No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Un doctor

De Manuel Payno



Habríais sentodo latir de espanto el
corazón al ver cómo recorría el cadá-
ver, cómo se inclinaba sobre él, cómo
escuchaba con ansiedad para desen-
gañarse quién había ganado la terrible
apuesta, si el médico o la muerte.

Tadeus el resucitado 

-Antes de partir para Durango -me dijo el doctor-, pasé a despedirme de mi antiguo amigo N., el cual tenía dos hijas. Una de ellas era aún pequeñita, tierna y linda, como los primeros botones de rosa que se abren en la primavera. Después de las expresiones de amistad, y ofrecimientos y protestas que son consiguientes a tales casos, me retiré de la casa para montar en el carruaje que me aguardaba. Había bajado tres escalones cuando me acordé que no me había despedido de las dos niñas, que como magas, frescas, juguetonas y alegres, llenaban de aventura la vida de mi amigo. Retrocedí en efecto, y sólo encontré a la más pequenita; besé su frente ruborosa e inocente, y estreché sus manecitas torneadas. Tres días llevaba de camino y aún se me presentaba en mis sueños esa niña, tan linda, tan risueña y tan inocente. Cuando llegué a Durango apenas tenía ya un vago recuerdo: a los tres meses se me había borrado enteramente.

Cuatro años después volvía a mi país, y en una hacienda del camino se me presentó mi amigo N. y me dijo, echándome los brazos al cuello:

-Doctor, sin duda el cielo envía a usted para que salve a una de mis hijas.
-¿Qué tiene? -le interrumpi con agitación.
-No lo sé, doctor; no come, no duerme; cada día se pone más extenuada y más pálida.
-Vaya, veo que no es cosa de cuidado -le interrumpí sonriendo-: esa enfermedad es amor; curaremos a esa niña casándola, si el novio es bueno.
-Ni lo imagine usted: ni ama ni jamás ha amado a nadie. Es una enfermedad física y terrible la que padece.
-Bien, la veremos, y entonces le daré a usted mi opinión. ¿Y cuál de las niñas es?
-Cecilia, doctor; pero usted ve con indiferencia este asunto.
-¿La más joven?
-Si, señor: Cecilia, la más joven.

Un calosfrío extraño recorrió todo mi cuerpo. La niña pequeñita, cuya casta frente había besado hacía cuatro años, era la misma que sufría. La cosa era muy interesante ya para mí; así que continué diciendo a N.:

-Se equivoca usted en creer que yo tengo poco interés en la curación de la niña; al contrario, es menester que la vea en breve, que la asista, que ponga mis cinco sentidos en volverle la salud.
-Gracias, doctor, gracias; usted volverá también la vida a su padre. No sé por qué causa tanto dolor el que las gentes mueran en el abril de su vida, sin haber gozado de nada, sin... ya se ve, es mi hija, y yo de todas maneras debo sentir que se muera.
-Tiene usted razón, amigo; pero no hay que desconsolarse.
-Cecilia está muy mala, doctor -me contestó con la voz demudada.
-Haremos todos los esfuerzos posibles para salvarla.

N. me estrechó la mano.

Como Cecilia vivía en una hacienda con una parienta, fue menester conducirla hasta el lugar de mi residencia, y en efecto, a los dos días me avisaron que la enferma me aguardaba. Con toda precipitación me vestí, y a los cinco minutos estaba ya con Cecilia. Eran las facciones delicadas de la niña que yo había conocido, pero alteradas con el sufrimiento. Sus ojos negros y rasgados no brillaban con la alegría de la niñes; sus mejillas estaban encarnadas, pero no era el color de la juventud, sino el efecto de la calentura y agitación del camino. Por lo demás, Cecilia, extenuada, con las mejillas hundidas, con los labios sin color, y con un tinte de melancolía indefinible, era a mis ojos más interesante que lo había sido en otro tiempo, en que no podía tener en ella más que una afección pasajera.

-Cecilia -le dije con una voz dulce-: ¿Se acuerda usted antes de irme a Durango?
-Si, señor -me contestó con una voz lánguida.
-Entonces estaba usted tan contenta, tan llena de vida y de salud, y ahora... deme usted el pulso.

Cecilia me abandonó su mano.

-Me acuerdo -continué- que me devolví de la mitad de la escalera sólo para abrazar a usted.

Cecilia fijó en mí sus negros ojos, y se puso más encarnada; yo saqué mi reloj para contar las pulsaciones, y evitar el que los circunstantes conocieran la turbación que me causó su mirada. Dos minutos pasaron y no pude contarlas: por fin advertí con desconsuelo que la calentura estaba muy alta; pero con voz muy tranquila le dije:

-Vaya, Cecilia, es menester valor: hay una poca de calentura, pero es efecto del camino y el Sol. ¿Tiene usted apetencia de comer?
-Ninguna.
-¿Y sed?
-Mucha.
-¿Y siente usted dolor de cabeza?
-Por las tardes.
-¿Qué más le duele a usted?
-El pecho.

Al oír esta palabra me puse pálido; fingí tos, y me cubrí la mitad de la cara con mi mascada. Cecilia tosió también, se puso pálida, y exclamó:

-¡Jesús mío!, qué ardor tan terrible.
-¿Ardor, Cecilia, y dónde?
-En el pecho, señor doctor; parece que tengo una llama. Agua, por Dios; una gota de agua.
-Si, agua es menester, pero le mezclaremos un poco de goma -le dije-. No tenga usted cuidado: todo eso es a causa del camino y de la agitación. ¿Y el corazón duele?
-Si, señor; y me late con tal violencia que me ahoga. Doctor, agua.

Cecilia entrecerró los ojos, y su respiración era trabajosa. Me acerqué y oí los latidos de su corazón, como los sonidos de la péndola de un reloj de sala.
Pedí papel y tinta, y escribí una receta. Al retirarme, Cecilia me preguntó con una triste sonrisa:

-Doctor, ¿cree usted que sanaré?
-Le aseguro a usted que sí, Cecilia; pero es menester que se divague, y no piense en que se ha de morir, porque todo lo que yo trabaje lo hechará usted por tierra. Hasta mañana, Cecilia. Procure usted dormir, y con esto encontraré a usted mejor.
Le tomé la mano, y sudaba frío.

Cabizbajo me retiré, contemplando que tenía que luchar a brazo partido con la muerte, para arrancar de sus manos a esta flor casi marchita. Era un desafío formal, era un enlace en que mi reputación, mi orgullo, y un afecto indefinible y oculto me obligaban a poner todo mi estudio, todo mi cuidado en colver la salud a Cecilia; sin embargo, la enfermedad conocerá usted que es peligrosa, y además había hecho ya muchos progresos.

