No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Johnny cogió su fusil

De Dalton Trumbo

Libro Primero

Los Muertos

(Fragmento)

I

Deseaba que el teléfono dejara de sonar. Ya era demasiado estar enfermo como para oír sonar un teléfono toda la noche. Joder qué mal se sentía. Y no era a causa de ese agrio vino francés. No hay hombre capaz de beber tanto como para tener la cabeza de ese tamaño. Su estómago daba vueltas y vueltas y más vueltas. Era agradable que nadie atendiera ese teléfono. Sonaba como si estuviera en un recinto de un millón de millas de ancho. También su cabeza tenía un millón de millas de ancho.
Al infierno con el teléfono.
Ese maldito timbre debía estar en el otro extremo de la tierra. Para llegar a él se vería obligado a andar un par de años. Ring ring ring toda la noche. Quizá alguien necesitaba algo urgente. Las llamadas nocturnas suelen ser importantes. Podrían prestarles atención. ¿Cómo podían suponer que él lo atendería? Estaba cansado y su cabeza había adquirido una dimensión exorbitante. Aunque le metieran un teléfono entero en la oreja ni siquiera lo sentiría. Era como si hubiese ingerido dinamita.
¿Por qué nadie atendía ese maldito teléfono?
—Oye Joe. Adelante y al centro.
Allí estaba endemoniadamente enfermo y como un condenado imbécil avanzaba hacia el teléfono por la sala de expedición nocturna. Había tanto ruido que era imposible suponer que alguien pudiese percibir un sonido tan leve como el de un timbre de teléfono. Sin embargo él lo había oído. A pesar del clic—clic—clic de las empaquetadoras del Battle Creek y del rechinar de las cintas transportadoras y del rugido de los hornos giratorios en la planta superior y del estruendo de los cubos de acero arrastrados hasta el lugar y del estrépito de los motores que ajustaban en el garaje para el trabajo matutino y del grito de los rodillos que necesitaban aceite ¿por qué diablos nadie los engrasaba?
Echó a andar por el pasillo central entre los cubos de acero repletos de pan. Se coló a través de los deshechos de cajones de madera y cartones arrugados y trozos de pan aplastados. Los muchachos lo miraron pasar. Recordaba sus rostros flotando a su lado a medida que se acercaba al teléfono. El Holandés y el Holandesito y Whitey y Pablo y Rudy y todos los muchachos. Le miraron con curiosidad mientras iba pasando delante de ellos. Tal vez porque en su fuero interno estaba asustado y eso se percibía desde fuera. Llegó al teléfono.
—Hola.
—Hola hijo. Ven a casa ahora mismo.
—Está bien madre. Voy para allí en seguida.
Entró en la oficina con el techo inclinado y el gran frente de cristal desde donde Jody Simmons el capataz vigilaba estrechamente a su cuadrilla.
—Jody tengo que ir a casa. Mi padre acaba de morir.
—¿Morir? ¡Por Dios hijo! lo siento. Por supuesto muchacho vete. Rudy. Oye Rudy. Coge un camión y lleva a Joe a su casa. Su vie… su padre acaba de morir.Desde luego muchacho. Ve a casa. Haré que alguno de los muchachos te reemplace. Eso es duro muchacho. Vete.
Rudy apretaba el acelerador. Afuera llovía porque era diciembre en Los Ángeles poco antes de Navidad. Los neumáticos chirriaban con no había caído en cuenta de que era prácticamente una mujer. Había crecido todo el tiempo y él no lo había advertido hasta ahora que la veía llorando por la muerte de su padre.
Abajo llamaron a la puerta.
—Son ellos. Vamos a la cocina. Será mejor así.
Tuvieron algunas dificultades para llevar a su hermana a la cocina pero ella fue silenciosamente. Parecía incapaz de caminar. Su rostro estaba pálido. Sus ojos eran grandes y más que llorar jadeaba. Su madre se sentó en una banqueta de la cocina y cogió a su hermana en brazos. Luego él se asomó a la escalera y dijo en voz baja.
—Adelante.
Dos hombres de camisas de cuello limpio y resplandeciente abrieron el portal y comenzaron a subir la escalera. Traían un gran cesto de mimbre. Rápidamente entró en la sala y retiró las sábanas para mirar a su padre antes de que ellos llegaran al tope de la escalera.
