La vida te da sorpresas,
sorpresas te da la
vida...
Rubén
Blades
En la de Diego fiebra la fiesta patronal de
nalgas. Rotundas en sus pantis súper-look, imponentes en perfil de falda
tubo, insurgentes bajo el fascismo de la faja, abismales, olímpicas, nucleares,
surcan las aceras riopedrenses como invencibles aeronaves nacionales.
Entre el culipandeo,
más intenso que un arrebato colombiano, más perseverante que Somoza, el Tipo
rastrea a la Tipa. Fiel como una procesión de Semana Santa con su rosario de
qué buena estás, mamichulin, qué bien te ves, qué ricos te quedan esos
pantaloncitos, qué chula está esa hembrota, men, qué canto e silán, tanta carne
y yo comiendo hueso...
La verdad es que la
Tipa está buena. Se le transparenta el brassiere. Se le marca el
Triángulo de las Bermudas a cada temblequeo de taco fino. Pero la verdad es
también que el Tipo transaría hasta por un palo de mapo disfrazado de pelotero.
Adióssss
preciossssa, se desinfla el Tipo en sensuales sibilancias, arrimando
peligrosamente el hocico a los technicolores rizos de la perseguida. La cual
acelera automática y, con un remeneo de nalgas en high, pone
momentáneamente a salvo su virtud.
Pero el salsero
solitario vuelve al pernil, soneando sin tregua: qué chasis, negra, qué
masetera estás, qué materia prima, qué tronco e jeva, qué zocos, mama, quién
fuera lluvia pa caelte encima.
Dos días bíblicos
dura el asedio. Dos días de cabecidura
persecución y encocorante cantaleta. Dos luengos días de qué chulería,
trigueña, si te mango te hago leña, qué bestia esa hembra, sea mi vida, por ti
soy capaz hasta de trabajal, pa quién te estarás guardando en nevera,
abusadora.
Al tercer día, frente por frente a Almacenes Pitusa y al toque de sofrito
de mediodía, la víctima coge impulso, gira espectacular sobre sus precarios
tacones y: encestaaaaaaaaaa:
—¿Vamos?
El jinete, desmontado por su montura da una vuelta de carnero emocional.
Pero, dispuesto a todo por salvar la virilidad patria, cae de pie al instante y
dispara, traicionado por la gramática:
—Mande.
La Tipa encabeza ahora solemnemente la parada. En el parking de la
Plaza del Mercado janguea un Ford Torino rojo metálico del ’69. Se montan.
Arrancan. La radío aulla un bolero senil. La Tipa guía con una mano en el
volante y otra en la ventana, con un airecito de no querer la cosa. El Tipo se
pone a desear violentamente un apartamento de soltero con vista al mar, especie
de discoteca-matadero donde procesar ese material prime que le llueve a
uno como cupón gratuito de la vida. Pero el desempleo no ceba sueños y el Tipo
se flagela por dentro con que si lo llego a saber a tiempo le allano el cuarto
a Papo Quisqueya, pana de Ultramona, bródel de billar, cuate de jumas y jevas,
perico de altas notas. Dita sea, concluye fatal. Y esgrimiendo su rictus más
telenovel, trata de soltar con naturalidad:
—Coge pa Piñones.
Pero agarrando la carretera de Caguas como si fuera un dorado muslo de Kentucky-fried
chicken, la Tipa se apunta otro canasto tácito.
La entrada al motel yace oculta en la maleza. Ambiente de guerrilla. El
Torino se desliza vaselinoso por el caminito estrecho. El empleado saluda de
lejitos, mira coolmente hacia adelante cual engringolado equino. El carro se
amocola en el garage. Baja la Tipa. El Tipo trata de abrir la puerta del
carro sin levantar el seguro, hercúlea empresa. Por fin aterriza en nombre del Homo
sapiens.