Esa noche revolví mis libros, me senté delante de una mesa, y cuando la luz de la aurora se dejó ver, yo todavía estudiaba. Me arrojé medio vestido en la cama, y a las diez que desperté, corrí a casa de Cecilia. Con indecible satisfacción vi que la calentura había disminuido; que el latido del corazón era menos violento, y que sus lindos ojos estaban más animados.

-He pasado una excelente noche, doctor -me dijo alargando la mano para que le tomara el pulso-. Hacía ocho días que me acostaba yo a revolverme en la cama, a contar minuto por minuto los golpes de mi corazón, a esperar con ansia las horas de la luz, para ver entrar un rayo del Sol por la rendija de la ventana, porque las noches, doctor, son una eternidad entera para los pobres enfermos que sufren. ¡Cuánto he padecido, doctor! Pero las medicinas de usted me han aliviado, y he concebido la esperanza de vivir algunos días más.
-Y también vivirá usted años, Cecilia. Es menester fe en el médico, porque es el instrumento de que Dios se vale para mitigar los dolores de los enfermos, y además usted es joven, y el vigor de la edad triunfará del mal. Me dicen que no ha querido usted tomar con continuación la bebida que le ordené. Los médicos son, por lo general, déspotas con los pacientes; pero yo quiero ser el amigo de usted, y como tal le ruego que se resigne a sufrir unos días, para gozar en seguida de la salud. Conque ¿me promete usted no separarse de mis órdenes?... Se lo suplico a usted, por lo que más ame en el mundo.

Cecilia suspiró, y yo me despedí de ella asegurándole que su mal era pasajero y de ningun riesgo. El médico debe con dulzura y cariño atender a medicinar el espíritu con la esperanza, y el cuerpo con las drogas de la botica. ¿Le parece a usted bien?

-Excelente, doctor. ¿Pero Cecilia se alivió?
-Cuatro días tuve de placer, porque el mal terrible del pecho que destruía a esta criatura tan hermosa y tan resignada, desaparecía rápidamente. ¡Si viera usted cuán orgulloso y satisfecho salía yo después de haber observado que mi enferma estaba alegre, que saboreaba con gusto su pequeña porción de sopa de leche, y que dormía tres o cuatro horas cada noche! Cecilia me daba las gracias por todo esto, y yo en ese momento no me cambiaba por el monarca más poderoso del mundo. Estas son las compensaciones que tiene nuestra profesión; al menos dígolo por mí, que no he podido acostumbrarme a ver con el semblante sereno los sufrimientos y agonías de la humanidad: así que, cuabdo un enfermo vuelve a la vida, cuando el médico ha corrido hasta el borde de la tumba para arrebatar a la muerte su presa, con el poder de la ciencia, entonces es el momento más delicioso que pueda tenerse en este mundo.

-Pero, vamos, doctor, ¿en qué quedó Cecilia? ¿Se murió, o siguió delante el alivio?
-El quinto día -continuó el doctor- amaneció el cielo cubierto de nubes; un viento frío del norte comenzó a soplar, y una ligera llovizna caía por intérvalos. Abrí la ventana de mi cuarto, y me dije para mis adentros: estas malditas nubes y este aire frío, van a destruír todo mi trabajo. Cecilia no debe pasarla por hoy muy bien. Tomé un libro y me puse a estudiar: pasé ocho hojas sin comprender nada, porque no pensaba yo más que en el Sol, y no se asombre usted, pensaba en que si el Sol no salía, Cecilia debía tener un ataque fuerte. ¡Usted sabe lo funesto que son estos días fríos y nebulosos para los que padecen del pecho! En estas reflexiones estaba sumergido, cuando tocaron fuertemente a la puerta. Abríla, y una criada me dijo asustada:

-Señor, la niña se muere.

Cinco minutos permanecí sin movimiento, como una estatua de mármol: después mis nervios se crisparon, y como por medio de un resorte, en dos brincos me puse en casa de Cecilia.

La fuerza del mal la había hecho meterse en la cama. Su rostro estaba transparente; los labios sin color; los ojos negros y rasgados, que brillaban como dos luceros, estaban opacos con el viento de la muerte, y sombreados con una línea morada que casi formaba un círculo con la ceja. Le toqué la frente, y ardía como un volcán. Le toqué los pies y las manos, y eran de nieve. Observé su respiración, y era trabajosa y agitada, como que la llama de la vida a penas animaba ya el cuerpo tierno y virgen de Cecilia, y pocas horas le quedaban de existencia. Antes de que yo pudiera articular palabra, Cecilia clavó en mí sus ojos negros, y me dijo:

-Doctor, no debe usted apurarse ya, porque mi mal no tiene remedio: siento que muy pronto va a volar mi alma quizá al cielo, porque me he confesado antes de que usted viniera, y pronto vendrá el Santísimo. Éstas eran las únicas medicinas que me convenían.

Hubo un instante de silencio; luego prosiguió con una voz pausada y melancólica:

- Doctor, ¿y qué será posible que me muera? ¡Oh, qué terrible es morir tan jóven, y cuando contaba yo con tener muchos años de vida! Mándeme usted algún remedio, es muy terrible la muerte. Doctor, ¿qué no hay esperanza?

Una lágrima, brillante y solitaria, rodó por la mejilla pálida y hundida de Cecilia.

Yo estaba a punto de romper en sollozos; pero recobré mi serenidad, acordándome que de ella dependía la vida de Cecilia, que en lo más florido de sus días, en lo más risueño de sus esperanzas iba a ser sumergida en la tumba. En un momento puse toda la casa en movimiento, y apliqué a la enferma medicinas tras de medicinas. Eran las cuatro de la mañana y el mal no cedía; a las cinco me retiré a mi casa, y despechado me arrojé en mi lecho sin concebir la menor esperanza. A las diez volví, y la enferma hacía cinco minutos que se había dormido. Éste es buen síntoma, dije para mí, y volvió a brillar en mi alma un rayo de esperanza. A las once de la noche todavía dormía Cecilia; esto me causó alguna inquietud, pero me acerqué de puntillas y me convencí de que su respiración era tranquila y natural.

Con su rostro apasible y descolorido, sus párpados cerrados, y su boca entreabierta, que dejaba ver una hilera de dientes blancos y pequeños, parecía de esas vírgenes y mártires que duermen apasiblemente en las urnas de plata y cristales de las iglesias de Roma. ¡Cuánto sufrí al considerar que tal vez el sueño de Cecilia podría ser eterno!

A las cinco de la mañana despertó, tosió suavemente, se incorporó del lecho y pidió agua. Le ministré una bebida mucilaginsa, y habiéndola recomendado al cuidado de su familia, me dirigí a mi casa, y allí tendido en mi lecho desahogué por medio de las lágrimas el peso terrible que por veinticuatro horas había oprimido mi corazón. A la mañana siguiente me miré al espejo, tenía canas, y creo que una arruga más en la frente.

