De Efrén Hernández
Eran las 6 y 35 minutos de la tarde.
El maestro dijo: ¿Qué cosa son tachas? pero yo estaba
pensando en muchas cosas; además, no sabía la clase.
El salón de estos hechos tiene tres puertas, de madera
pintada de rojo, con un vidrio en cada hoja, despulido en la mitad de abajo.
A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de
la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba: un pedazo de
pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica.
A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo,
y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una
columna y un lugarcito triangular del cielo.
Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente.
No vi. pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro.
Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan,
las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando,
que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó
la lluvia.
El maestro dijo:
—¿Qué cosa son tachas?
La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a
su agujero, y se quedó en él agazapada. Después entró un silencio caminando en
las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía
ruido.
No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver,
aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que
después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin
embargo, yo no había escuchado nada.
¿Tachas? ¿Pero, qué cosa son tachas? Pensé yo. ¿Quién va a
saber lo que son tachas? Nadie sabe siquiera qué cosa son cosas, nadie sabe
nada, nada.
Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy,
ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy haciendo. No sé tampoco si estará bien o mal.
Porque en definitiva, ¿quién es aquel que le atinó con su verdadero camino?
¿Quién es aquel que está seguro de no haberse equivocado?
Siempre tendremos esta duda primordial.
En lo ancho de la vida van formando numerosos cruzamientos
los senderos. ¿Por cuál dirigiremos nuestros pasos? ¿Entre estos veinte, entre
estos treinta, entre estos mil caminos, cuál será aquél, que una vez seguido,
no nos deje el temor de haber errado?
Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban
haciéndose en cada momento más espesas; de azul, sólo quedaba sin cubrir un
pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente
vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua.
Cervantes nos presenta en su libro: Trabajos de Persiles y
Segismunda, una llanura inmóvil y en ella están los peregrinantes, bajo el
cielo gris, y en la cabeza de ellos, hay esta misma pregunta. Y en todo el
libro no llega a resolverla.
Este problema no inquieta a los animales, ni a las plantas,
ni a las piedras. Ellos lo han resuelto fácilmente, plegándose a la voluntad de
la Naturaleza. El agua hace bien, perfectamente, siguiendo la cuesta, sin
intentar subir.
De esta misma manera, parece que lo resolvió Cervantes, no
en Persiles que era un cuerdo, sino en Don Quijote, que es un loco.
Don Quijote soltaba las riendas al caballo e iba más
tranquilo y seguro que nosotros.
El maestro dijo:
—¿Qué cosa son tachas?
Sobre el alambre, bajo el arco, posó un pajarito diminuto,
de color de tierra, sacudiendo las plumas para arrojar el agua.
Cantaba el pajarito, u fifí. fifí. De fijo el pajarito
estaba muy contento. Dijo esto con la garganta al aire; pero en cuanto lo dijo
se puso pensativo. No, pensó, con seguridad, esta canción no es elegante. Pero
no era ésta la verdad, me di cuenta, o creí darme cuenta, de que el pajarito no
pensaba con sinceridad. La verdad era otra, la verdad era que quien silbaba
esta canción era la criada, y él sentía hacia ella cierta antipatía, porque
cuando le arreglaba la jaula, lo hacía de prisa y con mal modo.
La criada de esa casa, ¿se llamaba Imelda? No. Imelda es la
muchacha que vende cigarros “Elegantes”, cigarros “Monarcas”, chicles,
chocolates y cerillas, en el estanquillo de la esquina. ¿Margarita? No, tampoco
se llamaba Margarita. Margarita es nombre par una mujer bonita y joven, de
manos largas y blancas, y de ojos dorados. ¿Petra? Sí, éste sí es nombre de
criada, o Tacha. ¿Pero en qué estaría pensando cuando dije que nadie sabe qué
cosa es tacha?
Es una lástima que el pajarito se haya ido. ¿Para dónde se
habrá ido ahora el pajarito? Ahora estará parado en otro alambre, cantando u
fiiiii, pero yo ya no lo escucho. Es una lástima.
Ya el cielo estaba un poco descubierto, era un intermedio en
la llovizna. Llegaba el anochecimiento lentamente. La llegada de la sombra le
daba un sentido más hondo al firmamento. Las estrellas de todas las noches, las
estrellas de siempre, comenzaron a abrirse por orden de estaturas y distancias.
De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el
silencio de todo el infinito.
De cierto, no sé que cosa tiene el cielo aquí, que
transparenta el universo a través de un velo de tristeza.
Allá son muy raras las tardes como ésta, casi siempre se
muestra el cielo transparente, teñido de un maravilloso azul, que no he
encontrado nunca en otra parte alguna. Cuando empieza a anochecer, se ven en su
fondo las estrellas, incontables, como arenitas de oro bajo ciertas aguas que
tienen privilegios de diamante.
Allá se ven más claritas que en ninguna parte las facciones
de la luna. Quien no ha estado allá, de
verdad no sabe cómo será la luna. Tal vez, por esto, tienen aquí la idea de que
la luna es melancólica. Ésta es una gran mentira de la literatura. ¡Qué ha de
ser melancólica la luna!
