No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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La dama de negro

De Susan Hill

(Fragmento)
SILBA E IRÉ A BUSCARTE

Por la noche el viento fue en aumento. Mientras leía en la cama reparé en las ráfagas cada vez más intensas que golpeaban las ventanas. Durante la madrugada desperté de sopetón y comprobé que había arreciado con gran intensidad. La casa parecía un barco en medio del mar, sacudido por el vendaval que rugía a lo largo y a lo ancho de las marismas abiertas. Todas las ventanas de la casa de Eel Marsh repiquetearon, por los cañones de las chimeneas bajaron gemidos y Eel Marsh repiquetearon, por los cañones de las chimeneas bajaron gemidos y el viento silbó en cada recoveco y hendidura.

Al principio me alarmé. Luego permanecí quieto, recobré la compostura y me dije que hacía muchos años que la casa de Eel Marsh estaba en pie, firme como un faro, solitaria y expuesta a las inclemencias, soportando lo más recio de un invierno tras otro de tempestades, lluvia torrencial, cellisca y rocío del mar. No era probable que esa noche saliera volando. Los recuerdos infantiles volvieron a envolverme y reflexioné con nostalgia acerca de las noches en las que había permanecido en la abrigada y cómoda seguridad de mi cama de la habitación de los niños, situada en lo alto de la casa de mi familia en Sussex, mientras el viento rugía como un león, aullaba al doblar las puertas y sacudía las ventanas, aunque a mí no podía alcanzarme. Me recosté y me sumí en ese estado agradable y como de trance que es la duermevela; recordé vívidamente el pasado, así como sus emociones e impresiones, hasta que volví a sentirme como cuando era pequeño.

 Desde alguna parte de esa oscuridad ululante me llegó un grito que me devolvió bruscamente al presente y puso fin a la tranquilidad.

Presté atención. No oí más que el tumulto del viento, semejante a un espíritu femenino, y los golpes y el repiqueteo de la ventana en el viejo marco que no cerraba bien. A continuación..., sí, otra vez ese grito, ese conocido grito de desesperación y angustia, la llamada de auxilio de un niño desde algún lugar de la marisma.

Yo sabía que no había niño alguno. ¿Cómo iba a haberlo? De todas maneras, no podía seguir tumbado y desoír el llanto de un fantasma muerto hacía muchos años.

«Descansa en paz», pensé, pero ese pobre espectro no descansaba ni podía descansar.

Al cabo de unos segundos me levanté. Decidí bajar a la cocina, servirme algo de beber, avivar el fuego, sentarme e intentar anular esa voz que me llamaba y por la cual no podía hacer nada, por la cual nadie había podido hacer nada desde..., ¿desde cuándo nadie había podido hacer nada?

Salí al descansillo y la perrita Spider me siguió; simultáneamente, sucedieron dos cosas. Tuve la sensación de que, un segundo antes, alguien pasaba a mi lado desde el final de la escalera hacia otra de las habitaciones y las luces se apagaron después de que una brutal ráfaga de viento golpeara con tal fuerza la casa que después de que una brutal ráfaga de viento golpeara con tal fuerza la casa que pareció sacudirse. No me había preocupado por coger la linterna de la mesilla de noche y me encontré en la oscuridad más absoluta, sin saber muy bien cómo orientarme.

¿Y qué decir de la persona que había pasado junto a mí y que ahora también se encontraba en la casa? Yo no había visto a nadie ni notado nada. No había habido movimientos, roce de una manga con la mía ni agitación del aire y tampoco había oído ni una pisada. Lisa y llanamente, experimenté la sensación absoluta y certera de que alguien acababa de pasar a mi lado y de que se había alejado pasillo abajo. Se había movido por el corredor corto y estrecho que conducía a la habitación de los niños, cuya puerta, que había estado cerrada a cal y canto, luego se había abierto inexplicablemente.

Durante unos segundos me planteé la hipótesis de que alguien, otro ser humano, viviera en esa casa, una persona que se ocultara en el misterioso cuarto de los niños y que por la noche saliera a buscar comida y bebida y a tomar aire. ¿Podía tratarse de la mujer de negro? ¿Acaso la señora Drablow había albergado a una hermana o criada anciana y solitaria, había dejado una amiga desquiciada cuya existencia nadie conocía? Mi mente tejió toda clase de fantasías desaforadas e incoherentes en mi intento desesperado de encontrar una explicación racional a esa presencia de la que había sido tan consciente. Luego todo cesó. En la casa de Eel Marsh no había más ocupantes vivos que la perra de Samuel Daily y yo. Fuera lo que fuese, quienquiera que yo hubiese visto y oído mecerse, lo que acababa de pasar a mi lado y quien había abierto la puerta con el cerrojo echado no era «real». No lo era. Por otro lado, ¿qué era «real»? En ese momento comencé a dudar de mi propia realidad.

