No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Wakefield

De Nathaniel Hawthorne



Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre —llamémoslo Wakefield— que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco—sin una adecuada discriminación de las circunstancias—debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal —una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. El le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene . Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
—No —piensa, mientras se arropa en las cobijas—, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre —pues es un hombre de costumbres— lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte deprisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas si se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa—la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito—persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.
—¡Pero si sólo está en la calle del lado! —se dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:
—¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a su semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba
—digámoslo en sentido figurado— a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré, sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a e charle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz —suponiendo que lo fuera— sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros y a un todo, que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.

El experimento del Dr. Heidegger

De Nathaniel Hawthorne



Aquel hombre singular que se llamó el doctor Heidegger, invitó cierta vez a su estudio a cuatro antiguos amigos suyos. Tres de ellos eran ancianos de cabellos y barbas grises: Mr. Medbourne, el coronel Killigrew y Mr. Gascoigne; la otra persona era una mujer mustia y consumida, que se llamaba la viuda Wycherly. Todos ellos eran personas de edad avanzada que habían sufrido grandes infortunios en sus vidas y cuya desgracia mayor era la de no encontrarse ya en la tumba.
Mr. Medbourne había sido en sus años de fortaleza un comerciante rico y próspero, pero había perdido todo por una fracasada especulación y ahora se encontraba más o menos en la situación de un hombre pobre y solemne. El coronel Killigrew había dilapidado sus mejores años, su salud y su vida, persiguiendo placeres sensuales, que le habían dado como remuneración tardía una gota pertinaz y tormentos incontables en cuerpo y espíritu. Mr. Gascoigne era un político fracasado y un hombre con mala fama que había conservado su equívoca reputación hasta que el tiempo borró su nombre de la mente de la generación actual, convirtiéndolo en un ser oscuro en lugar de difamado. Por lo que a la viuda Wycherly se refiere, la tradición nos dice que había sido una gran belleza en su juventud, pero que durante mucho tiempo había tenido que vivir en un alejamiento absoluto como resultado de ciertas historias escandalosas que habían prejuiciado en contra de ella a toda la gente de la ciudad. Una circunstancia también digna de mencionarse es la de que cada uno de estos ancianos, Mr. Medbourne, el coronel Killigrew y Mr. Gascoigne, habían sido pretendientes de la viuda Wycherly y que cada uno había estado a punto de degollar a los demás por causa de ella. Antes de seguir adelante sólo quiero indicar que tanto el doctor Heidegger como sus cuatro invitados, tenían la reputación de no estar muy bien en sus cabales, como suele acontecer a gentes de alguna edad, a quienes atormentan preocupaciones o recuerdos dolorosos.

—Queridos y viejos amigos —dijo el doctor Heidegger, indicando que tomaran asiento. —Tengo el deseo de que asistan a uno de esos pequeños experimentos que acostumbro realizar en mi estudio.

Si es verdad lo que la gente dice, el estudio del doctor Heidegger era un lugar muy extraño. Era un aposento oscuro y amueblado a la usanza antigua, adornado con telas de araña y con todos los objetos cubiertos de polvo. Adosados a las paredes se veían libreros de nogal, en cuyas baldas inferiores se alineaban innumerables infolios, mientras que las superiores se hallaban reservadas para pequeños volúmenes, encuadernados en pergamino. Sobre el librero del centro había un busto de Hipócrates, con el cual, según se dice, el doctor Heidegger celebraba consulta en los casos difíciles de su práctica médica. En el rincón más oscuro de la estancia había un armario alto y estrecho de nogal, con la puerta entreabierta, dentro del cual podía verse la silueta inquietante de un esqueleto. Entre dos de los muebles colgaba un espejo, que mostraba su luna polvorienta en un marco antiguo de oro deslustrado. Entre las muchas historias que se contaban de este espejo, figura la de que dentro de su marco habitaban los espíritus de todos los pacientes del doctor que habían muerto y que lo miraban frente a frente cada vez que dirigía su mirada hacia él. En el lado opuesto de la habitación se veía el retrato de tamaño natural de una joven, vestida magníficamente con seda, satén y brocados y con un rostro tan lánguido como sus propios vestidos. Hacía medio siglo aproximadamente que el doctor Heidegger había estado a punto de casarse con esta joven, pero al sentirse un poco indispuesta tomó una de las prescripciones de su prometido y murió la noche anterior a la ceremonia. Queda aún por mencionar la gran curiosidad del estudio: un enorme infolio encuadernado con cuero negro y con grandes cerraduras de plata maciza. El volumen no tenía ninguna inscripción en el lomo y nadie podía saber, por tanto, el título del libro. Sin embargo, todos sabían que se trataba de un volumen de magia, y que una vez una doncella se atrevió a sacar el volumen de su sitio con la intención de quitarle el polvo: el esqueleto se agitó en el armario, el retrato de la prometida del doctor Heidegger se elevó a la altura de un pie del piso y varios rostros se asomaron en el espejo, mientras que la cabeza broncínea de Hipócrates arrugaba el ceño y decía: “¡Prohibido!”

