No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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La mano del comandante Aranda

De Alfonso Reyes


El comandante Benjamín Aranda perdió una mano en acción de guerra, y fue la derecha, por su mal. Otros coleccionan manos de bronce, de marfil, cristal o madera, que a veces proceden de estatuas e imágenes religiosas o que son antiguas aldabas; y peores cosas guardan los cirujanos en bocales de alcohol. ¿Por qué no conservar esta mano disecada, testimonio de una hazaña gloriosa? ¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?
Meditemos. No meditó Aranda, pero lo impulsaba un secreto instinto. El hombre teológico ha sido plasmado en la arcilla, como un muñeco, por la mano de Dios. El hombre biológico evoluciona merced al servicio de su mano, y su mano ha dotado al mundo de un nuevo reino natural, el reino de las industrias y las artes. Si los murallones de Tebas se iban alzando al eco de la lira de Anfión, era su hermano Zeto, el albañil, quien encaramaba las piedras con la mano. La gente manual, los herreros y metalistas, aparecen por eso, en las arcaicas mitologías, envueltos como en vapores mágicos: son los hacedores de portento. Son Las manos entregando el fuego que ha pintado Orozco. En el mural de Diego Rivera (Bellas Artes), la mano empuña el globo cósmico que encierra los poderes de creación y de destrucción: y en Chapingo, las manos proletarias están prontas a reivindicar el patrimonio de la tierra. En el cuadro de Alfaro Siqueiros, el hombre se reduce a un par de enormes manos que solicitan la dádiva de la realidad, sin duda para recomponerla a su guisa. En el recién descubierto santuario de Tláloc (Tetitla), las manos divinas se ostentan, y sueltan el agua de la vida. Las manos en alto de Moisés sostienen la guerra conrra los amalecitas. A Agamemnón, "que manda a lo lejos", corresponde nuestro Hueman, "el de las manos largas". La mano, metáfora viviente, multiplica y extiende así el ámbito del hombre.
Los demás sentidos se conforman con la pasividad; el sentido manual experimenta y añade, y con los despojos de la tierra, edifica un orden humano, hijo del hombre. El mismo estilo oral, el gran invento de la palabra, no logra todavía desprenderse del estilo que creó la mano—la acción oratoria de los anriguos retóricos—, en sus primeras exploraciones hacia el caos ambiente, hacia lo inédito y hacia la poética futura. La mano misma sabe hablar, aun prescindiendo del alfabeto mímico de los sordomudos. ¿Qué no dice la mano? Rembrandt —recuerda Focillon—nos la muestra en todas sus capacidades y condiciones, tipos y edades: mano atónita, mano alerta, sombría y destacada en la luz que baña la resurrección de Lázaro, mano obrera, mano académica del profesor Tulp que desgaja un hacecillo de arterias, mano del pintor que dibuja a sí misma, mano inspirada de San Mateo que escribe el Evangelio bajo el dictado del Ángel, manos trabadas que cuentan los florines. En el Enterramiento del Greco, las manos crean ondas propicias para la ascensión del alma del Conde; y su Caballero de la mano al pecho, con sólo ese ademán, declara su adusta nobleza.
Este dios menor dividido en cinco personas—dios de andar por casa, dios a nuestro alcance, dios "al alcance de la mano"—ha acabado de hacer al hombre y le ha permitido construir el mundo humano. Lo mismo modela el jarro que el planeta, mueve la rueda del alfar y abre el canal de Suez.
Delicado y poderoso instrumento, posee los más afortunados recursos descubiertos por la vida física: bisagras, pinzas, tenazas, ganchos, agujas de tacto, cadenillas óseas, aspas, remos, nervios, ligámenes, canales, cojines, valles y montículos, estrellas fluviales. Posee suavidad y dureza, poderes de agresión y caricia. Y en otro orden ya inmaterial, amenaza y persuade, orienta y desorienta, ahuyenta y anima. Los ensalmadores fascinan y curan con la mano. ¿Qué más? Ella descubrió el comercio del toma y daca, dio su arma a la liberalidad y a la codicia. Nos encaminó a la matemática, y enseñó a los ismaelitas, cuando vendieron a José (fresco romano de Saint-Savin), a contar con los dedos los dineros del Faraón. Ella nos dio el sentimiento de la profundidad y el peso, la sensación de la pesantez y el arraigo en la gravitación cósmica; creó el espacio para nosotros, y a ella debemos que el universo no sea un plano igual por el que simplemente se deslizan los ojos.
