A la memoria del General Leocadio Parra,
asesinado por el carrancismo.
Juan Pablo está encapillado; mañana, al rayar el alba, será conducido a su celda, entre clangor de clarines y batir de tambores, al fondo de las cuadras del cuartel, y allí, de espaldas a un angosto muro de adobes, ante todo el regimiento, se le formará el cuadro y será pasado por las armas.
Así paga con su vida el feo delito de traición.
¡Traición! ¡Traición!
La palabreja pronunciada en el Consejo Extraordinario de Guerra de ayer se ha clavado en mitad del corazón de Juan Pablo como un dardo de alacrán.
"Traición". Así dijo un oficialito, buen mozo, que guiñaba los ojos y movía las manos como esas gentes de las comedias. Así dijo un oficialito encorseletado, relamido, oloroso como las mujeres de la calle; un oficialito de tres galones muy brillantes... galones vírgenes.
Y la palabreja da vueltas en el cerebro de Juan Pablo como una idea fija en la rueda sin fin del cerebro de un tifoso.
"Traición!, ¡traición! ¿Pero traición a quién?"
Juan Pablo ruge, sin alzar la cabeza, removiendo la silla y haciendo rechinar sus ferradas botas en las baldosas.
La guardia despierta:
"¡Centinela aaalerta!..."
"¡Centinela aaalerta!..."
Las voces se repiten alejándose, perdiéndose de patio en patio, hasta esfumarse pavorosas y escalofriantes en un gemido del viento. Después ladra un perro de la calle. Ladrido agudo, largo, plañidero, de una melancolía desgarradora, casi humana.
El día que llegó a Hostotipaquillo el periódico de México con la relación mentirosa de las hazañas del beodo Huerta y su cafrería, Pascual Bailón, hábil peluquero, acertado boticario y pulsador a las veces de la séptima, convocó a sus íntimos:
"Pos será bueno acabar ya con los tiranos", respondió Juan Pablo que nunca hablaba.
Entonces Pascual Bailón, personaje de ascendiente, empapado en las lecturas de don Juan A. Mateos, y de don Ireneo Paz y de otros afamados escritores, con gesto épico y alcanzando con su verbo las alturas del cóndor, dijo así:
"Compañeros, es de cobardes hablar en lenguas, cuando ya nuestros hermanos del norte están hablando en pólvora."
Juan Pablo fue el primero en salir a la calle.
Los conjurados, en número de siete, no hablaron en pólvora porque no tenían ni pistolas de chispa; tan bien hablaron en hierro, que dejaron mudos para siempre a los tiranos del pueblo, al alcalde y los jenízaros de la cárcel municipal, amén de ponerle fuego a La Simpatía (abarrotes y misceláneas) de don Telésforo, el cacique principal.
Pascual Bailón y los suyos remontaron a las barrancas de Tequila. Luego de su primera escaramuza con los federales, verificóse un movimiento jerárquico radical; Pascual Bailón, que procuraba ponerse siempre a respetable distancia de la línea de fuego, dijo que a eso él le llamaba, con la historia, prudencia; pero los demás, que ni leer sabían, en su caló un tanto rudo, mas no desprovisto de color, dijeron que eso se llamaba simplemente "argolla".
Entonces, por unanimidad de pareceres, tomó la jefatura de la facción Juan Pablo, que en el pueblo sólo se había distinguido por su retraimiento hosco y por su habilidad muy relativa para calzar una reja, aguzar un barretón o sacarle filo a un machete. Valor temerario y serenidad fueron para Juan Pablo como para el aguilucho desplegar las alas y hender los aires.
Al triunfo de la revolución podía ostentar, sin mengua de la vergüenza y del pudor, sus insignias de general.
Las parejas de enamorados que gustan de ver el follaje del jardín Santiago Tlatelolco, tinto en oro vaporoso del sol naciente, tropezaron a menudo con un recio mocetón, tendido a la bartola en una banca, en mangas de camisa, desnudo el velloso pecho; a veces contemplando embebecido un costado mohoso y carcomido de la iglesia; sus vetustas torrecillas desiguales que recortan claros zafirinos, débilmente rosados por la hora; otras veces un número de El Pueblo, a deletrea que deletrea.