Así era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestra historia, una pequeña mesa redonda, tan negra como el ébano, se hallaba en el centro de la estancia, sobre ella había una vajilla de cristal de forma exquisita y magnífica talla. La luz del sol se proyectaba por la ventana, a través de dos pesados cortinajes de damasco y caía directamente sobre la mesa y la vajilla, devolviendo una especie de tenue resplandor sobre los rostros cenicientos de los cinco ancianos reunidos en torno a la mesa, en donde se hallaban también cuatro copas de champaña.

—Queridos y viejos amigos míos —repitió el doctor Heidegger. —¿Puedo contar con su presencia para realizar un experimento singularmente extraordinario?

Por otra parte, el doctor Heidegger era un hombre, casi un anciano, en extremo raro, cuyas excentricidades se habían convertido en el núcleo de mil cuentos fantásticos; algunas de estas historias, para ser sinceros, tienen que ser atribuidas a mi modesta persona, y si algunas partes de ésta someten a una prueba excesivamente difícil la credulidad del lector, caiga sobre mí el estigma de la irrealidad y de la invención.

Cuando los invitados del doctor oyeron las palabras de éste sobre el proyectado experimento, no pensaron sino en la asistencia al asesinato de un pobre ratón bajo la cámara de la máquina pneumática, el examen al microscopio de una tela de araña o algún otro de los experimentos con que el doctor Heidegger acostumbraba importunar a sus invitados. Sin esperar la respuesta, atravesó a pasos irregulares la estancia y volvió con el libro encuadernado en cuero negro, del que se decía que era un tratado de magia. Hizo girar las cerraduras de plata y abrió el volumen, del que extrajo una rosa cuyas hojas verdes y pétalos encendidos habían adquirido un tono tan marchito y pardo que hubiera podido creerse que iba a quedar reducida a polvo cuando la tocara el doctor Heidegger.

—Esta rosa —dijo—, esta misma rosa marchita y a punto de deshacerse, brilló y floreció hace ahora cincuenta y cinco años. Sylvia Ward, cuyo retrato pueden ustedes mirar ahí, me la dio y yo tenía la intención de llevarla en mi solapa el día de nuestra boda. Durante cincuenta y cinco años ha estado guardada entre las hojas de este viejo volumen. ¿Les parece a ustedes posible que esta rosa de más de medio siglo de edad pueda florecer nuevamente?

—¡Imposible! —dijo la viuda Wycherly, sacudiendo la cabeza con impaciencia. —Con el mismo fundamento puede usted preguntarnos si puede florecer de nuevo el rostro arrugado y marchito de una mujer.

—¡Miren entonces! —dijo el doctor Heidegger en respuesta.

Destapó una vasija que estaba sobre la mesa y depositó la rosa sobre el agua que aquélla contenía. Al principio la flor quedó flotando sobre la superficie sin que al parecer absorbiera nada de su humedad. Pronto, sin embargo, los cinco ancianos pudieron percibir un cambio extraordinario. Los pétalos secos y contraídos se pusieron tensos y brillantes, recuperaron un tinte rojo intenso; el tallo adquirió una vez más su jugosidad primitiva, las hojas se volvieron verdes, y al poco tiempo la rosa de hacía más de medio siglo se encontraba tan fresca y fragante como en el momento en que Sylvia Ward se la regaló a su prometido. Casi totalmente abierta, algunas hojas se rizaban todavía sobre sí mismas, mientras la corola retenía unas gotas brillantes del líquido misterioso.