¡Prenda indispensable para jansenistas y voluptuosos! ¡Flor maravillosa de cinco pétalos, que se abren y cierran como la sensitiva, a la menor provocación! ¿El cinco es número necesario en las armonías universales? ¿Pertenece la mano al orden de la zarzarrosa, del nomeolvides, de la pimpinela escarlata? Los quirománticos tal vez tengan razón en sustancia, aunque no en sus interpretaciones pueriles. Si los fisonomistas de antaño—como Lavater, cuyas páginas merecieron la atención de Goethe—se hubieran pasado de la cara a la mano, completando así sus vagos atisbos, sin duda lo aciertan. Porque la cara es espejo y expresión, pero la mano es intervención. Moreno Villa intenta un buceo en los escritores, partiendo de la configuración de sus manos. Urbina ha cantado a sus bellas manos, único asomo material de su alma.
No hay duda, la mano merece un respeto singular, y bien podía ocupar un sitio predilecto entre los lares del comandante Aranda.
La mano fue depositada cuidadosamente en un estuche acolchado. Las arrugas de raso blanco—soporte a las falanges, puente a la palma, regazo al pomo—fingían un diminuto paisaje alpestre. De cuando en cuando, se concedía a los íntimos el privilegio de contemplarla unos instantes. Pues era una mano agradable, robusta, inteligente, algo crispada aún por la empuñadura de la espada. Su conservación era perfecta.
Poco a poco, el tabú, el objeto misterioso, el talismán escondido, se fue volviendo familiar. Y entonces emigró del cofre de caudales hasta la vitrina de la sala, y se le hizo sitio entre las condecoraciones de campaña y las cruces de la Constancia Militar.
Dieron en crecerle las uñas, lo cual revelaba una vida lenta, sorda, subrepticia. De momento pareció un arrastre de inercia, y luego se vio que era virtud propia. Con alguna repugnancia al principio, la manicura de la familia accedió a cuidar de aquellas uñas cada ocho días. La mano estaba siempre muy bien acicalada y compuesta.
Sin saber cómo—así es el hombre, convierte la estatua del dios en bibelot—, la mano bajó de categoría, sufrió una manus diminutio, dejó de ser una reliquia, y entró decididamente en la circulación doméstica. A los seis meses, ya andaba de pisapapeles o servía para sujetar las hojas de los manuscritos —el comandante escribía ahora sus memorias con la izquierda—; pues la mano cortada era flexible, plástica, y los dedos conservaban dócilmente la postura que se les imprimía.
A pesar de su repugnante frialdad, los chicos de la casa acabaron por perderle el respeto. Al año, ya se rascaban con ella, o se divertían plegando sus dedos en forma de figa brasileña, carreta mexicana, y otras procacidades del folklore internacional .
La mano, así, recordó muchas cosas que tenía completamente olvidadas. Su personalidad se fue acentuando notablemente. Cobró conciencia y carácter propios. Empezó a alargar tentáculos. Luego se movió como tarántula. Todo parecía cosa de juego. Cuando, un día, se encontraron con que se había calzado sola un guante y se había ajustado una pulsera por la muñeca cercenada, ya a nadie le llamó la atención.
Andaba con libertad de un lado a otro, monstruoso falderillo algo acangrejado. Después aprendió a correr, con un galope muy parecido al de los conejos. Y haciendo "sentadillas" sobre los dedos, comenzó a saltar que era un prodigio. Un día se la vio venir, desplegada, en la corriente de aire: había adquirido la facultad del vuelo.
Pero, a todo esto, ¿cómo se orientaba, cómo veía? ¡Ah! Ciertos sabios dicen que hay una luz oscura, insensible para la retina, acaso sensible para otros órganos, y más si se los especializa mediante la educación y el ejercicio. Y Louis Farigoule—Jules Romains, en las letras—observa que ciertos elementos nerviosos, cuya verdadera función se ignora, rematan en la epidermis; aventura que la visión puede provenir tan sólo de un desarrollo local en alguna parte de la piel, más tarde convertida en ojo: y asegura que ha hecho percibir la luz a los ciegos, después de algunos experimentos, por ciertas regiones de la espalda. ¿Y no había de ver también la mano? Desde luego, ella completa su visión con el tacto, casi tiene ojos en los dedos, y la palma puede orientarse al golpe del aire como las membranas del murciélago. Nanuk el esquimal, en sus polares y nubladas estepas, levanta y agita las veletas de sus manos—acaso también receptores térmicos—para orientarse en un ambiente aparentemente uniforme. La mano capta mil cosas fugitivas, y penetra las corrientes translúcidas que escapan al ojo y al músculo, aquellas que ni se ven ni casi oponen resistencia.