La llave está
clavada en la cerradura. Entran. Ella enciende la luz. Neón inmisericorde,
delator de barros y espinillas. El Tipo se trinca de golpe ante la mano negra y
abierta del empleado protuberando ventanilla adentro. Se acuerda del vacío
interplanetario de su billetera. Minuto secular y agónico al cabo del cual la
Tipa deposita cinco pesos en la mano negra que se cierra como ostra ofendida y
desaparece, volviendo a reaparecer de inmediato. Voz roncona tipo Godfather:
—Son siete. Faltan
dos.
La Tipa suspira,
rebusca en la cartera, saca lipstick, compacto, cepillo, máscara, kleenex,
base, sombra, bolígrafo, perfume, panti bikini de encaje negro, Tampax,
desodorante, cepillo de dientes, fotonovela y dos pesos que echa como par de
huesos a la mano insaciable. El Tipo siente la obligación histórico-social de
comentar:
—La calle ta dura,
¿ah?
Desde el baño llega
la catarata de la pluma abierta. El cuarto tiene cara de clóset. Pero espejos
por todas partes. Cama de media plaza. Sábanas limpias aunque sufridas. Cero
almohada. Bombilla roja sobre cabecera. El Tipo como que se friquea pensando en
la cantidad de gente que habrá sonrojado esa bombilla chillona, toda la
bellaquería nacional que habrá desembocado allí, los cuadrazos que se habrá
gufeado ese espejo, todos los brincoteos que habrá aguantado esa cama. El Tipo
parquea el cráneo en la Plaza de la Convalecencia, bien nombrada por las
huestes de enfermitos que allí hallan su cura cotidiana, oh, Plaza de la
Convalecencia donde el espaceo de los panas se hace rito tribal. Ahora le toca
a él y lo que va a espepitar no es campaña electoral. Se cuadra frente al
grupo, pasea, va y viene, sube y baja en su montura épica: La Tipa estaba más
dura que el corazón de un mafioso, mano. Yo no hice más que mirarla y se me
volvió merengue allí mismo. Me la llevé pa un motel, men, ahora le tumban a uno
siete cocos por un polvillo.
La Tipa sale del
baño. Con un guille de diosa bastante merecido. Esnuíta. Tremenda india. La
Chacón era chumba, bródel.
—¿Y tú no te piensas
quitar la ropa? —truena Guabancex desde las alturas precolombinas del Yunque.
El Tipo pone manos a
la obra. Cae la camiseta. Cae la correa. Cae el pantalón. La Tipa se recuesta
para ligarte mejor. Cae por fin el calzoncillo con el peso metálico de un
cinturón de castidad. Teledirigido desde la cama, un proyectil clausura el strip-tease.
El Tipo lo cachea en el aire. Es —oh, pudor— un condescendiente condón. Y
de los indesechables.
En el baño saturado
de King Pine, el macho cabrío se faja con la naturaleza. Quiere entrar
en todo su esplendor bélico. Cerebros retroactivos no ayudan. Peles a través de
puerta entreabierta: nada. Pantis negros de maestra de estudios sociales: nada.
Gringa soleándose tetas Family Size en azotea: nada. Pareja sobándose de
A a Z en la última fila del cine Paradise: nada. Estampida de mujeres rozadas
en calles, deseadas, desfloradas a cráneo limpio; repaso de revistas Luz,
Pimienta embotelladas; incomparables páginas del medio de Playboy,
rewind, replay; viejas frases de guerra caliente: crucifícame, negrito,
destruyeme, papi, hazme papilla, papóte. Pero: nada. No hay brujo que levante ese
muerto.
La Tipa llama. Clark
Kent busca en vano la salida de emergencia. Su traje de Supermán está en el laundry.