—¡He aquí algo verdaderamente extraordinario! —dijeron los amigos del doctor, aunque no demasiado sorprendidos, pues ya habían sido testigos otras veces de maravillas aun mayores realizadas por él.

—¿Puede decirnos cómo ha logrado esto? —dijeron.

—¿No han oído ustedes hablar —dijo el doctor Heidegger— de la Fuente de la Juventud, que hace dos o tres siglos fue a buscar Ponce de León, un aventurero español?

—¿Llegó a encontrarla efectivamente? —preguntó la viuda Wycherly.

—No —respondió el doctor Heidegger—, porque Ponce de León no la buscaba en su verdadero lugar; la famosa Fuente de la Juventud se encuentra, si mis informes no me engañan, en la parte meridional de la península de Florida, no lejos del lago Macaco. La fuente de donde mana el agua está a la sombra de unas gigantescas magnolias, que aunque viven desde hace ya innumerables años se mantienen tan frescas como si las acabaran de plantar, gracias a las virtudes de esta agua maravillosa. Un amigo mío, que conoce mi afición por estas cosas, me ha enviado la poción que ven ustedes en esta vasija.

—Está bien, está bien —dijo el coronel Killigrew, que no creía ni una palabra de la historia del doctor. —¿Cuál es el efecto de este líquido en el organismo humano?

—Ustedes mismos serán jueces de esto, querido coronel —replicó el doctor Heidegger—, pues cada uno se encuentra invitado a tomar aquella parte de líquido que le haga falta para devolver a sus venas el fuego de la juventud. Por mi parte, he tenido tantos dolores a medida que iba avanzando en el camino de la vida, que no tengo el menor deseo de volver una vez más a la juventud. Con el permiso de ustedes, me concretaré, por eso, a seguir como espectador el curso del experimento.

Mientras hablaba, el doctor Heidegger había llenado las cuatro copas de champaña con el agua de la Fuente de la Juventud. Este líquido poseía, al parecer, cierta efervescencia, pues desde el fondo de cada una de las copas ascendían sin cesar burbujas que estallaban en la superficie como gotas de plata. Como el líquido exhalaba un aroma agradable, los cuatro invitados no dudaron que poseyera cualidades reconfortantes. Aun cuando estaban escépticos en lo que a sus virtudes rejuvenecedoras se refería, todos se mostraron dispuestos a apurar su copa. El doctor Heidegger, sin embargo, les suplicó que se detuvieran sólo un momento.

—Antes de que beban de esta agua maravillosa, mis queridos amigos —dijo—, sería conveniente que extrajeran de su experiencia aquellas reglas de conducta que deberán guiarlos a través de los peligros de la juventud con los que se van a enfrentar por segunda vez. Piensen en la vergüenza que sería si con la vida que tienen todos ustedes detrás vivieran, sin embargo, una segunda juventud sin convertirse entonces en maestros de virtud y sabiduría para todos los de su misma edad.

Los cuatro respetables amigos del doctor no respondieron más que con una sonrisa débil y trémula; tan absurda les parecía la idea de que aun sabiendo hasta qué punto el arrepentimiento castiga los errores, pudieran ellos otra vez dejarse arrastrar por faltas iguales a las de antes.

—¡Beban ustedes, pues! —dijo el doctor haciendo una pequeña reverencia. —Me alegro de haber escogido tan bien a los sujetos de mi experimento.

Con manos trémulas los cuatro acercaron sus copas a sus labios. Si, efectivamente, poseía las virtudes que el doctor Heidegger le atribuía, a nadie podía haber sido concedido este líquido que más lo necesitara, que a estos cuatro seres humanos. Todos ellos tenían el aspecto de no haber sabido nunca lo que significa ventura y juventud y de haber sido siempre estas mismas criaturas grises, decrépitas y miserables que se inclinaban ahora en torno a la mesa, sin vida bastante ni en sus cuerpos ni en sus almas para sentirse animadas siquiera ante la perspectiva de volver nuevamente a la juventud. Los cuatro bebieron el agua y depositaron después las copas sobre la mesa.