Ello es que la mano, en cuanto se condujo sola, se volvió ingobernable, echó temperamento. Podemos decir, que fue entonces cuando "sacó las uñas". Iba y venía a su talante. Desaparecía cuando le daba la gana, volvía cuando se le antojaba. Alzaba castillos de equilibrio inverosímil con las botellas y las copas. Dicen que hasta se emborrachaba, y en todo caso, trasnochaba.
No obedecía a nadie. Era burlona y traviesa. Pellizcaba las narices a las visitas, abofeteaba en la puerta a los cobradores. Se quedaba inmóvil, "haciendo el muerto", para dejarse contemplar por los que aún no la conocían, y de repente les hacía una señal obscena. Se complacía, singularmente, en darle suaves sopapos a su antiguo dueño, y también solía espantarle las moscas. Y él la contemplaba con ternura, los ojos arrasados en lágrimas, como a un hijo que hubiera resultado "mala cabeza".
Todo lo trastornaba. Ya le daba por asear y barrer la casa, ya por mezclar los zapatos de la familia, con verdadero genio aritmético de las permutaciones, combinaciones y cambiaciones; o rompía los vidrios a pedradas, o escondía las pelotas de los muchachos que juegan por la calle.
El comandante la observaba y sufría en silencio. Su señora le tenía un odio incontenible, y era —claro está—su víctima preferida. La mano, en tanto que pasaba a otros ejercicios, la humillaba dándole algunas lecciones de labor y cocina.
La verdad es que la familia comenzó a desmoralizarse. El manco caía en extremos de melancolía muy contrarios a su antiguo modo de ser. La señora se volvió recelosa y asustadiza, casi con manía de persecución. Los hijos se hacían negligentes, abandonaban sus deberes escolares y descuidaban, en general, sus buenas maneras. Como si hubiera entrado en la casa un duende chocarrero, todo era sobresaltos, tráfago inútil, voces, portazos. Las comidas se servían a destiempo, y a lo mejor, en el salón y hasta en cualquiera de las alcobas. Porque, ante la consternación del comandante, la epiléptica contrariedad de su esposa y el disimulado regocijo de la gente menuda, la mano había tomado posesión del comedor para sus ejercicios gimnásticos, se encerraba por dentro con llave, y recibía a los que querían expulsarla tirándoles platos a la cabeza. No hubo más que ceder la plaza: rendirse con armas y bagajes, dijo Aranda.
Los viejos servidores, hasta "el ama que había criado a la niña", se ahuyentaron. Los nuevos servidores no aguantaban un día en la casa embrujada. Las amistades y los parientes desertaron. La policía comenzó a inquietarse ante las reiteradas reclamaciones de los vecinos. La última reja de plata que aún quedaba en el Palacio Nacional desapareció como por encanto. Se declaró una epidemia de hurtos, a cuenta de la misteriosa mano que muchas veces era inocente.
Y lo más cruel del caso es que la gente no culpaba a la mano, no creía que hubiera tal mano animada de vida propia, sino que todo lo atribuía a las malas artes del pobre manco, cuyo cercenado despojo ya amenazaba con costarnos un día lo que nos costó la pata de Santa-Anna. Sin duda Aranda era un brujo que tenía pacto con Satanás. La gente se santiguaba.
La mano, en tanto, indiferente al daño ajeno, adquiría una musculatura atlética, se robustecía y perfeccionaba por instantes, y cada vez sabía hacer más cosas. ¿Pues no quiso continuarle por su cuenta las memorias al comandante? La noche que decidió salir a tomar el fresco en automóvil, la familia Aranda, incapaz de sujetarla, creyó que se hundía el mundo. Pero no hubo un solo accidente, ni multas, ni "mordidas". Por lo menos—dijo el comandante—así se conservará la máquina en buen estado, que ya amenazaba enmohecerse desde la huída del chauffer.
