No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El rey mocho

De Carmen Brenguer

 En un pequeño pueblo había un rey a quien le faltaba una oreja. Pero nadie lo sabía. Siempre tenia puesta su larga peluca de rizos negros. La única persona que conocía su secreto era el viejo barbero de palacio que debía cortarle el cabello una vez al mes. Entonces se encerraba con el rey en la torre más alta del castillo. Un día el viejo barbero se enfermo. Dos semanas después murió y el rey no tenia quien le cortara el cabello. Pasaron dos, tres días, dos tres semanas, y ya las greñas comenzaban a asomar por debajo de la peluca. El rey comprendió entonces que debía buscar un nuevo barbero. Bajó a la plaza un día de mercado y pego un cartel frente al tarantín donde vendían los mangos mas sabrosos:


"SE BUSCA BARBERO JOVEN, HABIL Y DISCRETO"

Esa noche llego al palacio un joven barbero. Y cuando comenzó a cortar el pelo, descubrió que el rey era mocho de una oreja.
-Si lo cuentas -dijo el rey con mucha seriedad-, te mando matar.

El nuevo barbero salió del palacio con este gran secreto "El rey es mocho" pensaba, ay no puedo decírselo a nadie. Es un secreto entre el rey y yo". Pero no podía dejar de pensar en el secreto, y tenia ganas de contárselo a todos sus amigos. Cuando sintió que el secreto ya iba a estallar por dentro, corrió a la montaña y abrió un hueco y grito durísimo:

¡El rey es mocho!

Tapó el hueco con tierra y así enterró el secreto. Por fin se sintió tranquilo y bajó al pueblo. Pasó el tiempo y en ese lugar creció una linda mata de caña. Un muchacho que cuidaba cabras paso por ahí y cortó una caña para hacerse una flauta, cuando estuvo lista sopló y la flauta cantó:

"El rey es mocho no tiene oreja por eso usa peluca vieja..."

El muchacho estaba feliz con esa flauta que cantaba con solo soplarla. Cortó varias cañas, preparo otras flautas y bajo al pueblo a venderlas. Cada flauta, al soplarla cantaba: "El rey mocho no tiene oreja, por eso usa peluca vieja..." Y todo el pueblo se enteró de que al rey le faltaba una oreja. El rey se puso muy rojo y muy bravo. Subió a la torre y se encerró un largo rato. Pensó, pensó, pensó... Luego bajo, se quito la peluca y dijo:
-La verdad es que las pelucas dan calor. Y sólo se la volvió a poner en carnaval.

Colección Libros del Rincón S.E.P.
México, 1986

El mexicano

 de Jack London

(Fragmento)

Nadie conocía su historia... y los de la Junta los que menos de todos. Era su «colaborador misterioso», su «gran patriota», y a su manera trabajaba para la inmediata Revolución Mexicana con tanto ahínco como ellos. Tardaron en reconocerlo, pues a ninguno de los de la Junta les gustaba. El día en que apareció por primera vez en sus reducidas y atareadas oficinas, todos sospecharon que era un espía: uno de los agentes del servicio de Díaz. Tenían a demasiados camaradas en prisiones civiles y militares dispersas por los Estados Unidos, y a alguno de ellos, incluso los llevaban encadenados al otro lado de la frontera, los ponían delante de una pared de adobe y los fusilaban.

A primera vista el chico no les impresionó favorablemente. Un chico, eso era. No tenía más de dieciocho años y no estaba especialmente desarrollado para su edad. Dijo que se llamaba Felipe Rivera y que su deseo era trabajar para la revolución. Y eso fue todo... ni una palabra más, ninguna explicación adicional. Se quedó esperando de pie. A sus labios no asomaba ninguna sonrisa; ninguna cordialidad en sus ojos. El corpulento y decidido Paulino Vera sintió un escalofrío en su interior. Delante tenía algo repulsivo, terrible, inescrutable. Había algo ponzoñoso y como de serpiente en los ojos negros del chico. Ardían como un fuego frío, como con una infinita y reconcentrada amargura. Pasaron igual que un relámpago de los rostros de los conspiradores a la máquina de escribir en la que se afanaba la diminuta señora Sethby. Sus ojos descansaron en los de ella, pero sólo un instante —la señora Sethby se había aventurado a levantar la vista—, y también ella notó ese algo innombrable que la hizo detenerse. Tuvo que volver a leer el papel que tenía delante con objeto de coger nuevamente el hilo de la carta que estaba escribiendo.

Paulino Vera miró interrogante a Arrellano y a Ramos, y éstos se miraron a su vez interrogantes entre sí. La indecisión de la duda asomó a sus ojos. Aquel chico delgado era lo Desconocido, investido de todo el peligro que representa lo Desconocido. Era un tipo muy extraño, con algo que estaba situado más allá del alcance de aquellos revolucionarios honestos y sencillos cuyo feroz odio hacia Díaz y su tiranía, después de todo, no era más que la de unos honrados y sencillos patriotas. Pero el chico poseía algo más, y ellos no sabían qué. Sin embargo, Vera, siempre el más impulsivo, rompió el fuego.

—Muy bien —dijo con frialdad—. Conque dices que quieres trabajar para la revolución. Bien.