Lo primero que necesitaba era luz, por lo que regresé a tientas hasta la cama, me estiré por encima y cogí la linterna. Retrocedí un paso, tropecé con la perra, que me pisaba los talones, y solté la linterna, que rodó por el suelo, cayó estrepitosamente junto a la ventana, y emitió el sonido del cristal al romperse. Maldije, me apañé para buscarla a gatas, la recuperé y accioné el interruptor. No hubo luz. La linterna se había roto.

Durante unos instantes estuve en un tris de derramar lágrimas de desesperación, miedo, frustración y tensión como no lo había hecho desde la niñez. En lugar de llorar, sufrí un ataque de ira violenta y di puñetazos en el suelo de tablas hasta que me dolieron los nudillos.

Fue Spider la que cortó semejante ataque, pues me rascó ligeramente el brazo y enseguida lamió la mano que extendí hacia ella. Permanecimos juntos en el suelo y abracé su cuerpo calentito, contento de tenerla a mi lado, muy avergonzado de mí mismo, más contento y aliviado mientras fuera el viento resonaba y rugía, y una y otra vez las ráfagas hacían llegar a mis oídos ese terrible grito infantil.

Tuve la certeza de que no volvería a conciliar el sueño, pero tampoco osé bajar la escalera en la más absoluta oscuridad, rodeado por los sonidos de la tormenta y afectado por la conciencia que había tenido de la otra presencia. Mi linterna se había roto. Por muy débil e inestable que fuese, necesitaba una vela y otra luz que me hiciese compañía. Recordé que muy cerca había una vela. La había visto un rato antes, sobre la mesa contigua a la pequeña cama de la habitación de los niños. Durante un buen rato, fui incapaz de armarme del valor necesario para recorrer a tientas el corto pasillo que me separaba de la habitación que, como comprendí, era tanto el centro como el origen de todos los acontecimientos extraños de la casa de Eel Marsh. Me sentía al margen de todo lo que no fuesen mis propios temores e incapaz de pensar de forma decidida y coherente, por no hablar de moverme. Poco a poco descubrí por mí mismo la verdad del axioma según el cual un hombre no permanece indefinidamente en un estado de terror activo. Las emociones van en aumento hasta que, incitado por hechos y pavores cada vez más espeluznantes, queda tan abrumado que huye o pierde los cabales; en caso contrario, poco a poco se tranquiliza y recobra el dominio de sí mismo.

El viento siguió bramando en las marismas y sacudiendo la casa pero, después de todo, se trataba de un sonido natural que reconocí y acepté, ya que no podía causarme el menor daño. La oscuridad no disminuyó y todavía faltaban horas hasta que clareara, pero en la sencilla penumbra no hay nada que asuste a un hombre, como tampoco lo hay en el sonido del vendaval. No sucedió absolutamente nada más. La percepción de otra presencia se desdibujó, por fin se acallaron los débiles gritos del pequeño y de la habitación de los niños situada en el extremo del pasillo no llegó el más ínfimo sonido de la mecedora ni de movimiento alguno. Mientras permanecí encogido en el suelo y con la perra pegada a mí, recé, oré para que aquello que me había afectado y se encontraba pegada a mí, recé, oré para que aquello que me había afectado y se encontraba en la casa fuese desterrado o, como mínimo, recuperar el dominio de mi persona a fin de hacerle frente y vencerlo.

 Me incorporé sin tenerlas todas conmigo y con las extremidades doloridas y rígidas a causa de la tensión que había vivido, pero al menos fui capaz de moverme; experimenté un profundo alivio porque me pareció que, al menos de momento, lo peor que tenía que afrontar era un recorrido a ciegas por el pasillo que conducía a la habitación de los niños en pos de la vela.

Avancé muy despacio, con temblores crecientes y con éxito, pues llegué hasta la cama, cogí el candelero, lo sujeté con fuerza y, tanteando las paredes y los muebles, emprendí el regreso hacia la puerta.