Abandonada a su propia naturaleza, la mano fue poco a poco encarnando la idea platónica que le dio el ser, la idea de asir, el ansia de apoderamiento, hija del pulgar aponible: esta inapreciable conquista del Homo faber que tanto nos envidian los mamíferos digitados, aunque no las aves de rapiña. Al ver, sobre todo, cómo aparecían las gallinas con el pescuezo retorcido, o cómo llegaban a la casa objetos de arte ajenos—que luego Aranda pasaba infinitos trabajos para devolver a sus propietarios, entre tartamudeos e incomprensibles disculpas—, fue ya evidente que la mano era un animal de presa y un ente ladrón.
La salud mental de Aranda era puesta ya en tela de juicio. Se hablaba también de alucinaciones colectivas, de los raps o ruidos de espíritus que, por 1847, aparecieron en casa de la familia Fox, y de otras cosas por el estilo. Las veinte o treinta personas que de veras habían visto la mano no parecían dignas de crédito cuando eran de la clase servil, fácil pasto a las supersticiones; y cuando eran gente de mediana cultura, callaban, contestaban con evasivas por miedo a comprometerse o a ponerse en ridículo. Una mesa redonda de la Facultad de Filosofía y Letras se consagró a discutir cierta tesis antropológica sobre el origen de los mitos.
Pero hay algo tierno y terrible en esta historia. Entre alaridos de pavor, se despertó un día Aranda a la media noche: en extrañas nupcias, la mano cortada, la derecha, había venido a enlazarse con su mano izquierda, su compañera de otros días, como anhelosa de su arrimo. No fue posible desprenderla. Allí pasó el resto de la noche, y allí resolvió pernoctar en adelante. La costumbre hace familiares los monstruos. El comandante acabó por desentenderse. Hasta le pareció que aquel extraño contacto hacía más llevadera su mutilación y, en cierto modo, confortaba a su mano única.
Porque la pobre mano siniestra, la hembra, necesitó el beso y la compañía de la mano masculina, la diestra. No la denostemos. Ella, en su torpeza, conserva tenazmente, como precioso lastre, las virtudes prehistóricas, la lentitud, la tardanza de los siglos en que nuestra especie fue elaborándose. Corrige las desorbitadas audacias, las ambiciones de la diestra. Es una suerte—se ha dicho que no tengamos dos manos derechas: nos hubiéramos perdido entonces entre las puras sutilezas y marañas del virtuosismo; no seríamos hombres verdaderos, no: seríamos prestidigitadores. Gauguin sabe bien lo que hace cuando, como freno a su etérea sensibilidad, enseña otra vez a su mano diestra a pintar con el candor de la zurda.
Pero, una noche, la mano empujó la puerta de la biblioteca y se engolfó en la lectura. Y dio con un cuento de Maupassant sobre una mano cortada que acaba por estrangular al enemigo. Y dio con una hermosa fantasía de Nerval, donde una mano encantada recorre el mundo, haciendo primores y maleficios. Y dio con unos apuntes del filósofo Gaos sobre la fenomenología de la mano. . . ¡Cielos! ¿Cuál será el resultado de esta temerosa incursión en el alfabeto?
El resultado es sereno y triste. La orgullosa mano independiente, que creía ser una persona, un ente autónomo, un inventor de su propia conducta, se convenció de que no era más que un tema literario, un asunto de fantasía ya muy traído y llevado por la pluma de los escritores. Con pesadumbre y dificultad—y estoy por decir que derramando abundantes lágrimas—se encaminó a la vitrina de la sala, se acomodó en su estuche, que antes colocó cuidadosamente entre las condecoraciones de campaña y las cruces de la Constancia Militar, y desengañada y pesarosa, se suicidó a su manera, se dejó morir.
Rayaba el sol cuando el comandante, que había pasado la noche revolcándose en el insomnio y acongojado por la prolongada ausencia de su mano, la descubrió yerta, en el estuche, algo ennegrecida y como con señales de asfixia. No daba crédito a sus ojos. Cuando hubo comprendido el caso, arrugó con nervioso puño el papel en que ya solicitaba su baja del servicio activo, se alzó cuan largo era, reasumió su militar altivez y, sobresaltando a su casa, gritó a voz en cuello:
—¡Atención, firmes! ¡Todos a su puesto! ¡Clarín de órdenes, a tocar la diana de victoria!