Quítate la chaqueta. Puedes colgarla ahí. Ven, yo te enseñaré dónde están los cubos y las bayetas. El suelo está sucio. Te pondrás a fregarlo, y luego fregarás el suelo de las demás habitaciones. Las escupideras necesitan una buena limpieza. Luego están las ventanas.

—¿Y eso será por la revolución? —preguntó el chico.

—Será por la revolución —respondió Vera.

Rivera miró con fría desconfianza a todos los presentes, luego procedió a quitarse la chaqueta.

—Está bien —dijo.

Y nada más.

Día tras día acudía al trabajo: barrer, fregar, limpiar. Vaciaba de ceniza las estufas, traía el carbón y las astillas, y encendía el fuego antes de que el más activo de ellos llegara a su despacho.

—¿Puedo quedarme a dormir aquí? —preguntó en una ocasión.

¡Vaya! Conque era eso: ¡Díaz enseñando la oreja! Dormir en las dependencias de la Junta suponía el acceso a sus secretos, a las listas de nombres, a las direcciones de los camaradas que estaban en suelo mexicano. La petición fue denegada y Rivera no volvió a hablar del asunto.

Dormía, pero ellos no sabían dónde, y comía, pero tampoco sabían dónde ni cómo. En una ocasión Arrellano le ofreció un par de dólares. Rivera rechazó el dinero con un movimiento de cabeza. Cuando Vera se le acercó y trató de que lo cogiera dijo:

—Trabajo por la revolución.

Cuesta dinero hacer una revolución moderna, y la junta siempre se encontraba en apuros. Sus miembros pasaban hambre y estaban agotados, y por largo que fuera el día nunca era lo bastante largo y, sin embargo, había veces en que parecía como si la revolución se retrasara o fuera a fracasar por cuestión de unos pocos dólares. Una vez, la primera, cuando debían dos meses de alquiler de la casa y el casero amenazaba con echarlos, fue Felipe Rivera, el que fregaba con sus ropas pobres y baratas, destrozadas y andrajosas, quien puso sesenta dólares de oro encima de la mesa de May Sethby. Hubo más veces. Trescientas cartas escritas con las máquinas de escribir siempre en funcionamiento (peticiones de ayuda, de autorización de los grupos de trabajo organizados, exigencias de noticias exactas a los directores de los periódicos, protestas contra el despótico tratamiento dado a los revolucionarios por parte de los tribunales norteamericanos), estaban sin echar, esperando el franqueo. El reloj de Vera ya había desaparecido: el reloj de repetición tan pasado de moda que había pertenecido a su padre. Y lo mismo había sucedido con el anillo de oro macizo del dedo corazón de May Sethby. La situación era desesperada. Ramos y Arrellano se tiraban de sus largos bigotes con desesperación. Tenían que echar las cartas, y en Correos no vendían los sellos a crédito. Entonces Rivera se puso el sombrero y salió. Cuando volvió dejó mil sellos de dos centavos encima de la mesa de May Sethby.

—¿Se tratará del maldito dinero de Díaz? —dijo Vera a sus camaradas.

Se encogieron de hombros sin poder decidir. Y Felipe Rivera, el que fregaba por la revolución, siguió, siempre que se presentaba la ocasión, trayendo oro y plata para uso de la Junta.

Y con todo no terminaba de gustarles. No sabían cómo era. Sus costumbres no eran como las de ellos. No hacía confidencias. Rehusaba cualquier tipo de acercamiento. La juventud, de eso se trataba, y no tenían el valor de hacerle preguntas directamente.

—Un espíritu noble y solitario, tal vez, pero no sé, no sé —decía Arrellano con voz queda.

—No es humano —añadió Ramos.

—Tiene el alma seca, seca como una hoja —dijo May Sethby—. Ha perdido cualquier tipo de luz y de risa. Es como si estuviera muerto, y sin embargo está terriblemente vivo.

—Ha atravesado un auténtico infierno —intervino Vera—. Ningún hombre tiene ese aspecto si no ha atravesado un infierno... y sólo es un chico.

Sin embargo, no les gustaba. Jamás hablaba, jamás hacía preguntas, jamás presentaba sugerencia alguna. Podía quedarse allí de pie, escuchando, sin expresión, como una cosa muerta, exceptuados sus ojos que ardían fríamente, mientras sus conversaciones sobre la revolución subían de tono y se disparaban. Sus ojos pasaban de uno a otro de los que hablaban, penetrantes como taladros de hierro, incandescentes, desconcertantes y perturbadores.

No es un espía —confió Vera a May Sethby—. Es un patriota... hazme caso. El más patriota de todos nosotros. Lo sé, lo siento. Aquí dentro del corazón y de la cabeza lo siento. Pero no sé nada en absoluto de él.

—Tiene mal carácter —dijo May Sethby.

—Lo sé —confirmó Vera con un estremecimiento—. Me ha mirado con esos ojos que tiene... No aman, amenazan. Son tan fieros como los de un tigre salvaje. Estoy seguro de que si se demostrara que yo era traidor a la causa, me mataría. No tiene corazón. Es implacable. Es penetrante y frío como el hielo. Es como los rayos de luna que una noche de invierno alumbran a un hombre que se congela en la cima de una montaña solitaria. No les tengo miedo ni a Díaz ni a todos sus asesinos, pero este chico... a él sí le tengo miedo. Te lo digo de verdad. Estoy asustado. Es el aliento de la muerte.