Contempló un rostro fatigado que sólo tenía cincuenta y un años. Mientras lo miraba pensó papá me siento mucho más viejo que tú. He sentido pena por ti papá.
Las cosas no marchaban bien y nunca habrían marchado bien para ti y es mejor que estés muerto. En estos tiempos la gente tiene que ser más rápida y más dura que tú papá. Buenas noches y que tengas hermosos sueños. No te olvidaré y hoy no estoy tan triste por ti como estaba ayer. Yo te amaba papá. Buenas noches.
Entraron en la habitación. El volvió a la cocina con su madre y su hermana. La otra hermana que sólo tenía siete años dormía aún.
De la sala llegaban algunos ruidos. Eran los pasos de los hombres que caminaban de puntillas alrededor del lecho. Era el lánguido susurro de las mantas que echaban hacia los pies. Luego el ruido de los resortes de la cama que se distendían después de ocho meses de uso. En seguida el gemido del mimbre que acogió la carga que había sido retirada de la cama. Por último el cesto crujió por todas partes y los pies se deslizaron por la sala hacia la escalera. Se preguntó mientras iban escaleras abajo si el cesto estaría bien nivelado o si la cabeza estaba más baja que los pies o si de alguna forma podía ser incómodo. Si su padre hubiese realizado esa misma tarea hubiese llevado el cesto con gran suavidad.
Su madre comenzó a temblar un poco cuando cerraron el portal al pie de la escalera. Su voz era como aire seco.
—Ese no es Bill. Puede parecerlo pero no lo es.
Él le acarició el hombro. Su hermana volvió a acurrucarse en el suelo.
Eso fue todo.
¿Por qué no se terminaba entonces? ¿Cuántas veces tendría que revivirlo? Ya había pasado todo. Terminado. ¿Por qué seguía sonando ese maldito teléfono? Estaba chiflado porque había bebido mucho y le quedaban los resabios de la borrachera y ahora tenía pesadillas. Muy pronto si era necesario se despertaría y atendería el teléfono pero por consideración alguien debería hacerlo en su lugar porque él estaba cansado y enfermo.
Todo se volvía flotante y endeble. Las cosas estaban quietas y endiabladamente apacibles. Un dolor de cabeza después de una borrachera es como un martilleo y un estruendo y convierte el cráneo en un infierno. Pero no era la resaca de una borrachera. Estaba enfermo. Era un hombre enfermo y recordaba cosas. Como si saliese de los efectos del éter. Pero era de suponer que ese teléfono dejaría de sonar alguna vez. No podía seguir indefinidamente. Y él no podía seguir repitiendo siempre la misma historia de ir a atenderlo y escuchar que su padre había muerto y luego volver a su casa en una noche de lluvia. Si seguía haciéndolo cogería un catarro.
Además su padre podía morir sólo una vez.
El timbre del teléfono era parte de un sueño. Su sonido no era como el de cualquier otro teléfono ni se parecía a cosa alguna porque significaba muerte. Al fin y al cabo ese teléfono era algo determinado algo muy determinado como solía decir el viejo profesor Eldridge en el último año de inglés. Y una determinada cosa se aferra a ti aunque de nada sirve que lo haga tan intensamente. Ese timbre y su mensaje y todo lo que eso significaba había ocurrido hacía mucho tiempo y él ya lo había dado por concluido.
El timbre volvió a sonar. Podía oírlo muy lejos como si fuese un eco que atravesaba innumerables persianas en su mente. Lo oía como si estuviese atado y no pudiese atenderlo y sin embargo tuviese la obligación de hacerlo. El timbre sonaba tan solitario como Cristo llamando desde el fondo de su mente esperando una respuesta. Y no podían comunicarse. Cada toque parecía volverse paulatinamente más solitario. A cada sonido del teléfono se asustaba más.
Nuevamente a la deriva. Estaba herido. Muy malherido. El campanilleo del timbre se iba disipando gradualmente. Estaba soñando. No estaba soñando. Estaba despierto aunque no podía ver. Estaba despierto aunque no podía oír nada salvo un teléfono que en realidad no sonaba. Estaba muy asustado.
