De Angela Carter
Los inviernos del Asia central son sombríos y de un frío penetrante,
los veranos sudorosos y malolientes traen mosquitos, cólera y disentería, pero
en abril el aire acaricia como el roce de la piel de los muslos y el aroma de
todos los árboles floridos impregna el vaho sofocante de las letrinas de la
ciudad.
Cada ciudad tiene su propia lógica. Imaginen una ciudad de líneas rectas,
geométricas, trazadas con las tizas de colores de un niño, en ocre, en blanco,
en terracota pálido. Las galerías bajas y claras de las casas parecen surgir de
la tierra blancuzca, rosada, como si hubieran nacido de ella en lugar de haber
sido construidas. Todo está cubierto por una capa delgada y arenosa de polvo,
parecida al polvillo que dejan las tizas en los dedos.
En contraste con esa palidez descolorida, las superficies iridiscentes
de los azulejos de cerámica que cubren los antiguos mausoleos son un embeleso
para la vista. Al mirarlo, el azul palpitante del Islam se convierte en verde.
Bajo una cúpula bulbosa en la que alternan el lapislázuli y el verde hoja, en
una tumba de jade yacen los restos de Tamerlán, el flagelo de Asia. Visitamos una
ciudad realmente fabulosa. Estamos en Samarkanda.
La revolución les prometió vestidos de seda a las campesinas de
Uzbekistán y al menos ésa fue una promesa que no dejó de cumplir. Las mujeres
lucen túnicas de raso liviano, rosa y amarillo, rojo y blanco, negro y blanco,
rojo, verde y blanco, con franjas difusas de colores que encandilan como una ilusión
óptica, y se adornan con joyas de vidrio rojo.
Da la impresión de que siempre anduvieran con el entrecejo fruncido
porque se pintan una gruesa línea negra que cruza las dos cejas sin dejar un
espacio en el medio. Se delinean los párpados con kohl. Su aspecto es impresionante.
Dividen sus largos cabellos en dos o tres decenas de trenzas arremolinadas. Las
jóvenes usan pequeños bonetes de terciopelo bordados con hilos de metal y
abalorios. Las mujeres mayores se cubren la cabeza con un par de pañuelos de
lana con dibujos de flores, uno ceñido sobre la frente, otro que cae suelto
hasta los hombros. Nadie ha usado velo durante sesenta años.
Las mujeres caminan con tanta resolución como si no vivieran en una
ciudad imaginaria. No saben que tanto ellas como los hombres cubiertos con
turbantes, chaquetas de cuero de oveja y botas son criaturas tan
extraordinarias para los extranjeros como un unicornio. Con todo su exotismo
deslumbrante e inocente, viven en abierta contradicción con la historia. No
saben lo que yo sé acerca de ellas. No saben que esta ciudad no es todo lo que
hay en el mundo. Lo único que conocen del mundo es esta ciudad, bella como una
ilusión, en la que crecen lirios en las acequias.
En el salón de té, un loro verde picotea los barrotes de su jaula de
mimbre.
El olor del mercado es penetrante y agreste. Una chica con una raya
negra sobre las cejas rocía rábanos con el agua que va sacando de un vaso. A
comienzos de año, sólo se pueden comprar los frutos secos —albaricoques,
melocotones, pasas— que quedan del verano pasado, excepto unas pocas granadas,
valiosísimas, arrugadas, que conservan en aserrín durante el invierno y que ahora
descansan abiertas en los puestos para enseñar el húmedo nido de granates que hay
en su interior. Las pepitas saladas de albaricoque, aún más deliciosas que los
pistachos, son una especialidad de Samarkanda.
Una vieja vende calas. Hoy por la mañana, bajó de las montañas, donde
los tulipanes silvestres florecen como enormes burbujas sanguinolentas, y las
tórtolas engatusadoras anidan entre las rocas. A la hora del almuerzo, la mujer
remoja pedazos de pan en un tazón de leche cortada y mastica lentamente. Cuando
haya vendido las flores, regresará al lugar donde crecen.
Apenas parece vivir en lo temporal. O bien, es como si estuviera
esperando que Sherezada vea llegar el postrero amanecer y, después de su último
cuento, se quede en silencio. Entonces, la vendedora de calas podría
desaparecer. Una cabra mordisquea jazmines silvestres entre las ruinas de una
mezquita construida por la hermosa esposa de Tamerlán.
La esposa de Tamerlán comenzó a construirle esta mezquita para darle
una sorpresa, mientras él luchaba lejos en las guerras, pero cuando le avisaron
que estaba por regresar enseguida, todavía quedaba un arco sin terminar. Se
dirigió directamente a hablar con el arquitecto y le suplicó que se diera
prisa, pero el arquitecto le respondió que sólo terminaría su trabajo a tiempo
si ella le daba un beso. Un beso, un solo beso.
La esposa de Tamerlán no sólo era muy hermosa y virtuosa, sino también
muy astuta. Fue al mercado, compró una canasta de huevos, los hirvió y los
pintó de doce colores distintos. Hizo llamar al arquitecto al palacio, le
mostró la canasta y le pidió que eligiera un huevo y se lo comiera. Él eligió
un huevo rojo. ¿Qué sabor tiene? El sabor de un huevo. Le pidió que comiera
otro.
Él eligió un huevo verde.
¿Qué sabor tiene este huevo? El mismo que el del anterior. Otro más.
Él se comió un huevo color púrpura.
Un huevo sabe igual que cualquier otro huevo, dijo, si los dos están
frescos.
¿Ve usted?, dijo ella. Cada huevo parece distinto a los demás, pero
todos tienen el mismo sabor. Puede besar a cualquiera de mis criadas, la que
prefiera, pero déjeme en paz.
Está bien, dijo el arquitecto. Pero regresó poco después, llevando una
bandeja con tres escudillas y se podría haber pensado que las tres estaban
llenas de agua.
Beba de estas escudillas, le dijo.
Ella tomó un sorbo de la primera, luego un sorbo de la segunda; pero
cuando bebió de la tercera empezó a toser y a escupir porque no contenía agua
sino vodka.
El vodka y el agua parecen iguales pero su sabor es muy distinto, dijo
él. Y lo mismo ocurre con el amor.
Entonces, la esposa de Tamerlán besó al arquitecto en los labios. Él
regresó a la mezquita y terminó el arco el mismo día en que el victorioso Tamerlán
entró cabalgando en Samarkanda con su ejército y sus estandartes y jaulas
repletas de reyes cautivos. Pero cuando fue a visitar a su esposa, ella se
apartó de él porque ninguna mujer puede regresar al harén después de haber
bebido vodka. Tamerlán comenzó a azotarla con un látigo hasta que ella confesó
que había besado al arquitecto y entonces él envió a los verdugos directamente
a la mezquita.
Los verdugos encontraron al arquitecto en lo alto del arco y corrieron
escaleras arriba con los cuchillos desenvainados, pero cuando él los oyó
acercarse le crecieron alas y se fue volando hacia Persia.
Éste es un relato de contornos simples, geométricos, de colores tan
puros como las tizas de colores de un niño. La esposa de Tamerlán de este
relato se habría pintado una raya negra a lo ancho de la frente y habría recogido
sus cabellos en decenas y decenas de pequeñas trenzas, como cualquier otra
mujer de Uzbekistán. Habría comprado rábanos blancos y rojos en el mercado para
prepararle la cena a su esposo.
Después de huir de él, probablemente se haya ganado la vida vendiendo
en el mercado. Tal vez vendía calas.