Mi enferma mejoraba visiblemente. Los colores de la salud brotaban poco a poco en sus mejillas, el apetito era excelente, y sus hermosas formas iban de nuevo tomando su primitiva morvidez y tesura. La lucha estaba decidida finalmente, y la muerte había huído ante la magia de la ciencia.

Un mes después le dije a Cecilia:
-Es menester dar ahora unos paseos cortos por el campo: el oxígeno de las plantas y la fatiga del ejercicio deben completar la obra que se comenzó con las bebidas y sangrías.

Cecilia por toda respuesta me tomó el brazo. Desgraciadamente ve usted que no hay por este rumbo de estos sitios amenos, llenos de flores y de aromas, que se encuentran por las cercanías de México; así es que nos dirigimos al llano, que ofrecía sin embargo a nuestras plantas un tapiz verde y aterciopelado.

Inutil será decir a usted que yo estaba loco de placer y de orgullo sintiendo el ligero peso del brazo de Cecilia. Quise por primera vez insinuarle que el que había sido su médico sería su esposo; que el que la había puesto de nuevo en el camino de la vida, sería también en lo de adelante su guía y su compañero; pero tenía un nudo en la garganta, y no encontraba palabras con que comenzar mi declaración. Como llevábamos cerca de media hora de paseo sin que yo hubiera articulado una sílaba, Cecilia fue la que habló:

-Doctor, ¡si viera usted con qué emoción  se ve el campo, y las calles, y las casas y las gentes cuando se había perdido toda esperanza de vivir!
-Lo creo, Cecilia; pero ¿juzga usted también  que el médico que contaba con asistir a los últimos instantes de un enfermo, no se llene de orgullo al ver que ya ha recobrado su primitiva salud y lozanía? Y además, acaso me guiaba en la curación de usted un interes más tierno, v. g., el de un amigo, el de un hermano, el de... Cecilia, ¿podría acaso con la constancia y con los sacrificios dar a usted un nombre más significativo, más...?
-Mi salvador, por ejemplo... ¿no es eso lo que usted desea, doctor? Pues bien, desde hoy en adelante confesaré de después de Dios, soy a usted deudora de una vida que, sin embargo, no es del todo felíz.
-Usted no me ha querido comprender; pero vamos, ¿por qué no es usted felíz?
-Doctor, hay males que no se curan con sangrías y bebidas; y el mío, aunque no es grave, requiere otro género de medicina.
-Cecilia, Cecilia -exclamé, queriéndome arrojar a sus pies-, usted puede ser feliz y...

No acabé la elocución porque un pensamiento siniestro y lúgubre, como esas nubes negras que aparecen en el horizonte del mar, cruzó por mi mente.

¿Cecilia amará a otro? ¿Habré arrancado a esta niña del sepulcro para ponerla en brazos de mi rival? Esta idea me volvía loco. Después de un rato de silencio, dije a Cecilia con una voz brona y áspera:

-Es menester volvernos a la casa de usted, porque tengo muchas ocupaciones.
-Como usted guste, doctor. Siento sólo haber molestado a usted y le agradezco que me acompañe a mis paseos; tanto más que las obligaciones de usted como médico han debido cesar ya.
-Es decir, que usted rehusará en lo de adelante salir conmigo.
-No he dicho tal cosa, doctor; antes bien le reconoceré a usted cada día más sus atenciones y cuidados; pero usted se molesta...
-Niña, usted me ha de hacer perder el juicio.

Ocho días seguidos salí con Cecilia; pero le hablé del campo, del aire, de las flores, de la medicina, de todo menos de mi amor, porque temía un desengaño, hasta que por fin me decidí a escribirle una carta, que relataré a usted, pues la conservo en la memoria:

" Cecilia: el que fue médico de usted y la libró de la muerte, ha tenido la locura de pensar que podría tal vez llegar a ser su esposo. ¿Consentirá usted, Cecilia mía? ¿Aceptará usted mi pequeña fortuna y mi grande amor? ¿Aceptará usted a un hombre lleno de defectos físicos, pero cuya alma entera la consagrará a la felicidad de usted? Ruego a usted que conteste a quien es su obediente servidor que b. ss. pp."


Al día siguiente recibí la respuerta:

"Doctor: si en pago de los sacrificios y cuidados que tuvo usted en mi enfermedad reclama usted mi mano, desde luego puede usted disponer de ella; pero si usted quiere mi amor y mi ternura, le ruego que me conceda un plazo para resolverme. Si acaso amara yo a otro, si conservara una esperanza alimentada desde mi niñez, si pronunciara un sí falso en el altar, ¿le parecería a usted, doctor, que pagaba yo dignamente sus servicios? A mi vez le ruego que no se enfade, y mande a su atenta servidora que le desea felicidades."
Cuatro días tuve de frenesí y de delirio; pensé suicidarme, pensé abandonar mi país y echarme por el mundo como el judío errante; pensé de llenar de baldones e injurias a Cecilia; pensé al fin lo mejor, que fue encaminarme a su casa y decirle que podía disponer de mi corazón y de mi mano.

Era de noche: el balcón despedía mucha luz, y esto me sobresaltó. Abrí la puerta, subí la escalera y oí que rezaban un sudario. El corazón me latió fuertemente y la sangre se me heló. Empujé la puerta y vi cuatro velas de cera y en el centro tendido un cadáver...

-Acabe usted, doctor -le interrumpí-; ¿quién era el cadáver?
-Cecilia, amigo mío.

El doctor sacó su pañuelo y limpió sus ojos.

Diciembre de 1842


El fistol del Diablo

De Manuel Payno



Primera Parte

Capítulo Primero



Visita misteriosa

(Fragmento)



Arturo tenía 22 años. Su fisonomía era amable y conservaba la frescura de la juventud y el aspecto candoroso que distingue a las personas cuyo corazón no ha sufrido las tormentas y martirios de las pasiones.

Arturo había sido enviado por sus padres a educarse en un colegio de Inglaterra; y allí, entre los estudios y los recreos inocentes, se había desarrollado su juventud, vigilada por severos maestros. Las nieblas de Inglaterra, el carácter serio y reflexivo de los ingleses y la larga separación de su familia, habían hecho el genio de Arturo un poco triste.

Conocía el amor por instinto, lo deseaba como una necesidad que le reclamaba su corazón, pero nunca lo había experimentado en toda su fuerza; y excepto algunas señas de inteligencia que había hecho a una joven que vivía cerca del colegio, no podía contar más campañas amorosas.

Concluidos sus estudios, regresó a México al lado de su familia, que poseía bastantes comodidades para ocupar una buena posición en la sociedad. Al principio, Arturo extrañó las costumbres inglesas y hasta el idioma; mas poco a poco fue habituándose de nuevo al modo de vivir de su país, y notó además que los ojuelos negros de las mexicanas, su pulido pie y su incomparable gracia, merecían una poca de atención.