Juan Pablo, de guarnición en la capital, poco sabe de periódicos desde que Pascual Bailón, nuevo Cincinato, después de salvar a la patria, se ha retirado a la vida privada a cuidar sus intereses (una hacienda en Michoacán y un ferrocarrilito muy regularmente equipado); pero cuando el título del periódico viene en letras rojas y con la enésima noticia de que "Doroteo Arango ha sido muerto" o que "el gobierno ha rehusado el ofrecimiento de quinientos millones de dólares que le ofrecen los banqueros norteamericanos", o bien como ahora que "ya el pueblo está sintiendo los inmensos beneficios de la revolución", entonces compra el diario. Excusando decir que Juan Pablo prohíja la opinión de El Pueblo de hoy: su chaleco está desabrochado porque no le cierra más; la punta de su nariz se empurpura y comienzan a culebrear por ella venas muy erectas, y a su lado juguetea una linda adolescente vestida de tul blanco floreado, con un listón muy encendido en la nuca, otro más grande y abierto como mariposa de fuego al extremo de la trenza que cae pesada en medio de unas caderas que comienzan a penas a ensanchar.
Juan Pablo acaba rendido la lectura de "los inmensos beneficios de la revolución le ha traído al pueblo", a la sazón que sus ojos reparan en el centenar de mugrientos, piojosos y cadavéricos que están haciendo cola a lo largo de la duodécima calle del Factor, en espera de que abra sus puertas un molino de nixtamal. Juan Pablo frunce el ala a la izquierda de su nariz y se inclina a rascarse un tobillo. No es que Juan Pablo, herido por la coincidencia, haya reflexionado. No. Juan Pablo ordinariamente no piensa. Lo que ocurre en las reconditeces de su subconciencia suele exteriorizarse así: un fruncir de nariz, un sordo escozor, algo así como si le paseara una pulga por las pantorrillas. Eso es todo.
Y bien, es ésta la tercera vez que Juan Pablo está encapillado. Una por haberle desbaratado la cara a un barbilindo de la Secretaría de Guerra; otra por haber alojado en la cabeza de un pagador la cabeza de un revóver. Todo por nada, por minucias de servicio. Porque en la lógica de mezquite de Juan Pablo no cabrá jamás eso de que después del triunfo de la revolución del pueblo sigan como siempre unos esclavizados a los otros. En su regimiento, en efecto, jamás se observó más línea de conducta que ésta: "No volverle jamás la espalda al enemigo." El resto avéngaselo cada cual como mejor le cuadre. Se comprende qué hombres llevaría consigo Juan Pablo. Se comprende cómo lo adoraría su gente. Y se comprende también que por justos resquemores de esa gente el gobierno haya puesto dos veces en libertad a Juan Pablo.
Sólo que la segunda salió de la prisión a encontrarse con una novedad: su regimiento disuelto, sus soldados incorporados a cuerpos remotísimos: unos en Sonora, otros en Chihuahua, otros en Tampico y unos cuantos en Morelos.
Juan Pablo, general en depósito sin más capital que su magnífica Colt izquierda, sintió entonces la nostalgia del terruño lejano, de sus camaradas de pelea, de su libertad más mermada hoy que cuando majaba el hierro, sin más tiranos en la cabeza que el pobre diablo de la Simpatía (abarrotes y misceláneas) y los tres o cuatro "gatos" que fungían como gendarmes municipales, excelentes personas por lo demás, si uno no se mete con ellos. Juan Pablo así lo reconoce ahora, suspirando y vueltas las narices al occidente.
Una noche, cierto individuo que de días atrás viene ocupando el sitio de frontero a Juan Pablo en el restaurante se rasca la cabeza, suspira y rumora: "Los civilistas nos roban."
Juan Pablo, cejijunto, mira a su interlocutor, come y calla.
Al día siguiente: "Los civilistas se han apoderado de nuestra cosecha; nosotros sembramos la tierra, nosotros la regamos con nuestra propia sangre."
Juan Pablo deja el platillo un instante, pliega el ala izquierda de la nariz, se inclina y rasca un tobillo. Luego come y calla.
Otro día: "Los civilistas ya no son las moscas, ahora se han sentado a la mesa y a nosotros nos arrojan, como al perro, las sobras del banquete."
Juan Pablo, impaciente al fin, pregunta: "¿Por eso, pues, quiénes jijos de un... son esos civilistas?"
"Los que nos han echado de nuestro campo... los catrines..."
La luz se hace en el cerebro de Juan Pablo.
Al día siguiente es él quien habla: "Sería bueno acabar con los tiranos."
