En el café de la esquina —todo café que se precie está en esquina, todo sitio de encuentro es un cruce entre dos vías (dos vidas)— Mario y Pedro piden sendos cortados y les ponen mucha azúcar porque el azúcar es gratis y alimenta. Mario y Pedro están sin un mango desde hace rato y no es que se quejen demasiado pero bueno, ya es hora de tener un poco de suerte, y de golpe ven el portafolios abandonado y tan sólo mirándose se dicen que quizá el momento haya llegado. Propio ahí, muchachos, en el café de la esquina, uno de tantos.
Está sólito el
portafolios sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo.
Entran y salen los
chochamus del barrio, comentan cosas que Mario y Pedro no escuchan: Cada vez
hay más y tienen tonadita, vienen de tierra adentro... me pregunto qué hacen,
para qué han venido. Mario y Pedro se preguntan en cambio si alguien va a
sentarse a la mesa del fondo, va a descorrer esa silla y encontrar ese
portafolios que ya casi aman, casi acarician y huelen y lamen y besan. Uno por
fin llega y se sienta, solitario (y pensar que el portafolios estará repleto de
billetes y el otro lo va a ligar al módico precio de un batido de Gancia que es
lo que finalmente pide después de dudar un rato). Le traen el batido con buena
tanda de ingredientes. ¿Al llevarse a la boca qué aceituna, qué pedacito de
queso va a notar el portafolios esperándolo sobre la silla al lado de la suya?
Pedro y Mario no quieren ni pensarlo y no piensan otra cosa... Al fin y al cabo
el tipo tiene tanto o tan poco derecho al portafolios como ellos, al fin y al
cabo es sólo cuesten de azar, una mesa mejor elegida y listo. El tipo sorbe su
bebida con desgano, traga uno que otro ingrediente; ellos ni pueden pedir otro
café porque están en la mala como puede ocurrirle a usted o a mí, más quizá a
mí que a usted, pero eso no viene a cuento ahora que Pedro y Mario viven
supeditados a un tipo que se saca pedacitos de salame de entre los dientes con
la uña mientras termina de tomar su trago y no ve nada, no oye los comentarios
de la muchachada: Se los ve en las esquinas. Hasta Elba el otro día me lo
comentaba, fíjate, ella que es tan chicata. Ni qué ciencia ficción, aterrizados
de otro planeta aunque parecen tipos del interior pero tan peinaditos, atildaditos
te digo y yo a uno le pedí la hora pero minga, claro, no tienen reloj. Para qué
van a querer reloj, me podes decir, si viven en un tiempo que no es el de
nosotros. No. Yo también los vi, salen de debajo de los adoquines en esas
calles donde todavía quedan y ahora vaya uno a saber qué buscan aunque sabemos
que dejan agujeros en las calles, esos baches enormes por donde salieron y que
no se pueden cerrar más.
Ni el tipo del
batido de Gancia los escucha ni los escuchan Mario y Pedro, pendientes de un
portafolios olvidado sobre una silla que seguro contiene algo de valor porque
si no no hubiera sido olvidado así para ellos, tan sólo para ellos, si el tipo
del batido no. El tipo del batido de Gancia, copa terminada, dientes
escarbados, platitos casi sin tocar, se levanta de la mesa, paga de pie, mozo
retira todo mete propina en bolsa pasa el trapo húmedo sobre mesa se aleja y
listo, ha llegado el momento porque el café está animado en la otra punta y
aquí vacío y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.
Portafolios bajo el
brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver el saco de
hombre abandonado sobre un coche, contra la vereda. Contra la vereda el coche,
y por ende el saco abandonado sobre el techo del mismo. Un saco espléndido de
estupenda calidad. También Pedro lo ve, a Pedro le tiemblan las piernas por
demasiada coincidencia, con lo bien que a él le vendría un saco nuevo y además
con los bolsillos llenos de guita. Mario no se anima a agarrarlo. Pedro sí
aunque con cierto remordimiento que crece, casi estalla al ver acercarse a dos
canas que vienen hacia ellos con intenciones de
—Encontramos este
coche sobre un saco. Este saco sobre un coche. No sabemos qué hacer con él. El
saco, digo.
—Entonces déjelo
donde lo encontró. No nos moleste con menudencias, estamos para cosas más
importantes.
Cosas más
trascendentes. Persecución del hombre por el hombre si me está permitido el
eufemismo. Gracias a lo cual el célebre saco queda en las manos azoradas de
Pedro que lo ha tomado con tanto cariño. Cuánta falta le hacía un saco como
éste, sport y seguro bien forradito, ya dijimos, forrado de guita no de seda
qué importa la seda. Con el botín bien sujeto enfilan a pie hacia su casa. No
se deciden a sacar uno de esos billetes crocantitos que Mario creyó vislumbrar
al abrir apenas el portafolios, plata para tomar un taxi o un mísero colectivo.