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Tomado de: Libro sin Tapas

Calendario

De Alfonso Reyes




RANCHO DE PRISIONEROS

Cuando daban de comer a los prisioneros recién traídos, fatigados, torpes y hambrientos, aquellos soldados de cuarenta años, ya sensibles a las incomodidades del cuerpo, ya conscientes de las limitaciones del alma, se quedaban apoyados en el fusil, mudos, sin cambiar entre sí un guiño ni una mirada. Se entregaban al espectáculo: pensaban, pensaban…

Y veían comer, en silencio, al enemigo; fríos, absortos, como se mira comer a los animales del jardín zoológico: al mono y al elefante, al ciervo y al avestruz, al zorro, a la oca. Así, con una sensibilidad reno-vada, virgínea, miraban comer al Hombre —que nunca hasta entonces habían visto comer.

EN EL FRENTE

Volvía de Verdún. La tierra estaba llena de hoyos, suave y deleznable como la ceniza de mi cigarro. En Fleurus, los mismos vecinos —ya de vuelta discutían si la iglesia había estado aquí o más allá.

Almorzamos en un café en ruinas. No teníamos cubiertos. De entre los escombros logramos sacar un cuchillo, una cuchara, un tenedor con tres dientes y medio, una cacerola y una vasija. Los soldados lo lavaron todo en las propias aguas del Marne.

A veces, al escarbar, topábamos con alguna mano de esqueleto. Y más allá, un letrero: ALEMANES DESCONOCIDOS. (Los que no llevaban papeles ni brazalete: la joya hermosa de la muerte).

A medio almuerzo, aparecieron tres soldados yanquis, con las cantimploras vacías, pidiéndonos de comer y de beber. Suponían que éramos los dueños del café.

Venían del ejercicio. Al asaltar, sin sombrero, en mangas de camisa, silban estrepitosamente. Traen la alegría de los silbidos pintada en el rostro.

—Somos de la Y. M. C. A. —dijo el oficial.

Y a poco, éstos y otros, se reunieron frente a una casa y se sentaron en el suelo. De la casa salió un joven que distribuyó unos papelitos entre ellos. Todos se dispersaron leyéndolos: eran prescripciones de la Y. M. C. A. encaminadas a evitar los contagios —tan fáciles entre los solaces de la victoria.

DEL PERFECTO GOBERNANTE

Ya se entiende que el perfecto gobernante no era per-fecto; estaba lleno de pequeños errores para que sus enemigos tuvieran donde morder. De este modo, todos vivían contentos.

El pueblo tampoco era perfecto: lleno estaba de extraños impulsos de rencor. Cada año, el gobernante entregaba a la cólera popular una víctima propiciatoria por todos los errores del año.