Recordó cómo de pequeño después de leer Los últimos días de Pompeya se despertaba por la noche en medio de la oscuridad gritando espantado con el rostro hundido en la almohada y pensando que la cima de una de las montañas de su
Colorado había volado y que las mantas eran lava y él estaba sepultado vivo y que se quedaría allí muriendo eternamente. Ahora sentía ese mismo sentimiento de ahogo la misma vergonzosa congoja en sus entrañas. En el paroxismo del terror juntó sus fuerzas e hizo el ademán de un hombre enterrado en la arena que araña el aire con sus manos.
Luego sintió náuseas y ahogo y se desvaneció a medias arrastrado por el dolor.
Por su cuerpo parecía circular una corriente eléctrica que lo sacudía espasmódicamente y lo arrojaba contra la cama exhausto y absolutamente inmóvil. Se quedó así sintiendo cómo el sudor brotaba de su piel. Luego le sobrevino otra sensación. Sentía su piel caliente y húmeda y la humedad le permitió sentir los vendajes. Estaba envuelto en ellos de arriba abajo. Hasta la cabeza.
Entonces estaba realmente herido.
El corazón golpeó contra las costillas a causa del impacto. El cuerpo se le llenó de aguijones. Su corazón latía como si estallase en el pecho pero él no podía sentir el pulso en sus oídos.
¡Oh Dios! entonces estaba sordo. ¿De dónde sacaban toda esa basura acerca de los refugios a prueba de bombas si a un hombre allí dentro podían sacudirlo de modo tal que todo el complejo mecanismo de sus oídos podía estallar hasta dejarlo tan sordo como para no poder oír los latidos de su propio corazón? Le habían golpeado duro y ahora estaba sordo. No ligeramente sordo. No sordo a medias. Totalmente sordo.
Por un momento, mientras el dolor se iba desvaneciendo pensó todo esto me permitirá meditar. ¿Y los otros? ¿Qué fue de ellos? Tal vez no tuvieron tanta suerte.
Había buenos muchachos en ese agujero. ¿Cómo será estar sordo y tener que hablar a gritos? Escribes en un papel. No. Al revés. Tú lees lo que te escriben en un papel. No es un motivo para ponerse a bailar pero podría haber sido peor.
Lo único es que cuando uno está sordo se siente solo. Olvidado de Dios.
De modo que nunca más volvería a oír. Pues bien había muchas cosas que no quería volver a oír. Nunca había querido escuchar el punzante repiqueteo de la ametralladora ni el agudo silbido de un obús del 75 cayendo a toda velocidad ni el trueno pausado que seguía a su estallido ni el gemido de un avión ahí arriba ni los aullidos de un tío que trata de explicarle a alguien que tiene una bala atravesada en el estómago y que por el agujero se le está saliendo el desayuno y por qué nadie se detiene y le da una mano sólo que nadie puede oírle porque todos están asustados. Al infierno.
Las cosas entraban y salían de foco. Era como mirar en uno de esos espejos de afeitar de aumento atraerlo hacia uno y volverlo a alejar. Estaba enfermo y probablemente loco estaba malherido y solitariamente sordo pero estaba vivo y seguía escuchando a lo lejos el sonido agudo del timbre del teléfono.
Se hundía y reflotaba y luego comenzaba a girar en lánguidos y perezosos círculos negros. Todo bullía en sonidos. Sin duda estaba loco. Fugazmente vio la gran zanja donde solía ir a nadar con los muchachos en Colorado antes de partir hacia Los Ángeles antes de entrar en la panadería. Oía el chapoteo del agua cuando Art hacía una de sus piruetas al zambullirse es idiota tirarse de tan alto pero ¿por qué nosotros no podíamos hacerlo? Contempló las ondulantes praderas de Grand Mesa a once mil pies de altura y vio hectáreas de aguileñas agitándose en la fresca y apacible brisa de agosto y oyó el murmullo lejano de los arroyos de las montañas. Vio a su padre arrastrando el trineo. Su madre iba dentro. Era una mañana de Navidad. Oyó la nieve fría bajo los patines del trineo regalo de Navidad y su madre reía como una niña y su padre sonreía con ese gesto tranquilo y surcado de arrugas.