Por las calles
prestan atención por si las cosas raras que están pasando, esas que oyeron de
refilón en el café, tienen algo que ver con los hallazgos. Los extraños
personajes o no aparecen por esas zonas o han sido reemplazados: dos vigilantes
por esquina son muchos vigilantes porque hay muchas esquinas. Ésta no es una
tarde gris como cualquiera y pensándolo bien quizá tampoco sea una tarde de
suerte como parece. Son las caras sin expresión de un día de semana, tan
distintas de las caras sin expresión de los domingos. Pedro y Mario ahora
tienen color, tienen máscara y se sienten existir porque en su camino
florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport. (Un saco no tan nuevo
como parecía más bien algo raído y con los bordes gastados pero digno. Eso es:
un saco digno.) Como tarde no es una tarde fácil, ésta. Algo se desplaza en el
aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse señalados. Ven
policías por todos los rincones, policías en los vestíbulos sombríos, de a
pares en todas las esquinas cubriendo el área ciudadana, policías trepidantes
en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del país
dependiera de ellos y quizá dependa, sí, por eso están las cosas como están y
Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolios lo tiene
trabado, ni que ocultara un micrófono, pero qué paranoia, si nadie lo obliga a
cargarlo. Podría deshacerse de él en cualquier rincón y no, ¿cómo largar la
fortuna que ha llegado sin pedirla a manos de uno, aunque la fortuna tenga
carga de dinamita? Toma el portafolios con más naturalidad, con más cariño, no
como si estuviera a punto de estallar. En ese mismo momento Pedro decide ponerse
el saco que le queda un poco grande pero no ridículo ni nada de eso. Holgado,
sí, pero no ridículo; cómodo, abrigado, cariñoso, gastadito en los bordes,
sobado. Pedro mete las manos en los bolsillos del saco (sus bolsillos) y
encuentra unos cuantos boletos de colectivo, un pañuelo usado, unos billetes y
monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los
han estado siguiendo. Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible, y
Mario debe estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Chifla
entre dientes con cara de tipo que toda su vida ha estado cargando un ridículo
portafolios negro como ése. La situación no tiene aire tan brillante como en un
principio. Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene
tras ellos y quizá alguno dejó el portafolios y el saco con oscuros designios.
Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: No entremos a casa,
sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro está de acuerdo. Mario
rememora con nostalgia los tiempos (una hora atrás) cuando podían hablarse en
voz alta y hasta reír. El portafolios se le está haciendo demasiado pesado y de
nuevo tiene la tentación de abandonarlo a su suerte. ¿Abandonarlo sin antes
haber revisado el contenido? Cobardía pura.
Siguen caminando sin
rumbo fijo para despistar a algún posible aunque improbable perseguidor. No son
ya Pedro y Mario los que caminan, son un saco y un portafolios convertidos en
personajes. Avanzan y por fin el saco decide: Entremos en un bar a tomar algo,
me muero de sed.
—¿Con todo esto?
¿Sin siquiera saber de qué se trata?
—Y, sí. Tengo unos
pesos en el bolsillo.
Saca la mano azorada
con dos billetes. Mil y mil de los viejos, no se anima a volver a hurgar, pero
cree —huele— que hay más. Buena falta les hacen unos sandwiches, pueden
pedirlos en ese café que parece tranquilo.
Un tipo dice y la
otra se llama los sábados no hay pan; cualquier cosa, me pregunto cuál es el
lavado de cerebro... En épocas turbulentas no hay como parar la oreja aunque lo malo de
los cafés es el ruido de voces que tapa las voces. Lo bueno de los cafés son
los tostados mixtos.
Escucha bien, vos
que sos inteligente.
Ellos se dejan
distraer por un ratito, también se preguntan cuál será el lavado de cerebro, y
si el que fue llamado inteligente se lo cree. Creer por creer, los hay
dispuestos hasta a creerse lo de los sábados sin pan, como si alguien pudiera
ignorar que los sábados se necesita pan para fabricar las hostias del domingo y
el domingo se necesita vino para poder atravesar el páramo feroz de los días
hábiles.