El carácter de Arturo se hizo más melancólico, y siempre que volvía de una concurrencia pública, reñía a los criados, le disgustaba la comida, maldecía el país y a su poca civilización, y concluía por encerrarse en su cuarto con un fastidio y un mal humor horribles, cuya causa él mismo no podía adivinar.

Una de tantas noches en que aconteció esto y en que se disponía a marcharse al teatro, se quedó un momento delante de su espejo, pensando que si su figura no era un Adonis, podría al menos hacer alguna impresión en el ánimo de las jóvenes.

-¡Eh! -dijo-, estoy decidido a empezar mis campañas de amor. He pasado una vida demasiado fastidiosa en el colegio. Este cielo azul, estas flores, este clima de México me han reanimado el corazón, y me dan fuerzas y valor para arrojarme a una vida de emociones y placeres. Pero quisiera no una querida, sino dos, tres, veinte, si fuera posible, pues tengo tanta ambición de amor en el corazón, como Napoleón la tenía de batallas y de gloria.

Si yo consiguiera conquistar los corazones -continuó acabándose de poner los guantes-; si tuviera cierto secreto para hacerme amar de las muchachas, era capaz de hacer un pacto con el mismo Diablo...

Un ligero ruido hizo volver la cabeza de Arturo, y se encontró frente a frente con un hombre alto y bien distribuido de todos los miembros. Sus ojos eran grandes y rasgados, sombreados por rizadas pestañas, ya brillaban como dos luceros o ya relucían como dos ópalos. En su fisonomía había alguna cosa de rudo y salvaje, a la vez que agradable, pues parecía participar de la belleza de un ángel y de la malicia de un demonio. Su cabello delgado y castaño, perfectamente arreglado, caía sobre sus sienes y orejas y engastaba su rostro de una manera graciosa.

Vestía un traje negro; y un grueso fistol, prendido en su camisa blanquísima y de rica holanda, despedía rayos de luz de todos los colores del iris. Una cadenita de oro y amatistas, asida a los botones del chaleco, iba a esconderse en la bolsa izquierda. No podía darse ni hombre más elegante, ni más bien presentado, y sólo una mujer, con su curiosidad instintiva, podría haber notado que las puntas de las botas eran extremadamente largas y agudas.

-¡Caballero! -dijo Arturo saludando al recién llegado.

-Servidor vuestro, querido Arturo -contestó con una voz afable el desconocido.

-¿Podré seros útil en algo?

-¿Os habéis olvidado ya de mí?

-Quiero recordar vuestra fisonomía -repuso Arturo, acercando una silla.- Pero sentaos y hacedme la gracia de darme algunas ideas...

-¿Os recordáis -dijo el desconocido arrellanándose en una poltrona- del paso del Calais?

-Recuerdo, en efecto -contestó Arturo, acercando una silla-, que había un individuo muy parecido a vos, que reía a carcajadas cuando estaba a pique de reventarse el barco de vapor, y cuando todos los pasajeros tenían buena dosis de susto...

-¿Y recordáis que ese individuo os prometió salvaros en caso de un naufragio?

-Perfectamente, pero... sois vos sin duda, pues os reconozco, más por el hermoso fistol que por vuestra fisonomía. Estáis un poco acabado. El tipo es el mismo, mas noto cierta palidez...

-Bien, Arturo, puesto que hacéis memoria de mi, poco importa que sea por el diamante o por la fisonomía. Soy el hombre que encontrasteis en el paso de Calais, y creo no os será desagradable verme en vuestra casa.

-De ninguna suerte -interrumpió Arturo, sonriendo y tendiendo la mano al hombre del paso del Calais-, mi casa y cuanto poseo está a vuestra disposición.

-Gracias, no os molestaré en nada, y antes bien os serviré de mucho. Platiquemos un rato.

-De buena voluntad -contestó Arturo sentándose.

-Decidme, Arturo, ¿no es verdad que pensabais actualmente en el amor?

-En efecto -repuso Arturo algo desconcertado-, pensaba en el amor; pero ya veis que es el pensamiento que domina a los veintidós años.

-Decidme, Arturo, ¿no habéis sentido un malhumor horrible los dias anteriores?

-En efecto -contestó Arturo un poco más alarmado- pero también esto es muy natural... cuando el corazón está vacío e indiferente a todo lo que pasa en la vida.

-Decidme, Arturo, ¿no es cierto que tenéis en el corazón una ambición desmedida de amor?

-Pero vos adivináis -interrumpió Arturo, levantándose de su asiento.

-Decidme, Arturo, ¿no es cierto que antes de que yo entrara os mirabais al espejo, y pensabais en que vuestra fisonomía juvenil y fresca podría hacer impresión en el corazón de las mujeres?

-Es muy extraño esto -murmuró Arturo, y luego, dirigiéndose al desconocido, le dijo:- ¿Decidme quién sois?

-¿Quién soy?... Nadie. El hombre del paso de Calais. Pasadla bien -continuó, levantándose de la poltrona y dirigiéndose a la puerta -.Nos veremos mañana.

-No, aguardad; aguardad -gritó Arturo-, quiero saber quién sois, y si debo consideraros amigo o enemigo...

-Hasta mañana -murmuró el desconocido-, cerrando tras de sí la puerta.



Arturo tomó la luz y salió a buscarlo, pero en vano. Ni en la escalera ni en el patio había nada. Todo estaba en silencio y el portero dormía profundamente.

Arturo subió a su cuarto, se desnudó y se metió en su cama. En toda la noche no se pudo borrar de su imaginación el extraño personaje que había adivinado sus más íntimos secretos. Los ojos de ópalo del hombre de Calais y su fistol de diamantes, brillaron toda la noche en la imaginación de Arturo.

