tu hijo! ¡Imbécil! ¡Creí que lo que te faltó de hombre lo tendrías de
padre, pero ni en eso eres bueno!
Y habla y habla y habla con su
vocecita estridente… Desde hace mucho tiempo atrás, decidiste no volver a caer
en ese juego: ella dice, tú dices, ella responde, tú contestas, etc., etc.,
etc. …
–No lo entiendes, Ana –le respondes
calmadamente-. David sabe lo que hace. Confío en él.
Ana suelta una risotada de burla.
Continúa con los ataques.
–¡Tiene diecisiete! ¡No sabe lo
que dice! ¡Y tú no sabes lo que haces! ¡Y cómo no sabes qué hacer con él,
vendrá conmigo!
Miras de reojo el reloj de la
sala. La una y diez minutos.
"Bueno, supongo que a David
no le importará…"
Ana sigue hablando. Y sin previo
aviso, una de sus manos termina sobre tu pecho. Te empuja, buscando respuestas.
Quiere que le respondas a como dé lugar. Y tú, silencioso, pero decidido, tomas
esa mano con fuerza.
–¡Suéltame, animal! –te grita,
tratando de liberarse.
–Tranquilízate, Ana –le dices con
un tono de voz que nunca habías usado antes, sosteniéndole la mirada-. Y
escúchame.
Ella guarda silencio y te mira,
ligeramente perpleja, pero no deja de sacudir su brazo, el cual, atenazas
fieramente y ella gime de dolor.
–Como ya te dije, confío en David
–comienzas a decir con tu voz fría y grave conforme hablas-. Soy ahora el único
que lo entiende. Lo protejo, lo cuido y juro por Dios que hice justicia a los
malditos infelices malparidos que se atrevieron a hacerle daño…
Ana te mira fijamente y ves a
través de aquellos ojos cómo se asoma el miedo. Sabe que hablas en serio.
–¿Qué hiciste? –te pregunta casi
susurrando.
Le sonríes. Ella palidece.
–Tu no entiendes nada, Ana… -le
susurras, acercando tu boca a su oído-. Nunca entenderías lo que está pasando
aquí… Ni nunca amarás a David como yo…
–¿Dónde está David? –te pregunta,
con voz débil.
–Quitaré del camino a quienes
quieran lastimarlo… O a los que quieren separarlo de mí…
Ya no le hablas. Giras la cabeza
y aún sujetándola con firmeza, caminas a grandes zancadas por la casa con Ana.
Ella gime nuevamente, tratando de liberarse al ir andando casi a rastras a su
vez pues la tomas por sorpresa sin darle tiempo a avanzar ni gritar. Pasan por
la sala, llegan a la cocina y hasta el fondo, en la puerta del sótano, llamas
dos veces brevemente. Giras la cerradura y a oscuras, sometes a Ana y ambos comienzan
a bajar los escalones.
En las penumbras, Ana grita
nuevamente. Trata de correr cuando la liberas, pero percibes cómo una fuerza
mayor a la tuya te la arrebata de tu mano y la lleva hasta el otro rincón
apartado de la habitación. Ana grita por última vez y luego se hace el
silencio.
Subes las escaleras. Cierras la
puerta al salir del sótano especialmente insonorizado y caminas hasta la sala,
donde ves un costoso bolso de piel. Eso será un problema. Pero no muy grande.
Luego te desharás de él.
O-O-O-O
Son las ocho de la noche de la
mañana siguiente.
El teléfono suena dos veces hasta
que por fin, Tom atiende.
–¿Diga?
–Tom –dices, con voz un poco
cansada-. ¿Ana estará ahí?
–No, no –responde, también con
tono agotado-. Creí que aún seguía con ustedes. No llegó en el último vuelo de
la mañana.
–Qué raro. Ayer se fue casi en
cuanto llegó. Habló conmigo y después con David y luego, sin más, se fue…
–Muy propio de ella –dice Tom,
con un suspiro-. Igual y se fue a otro lado. ¿No te dijo que ella y yo vamos a
divorciarnos?
–¿En serio?
–Sí. Y por eso quiere a David
aquí, aunque creo que eso no le va a servir de mucho. El chico tiene
diecisiete, ¿verdad?
–Sí…
–Pues eso, tu hijo ha sido tuyo
desde hace muchos años y pronto será mayor. Además, pienso que no es tarde para
que Ana se ocupe de sí misma –dice Tom, entre molestia y agobio.
–Eso creo… -dices, con tono
trémulo, ocultando tus ganas de reír, pero luego, decides que ya es hora de
cortar la llamada-. En fin, Tom. Tengo que irme. Si vuelve, dile que David no
cambió de opinión y que se quedará conmigo.
–Muy bien.
Ambos cuelgan. Es lo más
políticamente correcto que puede haber entre ambos sin insultarse mutuamente.
Tal vez lo hubieras hecho los primeros años, pero luego pensaste que no era muy
sano pelear por Ana y que quizás si Tom y tú se hubieran conocido en otro
momento y situación, habrían sido amigos. O por lo menos, un tipo al que
saludarías de vez en cuando.
No sabes si llamará a la policía,
pero lo que él sí sabe es que Ana puede dar sorpresas (como la que te llevaste
tú cuando descubriste que salía con él) y que por ende, se va a tomar su tiempo
para buscarla.
Y hasta entonces, si David y tú
están en dificultades por su desaparición… Bueno, ya lo solucionarían.
La policía siempre ha sido
incompetente. No le mentiste a Ana al decirle que habías hecho justicia con tus
propias manos. Un mes después del ataque de David, fuiste a aquella casa en la
que había sido la fiesta. La recorriste de arriba a abajo y fue precisamente en
el sótano donde descubriste a Julia y a sus amigos. Con verlos, entre huesos y
otros despojos, supiste la amarga verdad de lo que le ocurriría a David en
breve. La noche siguiente, antes de que aquella arpía y su séquito despertaran,
quemaste la casa. Los bomberos dijeron que aquello había sido seguramente obra
de adolescentes que se habían metido a la vieja casa a fumar, pero declararon
que no hubo pérdidas mortales y que el mayor daño había ocurrido en el sótano
donde tampoco habían encontrado algo salvo un montón de cenizas de lo que
creyeron que fue una vieja pila de carbón.
Suspiraste tranquilo. Ninguno
sobrevivió.
O-O-O-O
A las diez, mientras miras
televisión, la puerta del sótano se abre. Escuchas unos pasos lentos y pesados
que llegan a la cocina y de ahí toman rumbo a la puerta trasera.
–Regreso en unas horas… -dice la
voz grave de David. Aunque esté a varios metros de distancia de ti, parece como
si te estuviera hablando al oído. Algo a lo que ya te acostumbraste.
–Bien –le respondes mientras
sigues mirando al frente -. Regresa temprano.
David se ríe. Su risa parece que
tiene el efecto de una voz profunda encerrada en una caverna. Sonríes también.
Hacía tiempo que no le decías aquello. ¿Será porque Ana te removió aquel
sentimiento protector?
–No te preocupes –te dice. Sus
pasos se alejan. Oyes que abre la puerta. Una brisa nocturna del exterior se
cuela hasta tu sillón.
–Todavía eres como un niño –le
dices antes de que él se vaya-. Así que cuídate.
David ya no responde, pero
escuchas cómo se cierra la puerta por fin tras él para luego caminar y terminar
perdiéndose entre las tinieblas.