No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El perfume

De Patrick Süskind

(Fragmento)

3

  El padre Terrier era un hombre culto. No sólo había estudiado teología, sino también leído a los filósofos y profundizado además en la botánica y la alquimia. Confiaba en la fuerza de su espíritu crítico, aunque nunca se habría aventurado, como hacían muchos, a poner en tela de juicio los milagros, los oráculos y la verdad de los textos de las Sagradas Escrituras, pese a que en rigor la razón sola no bastaba para explicarlos y a veces incluso los contradecía. Prefería abstenerse de ahondar en semejantes problemas, que le resultaban desagradables y sólo conseguirían sumirle en la más penosa inseguridad e inquietud cuando, precisamente para servirse de la razón, necesitaba gozar de seguridad y sosiego. Había cosas, sin embargo, contra las cuales luchaba a brazo partido y éstas eran las supersticiones del pueblo llano: brujería, cartomancia, uso de amuletos, hechizos, conjuros, ceremonias en días de luna llena y otras prácticas. !Era muy deprimente ver el arraigo de tales creencias paganas después de un milenio de firme establecimiento del cristianismo La mayoría de casos de las llamadas alianzas con Satanás y posesiones del demonio también resultaban, al ser considerados más de cerca, un espectáculo supersticioso. Ciertamente, Terrier no iría tan lejos como para negar la existencia de Satanás o dudar de su poder; la resolución de semejantes problemas, fundamentales en la teología, incumbía a esferas que estaban fuera del alcance de un simple monje. Por otra parte, era evidente que cuando una persona ingenua como aquella nodriza afirmaba haber descubierto a un espíritu maligno, no podía tratarse del demonio. Su misma creencia de haberlo visto era una prueba segura de que no existía ninguna intervención demoníaca, puesto que el diablo no sería tan tonto como para dejarse sorprender por la nodriza Jeanne Bussie. !Y encima aquella historia de la nariz !Del primitivo  órgano del olfato, el más bajo de los sentidos !Como si el infierno oliera a azufre y el paraíso a incienso y mirra La peor de las supersticiones, que se remontaba al pasado más remoto y pagano, cuando los hombres aún vivían como animales, no poseían la vista aguda, no conocían los colores, pero se creían capaces de oler la sangre y de distinguir por el olor entre amigos y enemigos, se veían a sí mismos husmeados por gigantes caníbales, hombres lobos y Furias, y ofrecían a sus horribles dioses holocaustos apestosos y humeantes. !Qué espanto "Ve el loco con la nariz" más que con los ojos y era probable que la luz del don divino de la razón tuviera que brillar mil años más antes de que desaparecieran los últimos restos de la religión primitiva.

--!Ah, y el pobre niño !La inocente criatura Yace en la canasta y dormita, ajeno a las repugnantes sospechas concebidas contra él. Esa desvergonzada osa afirmar que no hueles como deben oler los hijos de los  hombres. ¿Qué te parece? ¿Qué dices a esto, eh, chiquirrinín?

Y meciendo después con cuidado la cesta sobre sus rodillas, acarició con un dedo la cabeza del niño, diciendo de vez en cuando "chiquirrinín" porque lo consideraba una expresión cariñosa y tranquilizadora para un lactante.

 --Dicen que debes oler a caramelo. !Vaya tontería ¿Verdad, chiquirrinín?

  Al cabo de un rato se llevó el dedo a la nariz y olfateó, pero sólo olió ala col fermentada que había comido al mediodía.

Vaciló un momento, miró a su alrededor por si le observaba alguien, levantó la cesta y hundió en ella su gruesa nariz. La bajó mucho, hasta que los cabellos finos y rojizos del niño le hicieron cosquillas en la punta, e inspiró sobre la cabeza con la esperanza de captar algún olor. No sabía con certeza a qué debían oler las cabezas de los lactantes pero, naturalmente, no a caramelo, esto seguro, porque el caramelo era azúcar fundido y un lactante que sólo había tomado leche no podía oler a azúcar fundido. A leche, en cambio, sí, a leche de nodriza, pero tampoco olía a leche. También podía oler a cabellos, a piel y cabellos y tal vez un poquito a sudor infantil. Y Terrier olfateó, imaginándose que olería a piel, cabellos y un poco a sudor infantil. Pero no olió a nada. Absolutamente a nada. Por lo visto, los lactantes no huelen a nada, pensó, debe ser esto. Un niño de pecho siempre limpio y bien lavado no debe oler, del mismo modo que no habla ni corre ni escribe. Estas cosas llegan con la edad. De hecho, el ser humano no despide ningún olor hasta que alcanza la pubertad. Ésta es la razón y no otra. ¿Acaso no escribió Horacio: "Está en celo el adolescente y exhala la doncella la fragancia de un narciso blanco en flor..."? !Y los romanos entendían bastante de estas cosas El olor de los seres humanos es siempre un aroma carnal y por lo tanto pecaminoso, y, ¿a qué podría oler un niño de pecho que no conoce ni en sueños los pecados de la carne? ¿A qué podría oler, chiquirrinín? ¡A nada!