Alberto y Teresa

de Manuel Payno


I
Agosto 14 de 184 ...
Eran las diez cuando te vi por la última vez. La mañana estaba hermosa. El sol, disipando unas ligeras nieblas que se extendían sobre las praderas como un crespón flotante, se levantaba majestuoso y espléndido por encima de las montañas. Los pájaros cantaban y revolaban gozosos, las flores abrían sus cálices, y las gotas de rocío fulguraban como diamantes en las hojas de los naranjos. El cielo azul radiaba con el oro de los rayos del sol; las flores despedían aromas, y el viento traía a su paso los cánticos de los labradores, el balar de las ovejas, el bramar de los toros, y todos esos mil sonidos halagüeños de la naturaleza, cuando bulliciosa y festiva se aparta de los brazos de la noche para bendecir con su voz sublime a los genios de la luz. Y tú estabas allí, Teresa; tú, que con tu cabello entrelazado con anémona y madreselva, con tus mejillas teñidas por el carmín de la juventud y tu vestido blanco como la nieve, parecías el ángel de la mañana, que con su aliento da perfume a los campos, y con sus pequeños dedos rosados abre las azucenas y los jazmines. Tu aliento, Teresa mía, es más suave que el aroma de las flores; tu voz más melodiosa que el canto de los ruiseñores, y tus ojos más bellos que el cielo azul de mi patria. ¿Tú me has oído decir quién era Rafael? Pues bien, si Rafael te hubiera conocido, habría pintado sus vírgenes copiándote a ti. La mañana estaba espléndida; ¿te acuerdas, Teresa? Me tomaste de la mano y ambos bendijimos a la naturaleza; ambos respiramos el soplo que Dios envía al mundo todas las mañanas; ambos vimos a los colibríes, esas flores con alas, chupar la miel de las rosas; ambos ... Cuando el hombre es desgraciado, Teresa mía, vienen como genios maléficos a atormentar su mente los recuerdos de los instantes de ventura.
Me fue forzoso separarme de ti sin decirte adiós, sin recibir tu última mirada, sin estrecharte contra mi corazón, sin encargarte a ti, ángel de la pureza y de candor, que rogaras a Dios mitigara las amarguras de mi alma; porque, créelo, desde el momento en que vi desaparecer ante mis ojos las torres de la ciudad que te vio nacer, toda idea de felicidad y de sosiego ha huido de mí. He atravesado maquinalmente muchas llanuras, muchos bosques, muchas montañas; estoy nada más que a sesenta leguas de ti, y sin embargo parece que una eternidad entera nos separa, que el horizonte que tú ves no lo miraría yo en un siglo de camino. Esta idea me oprimía el corazón, el pecho me dolía, y un manantial de lágrimas comprimidas me ahogaba. Lloré como llora un niño, como llora una mujer, o más bien dicho, Teresa mía, como se llora cuando se ama. Las lágrimas me han quitado un poco la horrible opresión del corazón; pero después me he puesto a pensar: ¿qué haré yo con los días, con las horas, con los instantes de mi vida? Esta idea me vuelve loco. Decididamente en todas partes voy a encontrar fastidio, y este deseo continuo, irresistible, de asir una felicidad que huye como una sombra delante de nosotros, va a consumir lentamente mi vida. No obstante, Teresa, la esperanza es el final de nuestra vida, y cuya luz nos acompaña hasta la tumba. La esperanza me dice que te volveré a ver pronto, que otra vez vibrará tu voz musical en mis oídos, y que aún podré dar un casto beso en tu frente de ángel.
Por lo que más quieras en la Tierra, escríbeme. Me parece que te has muerto; otra vez creo que te alegrarás de mi ausencia, o que el amor de otro te hará olvidarme. Esta idea es atroz. Perdóname, ángel mío, pero que quieres, el amor es desconfiado y algunas veces hasta ridículo.
Adiós, bien mío. Sé feliz y recibe el corazón de tu
Alberto