Sin embargo, Vera fue el que convenció a los demás para que confiaran por primera vez en Rivera. La línea de comunicación entre Los Ángeles y la Baja California se había roto. Tres de los camaradas habían cavado sus propias tumbas y habían sido fusilados dentro de ellas. Dos más habían sido detenidos por los norteamericanos y encarcelados en Los Ángeles. Juan Alvarado, el jefe de los federales, era un monstruo. Abortaba todos sus planes. Ya no podían establecer contacto con los revolucionarios en activo, tampoco con los incipientes, de la Baja California.

Se le dieron instrucciones al joven Rivera y lo enviaron al sur. Cuando regresó se había vuelto a establecer la línea de comunicación, y Juan Alvarado estaba muerto. Lo habían encontrado en la cama con un cuchillo hundido en el pecho. Aquello no estaba dentro de las instrucciones de Rivera, pero los de la Junta ya sabían cómo era. No le hicieron preguntas. Tampoco él dijo nada.

Y todos se miraban entre sí y hacían conjeturas.

—Ya os lo había dicho —intervino Vera—. Díaz debe tener más miedo a ese chico que a cualquier otro hombre. Es implacable. Es el brazo de Dios.

Su mal carácter, dijo May Sethby, y todos asintieron, pues lo ponían de evidencia su aspecto físico. A veces tenía un labio partido, una mejilla amoratada o una oreja hinchada. Era evidente que se metía en líos en algún sitio de ese mundo exterior donde comía y dormía, conseguía dinero y vivía de un modo que ellos desconocían. Según pasaba el tiempo cada vez se dedicaba más y más a imprimir la pequeña hoja revolucionaria que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que no lo podía hacer, pues los nudillos de su mano estaban magullados y en carne viva, y sus pulgares heridos y destrozados. O uno o el otro brazo le caía colgando mientras su cara reflejaba un dolor inexpresado.

—Es un matón —dijo Arrellano.

—Frecuenta lugares de mala nota —añadió Ramos.

—Pero, ¿de dónde saca el dinero? —preguntó Vera—. Hoy mismo, hace un momento, me he enterado de que pagó la factura del papel... ciento cuarenta dólares.

—Y ahí están sus ausencias —dijo May Sethby—. Nunca da explicaciones.

—Deberíamos hacer que lo espiaran —propuso Ramos.

—No me gustaría ser el que lo espiara —dijo Vera—. Temo que no me volveríais a ver, a no ser para enterrarme. Tiene una terrible pasión. Ni siquiera Dios podría interponerse entre él y su pasión.

—Delante de él me siento como un niño —confesó Ramos.

—Para mí es la fuerza... es el lobo salvaje y primitivo, la serpiente de cascabel lista para morder, el escorpión que va a picar —dijo Arrellano.

—Es la propia revolución encarnada —añadió Vera—. Es su llama y su espíritu, el incesante grito que pide venganza en silencio y mata sin ruido. Es el ángel vengador que se mueve entre los quietos guardianes de la noche.

—Podría llorar por él —dijo May Sethby—. No conoce a nadie. Odia a todo el mundo. A nosotros nos tolera porque somos la forma de su deseo. Está solo... muy solo —y su voz se quebró en un sollozo ahogado y había tristeza en sus ojos.

Las costumbres y actividades de Rivera resultaban realmente misteriosas. Había temporadas en las que no lo veían durante más de una semana. En cierta ocasión desapareció durante todo un mes. Estas ausencias siempre eran seguidas de regresos triunfales en los que, sin avisar, dejaba monedas de oro sobre la mesa de May Sethby. Y de nuevo, y durante días y semanas, se pasaba todo el tiempo con los de la Junta. Y sin embargo, otra vez, y durante períodos irregulares, desaparecía desde primeras horas de la mañana a las últimas de la tarde. Otras veces llegaba muy pronto y se quedaba hasta muy tarde. Arrellano se lo había encontrado a medianoche imprimiendo la hoja con los nudillos recién heridos, o a lo mejor era su labio, partido hacía poco, el que aún sangraba.


Yo, cocodrilo

 

De Jacinta Escudos

En las tardes de calor me convierto en cocodrilo.

Voy al arroyo, me quito la ropa, me tiro boca abajo, cierro los ojos, extiendo los brazos, abro las piernas.

Siento el viento de los desiertos soplar sus aires calientes sobre mí. Mederriten. Me penetran ahí abajo. Y algo cambia, algo que ya no soy yo. Y que es esto: un cocodrilo.

Así comienza mi fuerza, arrastrándome seductoramente, como cintura de mujer que se menea cuando camina. Tengo escamas en mis manos y una nueva y larga nariz que se extiende y se pega a mi boca, llena de dientes filosos y puntiagudos. Los animalitos huyen de mí, se esconden. Tienen miedo.

Tienen miedo de que abra mis fauces. Tienen miedo de mis ojos.

Al principio no sabía qué pasaba. Y entonces recordé lo que decían en la aldea. La niña que no se somete al ritual se convierte en cocodrilo.

No podía imaginar cómo una niña se convertiría en cocodrilo. Pero no debía preguntar. Entendería después.

La primera tarde que me convertí en cocodrilo fue extraña. Me acosté boca abajo en el arroyo porque tenía calor, y el calor me da sueño. Quería dormir.

Y lo hice. Y al despertar me descubrí animal. Conocí mis fauces, mis nuevas manos. Si me contorsionaba lo suficiente, hasta podía ver mi cola. ¡Mi propia cola!