Cuando se anda por
el mundo —los cafés— con las antenas aguzadas se pescan todo tipo de
confesiones y se hacen los razonamientos más abstrusos (absurdos),
absolutamente necesarios por necesidad de alerta y por culpa de esos dos
elementos tan ajenos a ellos que los poseen a ellos, los envuelven sobre todo
ahora que esos muchachos entran jadeantes al café y se sientan a una mesa con
cara de aquí no ha pasado nada y sacan carpetas, abren libros pero ya es tarde:
traen a la policía pegada a sus talones y como se sabe los libros no engañan a
los sagaces guardianes de la ley, más bien los estimulan. Han llegado tras los
estudiantes para poner orden y lo ponen, a empujones: documentos, vamos, vamos,
derechito al celular que espera afuera con la boca abierta, Pedro y Mario no
saben cómo salir de allí, cómo abrirse paso entre la masa humana que va
abandonando el café a su tranquilidad inicial, convaleciente ahora. Al salir,
uno de los muchachos deja caer un paquetito a los pies de Mario que, en un
gesto irreflexivo, atrae el paquete con el pie y lo oculta iras el célebre
portafolios apoyado contra la silla. De golpe se asusta: cree haber entrado en
la locura apropiatoria de todo lo que cae a su alcance. Después se asusta más
aún: sabe que lo ha hecho para proteger al pibe pero ¿y si a la cana se le
diera por registrarlo a él? Le encontrarían un portafolios que vaya uno a saber
qué tiene adentro, un paquete inexplicable (de golpe le da risa, alucina que el
paquete es una bomba y ve su pierna volando por los aires simpáticamente
acompañada por el portafolios, ya despanzurrado y escupiendo billetes de los
gordos, falsos). Todo esto en el brevísimo instante de disimular el paquetito y
después nada. Más vale dejar la mente en blanco, guarda con los canas telépatas
y esas cosas. ¿Y qué se estaba diciendo hace mil años cuando reinaba la calma?:
un lavado de cerebro; necesario sería un autolavado de cerebro para no delatar
lo que hay dentro de esa cabecita loca —la procesión va por dentro, muchachos.
Los muchachos se alejan, llevados un poquito a las patadas por los azules, el
paquete queda allí a los pies de estos dos señores dignos, señores de saco y
portafolios (uno de cada para cada). Dignos señores o muy solos en el calmo café,
señores a los que ni un tostado mixto podrá ya consolar.
Se ponen de pie.
Mario sabe que si deja el paquetito el mozo lo va a llamar y todo puede ser
descubierto. Se lo lleva, sumándolo así al botín del día pero por poco rato; lo
abandona en una calle solitaria dentro de un tacho de basura como quien no
quiere la cosa y temblando. Pedro a su lado no entiende nada pero por suerte no
logra reunir las fuerzas para preguntar.
En épocas de
claridad pueden hacerse todo tipo de preguntas, pero en momentos como éste el
solo hecho de seguir vivo ya condensa todo lo preguntable y lo desvirtúa. Sólo
se puede caminar, con uno que otro alto en el camino, eso sí, para ver por
ejemplo por qué llora este hombre. Y el hombre llora de manera tan mansa, tan
incontrolada, que es casi sacrilego no detenerse a su lado y hasta preocuparse.
Es la hora de cierre de las tiendas y las vendedoras que enfilan a sus casas
quieren saber de qué se trata: el instinto maternal siempre está al acecho en
ellas, y el hombre llora sin consuelo. Por fin logra articular Ya no puedo más,
y el corrillo de gente que se ha formado a su alrededor pone cara de entender
pero no entiende. Cuando sacude el diario y grita No puedo más, algunos creen
que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo. Ya están por
irse y dejarlo abandonado a su flojera. Por fin entre hipos logra explicar que
busca trabajo desde hace meses y ya no le queda un peso para el colectivo ni un
gramo de fuerza para seguir buscando.
—Trabajo, le dice
Pedro a Mario. Vamos, no tenemos nada que hacer acá.
—Al menos, no
tenemos nada que ofrecerle. Ojalá tuviéramos.
Trabajo, trabajo,
corean los otros y se conmueven porque ésa sí es palabra inteligible y no las
lágrimas. Las lágrimas del hombre siguen horadando el asfalto y vaya uno a
saber qué encuentran pero nadie se lo pregunta aunque quizá él sí, quizá él se
esté diciendo mis lágrimas están perforando la tierra y el llanto puede
descubrir petróleo. Si me muero acá mismo quizá pueda colarme por los
agujeritos que hacen las lágrimas en el asfalto y al cabo de mil años
convertirme en petróleo para que otro como yo, en estas mismas
circunstancias... Una idea bonita pero el corrillo no lo deja sumirse en sus
pensamientos que de alguna manera —intuye— son pensamientos de muerte (el
corrillo se espanta: pensar en muerte así en plena calle, qué atentado contra
la paz del ciudadano medio a quien sólo le llega la muerte por los diarios).