He dicho que esa noche no hubo más que acontecimientos extraños y temibles, nada más que me atemorizase salvo el sonido del viento y lo absoluto de la oscuridad; hasta cierto punto, es verdad, ya que la habitación de los niños estaba vacía, la mecedora permanecía quieta y enmudecida y, por lo que pude ver, todo seguía como antes. Entonces no supe a qué podía achacar los sentimientos que me abrumaron desde el instante mismo en que entré en esa habitación. No experimenté miedo ni horror, sino un pesar y una tristeza agobiantes, una sensación de pérdida y desconsuelo, aflicción mezclada con profunda desesperación. Tanto mi padre como mi madre estaban vivos, tenía un hermano, contaba con buenos amigos y también con Stella, mi prometida. Todavía era joven. Si exceptuamos la pérdida ineludible de tías, tíos y abuelos ancianos, jamás había experimentado la muerte de alguien próximo, nunca había estado de duelo ni padecido un dolor tan extremo. Aún no me había sucedido. Sin embargo, en la habitación de los niños de la casa de Eel Marsh conocí los sentimientos que acompañan a la muerte de una persona que está tan próxima como es posible a mi corazón y que se vincula con mi propio ser. Estuve a punto de quebrarme y, a la vez, me sentí confundido y desconcertado, pues no había motivo alguno para estar en las garras de un dolor y una desdicha tan desesperantes. Durante el tiempo que pasé en ese cuarto tuve la sensación de que me convertía en otra persona o, como mínimo, de que experimentaba sus emociones.

 Fue un acontecimiento tan alarmante y extraño como cualquiera de los hechos más externos, visibles y audibles que se habían producido durante los hechos más externos, visibles y audibles que se habían producido durante los últimos días.

Salí de la habitación, cerré la puerta y, cuando me interné por el pasillo, esos sentimientos se volatilizaron como si durante unos minutos me hubiesen puesto una prenda sobre los hombros para quitarla poco después. Volví a ser yo mismo, con mis propias emociones.

Regresé con paso vacilante a mi dormitorio, busqué las cerillas que tenía en el bolsillo de la chaqueta, junto con la pipa y el tabaco, y encendí por fin la vela. Al sujetar con los dedos el asa del candelero de hojalata, la mano me tembló tanto que la llama amarilla parpadeó, vaciló y se reflejó irregularmente en las paredes, la puerta, el suelo, el techo, el espejo y la colcha. De todas maneras, supuso un consuelo y un alivio, y a medida que me serené la luz dejó de moverse.

Miré la esfera del reloj. Eran poco más de las tres y supuse que la vela duraría hasta que amaneciese, aunque el alba llegaría tarde en un penoso día de tormenta de finales de año.

 Arropado, me senté en la cama y leí como buenamente pude a Walter Scott a la luz de la exigua llama. No sé si se consumió antes de que las primeras y grisáceas luces se colaran en el dormitorio, porque, sin proponérmelo, me quedé dormido. Decaído e incómodo, desperté en medio de la alborada acuosa y deslavada; la vela estaba totalmente consumida, la cera había formado hilillos, por lo que en el candelero sólo quedaba una mancha negra, y el libro había caído al suelo.

 También en esta ocasión fue un ruido lo que me despertó. Spider rascaba el suelo y gemía en la puerta y me di cuenta de que habían transcurrido varias horas desde que la pobrecilla había salido. Me levanté, me vestí rápidamente, bajé y le abrí la puerta. El cielo estaba encapotado y salpicado de nubarrones; todo había adquirido un aspecto monótono, incoloro, y el agua del estuario alcanzaba una buena altura. Por otro lado, el viento había amainado y el aire era más ligero y muy frío.

En un primer momento, la perra correteó por la grava hacia la hierba enmarañada, ya que necesitaba orinar. Permanecí junto a la puerta, bostecé e intenté insuflar vida y calor a mi cuerpo agitando los brazos y moviendo los pies. Pensé en ponerme un abrigo y botas y caminar a paso vivo para aclarar las ideas, y estaba a punto de entrar en la casa cuando, desde lo más lejano de las marismas, oí con inconfundible claridad el sonido de alguien que silba, como marismas, oí con inconfundible claridad el sonido de alguien que silba, como solemos hacer para llamar a los perros.

Spider se detuvo inmediatamente en seco y, sin darme tiempo a retenerla y a recuperar la compostura, echó a correr como si persiguiera una liebre, se alejó a toda velocidad de la casa y de la seguridad de la hierba y atravesó las marismas. Durante unos segundos quedé sorprendido, desconcertado y, en lugar de moverme, me limité a contemplar cómo el cuerpo menudo de Spider se alejaba por esa enorme extensión. No vi a nadie, pero el silbido había sido real, no se trataba de una mala pasada del viento. De todas maneras, habría jurado que no había brotado de labios humanos. Mientras miraba, reparé en que la perra titubeaba, aminoraba la velocidad y finalmente se detenía. Horrorizado, me percaté de que se hundía en el fango y luchaba por mantener el equilibrio a pesar de la fuerza que la atraía por las patas. Corrí como nunca lo había hecho, sin tener en cuenta mi propia seguridad, desesperado por acudir en ayuda de ese animal menudo, valiente e inteligente que me había prodigado tanto consuelo y ánimos en ese lugar desolado.