Su amigo lo lleva por la noche a una junta secreta por un arrabal siniestro. Allí están reunidos ya los conjurados. Uno, el más respetable, diserta con sombrío acento sobre el tema ya es tiempo de que al pueblo demos patria.
Alelado, Juan Pablo no siente cuando las puertas y las ventanas contiguas se cuajan de brillantes cañones de fusil.
Un vozarrón: "¡Arriba las manos!"
Todo el mundo las levanta. Juan Pablo también las levanta: mejor dicho alza la derecha empuñando vigorosamente el Colt izquierda.
"¡Ríndase o hago fuego!", ruge una voz tan cerca de él que le hace dar un salto de fiera hacia atrás. Y Juan Pablo responde vaciando la carga de su revólver.
En medio de la blanca humareda, entre el vivo fulgor de los fogonazos, bajo la turbia penumbra de un farol grasiento, Juan Pablo, crispada la melena, blancos los dientes, sonríe en su apoteosis.
Cuando los tiros se agotan y no queda figura humana en los oscuros huecos de puertas y ventanas, caen sobre él como un rayo los mismos conjurados.
Agarrotado de pies y manos, Juan Pablo sigue sonriendo.
No hay jactancia alguna, pues, en que Juan Pablo diga tantas veces se ha encontrado frente a frente con la muerte que ya aprendió a verla de cara sin que le tiemblen las corvas.
Si hoy lleva seis horas enclavado a una silla de tule, la vigorosa cabeza hundida entre sus manos nervudas y quemadas, es porque algo más cruel que la muerte lo destrozan. Juan Pablo oye todavía: "¡Traición... traición...!", cuando una a una caen lentas y pausadas las campanadas del alba.
"¿Pero traición a quién, Madre mía del Refugio?"
Sin abrir los ojos está mirando el altarcito en uno de los muros del cuartucho; una estampa de Nuestra Señora de Refugio, dos manojos de flores ya marchitas y una lamparita de aceite que derrama su luz amarillenta y funeraria. Entonces dos lagrimones se precipitan a sus ojos.
"¡Imposible! -Juan Pablo da un salto de león herido-...¡Imposible!..."
Clarividencias de moribundo le traen viva la escena su infancia, ruidoso covachón, negro de hollín, gran fuego en el hogar, y un niño de manos inseguras que no saben tener la tenaza y escapar del hierro candente... Luego un grito y los ojos se llenan de lágrimas... Al extremo de la fragua se yergue un viejo semidesnudo, reseco, como corteza de roble, barbado en grandes madejas como ixtle chamuscado:
"¿Qué es eso, Juan Pablo?... ¡Los hombres no lloran!"
En huecas frases revestidas de hipocresía reporteril, la prensa dice que el ajusticiado murió con gran serenidad. Agregan los reporteros que las últimas palabras del reo fueron éstas: "No me tiren a la cara", y que con tal acento las pronunció, que más parecía dictar una orden que implorar una gracia.
Parece que la escolta estuvo irreprochable. Juan Pablo dio un salto adelante, resbaló y cayó tendido de cara a las estrellas, sin contraer más una sola de sus líneas.
Esto fue lo que vieron los reporteros.
Yo vi más. Vi cómo en los ojos vitrificados de Juan Pablo asomaron tímidamente dos gotitas de diamantes que crecían, crecían, que se dilataban, que parecían querer desprenderse, que parecían querer subir al cielo... sí, dos estrellas...
La palabreja pronunciada en el Consejo Extraordinario de Guerra de ayer se ha clavado en mitad del corazón de Juan Pablo como un dardo de alacrán.
"Traición". Así dijo un oficialito, buen mozo, que guiñaba los ojos y movía las manos como esas gentes de las comedias. Así dijo un oficialito encorseletado, relamido, oloroso como las mujeres de la calle; un oficialito de tres galones muy brillantes... galones vírgenes.
Y la palabreja da vueltas en el cerebro de Juan Pablo como una idea fija en la rueda sin fin del cerebro de un tifoso.
"Traición!, ¡traición! ¿Pero traición a quién?"
Juan Pablo ruge, sin alzar la cabeza, removiendo la silla y haciendo rechinar sus ferradas botas en las baldosas.
La guardia despierta:
"¡Centinela aaalerta!..."
"¡Centinela aaalerta!..."