II
Agosto de 184 ...
Teresa adorada: Ocho días he estado devorado de una fiebre ardiente y delirando con tu memoria, recordando en mis agonías aquellas pequeñeces de que los amantes hacemos tanto caudal. Los cuidados y atenciones de unas pobres gentes que me ofrecieron su choza, sus vigilias, sus cuidados y sus oraciones, a mí, hombre desconocido, desesperado moribundo, me han reconciliado con la vida; he bendecido la misericordia de Dios, de quien quizá había blasfemado. Perdón, Teresa mía. Esto te asustará a ti, tan religiosa y tan pura. Mil veces perdón.
Habrás recibido probablemente mi primera carta. Qué sé yo qué cosas te decía en ella. Te hablaba de la luz, de las flores, de los ángeles, de todo, porque mi cerebro estaba en un estado de agitación indefinible. ¡Qué disparates decimos los amantes en esos momentos! Tú los disimularás.
Ahora han pasado los instantes de delirio; pero me agobia una tristeza letal, una desazón continua, un presentimiento vago de desgracia que hace a cada momento saltar a mi corazón. ¿Qué será esto, Teresa? Decididamente conozco que no podré vivir si no es a tu lado, respirando el aire que tú respiras, mirando lo que tú veas, sintiendo lo que tú sientas. Mi mundo estaba reducido al pequeño recinto de limones y naranjos donde nos paseábamos; mi soledad a tu compañía, y mis placeres en agradarte. ¿Qué haré yo, Teresa, en este tumulto, en esta vorágine que se llama sociedad, donde es menester estudiar una sonrisa y una caravana, poner una cara festiva cuando el corazón está devorado de pesar; hablar, reír, murmurar, cuando no quiere el alma otra cosa más que el silencio y la meditación? ¿Creeré los elogios que me tributen? ¿Juzgaré amigos a todos los que me estrechen la mano? ¿Miraré como protectores a los que se sienten conmigo en la mesa a tomar café? ¡Oh! ¡Qué terrible es esta sociedad, donde hay un continuo cambio de sarcasmos e injurias! ¡Qué atroz es lo que se llama política, cuando no enseña más que a cubrir con un falso velo los sentimientos del corazón! Me he convencido de que en esta vida sólo tres personas son capaces de amar desinteresadamente: la madre, el padre, la esposa. A mí, hombre combatido por la suerte, no me ha quedado en quién creer más que en ti. El día que tú no me amaras, no creería ni en el amor, ni en la amistad, ni en la patria, ni en nada. Tú romperías la ilusión más benéfica, la esperanza más halagüeña, el consuelo más dulce que tiene el hombre: la religión. No lo harás, Teresa; estoy seguro de ello.
Ya más restablecido, me juzgo con fuerzas para continuar mañana mi camino. Un camino lóbrego, desierto, solitario, en que la tristeza me devora. Cada día de camino, nueva atmósfera, nuevo horizonte, nuevas montañas nos separan. Esto es terrible.
Sé feliz, teresa, y consuela con una carta al que te idolatra.
Alberto
III
Agosto de 184 ...
Alberto mío: Te has separado de mí sin decirme ¡adiós! Sin estrecharme la mano, sin que siquiera nuestras miradas, quizá por la última vez, se cruzaran y se comprendieran. ¡Oh! Una separación es horrible; mucho más cuando había pensado que sólo la muerte podría dividir nuestra existencia, y... ¿qué digo? La muerte... la muerte nos habría abierto las puertas del cielo para no separarnos allí nunca, para amarnos en el seno de Dios. ¿Sabes, Alberto, que cuando supe que te habías marchado estuve a punto devolverme loca? ¿Sabes que ese día no tuvo para mí ni el sol luz, ni las flores aroma, ni los gorjeos de las aves melodía? ¡Ah, Alberto! Porque tú eres mi sol, mi amor, mi ídolo, y todo me ha faltado desde el momento en que me abandonaste. Si vieras cómo pesa la soledad en el corazón de la mujer; si contemplaras cuán amargas son nuestras horas; si te persuadieras de lo horrible que son esas noches en que las lágrimas de nuestros ojos empapan las almohadas y la fiebre y el delirio se apoderan de nuestros sentidos; si reflexionaras cuánto es el sufrimiento de esas vigilias, en que ni se vela ni se duerme, y un fantasma inmóvil, fijo, terrible, reposa en nuestra cabecera. Todo esto lo sufrimos; pero no lo podemos explicar. ¿Lo comprenderás tú, Alberto? ¿Participarás de mis sufrimientos? Sí, amor mío, sí, dime que entiendes mis quejas, porque de lo contrario me moriría de pesar... Aquí llegaba yo, el llanto caía de mis ojos, algunas lágrimas borraron las líneas ya escritas y necesité reposar un momento para poder continuar. En esto, el señor B, entró a mi cuarto y puso en mis manos tu amabilísima carta. La abrí, recorrí ansiosa todas sus líneas, y cerciorada de que ningún mal te había acontecido, volví a leerla de nuevo y ... Alberto, la sé de memoria, pues hace tres días que no hago otra cosa más que leer tu carta, mojarla con mi llanto y secarla con el fuego que devora mi corazón. Me he visto tentada a ponerme en camino y seguirte hasta el fin del mundo si fuera necesario; pero, ¿dónde va una pobre mujer sola que no sabe los caminos, que nunca ha pisado más que el umbral de su casa y el de la iglesia? ... ¡Oh, Alberto!, vuelve pronto, muy pronto; si no, hallarás mi frente pálida, mis mejillas hundidas, mis labios secos, mi corazón sin fuerzas para latir... Hallarás tal vez un cadáver. Vergüenza me da decírtelo, porque vas a creer que soy una mujer de novela; pero un vértigo no me deja continuar esta carta, y aun temo que no comprendas estas últimas líneas.
Alberto, no abandones a tu amiga, a tu hermana, a la que tú has llamado en tiempos más felices tu amada y linda Teresa, Dios te dé felicidades, y a mí el consuelo de que tanto necesita mi alma.
Teresa
IV
Septiembre de 184 ...
Gracias, ángel mío, gracias por tu amable cartita que he besado una y mil veces; gracias porque me enviaste en ella las lágrimas de tu amor; gracias porque me amas, mucho más de lo que yo merezco.
Todas las desgracias, niña mía, tienen su compensación en este mundo. Separarse cientos de leguas de una querida, es atroz; pero recibir una carta suya llena de ternura y entusiasmo, es lo más dulce que pueda imaginarse. Vuelva el consuelo a tu corazón, Teresa; reanime la esperanza a tu abatido espíritu, pues mi vuelta debe ser pronto, muy pronto; acaso cuando menos lo pienses te tendré entre mis brazos y entonces nos uniremos para no separarnos jamás. En la vida tendremos un mismo lecho, en la muerte una misma tumba, en el cielo un mismo asiento... qué sé yo; estas ideas tienen algo de lúgubre, y como no quiero que te entristezcas, te voy a hablar de otra cosa. ¿De qué te hablaré? ... A propósito, ¡si vieras qué espectáculo tan magnífico, tan sorprendente, en el que se goza a la entrada de México! Una vasta llanura verde se desarrolla a la manera de un lienzo en el panorama. En esta llanura hay esparcidas, ya las casas de magníficas haciendas, ya las chozas humildes y pintorescas de los labradores. Por donde quiera que se dirija la vista, se encuentra a una graciosa y delgada torre que se dibuja en las montañas azules, o un pueblito que, como una isla flotante, parece que reposa en la niebla; o un grupo pintoresco donde hay árboles, corderos que pacen la grama, bueyes que surcan la tierra con el arado, flores silvestres que crecen a las orillas de los arroyos... ¡Oh!, todo es lindo, muy lindo. Acercándose más se percibe la reverberación de los lagos que como inmensos espejos están tendidos a los pies de la coqueta ciudad. Después se ve el grupo de montañas del santuario de Guadalupe; después las sombrías y colosales torres de la catedral; después, cúpulas de azulejos, y torres encarnadas, y miradores, y casas y almenas que parece brotan de una canasta de flores. ¿Sabes, lo único que falta para animar este cuadro? ... ¡Ah!, todo me parecía triste, solitario, desierto, porque mi Teresa no estaba a mi lado, porque el ángel de mi amor no soplaba su aliento vivificador en esta escena. Si tú hubieras estado conmigo, me habrías estrechado la mano, habría tu corazón palpitado de júbilo... pero yo estaba solo, enteramente solo. ¡Qué suerte tan fatal!
Aún hay tiempo para que antes que me ponga en camino me contestes esta carta. Hazlo, Teresa, porque de lo contrario no tiene momento de tranquilidad tu infortunado
Alberto
V
Septiembre de 184 ...
Esposo idolatrado: cuando recibí tu segunda carta, me hallaba en una hacienda distante cinco leguas de esta población. Mi excelente madre ha comprendido los martirios que sufre mi corazón, y trata mitigarlos haciéndome variar de objetos. ¡Vano esfuerzo! ¿Qué me importa que haya en la hacienda un hermoso y cristalino estanque de agua? ¿Qué me importa que la huerta esté llena de flores y de árboles frutales? ... Tanto valdría habitar un desierto lleno de espinas y malezas. Para mí todo es igual hoy; todo lo veo con indiferencia; sólo el recuerdo de Alberto vive eterno, fijo, inmutable en mi corazón. Volverte a ver y estrecharte en mis brazos es lo único que deseo.
¡Cuánto has padecido, mi pobre Alberto! Enfermo, solo, sin más auxilio que el de Dios, has debido pasar terribles momentos, parecidos a los que yo he tenido que soportar; al fin, la vista de tu patria, de tu familia y de tus amigos, ha debido consolarte algún tanto, pero yo, Alberto, nada tengo que me consuele. Instantes de desesperación; un deseo de dejar de existir; largos días que no tengo más ocupación que llorar. Creo que ya te he dicho esto mismo en otra carta; pero te lo repito, porque es la historia única de las mujeres: suspirar, llorar, sufrir en silencio.
Me he atrevido a darte el título de esposo, y no sé si habré hecho mal en esto. Recordé los juramentos que me has hecho mil veces y como están de acuerdo con los sentimientos de mi corazón, no he vacilado en llamarte esposo mío, y en considerarte ya con todos los derechos de tal. ¿Qué falta, Alberto, para que legítimamente nos unamos para siempre? Nada más que la bendición de un sacerdote... Yo estoy loca, Alberto ... Falta todo, todo, puesto que no somos felices, y estamos a tan inmensa distancia uno de otro. Todos los días paso largas horas en la iglesia, arrodillada en las gradas del altar pidiéndole a Dios que seas feliz, y que me dé valor para soportar los contratiempos que temo nos sobrevengan.
Recibe el tierno corazón de tu querida, de tu amiga, de tu esposa que te idolatra.
Teresa