Casi en el mismo momento tuvo lugar un cambio en el aspecto de los invitados, semejante al que pudiera haberles producido una copa de vino generoso, unido al resplandor repentino del sol sobre sus fisonomías. En lugar del tono ceniciento que había dado hasta ahora a su rostro un aspecto cadavérico, sus mejillas comenzaron a colorearse súbitamente. Los cuatro comenzaron a mirarse unos a otros, pensando que, en efecto, algún poder mágico empezaba a borrar los trazos profundos y tristes que el Padre Tiempo había grabado durante tantos años en sus facciones. La viuda Wycherly se ajustó la cofia y comenzó a sentirse de nuevo algo semejante a una mujer.

—¡Dénos más de esta agua maravillosa —gritaron ansiosamente. —Somos más jóvenes, pero todavía somos demasiado viejos. ¡De prisa! ¡Dénos usted más!

—Paciencia, paciencia —dijo el doctor Heidegger, que observaba el experimento con la frialdad de un filósofo. —Durante decenios enteros han estado ustedes envejeciendo. Debería bastarles, pues, con convertirse en algo más jóvenes en media hora... No obstante, el agua está a su disposición.

Al decir esto, el doctor Heidegger llenó de nuevo las copas con el líquido de la juventud, del que había aún en la vasija una cantidad suficiente como para volver a todos los ancianos de la ciudad tan jóvenes como sus nietos. Mientras estaban las burbujas ascendiendo a la superficie, los cuatro invitados del doctor tomaron sus copas de la mesa y bebieron el líquido de un trago. ¿Era ilusión? Mientras el filtro encantado estaba aún pasando por sus gargantas, cada uno de ellos experimentó un cambio total en su organismo. Sus ojos se hicieron claros y brillantes, una sombra oscura comenzó a dibujarse entre la plata de sus cabellos y los que ahora rodeaban la mesa eran tres caballeros de mediana edad y una señora que parecía estar en las fronteras de la primera y la segunda juventud.

—Mi querida Mrs. Wycherly, es usted encantadora —dijo el coronel Killigrew, cuyos ojos habían estado fijos en el rostro de la viuda, mientras las sombras de la edad desaparecían de él como la oscuridad retrocede ante los primeros resplandores del alba.

La viuda sabía que los cumplidos del coronel Killigrew no se movían estrictamente dentro de los límites de la verdad, así que se levantó y corrió al espejo, con el temor de que volviera a salir a su encuentro la faz arrugada y contrahecha de una anciana. Mientras tanto, los tres caballeros se comportaban de una manera que hacía pensar que el agua de la juventud poseía también ciertas cualidades tonificantes; a no ser que el ardor exuberante de sus ánimos fuera un vértigo momentáneo, producido por la repentina desaparición del peso de los años. La mente de Mr. Gascoigne parecía dirigirse al terreno de la política, aunque era imposible decir si del pasado, presente o futuro, pues las mismas ideas y frases que pronunciaba habían estado en circulación durante los últimos cincuenta años. Unas veces profería atropelladamente párrafos altisonantes sobre patriotismo, gloria nacional y derechos del pueblo, otras sobre alguna materia peligrosa, perdiéndose en un susurro tan leve, que ni su propia conciencia podía percatarse del secreto; otras, en fin, hablaba en un tono tan discreto y con acentos tan respetuosos como si el oído de un rey escuchara sus redondeados períodos. Durante este tiempo, el coronel Killigrew había canturreado una canción alegre, haciendo sonar su copa al compás de la canción, mientras sus ojos miraban sin cesar las formas seductoras de la viuda Wycherly. Al otro lado de la mesa, Mr. Medbourne estaba sumido en el cálculo de una operación de dólares y centavos, en el que se mezclaba extrañamente un proyecto de proveer de hielo a las Indias Orientales, para lo que se valdría de algunas ballenas que arrastrarían icebergs de los mares polares.

Por su parte, la viuda Wycherly se encontraba delante del espejo, admirando y sonriendo a su propia imagen, a la que saludaba como si fuera el amigo más querido del mundo; acercó su rostro al espejo después, para ver si, efectivamente, se habían desvanecido las arrugas que durante tanto tiempo habían estigmatizado su fisonomía. Examinó si la nieve había desaparecido a tal extremo de sus cabellos que de nuevo pudiera quitarse la cofia que cubría su cabeza. Finalmente, se apartó con brusquedad del espejo y se dirigió a la mesa con una especie de paso de baile.