Me pareció curioso. Ser animal y ser persona. No me preocupaba, me parecía divertido. Pasaba las tardes en los matorrales del arroyo con los demás amigos cocodrilos. Hablábamos de los animales cazados, de los críos, del calor y del agua. Y de los humanos que vivían en la aldea.

Los demás cocodrilos no creían que yo era humana. Hasta que me vieron convertirme en yo. Los cocodrilos más ancianos dijeron que el humano que podía transformarse en animal, era un hechicero. Y así, los demás cocodrilos me respetaron y prometieron ayudarme en toda circunstancia, porque sabían que yo sería buena con ellos.

Yo me la pasaba muy bien entre mis amigos. Nadábamos, comíamos, jugábamos. Me enseñaron la cacería. Acechábamos a todos los animales que se acercaban a la orilla a beber agua: impalas, búfalos, leones, elefantes. Y también a los humanos.

No me gustaba ser humana. Prefería mis horas de cocodrilo. Madre había sido clara. Me dijo, «tienes que someterte al ritual». Y yo le decía «no, prefiero ser cocodrilo». Madre me tiraba al piso, me gritaba. Todas las mujeres hablaban conmigo. Me decían que tenía que hacerlo, que no temiera, que todas lo hacían.

Yo lloraba. No quería oírlas. Ponía mis manos sobre mis oídos y lloraba.

Sabía de los gritos de las niñas cuando iban al ritual. Sabía de las que morían después.

«No te casarás nunca», me decían. Y madre también decía «nadie dará dote por ti, seremos miserables siempre». Será infiel, será lujuriosa, se enfermará de la carne y se le pudrirá todo. Sus partes le crecerán y crecerán y serán tan grandes como los cuernos de una cabra, decían a mis espaldas.

Yo tenía sueños. En el sueño estaba acostada boca arriba, sin ropas. Y en el sueño, veía que de mi entrepierna crecía una larga serpiente con un solo ojo en el centro, gruesa y rígida, del color de mi carne, y yo tomaba la cabeza de la serpiente entre mis manos y la metía en mi boca, y sentía cosas extrañas en mi cuerpo. Y despertaba apretando las piernas y sintiendo cómo algo se movía en esa parte donde salen las aguas del cuerpo. Algo que se movía y que palpitaba tan fuerte como los latidos de mi corazón.

Me dejaron a mi suerte. Madre no quería saber nada de mí. Dormía y comía allí, pero no les importaba si me iba o me quedaba. Era indigna de todos y temí que cualquier día me llevaran a la fuerza para hacerme eso que le hacían a las demás.

Ya no quería estar con ellos. Odiaba a madre. La vi llevar a mi hermanita, la vi llevar a otras más. Mi hermanita lloró días y días, y lo único que salía de su cuerpo era sangre, mucha sangre. Madre se pasaba los días cambiando los paños de sangre por otros con el oxidado color de la sangre mal lavada.

Yo lo vi todo una vez. Sabía que las llevaban a la choza de la curandera.

Ella les quitaba la ropa, y las mujeres le abrían las piernas a las niñas y las niñas lloraban y chillaban como animal que va a ser matado y la curandera cortaba con un cuchillo un pedazo de carne, del tamaño de una oreja, allí de donde salen las aguas del cuerpo. Y la sangre brotaba roja, en abundancia. Y no había manera de pararlo, ni con emplastos de barro ni con mezclas de yerbas. Y las niñas no tomaban brebajes ni polvos para aliviar sus dolores, nada más eran sujetadas por su propia madre, por su hermana mayor, mientras otra les cortaba las partes y la cosían con cáñamos y agujas de la planta de las espinas.

Prefería ser cocodrilo, indigna, impura.

Una mañana, madre me dijo que tenía que ir con ella. Yo sabía lo que significaba. Me llevaría con engaños a la curandera, me dominarían, me amarrarían como animal.

Corrí, corrí desesperada, gritando. Fui hacia el único lugar donde tenía amigos, el arroyo. Corrí y me metí al agua y recuerdo un grito extraño dado por madre. Sabía que allí vivían los cocodrilos. Madre pensó que yo estaba muerta.

Entré al agua y por primera vez me convertí en cocodrilo en las oscuridades del arroyo. Salí cocodrilo a la orilla y los demás me siguieron.

Fuimos a la aldea. Destruimos todo. A los únicos seres que despedazamos fue a las mujeres de la aldea. Algunos compañeros murieron en la hazaña. Los hombres se defendían. Pero los hombres no nos interesaban. Eran ellas las que hacían todo. Las que cortaban, obligaban, mantenían las piernas abiertas.

Madre murió y yo la vi morir, pero no sabía que su hija era yo, cocodrilo.

Participé personalmente en la comida de la curandera. Y nos encargamos también de todas las demás, porque las niñas no eran felices nunca, después del ritual. Fue un acto de piedad terminar con ellas.

Cuando concluimos fue porque los hombres se habían ido. No pudieron defender a sus mujeres. Huyeron asustados de nosotros. Jubilosos, batimos nuestras fauces en señal de victoria.

Ahora soy el líder de este pueblo. Mis amigos cocodrilos se la pasan muy bien. Ya no trato de convertirme en humana. Prefiero ser así, un cocodrilo con una larga serpiente que le crece entre las piernas.