Omitimos las demás cartas que por espacio de seis meses continuaron escribiéndose los amantes, porque sería demasiado alargar esta historia. Todas ellas estaban concebidas en el lenguaje melancólico y apasionado de amantes separados a gran distancia y cuyo único consuelo es la dulce esperanza de reunirse otra vez para no separarse nunca.
Pasaron después como tres meses, sin que Teresa recibiera una sola letra de Alberto. Mil dudas asaltaron a la pobre niña; mil tempestades levantaron los celos en su inocente corazón, mil tormentos incomprensibles sufría en las horas de cavilaciones y silencio en que se consideraba abandonada por su amante y a éste gozando de las delicias del amor, en brazos de otra mujer. ¡Qué infelices son los que se aman!
Un día que ocurrió como de costumbre en busca de cartas, recibió una con el sobre de una letra desconocida. La abrió, leyó:
Señorita, el que iba a ser su esposo de usted ha muerto traspasado de una bala; me encargó en su agonía que noticiara a usted esta catástrofe. Su nombre de usted fue el último que vago en sus labios. Era un excelente muchacho y amaba a usted mucho. Llórelo usted con las lágrimas de una querida. Yo he derramado sobre su tumba el llanto de la amistad.
Sea usted feliz, si puede serlo después de una pérdida tan dolorosa, y disponga de su servidor que le B. L. P.
Teresa sonrió tristemente al acabar de leer esta carta y dijo a media voz: Todo se acabó para mí en el mundo.
El dolor de Teresa era de esos dolores profundos que matan el alma y el cuerpo al mismo tiempo. Esa sonrisa triste y helada era como el último pétalo que el viento arranca de la flor marchita. Todo se había acabado efectivamente para la pobre niña, hasta las lágrimas de sus ojos y los gemidos de su corazón. Teresa, desde ese día resignada y conforme, aguardó la muerte con tranquilidad; la alegría no aparecía en sus ojos; las rosas de la juventud pintadas en sus mejillas emblanquecieron poco a poco; los contornos airosos de su cuerpo perdieron su morbidez; su frente siempre estaba bañada de un sudor helado, y sus pulsos agitados y calenturientos; por último Teresa se consumía lentamente como si un veneno de esos que matan por grados, destruyera sus entrañas. Teresa era de esas almas sencillas, virtuosas y ardientes, que nacen para el amor; educada lejos de la corrupción de las ciudades populosas, desconocía los artificios de la falsa política, y no sabía más que amar; porque le parecía que era el único sentimiento digno de alimentar la existencia de una mujer. Cuando muere la esperanza, es preciso que muera también el cuerpo. Teresa iba a morir de amor.
Un día Teresa se sentó al piano y moduló uno de esos preludios melancólicos como las últimas vibraciones del arpa del poeta, con los últimos gorjeos del ruiseñor de Julieta. La pobre criatura sonreía tristemente, y las armonías de la música hicieron correr dos lágrimas por sus mejillas: las primeras que había derramado después de la muerte de Alberto, y las últimas que tenía su corazón. Se escuchó el galope de un caballo, y a poco momento Alberto tenía a Teresa entre sus brazos; pero no era un cuerpo virgen torneado y bello que estrechaba en su seno; era una imagen pálida de la muerte; una sombra de esa hermosura celestial; una flor sin aroma, sin color, que lentamente había marchitado el viento de la desgracia.
- Teresa, teresa mía, estoy aquí para hacerte dichosa, para volverte la salud, la felicidad, la vida.
Teresa entreabrió sus ojos, tomó una mano de Alberto, la llevó a sus labios y dijo con una voz apagada:
- Haz llegado muy tarde. Alberto mío; mi alma va a volar al seno de Dios, y sólo allá nos reuniremos.
- Teresa, bien mío, deja esas ideas melancólicas que me desesperan; alienta, reposa en mi seno, vive para que seas feliz.
- Estoy más tranquila, Alberto; tu presencia es para mí como la del ángel invisible que guía nuestros pasos.
Teresa se puso al piano y aún hizo resonar algunas notas tiernas y sonoras, como la voz del cenzontle; pianas y dulces como el tímido canto del canario. Después Teresa inclinó en el respaldo del sillón su hermoso busto pálido, y todo quedó en silencio. Teresa no existía ya: su alma voló en brazos del ángel con las últimas vibraciones de la música...
He aquí la historia de un amor malogrado; historia dolorosa de esas que en el silencio del hogar doméstico se repiten diariamente sin que nadie lo advierta. ¡Cuántas mujeres se enferman, se marchitan, y se acaban lentamente devoradas por una pasión oculta, que concluye por llevarlas a la tumba! ¡Cuántas existencias pomposas y alegres acaban de repente, sin saber la causa de su mal! Pero esas muertes súbitas sólo tienen lugar en esas mujeres cándidas, con una alma de niño, y un corazón de paloma, que no conocen ni la sociedad, ni la corrupción del mundo, para las cuales el amor es un sentimiento puro y santo; que forman una religión en su alma, y que quieren anticipar en este mar de miserias y crímenes que se llama mundo, uno de los goces de los ángeles. La pobre Teresa era del corto número de estas criaturas que van a la tumba con el cendal de la inocencia; y era preciso que cuando vio malogrado su amor, que era el sol de su corazón y la luz de su alma, muriera, y muriera de amor.
Réstanos ahora tratar la rápida pero también terrible y dolorosa historia del hombre solo.
El que sea huérfano, el que no tenga una familia; el que tenga que llorar en silencio en su humilde retiro los dolores de su corazón; el que tenga una alma sensible y vea a la mujer no como un ser caprichoso y voluble, sino como un ángel enviado por Dios al mundo para dulcificar nuestra miserable existencia, comprenderá lo que es un hombre solo. Un hombre solo es un árbol sin hojas, una flor sin aroma, un arroyo sin agua, un campo sin verdura. ¿Qué son las diversiones y las orgías de la sociedad para el hombre que tiene su corazón seco, su alma enferma, su pensamiento sin objeto? ¿Qué es en fin el hombre, cuando le falta una mujer a quien amar? ¿Qué es la vida, cuando se extingue el fuego que mantiene el alma? ¿De qué sirve la existencia cuando no hay unos ojos que nos hablen el mudo pero sublime idioma del amor; ni una mano a quien estrechar en la desgracia, ni un corazón que comprenda el nuestro? Así, cuando se han apagado estas dulces ilusiones de la vida, cuando se han disipado esas imágenes de felicidad que un tiempo velaban en nuestro lecho y nos adormecían con sus mentirosas promesas, vemos el mundo descarnado, horrible; la traición, el vil interés, la ambición, la mala fe, la falsedad, dominan e imperan en la sociedad, los más santos lazos, las más sagradas promesas se rompen, se violan a cada instante, y en vano se busca un destello de virtud que alumbre este caos de vicios. Esto es lo que sucede al hombre solo que pierde a la mujer a quien amaba, y esto es lo que sucedió a Alberto.
Cuando se depositó en su postrera y funeral habitación el cuerpo de Teresa, Alberto rezó libre su tumba, la regó con lágrimas, y se separó de aquel lugar; dejando en el sepulcro de la mujer que amaba, todas las ilusiones, todas las esperanzas de su vida. El sepulcro, pues, recibió los restos de la querida y la dicha del amante.
Era para él lo mismo un lugar que otro; en todas partes la indiferencia y el fastidio lo seguían. Se resolvió, pues, a viajar; y efectivamente se embarcó con dirección a Nueva York. El mar, ese gran espejo de Dios, apenas le causó admiración. Llegó a los Estados Unidos y vio a un pueblo egoísta, ocupado enteramente del mercantilismo y la ambición. Esto no podía consolarle. Se resolvió a embarcarse para Europa; quizá esa nación francesa, grande, inteligente, pensadora, le proporcionaría algún alivio.
Se dio a la vela en el vapor Presidente. A los seis días un banco de hielo chocó con el vapor, y la mayor parte de los pasajeros y tripulación perecieron. Alberto fue uno de los que encontraron su tumba en medio del océano.
¡Felicidad grande, porque hombre solo no debe vivir en el mundo!
Septiembre de 1843.