En una humareda de
Marlboro, la Tipa reza sus últimas oraciones. La suerte está como quien dice
echada y ella embullada en el despojo sin igual de la vida. Desde la boda de
Héctor con aquella blanquita comemierda del Condado, el himen pesa como un
crimen. Siete años a la merced de un dentista mamito. Siete años de rellenar
caries y raspar sarro. Siete años de contemplar gargantas espatarradas, de
respirar alientos de pozo séptico a cambio de una guiñada, un piropo mongo, un
roce de mariposa, una esperanza yerta. Pero hoy estalla el convento. Hoy cogen
el vuelo de tomateros los votos de castidad. La Tipa cambia el canal y
sintoniza al Tipo que el destino le ha vendido en baratillo: tapón, regordete,
afro de peineta erecta, T-shirt rojo pava y mahones ultimátum. La verdad
es que años luz de sus más platinados sueños de asistente dental. Pero la
verdad es también que el momento histórico está ahí, tumbándole la puerta como
un marido borracho, que se le está haciendo tarde y ya la guagua pasó, que
entre Vietnam y la emigración queda el racionamiento, que la estadidad es para
los pobres, que si no yoguea engorda y que después de todo el arma importa
menos que la detonación. Así es que: todo está científicamente programado.
Hasta el transistor que ahogará sus gritos vestales. Y tras un debut en
sociedad sin lentejuelas ni canutillos, el velo impenetrable del anonimato
habrá de tragarse por siempre el portátil parejo de emergencia.
De pronto, óyese un
grito desgarrador. La Tipa embala hacia el baño. El tipo cabalga de medio
ganchete sobre el bidet, más jincho que un gringo en febrero. Al verla cae al
suelo, epilépticamente contorsionado y gimiendo como ánima en pena. Pataleos,
contracciones, etcétera. Pugilato progresivo de la Tipa ante la posibilidad
cada vez más posible de haberse enredado con un tecato, con un drogo irredento.
Cuando los gemidos se vuelven casi estertores, la Tipa pregunta prudentemente
si debe llamar al empleado. Como por arte de magia cesan las lamentaciones. El
tipo se endereza, arrullándose materno los chichos adoloridos.
—Estoy malo del
estómago —dice con mirada de perrito sarnoso a encargado de la perrera.
Soneo I
Primeros auxilios. Respiración
boca a boca. Acariciando la pancita en crisis, la Tipa rompe con un rapeo
florecido de materialismo histórico y de sociedad sin clases. Fricción vigorosa
de dictadura del proletariado. Recital aleluya del Programa del Partido. El
Tipo experimenta el fortalecimiento gradual, a corta, mediana y larga escala,
de su conciencia lirona. Se unionan. Emocionados entornan al unísono la
Internacional mientras sus infraestructuras se conmocionan. La naturaleza acude
al llamado de las masas movilizadas y el acto queda dialécticamente consumado.
Soneo II
La Tipa confronta heavyduty al
Tipo. Lo sienta en la cama, se cruza de piernas a su lado y, con impresionante
fluidez y meridiana claridad, machetea la opresión milenaria, la plancha
perpetua y la cocina forzada, compañero. Distraída por su propia elocuencia,
usa el brassiere de cenicero al reclamar enfática la igualdad genital.
Bajo el foco implacable de la razón, el Tipo confiesa, se arrepiente, hace
firme propósito de enmienda e implora fervientemente la comunión. Emocionados,
juntan cabezas y se funden en un largo beso igualitario, introduciendo
exactamente la misma cantidad de lengua en las respectivas cavidades bucales.
La naturaleza acude al llamado unisex y el acto queda equitativamente consumado.
Soneo III
La Tipa se viste. Le lanza la
ropa al Tipo, aún atrincherado en el baño. Se largan del motel sin cruzar
palabra. Cuando el Torino rojo metálico del ’69 se detiene en la De Diego para
soltar su carga, sigue prendida la fiesta patronal con su machina de
cabalgables nalgas. Con la intensidad de un arrebato colombiano y la
perseverancia somociana, con la desfachatez del Sha, el Tipo reincide vilmente.
Y se reintegra a su rastreo cachondo, al rosario de la interminable aurora de
qué meneo lleva esa mulata, oye baby, qué tú comes pa estal tan
saludable, ave maría, qué clase e lomillo, lo que hace el arroz con
habichuelas, qué troj de calne, mami, si te cojo...