Desapariciones

 de Elizabeth Gaskell

 

No tengo por costumbre leer regularmente la revista Household Words; pero un amigo me envió hace poco algunos números  atrasados y me recomendó que  leyese «todos los artículos relacionados con la Policía de Protección e Investigación», lo que en consecuencia hice, no como han hecho los lectores en general, ya que se publicaron semanalmente, o con pausas entre ellos, sino seguidos, como una historia popular de la Policía Metropolitana, y (supongo que también debe considerarse así) como una historia de la fuerza policial de todas las ciudades grandes de Inglaterra. Cuando acabé, no me apetecía seguir leyendo de momento, y preferí entregarme a pensamientos de ensoñación y remembranza.

Recordé primero con una sonrisa cómo localizó a un pariente mío un conocido que había extraviado u olvidado su dirección. Este pariente mío, mi querido primo el señor B., pese a lo encantador que  es en muchos aspectos, tiene la peculiaridad de que le gusta cambiar de alojamiento una vez cada tres meses como media, lo que desconcierta bastante a sus amigos del campo, que, en cuanto consiguen memorizar el número 19 de Belle Vue Road, Hampstead, tienen que esforzarse en olvidar esa dirección y en recordar el 271/2 de Upper Brown Street, Camberwell; y así sucesivamente, hasta el punto de que yo  preferiría aprenderme el diccionario  de pronunciación de Walker, que hacer memoria de las diversas direcciones que he tenido que poner en las cartas al señor B. los tres últimos años. El verano pasado tuvo a bien trasladarse a un hermoso pueblo situado a menos de diez millas de Londres, donde hay estación de ferrocarril. Allí fue a buscarle su amigo. (No me extenderé sobre el hecho de que, para seguir su rastro hasta allí, y cerciorarse de que residía en R., tuvo que ir antes a tres o cuatro alojamientos distintos en los que había vivido el señor B. Dedicó la mañana a hacer indagaciones sobre su paradero, pero había muchos caballeros que pasaban allí el verano y ni el carnicero ni el panadero pudieron decirle dónde se alojaba). No había constancia de su dirección en la oficina de correos, lo que se explicaba por la circunstancia de que le remitían toda la correspondencia a su despacho de la ciudad. Finalmente el amigo del campo regresó a la estación y, mientras esperaba el tren, decidió preguntar al empleado, como último recurso.

—No, señor, no sé dónde se aloja el señor B. Viajan muchos caballeros en los trenes; pero seguro que puede informarle la persona que está junto a esa columna.

El individuo al que dirigió la atención del indagador tenía aspecto de comerciante: bastante respetable, pero sin la menor pretensión de «señorío», y daba la impresión de que no tenía más tarea urgente que observar con parsimonia a los pasajeros que transitaban por la estación. Sin embargo, cuando le preguntó, contestó con prontitud y cortesía.


—¿El señor B.? ¿Un caballero alto de cabello claro? Sí, señor, conozco al señor B. Hará tres semanas o más que se aloja en el número 8 de Morton Villas, pero no le encontrará allí ahora, señor. Se fue a la ciudad en el tren de las once y suele volver en el de las cuatro y media.

El amigo del campo estaba deseando volver al pueblo para comprobar la veracidad de esta afirmación. Dio las gracias a su informador y dijo que visitaría al señor B. en su despacho de la ciudad. Pero, antes de marcharse de R., preguntó al empleado quién era la persona a quien le había remitido para que le informase de la dirección de su amigo.

—Es un agente de la policía de investigación, señor —fue la respuesta.

Ni que decir tiene que el señor B. confirmó la exactitud de la información del policía en todos sus puntos, no sin cierta sorpresa. Cuando me contaron esta anécdota de mi primo y de su amigo, pensé que ya no podrían escribirse más novelas con la misma trama que Caleb Williams, cuyo principal interés para el lector superficial estriba en el deseo y el temor de que el protagonista escape de su perseguidor. Hace mucho que leí la obra y he olvidado ya el nombre del caballero agraviado y ofendido cuya intimidad había invadido Caleb; pero sé que la persecución de Caleb, la localización de los diversos escondrijos en que se oculta, el rastreo de sus leves huellas, todo, en realidad, dependía de la energía, la sagacidad y la perseverancia del perseguidor. El interés se debía a la lucha de un hombre contra otro y a la incertidumbre sobre cuál alcanzaría su objetivo al final: el perseguidor implacable o el ingenioso Caleb, que procura ocultarse por todos los medios. Ahora, en 1851, el caballero ofendido pondría a trabajar a la Policía de Investigación, seguro de su éxito. La única duda sería cuánto tiempo tardaría en localizar el escondite, y esa duda no podría prolongarse mucho. Ya no se trata de la lucha entre un hombre y otro, sino entre una vasta maquinaria organizada y un individuo débil y solitario. Nosotros no tenemos esperanzas  y temores, sólo certeza. Pero, aunque los materiales de evasión y persecución, siempre que la persecución se limite a Inglaterra, desaparezcan del almacén del que se surte el novelista, a nosotros, por otra parte, ya no puede atribularnos lo más mínimo el miedo a que se produzcan desapariciones misteriosas. Y, como atestiguará cualquiera que se haya relacionado mucho con quienes vivían a finales del siglo pasado, entonces había motivo para tales temores.