Amor secreto

Manuel Payno

Mucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos lánguidos y tristes y, por último, los marcados síntomas que le advertía de una grave enfermedad me alarmaron sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal que rosas-blancas padecía.

—Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un amor secreto.
—¿Es posible?
—Es una historia —prosiguió— insignificante para el común de la gente; pero quizá tú la comprenderás; historia, te repito, de esas que dejan huellas tan profundas en la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar.
El tono sentimental, a la vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le rogué me contase esa historia de su amor secreto, y él continuó:
—¿Conociste a Carolina?
—¡Carolina! … ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve?
—La misma.
—Pues en verdad la conocí y me interesó sobremanera… pero…
—A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un ángel; pero parece que la fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su felicidad y la mía.
“La primera noche que la vi fue en un baile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su hermoso y blanco rostro lleno de alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo momento, y procuré abrirme paso entre la multitud para llegar cerca de esa mujer celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento que no pertenecía al mundo, sino a una región superior; me acerqué temblando, con la respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el amor verdadero es una enfermedad bien cruel. Decía, pues, que me acerqué y procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que ella con una afabilidad indefinible me invitó que me sentase a su lado; lo hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras indiferentes sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas palabras insignificantes sonaron de una manera tan mágica a mis oídos que aún las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: Yo te amo, Alfredo; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido permitido depositar un beso en su blanca frente… ¡Oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto loco, me habría muerto tal vez de placer.
“A poco momento un elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel, arrebató de mi lado a mi querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de la noche Carolina bailó, platicó con sus amigas, sonrió con los libertinos pisaverdes; y para mí, que la adoraba, no tuvo ya ni una sonrisa, ni una mirada ni una palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en mi lecho y me puse a llorar de rabia.
“A la mañana siguiente, lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por algún tiempo fueron inútiles. Una noche la vi en el teatro, hermosa y engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos negros y brillantes de alegría. Carolina se rió unas veces con las gracias de los actores, y se enterneció otras con las escenas patéticas; en los entreactos paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las relumbrantes cadenas y fistoles de los elegantes, saludaba graciosamente con su abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba… y para mí, nada… ni una sola vez dirigió la vista por donde estaba mi luneta, a pesar de que mis ojos ardientes y empapados en lágrimas seguían sus más insignificantes movimientos. También esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en que la fiebre hace latir fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho.
“Era menester tomar una resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su familia y el género de vida que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto tono, que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su espléndida carroza a los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen cuánto vale ese amor ardiente y puro que se enciende en nuestros corazones; si miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en amar; si reflexionaran que para nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón franco y leal, las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero que ellas conservan en un vaso de nácar las azucenas blancas y aromáticas, sin duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás. Su carácter frívolo las inclina a prenderse más de un chaleco que de un honrado corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un cerebro bien organizado.
“He aquí mi tormento. Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer que corría loca y descuidada entre el mágico y continuado festín, de que goza la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo; Carolina en su brillante carrera daba vueltas por las frondosas calles de árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro de una banca. En todas partes estaba ella rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con el alma llena de acíbar y el corazón destilando sangre.
“Me resolví a escribirle. Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa noche acaso me miraría Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido y me tendría lástima… era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la noche no logré que Carolina fijase su atención en mi persona. Al cabo de ocho días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis instancias y conseguí por fin que una amiga suya pusiese en sus manos un billete, escrito con todo el sentimentalismo y el candor de un hombre que ama de veras; pero, ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes iguales; escuchaba tantas declaraciones de amor; la prodigaban desde sus padres hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió sin preguntar aun por curiosidad quién se la escribía.
“¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr día y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que ríe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora?
“Cinco meses duraron estas penas, y yo constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y observar sus acciones. El contraste era siempre el mismo: ella loca, llena de contento, reía y miraba al drama que se llama mundo al través de un prisma de ilusiones; y yo triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía comprender, miraba a toda la gente tras la media luz de un velo infernal.
“Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante, las otras llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. Veía unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas de formas atléticas; aquellas de semblante tétrico y romántico; las otras con una cara de risa y alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, hacía latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente indiferentes; sólo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: ‘Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces.’ ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido.
“La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguí en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la diversión la conducía. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su corazón, la hubiera llamado, y con una voz dulce y persuasiva le hubiera dicho: ‘Carolina mía, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia; ámame sólo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes cuantos sentimientos tengas en el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada.’ Mil cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un dios para arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba.
“Observé que un petimetre de estos almibarados, insustanciales, destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalías aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo me dijo: ‘¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?’ Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor, le respondí: ‘Ningunos.’ ‘Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sí los tengo y los va usted a ver.’ El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. ‘Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes.’
“Sentí al escuchar estas palabras que el alma abandonaba mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimía la garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de vino.
“A los tres días supe que Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban de su vida. Entonces no hubo consideraciones que me detuvieran; me introduje en su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado un hombre que la amase de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el santo amor que le había tenido lo conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su vida, y habría pensado en Dios y muerto con la paz de una santa.
“Pero era un delirio hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de su vida, cuando los sacerdotes rezaban los salmos en su cabecera; cuando la familia, llorosa, alumbraba con velas de cera benditas, las facciones marchitas y pálidas de Carolina. ¡Oh!, yo estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma. ¡Imbéciles y locos que somos los hombres!”
—Y ¿qué sucedió al fin?
—Al fin murió Carolina —me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la había seguido a los teatros y a las máscaras. Al cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida.
Alfredo salió de mi cuarto, sin despedida.