Los primeros metros del camino eran firmes, aunque barrosos, y me desplacé con rapidez. El gélido viento del estuario me heló la cara y noté que los ojos me ardían y se me llenaban de lágrimas, de modo que tuve que enjugarlas para ver. Spider aulló con todas sus fuerzas, asustada pero todavía visible, y le hablé en un intento de tranquilizarla. En ese momento noté que, al volverse más cenagoso, el terreno también era inestable y pegajoso. Una de mis piernas se hundió en un agujero acuoso y tuve que recurrir a todas mis fuerzas para sacarla. A mi alrededor el agua estaba agitada y turbia, la marea del estuario había crecido e inundado las marismas, por lo que me vi obligado a vadearlas. Al final, sin aliento y haciendo un esfuerzo sobrehumano, la perra quedó casi a mi alcance. Spider apenas se sostenía, las patas y la mitad de su cuerpo habían desaparecido en medio de la ciénaga agitada y absorbente, y mantenía en alto la cabeza puntiaguda, sin dejar de forcejear y ladrar. Dos o tres veces intenté llegar hasta ella, pero tuve que retroceder bruscamente por temor a hundirme. Lamenté no disponer de un palo que lanzarle o algún tipo de garfio con el que cogerla del collar. Experimenté varios segundos de descarnada desesperación mientras me encontraba solo en medio de las marismas, bajo un cielo de tormenta en el que las nubes se desplazaban rápidamente, rodeado de agua y con la casa terrorífica las nubes se desplazaban rápidamente, rodeado de agua y con la casa terrorífica como único elemento sólido en varios kilómetros a la redonda.

Consciente de que, si me dejaba dominar por el pánico, sin duda no viviría para contarlo, reflexioné, me tumbé con gran cautela cuan largo era en el barro de la marisma, apreté la mitad inferior de mi cuerpo contra un islote de terreno firme, estiré el tronco y los brazos y, centímetro a centímetro y casi sin aliento, me extendí, agarré a la perra del cuerpo, la arrastré y la tironeé con todas mis fuerzas, fuerzas nacidas del terror y la desesperación, fuerzas que jamás había imaginado que tuviera; tras unos instantes de agonía, en los que ambos luchamos por seguir con vida en medio de las arenas movedizas y traidoras que intentaron tragarnos y en los que sentí que casi perdía la sujeción de la pelambrera y las carnes húmedas de la perra, finalmente supe que resistiría y lo conseguiría. Me esforcé como nunca antes para recular hacia terreno más firme. En pleno intento, el cuerpo de Spider quedó de pronto liberado, el tira y afloja tocó a su fin y retrocedí sin dejar de sujetarla; ambos estábamos cubiertos de agua y de barro, me ardía el pecho, mis pulmones estaban a punto de reventar y tuve la impresión de que mis brazos estaban desencajados, cosa que había estado a punto de ocurrir.

Jadeantes y agotados, descansamos y me pregunté si sería capaz de incorporarme. De repente me sentí muy débil, cansado y perdido en medio de las marismas. La pobre perra tosía y se frotaba contra mí, sin duda aterrorizada y dolorida porque había estado a punto de asfixiarla cuando la cogí del cuello. Spider estaba viva, lo mismo que yo; paulatinamente, el descanso y el poco calor de nuestros cuerpos nos revitalizaron. Cogí a la perra en brazos como si fuera un bebé y trastabillé por las marismas rumbo a la casa. Faltaban pocos metros para llegar cuando levanté la cabeza. En una de las ventanas de la planta alta, la única con barrotes, la de la habitación de los niños, vislumbré a alguien de pie. Se trataba de una mujer, de esa mujer, y me miraba a los ojos.


Spider gimió entre mis brazos y de vez en cuando tuvo bascas, como si estuviera a punto de vomitar. Ambos temblábamos como hojas al viento. Jamás sabré cómo llegué hasta la casa pero, al acercarme, oí un ruido. Procedía del otro extremo de la senda del paso elevado que, a medida que bajaba la marea, comenzaba a vislumbrarse. Se trataba del sonido de un cabriolé tirado por un poni.