Cuando yo era niña, a veces me permitían acompañar a un familiar a tomar el con una  anciana muy lúcida de ciento veinte años… o al menos eso pensaba yo entonces. Ahora creo que tendría unos setenta. Era una mujer animosa e inteligente, y era mucho lo que había visto y conocido que merecía la pena contar. Era prima de los Sneyd, la familia de la que tomó dos de sus esposas el señor Edgeworth; había conocido al comandante André; se había relacionado con la buena  sociedad  whig  que  congregaban  en torno a ellas la bella duquesa de Devonshire y la «señora Crewe Buff and Blue», y su padre había sido uno de los primeros patronos de la encantadora señorita Linley. Menciono estos detalles para indicar que era demasiado inteligente y culta por su ambiente, amén de por sus dotes naturales, para dar crédito sin más a lo extraordinario; y sin embargo la oí relatar historias de desapariciones que me obsesionaron mucho más tiempo que cualquier relato fantástico. Una de ellas es la siguiente: la finca de su padre estaba en Shropshire. Y las verjas del parque daban directamente a un pueblo disperso del que era señor. Las   casas  formaban  una   calle  irregular,  un  huerto   aquí,  luego  el  hastial  de  una   granja,  continuación una hilera de casitas y así sucesivamente. Pues bien, en la casita del final vivían un hombre muy respetable y su esposa. Eran bien conocidos en el pueblo y estimados por los pacientes cuidados que prestaban al padre de él, un anciano paralítico. En invierno, su silla estaba junto al fuego; en verano, le sacaban al espacio despejado que había delante de la casa para que tomase el sol y disfrutara de la plácida diversión que pudiesen procurarle las idas y venidas de  los aldeanos. Ni siquiera podía trasladarse de la cama a la silla sin ayuda. Un caluroso día de junio, todos los habitantes del pueblo acudieron a los prados para la siega. Sólo se quedaron los que eran muy viejos o muy jóvenes.

Por la tarde, sacaron como de costumbre al padre anciano que he mencionado para que tomara el sol, y su hijo y su nuera se fueron a la siega. Pero, cuando regresaron a casa al oscurecer, el padre paralítico había desaparecido… ¡se había ido! Y no volvió a saberse nada de él. La anciana que contó esta historia dijo, con la tranquilidad que caracterizaba siempre la sencillez de  su relato, que se habían llevado a cabo todas las indagaciones que su padre podía hacer y que no se había aclarado nada. Nadie había visto nada extraño en el pueblo; aquella tarde no se había cometido en el domicilio del hijo ningún pequeño robo para el que el anciano pudiese haber supuesto un obstáculo. El hijo y la nuera (célebre también por la atención que prestaba al padre desvalido) habían estado todo el tiempo en el campo con los demás vecinos. En suma, nunca se explicó el misterio; y el hecho dejó una impresión dolorosa en el ánimo de muchos.

Estoy segura de que la policía de investigación habría aclarado todos los hechos relacionados con el suceso en una semana.

Esta misteriosa historia fue dolorosa, pero no tuvo consecuencias que la hiciesen trágica. La que contaré a continuación (y las anécdotas de desapariciones que relato aquí, aunque tradicionales, se repiten con total fidelidad y mis informadores las creían rigurosamente ciertas) tuvo consecuencias, y tristes además. El escenario es una pequeña villa, rodeada por las extensas propiedades de varios caballeros acaudalados. Hace unos cien años vivía en la villa un procurador con su madre y su hermana. Era el apoderado de uno de los terratenientes de las proximidades y cobraba las rentas los días acordados, que eran, por supuesto, bien conocidos. Acudía en tales ocasiones a un pequeño establecimiento público, situado a unas cinco millas del lugar, donde los colonos se encontraban con él, pagaban sus rentas y eran obsequiados luego con un banquete. Una noche no regresó de este festejo. No apareció nunca. El caballero del que era apoderado recurrió a los Dogberrys de la época para dar con él  y con el  dinero desaparecido; su madre, de la que era apoyo y consuelo, le buscó con toda la perseverancia del amor leal. Pero él nunca volvió; y empezó a correr el rumor de que debía de haberse ido al extranjero con el dinero; su madre oía todo lo que se murmuraba a su alrededor y no podía demostrar su falsedad; así que acabó con el corazón destrozado y murió. Años después, creo que unos cincuenta, murió el acaudalado carnicero y ganadero de… Pero, antes de morir, confesó que había asaltado  al  señor… en el brezal, cerca del pueblo, casi al lado de su casa, con el propósito de robarle, pero que, al encontrar más resistencia de la prevista, se había visto empujado a apuñalarle, y le había enterrado aquella misma noche en la arena suelta del brezal, bastante hondo. Allí encontraron su esqueleto, aunque ya era demasiado tarde para que su pobre madre tuviera conocimiento de que su honra había quedado a salvo. También su hermana había muerto, soltera, porque a nadie le agradaba lo que podía derivarse de emparentar con aquella familia. A nadie le importaba ya si era culpable o inocente.


¡Ay, si hubiese existido entonces nuestra Policía de Investigación!