Había dos ministros: uno de la guerra otro de la paz. El ministro de la guerra era muy prudente y metódico, porque en esto de declarar la guerra hay que irse con pies de plomo, y en esto de administrarla, con manos de araña. El ministro de la paz era muy impetuoso y bárbaro, a fin de dar a los pueblos ese equivalente mo-ral de la guerra, sin el cual, durante la paz, los pueblos desfallecen.

El gobernante procuraba que todas las ruedas de su gobierno giraran sin cesar, porque el uso gasta menos que el abandono. De tiempo en tiempo, al pasar por las alcantarillas, dejaba caer algunas monedas, que luego distribuía entre los que habían bajado a buscarlas.

Un día advirtió el gobernante que los funcionarios no cumplían con eficacia sus cargos: el servicio públi-co era para ellos cosa impuesta, ajena. Entonces dejó que los funcionarios se organizaran en juntas secretas y sociedades carbonarias, con el fin de mandarse solos.

Desde aquel día, el servicio público tuvo para los servidores del Estado todo el atractivo de un complot. Ellos encontraron en el desempeño de sus deberes los deleites de los Siete Pecados, —y el pueblo prosperaba, dichoso.

DEL HILO, AL OVILLO

Tenía razones para dudar. Volvió a casa inesperada-mente. La casa estaba desierta.

En el vestíbulo, una madeja de lana, abandonada, yacía en el suelo; era la lana con que su mujer estaba tejiendo no sé qué, por matar el tiempo… o por tener pretexto de andar siempre con los ojos bajos. Bien lo comprendía él.

—Todo está muy claro —se dijo—. En la lucha, o lo que sea, la labor ha caído al suelo.

Pero la madeja se desenrollaba hacia el pasillo en un infinito hilo de lana azul.

—Sigamos el hilo —pensó—. Por el hilo se saca el ovillo.

Y, saltándole el corazón, empuñó el revólver.

El hilo azul corría por el pasillo, entraba en el comedor, salía después por la otra puerta…

Y él lo seguía de puntillas, anhelante, guiado en aquel laberinto de dudas y pasiones por el hilo azul. En su conciencia había una sombra impenetrable, cortada por un hilo azul infinito.

El hilo seguía su camino misterioso. En el otro extremo del hilo —pensaba él— está la ignominia. ¿Tal vez el crimen? Y tenía miedo de sí mismo.

El hilo atravesaba un salón y, ya agitado por evidentes palpitaciones, se escurría por debajo de la puerta del fondo.

Y vaciló ante aquella puerta: ¿sería mejor desandar el camino y llevarse a la calle, como robado y a hurto, el secreto de su felicidad? ¿Sería mejor ignorarlo todo?

El hilo, fiel, le ofrecía el camino de la fuga.

Al fin, haciendo un esfuerzo de serenidad, seguro de que el revólver no se dispararía solo en su mano crispada, abrió la puerta…

Hecho una bailarina rusa, en un verdadero océano de lana azul, sobre el tapiz de la alcoba, luchando con manos y patas, el gato —un precioso gato blanco, verdadera nube de candor— se revolcaba, gozoso.

Junto al gato, en el sillón habitual, sin una sonrisa, inmóvil, ella —siempre enigmática— lo contemplaba sin verlo.

ROMANCE VIEJO

Yo salí de mi tierra, hará tantos años, para ir a servir a Dios. Desde que salí de mi tierra me gustan los re-cuerdos.

En la última inundación, el río se llevó la mitad de nuestra huerta y las caballerizas del fondo. Después se deshizo la casa y se dispersó la familia. Después vino la revolución. Después, nos lo mataron…

Después, pasé el mar, a cuestas con mi fortuna, y con una estrella (la mía) en este bolsillo del chaleco.

Un día, de mi tierra me cortaron los alimentos. Y acá, se desató la guerra de los cuatro años. Derivando siempre hacia el Sur, he venido a dar aquí, entre vosotros.

Y hoy, entre el fragor de la vida, yendo y viniendo —a rastras con la mujer, el hijo, los libros— ¿qué es esto que me punza y brota, y unas veces sale en alegrías sin causa y otras en cóleras tan justas?