—Mi buen doctor, tenga la bondad de darme otra copa.

—Sin duda, señora, sin duda —dijo complaciente el doctor. —Mire usted: ya están llenas nuevamente las copas.

En efecto, estaban las cuatro copas rebosantes del agua maravillosa, cuya efervescencia al quebrarse en la superficie semejaba el brillo oscilante de perlas líquidas. La caída de la tarde se había acentuado tanto, que las sombras invadían el recinto más que nunca; no obstante, una luz dulce y lunar surgía de dentro de la vasija que contenía el agua de la juventud y se fijaba su resplandor en los cuatro invitados y en la venerable figura del doctor Heidegger, que estaba en un sillón de roble de alto respaldo y cuidada talla, manteniendo su severa dignidad, que hubiera podido corresponder perfectamente a la de aquel Padre Tiempo, cuyo poder no había sido disputado nunca hasta aquella tarde. Mientras éstos bebían por tercera vez del agua de la juventud hubo un momento en que la expresión del doctor tenía un velo de temor sobre su ánimo. Pero al momento siguiente un torrente de nueva vida se precipitó en sus venas. Los cuatro tenían la edad deliciosa de la primera juventud. Los años y la vejez, con toda su triste secuela de cuidados, desengaño y preocupaciones, eran recordados sólo como una pesadilla de la que felizmente habían despertado. El brillo del alma, tan tempranamente perdido, sin el cual las escenas sucesivas del mundo no habían sido más que una galería de cuadros deslustrados, tendía de nuevo su encanto sobre todos sus proyectos: se sentían como seres recientemente creados en un universo también acabado de crear.

—¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes! —gritaron todos en coro, llenos de alegría.

La juventud, al igual que la vejez, había borrado las características marcadas por los años de madurez y las había asimilado todas. Lo que aquí había era un grupo de jóvenes entusiastas y extasiados por la alegría irrefrenable de sus pocos años. El efecto más singular de su alegría consistía en mofarse de los achaques y de la decrepitud de que hasta hacía muy poco tiempo ellos mismos habían sido víctimas. Se reían a carcajadas de sus anticuados atavíos, de sus sacos viejos y de sus amplios chalecos, así como de la cofia y del vestido pasado de moda de la que ahora era una joven en plenitud de belleza. Uno de ellos cruzaba renqueando la habitación, buscando imitar a un anciano atormentado por la gota, mientras que otro se ponía unos quevedos igual que un viejo disponiéndose a leer, y un tercero se sentó incluso en un sillón imitando la actitud venerable del doctor Heidegger. Después todos gritaban alegremente, brincando por todo el recinto. La viuda Wycherly —si es que a una joven tan bella podía llamársele viuda— se dirigió con un paso de baile al sillón del doctor Heidegger, con una expresión de malicia en su rostro sonrosado:

—Mi querido y pobre doctor —dijo—, levántese usted y baile conmigo. —A estas palabras los otros tres rieron a carcajadas, pensando en la triste figura que tendría el viejo doctor si se dispusiera a bailar.

—Perdóneme —respondió el doctor Heidegger tranquilamente. —Soy un viejo, y reumático por añadidura; los días en que podía bailar han pasado desde hace mucho para mí. Pero alguno de estos jóvenes que gentilmente nos acompañan es seguro que se sentirían halagados de bailar con una pareja tan hermosa...

—¡Baile conmigo, Clara! —gritó el coronel Killigrew.

—¡No! ¡Yo seré su pareja! —exclamó Mr. Gascoigne.

—Clara me prometió su mano hace cincuenta años —repuso a su vez Mr. Medbourne.

Todos comenzaron a rodearla: uno le tomó las manos y las estrechó, apasionadamente; otro la abrazaba por la cintura, mientras otro hundía su mano entre los brillantes rizos que asomaban por debajo de la cofia. Enrojecía, jadeante, luchaba, increpaba, riendo, rozando con su aliento cálido unas veces a uno, otras veces a otro de los rostros que la rodeaban; ella luchaba por desasirse, sin conseguirlo por completo. Nunca hubo cuadro más delicioso de jovialidad juvenil, con una seductora beldad como premio. Debido a la creciente oscuridad de la estancia y a los anticuados trajes que llevaban, proyectaban una imagen distinta. Se ha dicho que el espejo reflejaba sólo las figuras de tres viejos, mustios y decrépitos, contendiendo ridículamente entre sí por una vieja, fea y huesuda dama.