Falta de trabajo sí, todos entienden la falta de trabajo y están dispuestos a
ayudarlo. Es mejor que la muerte. Y las buenas vendedoras de las casas de
artefactos electrodomésticos abren sus carteras y sacan algunos billetes por
demás estrujados, de inmediato se organiza la colecta, las más decididas toman
el dinero de los otros y los instan a aflojar más. Mario está tentado de abrir
el portafolios ¿qué tesoros habrá ahí dentro para compartir con ese tipo? Pedro
piensa que debería haber recuperado el paquete que Mario abandonó en un tacho
de basura. Quizá eran herramientas de trabajo, pintura en aerosol, o el
perfecto equipito para armar una bomba, cualquier cosa para darle a este tipo y
que la inactividad no lo liquide.
Las chicas están
ahora pujando para que el tipo acepte el dinero juntado. El tipo chilla y
chilla que no quiere limosnas. Alguna le explica que sólo se trata de una
contribución espontánea para sacar del paso a su familia mientras él sigue
buscando trabajo con más ánimo y el estómago lleno. El cocodrilo llora ahora de
emoción. Las vendedoras se sienten buenas, redimidas, y Pedro y Mario deciden
que éste es un tipo de suerte.
Quizá junto a este
tipo Mario se decida a abrir el portafolios, Pedro pueda revisar a fondo el
secreto contenido de los bolsillos del saco.
Entonces, cuando el
tipo queda solo, lo toman del brazo y lo invitan a comer con ellos. El tipo al
principio se resiste, tiene miedo de estos dos: pueden querer sacarle la guita
que acaba de recibir. Ya no se sabe si es cierto o si es mentira que no
encuentra trabajo o si ése es su trabajo, simular la desesperación para que la
gente de los barrios se conmueva. Reflexiona rápidamente: Si es cierto que soy
un desesperado y todos fueron tan buenos conmigo no hay motivo para que estos
dos no lo sean. Si he simulado la desesperación quiere decir que mal actor no
soy y voy a poder sacarles algo a estos dos también. Decide que tienen una
mirada extraña pero parecen honestos, y juntos se van a un boliche para darse
el lujo de unos buenos chorizos y bastante vino.
Tres, piensa alguno
de ellos, es un número de suerte. Vamos a ver si de acá sale algo bueno.
¿Por qué se les ha
hecho tan tarde contándose sus vidas que quizá sean ciertas? Los tres se
descubren una idéntica necesidad de poner orden y relatan minuciosamente desde
que eran chicos hasta estos días aciagos en que tantas cosas raras están
pasando. El boliche queda cerca del Once y ellos por momentos sueñan con irse o
con descarrilar un tren o algo con tal de aflojar la tensión que los infla por
dentro. Ya es la hora de las imaginaciones y ninguno de los tres quiere pedir
la cuenta. Ni Pedro ni Mario han hablado de sus sorpresivos hallazgos. Y el
tipo ni sueña con pagarles la comida a estos dos vagos que para colmo lo han
invitado.
La tensión se vuelve
insoportable y sólo hay que decidirse. Han pasado horas. Alrededor de ellos los
mozos van apilando las sillas sobre las mesas, como un andamiaje que poco a
poco se va cerrando, amenaza con engullirlos porque los mozos en un insensible
ardor de construcción siguen apilando sillas sobre sillas, mesas sobre mesas y sillas y más sillas. Van a quedar
aprisionados en una red de patas de madera, tumba de sillas y una que otra
mesa. Buen final para estos tres cobardes que no se animaron a pedir la cuenta.
Aquí yacen: pagaron con sus vidas siete sandwiches de chorizo y dos jarras de
vino de la casa. Fue un precio equitativo.
Pedro por fin —el arrojado Pedro— pide la cuenta y reza para que la plata
de los bolsillos exteriores alcance. Los bolsillos internos son un mundo
inescrutable aun allí, escudado por las sillas; los bolsillos internos
conforman un laberinto demasiado intrincado para él. Tendría que recorrer vidas
ajenas al meterse en los bolsillos interiores del saco, meterse en lo que no le
pertenece, perderse de sí mismo entrando a paso firme en la locura.
La plata alcanza. Y los tres salen del restaurant aliviados y amigos.
Como quien se olvida, Mario ha dejado el portafolios —demasiado pesado, ya—
entre la intrincada construcción de sillas y mesas encimadas, seguro de que no
lo van a encontrar hasta el día siguiente. A las pocas cuadras se despiden del
tipo y siguen camino al departamento que comparten. Cuando están por llegar,
Pedro se da cuenta de que Mario ya no tiene el portafolios. Entonces se quita
el saco, lo estira con cariño y lo deja sobre un auto estacionado, su lugar de
origen. Por fin abren la puerta del departamento sin miedo, y se acuestan sin
miedo, sin plata y sin ilusiones. Duermen profundamente, hasta el punto que
Mario, en un sobresalto, no logra saber si el estruendo que lo acaba de
despertar ha sido real o soñado.