Esta última no puede considerarse una historia de desaparición misteriosa. Lo fue sólo durante una generación. Pero las desapariciones que no se pueden explicar jamás con ninguna suposición no son insólitas en las tradiciones del siglo pasado. He oído hablar (y creo haberlo leído en uno  de los números antiguos de Chambers’s Journal) de una boda que  se celebró en Lincolnshire  hacia el año 1750. Entonces no era de rigor que la feliz pareja fuese de viaje de novios. Los  recién casados y sus amigos celebraban un festejo en casa del novio o de la novia. En este caso, los invitados se encaminaron a la residencia del novio y se dispersaron, yéndose unos a pasear  por el jardín, otros a descansar en la casa hasta la hora de la cena. Es de suponer que el novio estaba con la novia, cuando un criado fue a decirle que un desconocido quería hablar con él. Nadie volvió a verlo desde entonces. Se cuenta la misma historia de una antigua casa solariega galesa abandonada, que se alzaba en un bosque cerca de Festiniog. También en ella avisaban al novio para que fuese a atender a un desconocido el día de su boda, y desaparecía de la faz de la tierra; pero esta versión añadía que la novia vivió más de setenta años, y todos los días, mientras la luz del sol o de la luna iluminaba la tierra, se sentaba a vigilar junto a una ventana que daba al camino por el que se llegaba a la casa. Concentraba sus facultades y su capacidad mental en aquella vigilancia agotadora. Y mucho antes de morir, se volvió infantil y sólo tenía conciencia de un deseo: sentarse junto a aquel ventanal a vigilar el camino por el que podría llegar él. Era tan  fiel como Evangelina, aunque meditabunda y sin celebridad.


El hecho de que estas dos historias similares de desaparición el día de la boda «prevalezcan», como dicen los franceses, demuestra que todo lo que aumenta nuestra facilidad de comunicación y organización de recursos, aumenta nuestra seguridad en la vida. Si un novio con una indómita Katherine por novia intentase desaparecer hoy, no tardarían en dar con él y llevarlo de vuelta a casa como fugitivo cobarde, alcanzado por el telégrafo eléctrico y amarrado de nuevo a su destino por un agente de la policía.


Otras dos historias más de desaparición y habré terminado. Os contaré primero la de fecha más reciente porque es la más triste; y concluiremos alegremente (si cabe decir eso). Entre 1820 y 1830 vivían en North Shields una señora respetable y su hijo, que luchaba por adquirir suficientes conocimientos de medicina para poder enrolarse como médico en un navío del Báltico y tal vez ganar de ese modo dinero suficiente para cursar un año de estudios en Edimburgo. Le apoyaba en todos sus planes el difunto y bondadoso doctor G. de aquella población. Creo que el estipendio habitual no era necesario en su caso; el joven hacía muchos recados y tareas útiles que un joven caballero más delicado habría considerado impropias; y residía con su madre en una de las callejuelas que iban de la calle mayor de North Shields hasta el río. El doctor G. había pasado toda la noche con una paciente y la había dejado una mañana de invierno a primera hora para regresar a casa y acostarse; pero pasó antes por casa de su aprendiz y le hizo levantarse y acompañarle para que preparara un medicamento y se lo llevara a la enferma. Así que el pobre muchacho le acompañó, preparó el remedio y salió con él entre las cinco y las seis de aquella madrugada de invierno. No volvieron a verlo. El doctor G. esperó, pensando que estaba en casa  de su madre; y ella esperó, creyendo que había ido a hacer su jornada de trabajo; y entretanto, como recordaría después la gente, zarpó del puerto el barco de Edimburgo. La madre esperó su regreso toda la vida; pero unos años después se descubrieron los horrores de Hare y Burke parece ser que la gente adoptó una visión sombría de su destino; sin embargo, nunca que se aclarase del todo, ni que dejase de haber en realidad algo más que conjeturas. Debo añadir que quienes le conocieron hablaban categóricamente de su formalidad y de su excelente conducta, por lo que resultaba sumamente improbable que hubiese huido al mar, o que hubiese cambiado repentinamente por alguna razón sus planes.

La última historia cuenta una desaparición que se aclaró al cabo de muchos años. Hay en Manchester una calle digna de consideración que lleva del centro de la ciudad a una de las zonas residenciales. Esta calle se llama en una parte Garratt y después (cuando adquiere un aire elegante y relativamente campestre) Brook Street. El primer nombre procede de un viejo edificio de paredes blancas y vigas pintadas de negro de los tiempos de Ricardo III, más o menos, a juzgar  por el tipo de construcción: lo que quedaba de esa vieja casa ya lo han tapado, pero hace unos años aún era visible desde la calle principal; estaba medio oculta en un terreno desocupado y parecía medio en ruinas. Creo que la ocupaban varias familias pobres, que alquilaban pisos en aquel edificio desvencijado. Pero antiguamente era la mansión Gerrard (¡qué diferencia entre Gerrard y Garratt!) y estaba rodeada de un parque regado por un límpido arroyo, con hermosos estanques de peces (el nombre de estos se preservó, hasta fecha reciente, en una calle próxima), huertos de frutales, palomares y accesorios similares de las mansiones de tiempos pasados. Creo que pertenecía a la familia Mosley, probablemente una rama del árbol del señor de la mansión de Manchester. Cualquier obra topográfica del siglo pasado relacionada con esa zona aportaría el apellido del último propietario de la casa, y es a él a quien se refiere mi historia.