Pero todos eran jóvenes y el ardor de la pasión lo probaba suficientemente. Inflamados hasta la locura por los encantos de la rejuvenecida, que ni rechazaba ni admitía a ninguno, los tres jóvenes rivales comenzaron a cruzar miradas amenazadoras. Sin abandonar su preciada presa, sus manos se dirigieron a la garganta de los otros. En el curso de la lucha que se desarrolló a continuación, los contendientes derribaron la mesa y la vasija se estrelló contra el piso en mil pedazos. El agua de la juventud se extendió en el suelo como un arroyo brillante, humedeciendo las alas de una mariposa que había cumplido su ciclo de vida y había muerto ahí; el insecto revoloteó un momento por la estancia y se posó en la cabeza nevada del doctor Heidegger.

—¡Calma, calma, señores! ¡Vamos, madame Wycherly! —gritó el doctor. —Ustedes comprenderán que debo protestar contra este alboroto.

Todos abandonaron el tumulto y se estremecieron. Parecía, en efecto, como si el tiempo gris les llamara otra vez desde su juventud al valle oscuro y frío de los años. Sus miradas se fijaron en el doctor Heidegger, que permanecía sentado, manteniendo entre los dedos la rosa de medio siglo que había salvado de entre los trozos de la vasija rota. A una señal de su mano, los tres contendientes tomaron asiento, en su mayoría gustosamente, pues el violento ejercicio los había fatigado, incluso siendo jóvenes como eran.

—¡Mí pobre rosa! —exclamó el doctor Heidegger mientras sostenía la flor en las sombras del crepúsculo. —Me parece que otra vez comienza a marchitarse.

Así era, en efecto. Ante la mirada de los invitados, la flor comenzó a arrugarse y a contraerse hasta quedar tan seca y frágil como cuando el doctor la extrajo por primera vez de entre las páginas del libro. Finalmente el doctor sacudió de sus hojas unas gotas de humedad que le habían quedado.

—También la amo así, igual que antes —dijo, acercándose la marchita rosa a los marchitos labios. Mientras hablaba, la mariposa también cayó de la cabeza blanca del doctor.

Los cuatro invitados se estremecieron de nuevo. Un frío extraño, que no sabían si era del cuerpo o del espíritu, se apoderaba gradualmente de ellos. Se miraban unos a otros y les pareció que cada momento que pasaba borraba un encanto de sus rostros y dejaba un surco más profundo donde antes no lo había. ¿Era una ilusión? ¿Habían sido concentrados en tan corto espacio de tiempo todos los cambios de una vida y de nuevo se sentaban cuatro ancianos en torno a su viejo amigo el doctor Heidegger?

—¿Estamos envejeciendo de nuevo? —exclamaban con angustia.

Así era, en efecto: el agua de la juventud poseía una virtud más transitoria que la del vino, y el delirio que causaba se había desvanecido. ¡Sí! Otra vez eran viejos. Con un movimiento tembloroso, que aún indicaba que se trataba de una mujer, la viuda se cubrió el rostro con sus huesudas manos y deseó que la tapa del ataúd descendiera sobre ella, si no podía volver a ser hermosa.

—Sí, amigos míos, otra vez ustedes son viejos —dijo el doctor Heidegger—, y además el agua de la juventud se ha derramado totalmente. Por mi parte no lo lamento. Aunque la misma fuente manara al pie de mi puerta, no daría un paso para humedecer mis labios en su agua. ¡No! Aunque su delirio durara años en lugar de minutos. Esta es la lección que ustedes me han enseñado.

Sin embargo los amigos del doctor no habían aprendido esta lección. Inmediatamente decidieron emprender una peregrinación a Florida para beber ahí, mañana, tarde y noche, a grandes tragos, del líquido maravilloso de la Fuente de la Juventud.




(De Cuentos de la nueva Holanda.
Traducción de Felipe González Vicens)

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