Yo me sé muy bien lo que es: que ya me apuntan, que van a nacerme en el corazón las primeras espinas.

EL BUEN IMPRESOR

El sino del impresor “amateur” es la desdicha.

Tenía que imprimir una Doctrina Cristiana que empe-zaba con la frase: “Dios hizo el mundo en siete días”; y quería a toda costa emplear en el libro sagrado la mejor capitular que tenía: una hermosa mayúscula de misal, vestida de rojos y oros vivos, con ángeles azules y festones de flores, bandas y columnas simbólicas, pájaros vistosos.

Ahora bien, el libro empezaba por “D”, y la mayúscula historiada era una “F”.

El impresor se decidió a tocar levemente el original, e imprimió así:

“Francamente, Dios hizo el mundo en siete días”.

(Y es lástima que no fuera erudito en doctrinas heterodoxas, porque pudo haber puesto, con mayor sentido: “Finalmente, Dios hizo el mundo en siete días”. ¡El principio del fin!).

EL COCINERO

Un gran letrero: —“Cocina”—, llamaba la atención del transeúnte. Junto a la puerta, los sabios hacían cola, como en los estancos la gente el día del tabaco. Cada uno llevaba una bandeja, con toda pulcritud y el mayor cuidado. Sobre la bandeja, un espejo de cristal. Y bajo el cristal, una palabra recién fabricada en el gabinete, mediante la yuxtaposición de raíces y desinencias de distintos tiempos y lugares.

El cocinero —hombre gordo y de buen humor— iba cociendo aquellos bollos crudos, aquellas palabras a medio hacer, con mucha paciencia y comedimiento.

Metía al horno una palabra hechiza, y un rato después la sacaba, humeante y apetitosa, convertida en algo mejor. La espolvoreaba un poco, con polvo de acentos locales, y la devolvía a su inventor, que se iba tan alegre, comiéndosela por la calle y repartiendo pedazos a todo el que encontraba.

Un día entró al horno la palabra artículo, y salió del horno hecha artejo. Fingir se metamorfoseó en heñir; sexta, en siesta; cátedra, en cadera. Pero cuando un sabio —que pretendía reformar las instituciones sociales con grandes remedios— hizo meter al horno la palabra huelga, y se vio que resultaba juerga, hubo protesta popular estruendosa, que paró en un levantamiento, un motín.

El cocinero, impertérrito, espumó —sobre las cabe-zas de los amotinados— la palabra flotante: motín; y, mediante una leve cocción, la hizo digerible, convirtiéndola y “civilizándola” en mitin. Esto se consideró como un gran adelanto, y el cocinero recibió, en premio, el cordón azul.

Entusiasmados, los sabios quisieron aclarar el enig-ma de los enigmas, y hacerlo deglutible mediante la acción metafísica del fuego. Y una mañana —hace mucho tiempo— se presentaron en la cocina con un vocablo enorme, como una inmensa tortuga, que apenas cabía en el fuego.

Y echaron el vocablo al fuego. Este vocablo era Dios.

…Y no sabemos lo que saldrá, porque todavía sigue cociendo.

LA MELANCOLÍA DEL VIAJERO

A veces, los que vuelven de un largo viaje conservan para toda la vida una melancolía secreta, como de que-rer juntar en un solo sitio los encantos de todas las tierras recorridas.

La Odisea no nos hace asistir a los últimos días de Ulises. Cuando Ulises hubo recobrado sus playas y arrojado de su palacio a los pretendientes, dando así término a la gran empresa de su vida, ¿quién duda que se abrió a sus ojos una melancólica perspectiva de ocios y recuerdos, en las noches inacabables de Ítaca, junto a la afanosa rueca de Penélope? Se puede huir a la seducción de las sirenas, amarrándose bárbaramente al mástil. Pero ¿cómo olvidar después las canciones de las sirenas? Apenas ha reposado Ulises, y ya anuncia a su fiel Penélope que nuevos trabajos le reclaman: “Los dioses —le dice— me mandan recorrer todavía muchas ciudades, hasta que no encuentre la tierra de los hombres que ignoran el mar y que cocinan sin sal sus alimentos”. La larga ausencia y los trabajos habían quebrantado seguramente la gallardía de Ulises. Penélope tampoco era ya la que él había dejado, porque, con ser plaza inexpugnable, no había podido resistir al asalto de los años, comprobando la sentencia de Calderón:

que a lo fácil del tiempo

no hay conquista difícil.