Sus padres parecían divertirse juntos. En especial entonces. Solían flirtear delante de él antes de que nacieran las niñas. ¿Recuerdas esto? ¿Y aquello? Lloré. Tú hablabas así. Te peinabas así. Me levantaste y me recordaste cuán fuerte eras y me pusiste encima del viejo Frank porque era dócil y después cabalgamos sobre el río helado y el viejo Frank escogía su camino tan cuidadosamente como un perro.
¿Recuerdas el teléfono cuando me cortejabas? Recuerdo todo. Hasta el ganso que se me echaba encima silbando cuando yo te abrazaba. ¿Recuerdas el teléfono cuando éramos novios tontito? Recuerdo. ¿Recuerdas la línea del teléfono que recorría dieciocho millas por el valle de Colé Creek y sólo había cinco abonados? Lo recuerdo. Recuerdo la forma en que me miraste con tus ojos grandes y tu frente suave que no ha cambiado. ¿Te acuerdas cuán nueva era aquella línea telefónica? Uno se sentía solo allí. Ni un alma en tres o cuatro millas y en realidad nadie en el mundo sólo tú. Y yo esperando que sonara el teléfono. ¿Te acuerdas que sonaba dos veces para nosotros? Dos timbres y eras tú que llamabas de la tienda cuando estaba cerrada.
Y los cinco aparatos a lo largo de la línea haciendo click—click Bill llama a Macia click—click. Y después tu voz qué divertido era oír tu voz por teléfono la primera vez. Siempre fue maravilloso.
—Hola Macia.
—Hola Bill ¿cómo estás?
—Muy bien. ¿Has terminado el trabajo?
—Sólo con los platos.
—Supongo que también esta noche todo el mundo nos está escuchando.
—Supongo.
—¿No saben que te quiero? Podrían conformarse con eso.
—Tal vez no.
—Macia ¿por qué no tocas algo en el piano?
—Está bien Bill. ¿Qué toco?
—Lo que quieras. A mí me gusta todo.
—Bien Bill. Espera que arregle el aparato.
Después la música del piano iba tintineando por los cables nuevos y maravillosos del teléfono a lo largo de Cole Creek hacia el oeste del otro lado de las montañas de Denver. Su madre antes de ser su madre antes de pensar particularmente en convertirse en su madre solía tocar el único piano que había en Cole Creek e interpretaba Beautiful Blue Ohio o quizá My Pretty Red Wing. Tocaba diáfanamente y su padre la escuchaba desde Shale City y pensaba ¿no es maravilloso sentarse aquí a ocho millas y acercar ese tubo negro al oído y escuchar a lo lejos la música de Macia mi hermosa Macia mi Macia?
—¿Los has oído Bill?
—Sí. Fue hermoso.
Entonces alguien tal vez a seis millas en la línea interrumpía la conversación sin pudor alguno.
—Macia acabo de coger el auricular y te he escuchado tocar. ¿Por qué no tocas After the Ball is Over? A Clem le gustaría escucharla si no tienes inconveniente.
Su madre volvía al piano y tocaba After the Ball is Over y Clem en alguna parte oía música quizá por primera vez en tres o cuatro meses. Las mujeres de los granjeros una vez terminado su trabajo también se sentaban con el auricular al oído y escuchaban y se ponían soñadoras pensando en cosas que sus maridos ni siquiera imaginaban. Todo el mundo en ese valle solitario de Cole Creek solicitaba a su madre que tocara su pieza favorita y su padre en Shale City escuchaba con gusto aunque a veces se impacientaba un poco diciéndose a sí mismo que la gente de Cole Creek debería comprender que esto es un noviazgo no un concierto.
Sonidos sonidos sonidos por todas partes y ese timbre que se desvanecía y regresaba mientras él se sentía tan enfermo y sordo que quería morir. Rotaba en la oscuridad y a lo lejos el timbre del teléfono sonaba sin que nadie lo atendiera. Un piano tintineaba remotamente y él supo que su madre tocaba para su padre muerto antes de que su padre estuviera muerto y antes de pensar en él su hijo. El piano sonaba al compás del timbre y el timbre al compás del piano y detrás crecía un espeso silencio y un ansia de escuchar y la soledad.
Y ahora brilla la luna esta noche sobre la hermosa Ala Roja. Suspiran los pájaros, llora el viento nocturno…