Se había colocado de nuevo la cesta sobre las rodillas y la mecía con suavidad. El niño seguía durmiendo profundamente. Tenía el puño derecho, pequeño y rojo, encima de la colcha y se lo llevaba con suavidad de vez en cuando a la mejilla. Terrier sonrió y sintió un hondo y repentino bienestar. Por un momento se permitió el fantástico pensamiento de que era él el padre del niño. No era ningún monje, sino un ciudadano normal, un hábil artesano, tal vez, que se había casado con una mujer cálida, que olía a leche y lana, con la cual había engendrado un hijo que ahora mecía sobre sus propias rodillas, su propio hijo, ¿eh, chiquirrinín? Este pensamiento le infundió bienestar, era una idea llena de sentido. Un padre mece a su hijo sobre las rodillas, ¿verdad chiquirrinín?, la imagen era tan vieja como el mundo y sería a la vez siempre nueva y hermosa mientras el mundo existiera. !Ah, sí Terrier sintió calor en el corazón y su  ánimo se tornó sentimental.

Entonces el niño se despertó. Se  despertó primero con la nariz. La naricilla se movió, se estiró hacia arriba y olfateó. Inspiró aire y lo expiró a pequeñas sacudidas, como en un estornudo incompleto. Luego se arrugó y el niño abrió los ojos. Los ojos eran de un color indefinido, entre gris perla y blanco opalino tirando a cremoso, cubiertos por una especie de película viscosa y al parecer todavía poco adecuados para la visión. Terrier tuvo la impresión de que no le veían. La nariz, en cambio, era otra cosa. Así como los ojos mates del niño bizqueaban sin ver, la nariz parecía apuntar hacia un blanco fijo y Terrier tuvo la extraña sensación de que aquel blanco era él, su persona, el propio Terrier. Las diminutas ventanillas de la nariz y los diminutos orificios en el centro del rostro infantil se esponjaron como un capullo al abrirse. O más bien como las hojas de aquellas pequeñas plantas carnívoras que se cultivaban en el jardín botánico del rey. Y al igual que éstas, parecían segregar un misterioso líquido. A Terrier se le antojó que el niño le veía con la nariz, de un modo más agudo, inquisidor y penetrante de lo que puede verse con los ojos, como si a través de su nariz absorbiera algo que emanaba de él, Terrier, algo que no podía detener ni ocultar... !El niño inodoro le olía con el mayor descaro, eso era !Le husmeaba Y Terrier se imaginó de pronto a sí mismo apestando a sudor y a vinagre, a chucrut y a ropa sucia. Se vio desnudo y repugnante y se sintió escudriñado por alguien que no revelaba nada de sí mismo. Le pareció incluso que le olfateaba hasta atravesarle la piel para oler sus entrañas. Los sentimientos más tiernos y las ideas más sucias quedaban al descubierto ante aquella pequeña y  vida nariz, que aún no era una nariz de verdad, sino sólo un botón, un órgano minúsculo y agujereado que no paraba de retorcerse, esponjarse y temblar. Terrier sintió terror y asco y arrugó la propia nariz como ante algo maloliente cuya proximidad le repugnase. Olvidó la dulce y atrayente idea de que podía ser su propia carne y  sangre. Rechazó el idilio sentimental de padre e hijo y madre fragante. Quedó rota la agradable y acogedora fantasía que había tejido en torno a sí mismo y al niño. Sobre sus rodillas yacía un ser extraño y frío, un animal hostil, y si no hubiera tenido un carácter mesurado, imbuido de temor de Dios y de criterios racionales, lo habría lanzado lejos de sí en un arranque de asco, como si se tratase de una araña.

  Se puso en pie de un salto y dejó la cesta sobre la mesa. Quería deshacerse de aquello lo más de prisa posible, lo antes posible, inmediatamente.

 Y entonces aquello empezó a gritar. Apretó los ojos, abrió las fauces rojas y chilló de forma tan estridente que a Terrier se le heló la sangre en las venas. Sacudió la cesta con el brazo estirado y chilló "chiquirrinín" para hacer callar al niño, pero éste intensificó sus alaridos y el rostro se le amorató como si estuviera a punto de estallar a fuerza de gritos.

  !A la calle con él, pensó Terrier, a la calle inmediatamente con este... "demonio" estuvo a punto de decir, pero se dominó a tiempo... !a la calle con este monstruo, este niño insoportable Pero ¿a dónde lo llevo? Conocía a una docena de nodrizas y orfanatos del barrio, pero estaban demasiado cerca, demasiado próximos a su persona, tenía que llevar aquello más lejos, tan lejos que no pudieran oírlo, tan lejos que no pudieran dejarlo de nuevo ante la puerta en cualquier momento; a otra diócesis, si era posible, y a la otra orilla, todavía mejor, y lo mejor de todo extramuros, al Faubourg Saint-Antoine, !eso mismo Allí llevaría al diablillo chillón, hacia el este, muy lejos, pasada la Bastilla, donde cerraban las puertas de noche.

 Y se recogió la sotana, agarró la cesta vociferante y echó a correr por el laberinto de callejas hasta la Rue du Faubourg Saint-Antoine, y de allí por la orilla del Sena hacia el este y fuera de la ciudad, muy, muy lejos, hasta la Rue de Charonne y el extremo de ésta, donde conocía las señas, cerca del convento de la Madeleine de Trenelle, de una tal madame Gaillard, que aceptaba a niños de cualquier edad y condición, siempre que alguien pagara su hospedaje, y allí entregó al niño, que no había cesado de gritar, pagó un año por adelantado, regresó corriendo a la ciudad y, una vez llegado al convento, se despojó de sus ropas como si estuvieran contaminadas, se lavó de pies a cabeza y se acostó en su celda, se santiguó muchas veces, oró largo rato y por fin, aliviado, concilió el sueño.