Había cenizas en las inextintas ascuas del hogar. Ya no sabía Ulises qué desear más —como todo el que ha recorrido mucho mundo—: si el reposo o las aventuras. Hombre que ha perdido su centro, casi nunca vuelve a recobrarlo. ¡Ay! Los que viajan por mar y tierra han de tener un corazón hecho a todos los embates de la alegría y el duelo, y un ánimo de renunciamiento casi de santos. Temen regresar a sus playas, y las desean. No encuentran a la vuelta lo que habían dejado a la partida. Ya no saben dónde ha quedado la tierra y la casa que soñaban. En vano los consuela el poeta:

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage,

ou comme celui-là qui conquit la Toison,

et puis est retourné, plein d'usage et raison,

vivre entre ses parents le reste de son age.

Ulises tiene que seguir viajando, como piedra conde-nada a rodar. Él cuenta que los dioses lo mandan… Algunos hemos creído siempre que ya, Ulises, lo único que quiere es volver a la pecadora Isla de las Canciones.
DIÓGENES

Diógenes, viejo, puso su casa y tuvo un hijo. Lo educaba para cazador. Primero lo hacía ensayarse con animales disecados, dentro de casa. Después comenzó a sacarlo al campo.

Y lo reprendía cuando no acertaba.

—Ya te he dicho que veas dónde pones los ojos, y no dónde pones las manos. El buen cazador hace presa con la mirada.

Y el hijo aprendía poco a poco. A veces volvían a casa cargados, que no podían más; entre el tornasol de las plumas se veían los sanguinolentos hocicos y las flores secas de las patas.

Así fueron dando caza a toda la Fábula: al Unicornio de las vírgenes imprudentes, como al contagioso Basilisco; al Pelícano disciplinante y a la misma Fénix, duende de los aromas.

Pero cierta noche que acampaban, y Diógenes proyectaba al azar la luz de su linterna, su hijo le murmu-ró al oído:

—¡Apaga, apaga tu linterna, padre! ¡Que viene la mejor de las presas, y ésta se caza a oscuras! Apaga, no se ahuyente. ¡Porque ya oigo, ya oigo las pisadas iguales, y hoy sí que hemos dado con el Hombre!

La cena

De Alfonso Reyes

 
La cena, que recrea y enamora
SAN JUAN DE LA CRUZ



Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres—no sé si en las casas, si en las glorietas—, que ostentaban a los cuatros vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.



Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?



Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron, de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados... No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.



De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.



Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, la señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:



"Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!..."

Ni una letra más.

Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: "¡Ah, si no faltara!. . . ", tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio.



La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.



Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.



—Pase usted, Alfonso.



Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar. . . Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta habíase colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad...; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.



—¿Amalia?—pregunté.



—Sí.—Y me pareció que yo mismo me contestaba.



El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.



Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.



Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consintió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.



A la madre tocó—es de rigor—recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.



El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.



Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y—como era natural en mujeres de espíritu fuerte—súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.



Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.



Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.



Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento que se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:



—Vamos al jardín.



Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.



Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.



La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y quedéme dormido sobre el banco, bajo el emparrado.



-



—¡Pobre capitán!—oí decir cuando abrí los ojos—Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.



En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció...



—Era capitán de Artillería—me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay. Su voz temblaba.



Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero que entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y—¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire—perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín—y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.



Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.



—Espere usted—gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.



Y luego, dirigiéndose a Amalia:



—Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.



—Y bien—dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones... Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.



Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?



La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:



—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor. . . Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!



("¡Ah, si no faltara!"... "¡Le hará tanto bien!").



Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.



—Hélo aquí—me dijeron mostrándome un retrato.



Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.



El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.



Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz...¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.



Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.