La luna es sonriente y sonrosada, lo que pasa es que aquí no
lo conocen. Su sonrisa es suave, detrás de sus labio asoman unos dientes
menuditos y finos, como perlas, y sus ojos son violáceos, de ese color
ligeramente lila que vemos en la frente de las albas, y entorno a sus ojeras
florecen manojitos de violetas, como suelen alrededor de las fuentes profundas.
Allá todo es inmaculado, allá todo es sin tachas... tachas,
otra vez tachas. ¿En qué estaría yo pensando, cuando dije que nadie sabe qué
cosas son tachas?
Había pensado esto con la propia velocidad del pensamiento,
y que Dios diga lo que seguiría pensando, si no fuera porque el maestro repitió
por cuarta o quinta vez, y ya con voz más fuerte:
—¿Qué cosa son tachas?
Y añadió:
—A usted es a quien se lo pregunto, a usted, señor Juárez.
—¿A mí, maestro?
—Sí señor, a usted.
Entonces fue cuando me di cuenta de una multitud de cosas.
En primer lugar, todos me veían fijamente. En segundo lugar, y sin ningún género de dudas, el maestro se dirigía a mí.
En tercer lugar, las barbas y los bigotes del maestro parecían nubes en forma
de bigotes y de barbas, y en cuarto lugar, algunas otras; pero la
verdaderamente grave era la segunda.
Malos consejos, experimentos turbios de malos estudiantes,
me asaltaron entonces y me aseguraron que era necesario decir algo.
—Lo peor de todo es callarse, me habían dicho. Y así,
todavía no despertado por completo, hablé sin ton ni son, lo primero que me vino a la cabeza.
No podría yo atinar con el procedimiento que empleó mi
cerebro lleno de tantos pájaros y de tantas nubes, para salir del paso, pero el
caso es que escucharon todo esto que yo solté muy seriamente:
—Maestro, esta palabra tiene muchas acepciones, y como aún
es tiempo, pues casi nos sobra media hora, procuraré examinar cada una de
ellas, comenzando por la menos importante, y siguiendo progresivamente, según
el interés que cada una nos presente.
Yo estoy desengañado de que no estoy loco; si lo estuviera,
¿por qué lo habría de negar?, lo que pasa es otra cosa, que no está bueno
explicar, por que su explicación es larga. De modo que la vez a que me vengo
refiriendo, yo hablaba como si estuviera solo, monologando. Y noto que usted
guarda silencio...
Usted, en aquel rato, para mí, no significaba nadie; según
la realidad, debía ser el maestro; según la gramática, aquel a quien dirigiera
la palabra, más para mí, usted no era nadie, absolutamente nadie. Era el
personaje imaginario, con quien yo platico cuando estoy a solas. Buscando el
lugar que le corresponda entre los casilleros de la analogía, corresponde a
esta palabra el lugar de los pronombres; sin embargo, no es un pronombre
personal, ni ningún pronombre de los ya clasificados. Es una suerte de
pronombre personal que, poco más o menos, puede definirse así. Una palabra que
yo uso algunas veces par fingir que hablo con alguien, estando en realidad a
solas. Seguí:
—Noto que usted guarda silencio, y como el que calla otorga,
daré principio, haciéndolo de la manera que ya dije. La primera acepción, pues,
es la siguientes: tercera persona del presente de indicativo del verbo tachar,
que significa: poner una línea sobre una palabra, un renglón o un número que haya
sido mal escrito. La segunda es otra: si una persona tiene por nombre
Anastasia, quien la quiera mucho, empleará, para designarla, esta palabra. Así
, el novio, le dirá:
—Tú eres mi vida, Tacha.
La mamá:
—¿Ya barriste, Tacha, la habitación de tu papá?
El hermano:
—¡Anda, Tacha, cóseme este botón!
Y finalmente, para no alargarme mucho, el marido, si la ve
descuidada (Tacha puede hacer funciones e Ramona), saldrá poquito a poco, sin
decir ninguna cosa.
La tercera es aquélla en que aparece formando parte de una
locución adverbial. Y esta significación, tiene que ver únicamente con uno de
tantos modos de preparar la calabaza. ¿Quién es aquél que no ha oído decir
alguna vez, calabaza en tacha? Y, por último, la acepción en que la toma
nuestro código de procedimientos.
Aquí entoné, de manera que se notara bien, un punto final.
Y Orteguita, el paciente maestro que dicta en la cátedra de
procedimientos, con la magnanimidad de un santo, insinuó pacientemente:
—Y, díganos señor, ¿en qué acepción la toma el código de
procedimientos?
Ahora, ya un poquito cohibido, confesé:
—Ésa es la única acepción que no conozco. Usted me
perdonará, maestro, pero...
Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito,
Elodia Cruz, Orteguita. Todos, se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos
de este mundo.
Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando, me parece que
casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en
que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo Y yo
soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy
extravagante.
Lo natural sería, dice Gómez de la Serna, que los pajaritos
dormidos se cayeran de los árboles. Y todos lo sabemos bien, aunque es absurdo,
los pajaritos no se caen.
Ya estoy en la calle, la llovizna cae, y viendo
yo la manera como llueve, estoy seguro de que a lo lejos, perdido entre las
calles, alguien, detrás de unas vidrieras, está llorando porque llueve así.