Hace muchos años, vivían en Manchester dos ancianas solteras de muy respetable condición. Habían vivido siempre en la ciudad y les gustaba hablar de los cambios que se habían producido en el período que recordaban, que se remontaba unos setenta u ochenta años. Tenían además un gran conocimiento de la historia tradicional por su padre, que, lo mismo que su padre antes de él, habían sido respetables abogados de Manchester la mayor parte del siglo pasado, y eran apoderados de varias familias del condado, que, desplazadas de sus viejas posesiones por el crecimiento de la ciudad, obtuvieron cierta compensación con el aumento del valor de cualquier terreno que decidieran vender. Así que los señores S., padre e hijo, actuaron como asesores legales muy reputados y conocían los secretos de diversas familias, una de las cuales se relacionaba con la mansión Garratt.

El propietario de esa finca se casó joven en una fecha indeterminada de la primera mitad del siglo pasado; él y su esposa tuvieron varios hijos y vivieron feliz y plácidamente muchos años. Hasta que un día, el marido tuvo que ir a Londres a resolver un asunto. Era un viaje de una semana en aquellos tiempos. Escribió comunicando su llegada, y creo que no volvió a escribir nunca. Parecía que se lo hubiese tragado el abismo de la metrópoli, porque ningún amigo (y la dama tenía muchas amistades influyentes) pudo averiguar y explicarle qué había sido de él. La idea predominante era que le habrían asaltado los ladrones callejeros que pululaban entonces por la ciudad, que se había resistido y le habían matado. Su esposa fue perdiendo poco a poco la esperanza de volver a verlo y se consagró al cuidado de sus hijos. Y así siguieron las cosas, bastante plácidamente, hasta que el heredero llegó a la mayoría de edad y necesitaron ciertos documentos para poder tomar posesión de la propiedad legalmente. El señor S. (el abogado de la familia) declaró que había entregado aquellos documentos al caballero desaparecido justo antes de su último viaje misterioso a Londres, con el que yo creo que se relacionaban de algún modo.


Era posible que aún existieran. Podría tenerlos en su poder alguien en Londres, a sabiendas o no de su importancia. De todos modos, el señor S. aconsejó a su cliente que pusiese un anuncio en los periódicos de Londres, redactado con la suficiente habilidad para que sólo lo entendiera quien guardara los importantes documentos. Y así se hizo; el anuncio se repitió a intervalos durante un tiempo, pero sin ningún resultado. Pero al final se recibió una respuesta misteriosa, especificando que los documentos existían y que se entregarían, pero sólo con ciertas condiciones y al heredero en persona. Así que el joven viajó a Londres y acudió, siguiendo las instrucciones, a una casa antigua de Barbican, donde un individuo, que al parecer le esperaba, le dijo que  debía permitir que le vendara los ojos y que le guiara. Luego le llevó por varios pasadizos y, al final de uno, le subieron a una silla de manos y le llevaron en ella durante una hora o más; siempre declaró que le habían dado muchas vueltas y que creía que al final le habían dejado cerca del punto de partida.

Cuando le quitaron la venda de los ojos, estaba en una sala respetable, de aspecto familiar. Entró un caballero de edad madura y le dijo que, hasta que no hubiese transcurrido cierto tiempo (lo que se le indicaría de una forma determinada, pero cuya duración no se mencionó entonces), debía jurar que guardaría secreto sobre los medios por los que había conseguido los documentos. Lo juró, y el caballero, no sin cierta emoción, reconoció que era el padre desaparecido del heredero. Parece ser que se había enamorado de una damisela, amiga de la persona con quien se alojaba. Había hecho creer a la joven que era soltero; ella respondió de buen grado a  sus galanteos y su padre, un tendero de la ciudad, no se mostró contrario al enlace, pues el caballero de Lancashire tenía buena presencia y muchas cualidades que el comerciante creía que resultarían gratas a sus clientes. Se cerró el trato y el descendiente de una estirpe de caballeros se casó con la hija única del tendero de la ciudad, convirtiéndose en socio comanditario en el negocio. Aseguró a su hijo que nunca se había arrepentido del paso que había dado, que su mujer de baja condición era dulce, dócil y afectuosa y que tenían una familia numerosa, próspera y feliz. Preguntó luego afectuosamente por su primera esposa (o debería decir más bien verdadera), aprobó lo que ella había hecho respecto a la hacienda y a la educación de los hijos; pero dijo que estaba muerto para ella lo mismo que ella lo estaba para él. Prometió que cuando él muriese de verdad se enviaría a Garratt un mensaje, cuya naturaleza no especificó, dirigido a su hijo, y que hasta entonces no  habría más comunicación entre ellos, pues era inútil intentar descubrirle bajo su incógnito, aunque en el juramento no hubiese quedado prohibido hacer tal cosa. Me atrevo a decir que el joven no tenía grandes deseos de localizar al padre, que sólo lo había sido de nombre. Regresó a Lancashire, tomó posesión de la finca en Manchester y tardó muchos años en recibir el misterioso testimonio de la muerte real de su padre. Entonces explicó los detalles relacionados con la recuperación de los títulos de propiedad al señor S., y a algún que otro amigo íntimo. Cuando la familia se extinguió o abandonó Garratt, dejó de ser un secreto bien guardado y la señorita S., la anciana hija del apoderado de la familia, contó la historia de la desaparición.

Permítaseme decir una vez más que doy las gracias por vivir en los tiempos de la Policía de Investigación. Si me asesinasen o cometiese bigamia, mis amistades tendrían en todo caso el consuelo de estar plenamente informados.