Las voces se repiten alejándose, perdiéndose de patio en patio, hasta esfumarse pavorosas y escalofriantes en un gemido del viento. Después ladra un perro de la calle. Ladrido agudo, largo, plañidero, de una melancolía desgarradora, casi humana.
El día que llegó a Hostotipaquillo el periódico de México con la relación mentirosa de las hazañas del beodo Huerta y su cafrería, Pascual Bailón, hábil peluquero, acertado boticario y pulsador a las veces de la séptima, convocó a sus íntimos:
"Pos será bueno acabar ya con los tiranos", respondió Juan Pablo que nunca hablaba.
Entonces Pascual Bailón, personaje de ascendiente, empapado en las lecturas de don Juan A. Mateos, y de don Ireneo Paz y de otros afamados escritores, con gesto épico y alcanzando con su verbo las alturas del cóndor, dijo así:
"Compañeros, es de cobardes hablar en lenguas, cuando ya nuestros hermanos del norte están hablando en pólvora."
Juan Pablo fue el primero en salir a la calle.
Los conjurados, en número de siete, no hablaron en pólvora porque no tenían ni pistolas de chispa; tan bien hablaron en hierro, que dejaron mudos para siempre a los tiranos del pueblo, al alcalde y los jenízaros de la cárcel municipal, amén de ponerle fuego a La Simpatía (abarrotes y misceláneas) de don Telésforo, el cacique principal.
Pascual Bailón y los suyos remontaron a las barrancas de Tequila. Luego de su primera escaramuza con los federales, verificóse un movimiento jerárquico radical; Pascual Bailón, que procuraba ponerse siempre a respetable distancia de la línea de fuego, dijo que a eso él le llamaba, con la historia, prudencia; pero los demás, que ni leer sabían, en su caló un tanto rudo, mas no desprovisto de color, dijeron que eso se llamaba simplemente "argolla".
Entonces, por unanimidad de pareceres, tomó la jefatura de la facción Juan Pablo, que en el pueblo sólo se había distinguido por su retraimiento hosco y por su habilidad muy relativa para calzar una reja, aguzar un barretón o sacarle filo a un machete. Valor temerario y serenidad fueron para Juan Pablo como para el aguilucho desplegar las alas y hender los aires.
Al triunfo de la revolución podía ostentar, sin mengua de la vergüenza y del pudor, sus insignias de general.
Las parejas de enamorados que gustan de ver el follaje del jardín Santiago Tlatelolco, tinto en oro vaporoso del sol naciente, tropezaron a menudo con un recio mocetón, tendido a la bartola en una banca, en mangas de camisa, desnudo el velloso pecho; a veces contemplando embebecido un costado mohoso y carcomido de la iglesia; sus vetustas torrecillas desiguales que recortan claros zafirinos, débilmente rosados por la hora; otras veces un número de El Pueblo, a deletrea que deletrea.
Juan Pablo, de guarnición en la capital, poco sabe de periódicos desde que Pascual Bailón, nuevo Cincinato, después de salvar a la patria, se ha retirado a la vida privada a cuidar sus intereses (una hacienda en Michoacán y un ferrocarrilito muy regularmente equipado); pero cuando el título del periódico viene en letras rojas y con la enésima noticia de que "Doroteo Arango ha sido muerto" o que "el gobierno ha rehusado el ofrecimiento de quinientos millones de dólares que le ofrecen los banqueros norteamericanos", o bien como ahora que "ya el pueblo está sintiendo los inmensos beneficios de la revolución", entonces compra el diario. Excusando decir que Juan Pablo prohíja la opinión de El Pueblo de hoy: su chaleco está desabrochado porque no le cierra más; la punta de su nariz se empurpura y comienzan a culebrear por ella venas muy erectas, y a su lado juguetea una linda adolescente vestida de tul blanco floreado, con un listón muy encendido en la nuca, otro más grande y abierto como mariposa de fuego al extremo de la trenza que cae pesada en medio de unas caderas que comienzan a penas a ensanchar.
Juan Pablo acaba rendido la lectura de "los inmensos beneficios de la revolución le ha traído al pueblo", a la sazón que sus ojos reparan en el centenar de mugrientos, piojosos y cadavéricos que están haciendo cola a lo largo de la duodécima calle del Factor, en espera de que abra sus puertas un molino de nixtamal. Juan Pablo frunce el ala a la izquierda de su nariz y se inclina a rascarse un tobillo. No es que Juan Pablo, herido por la coincidencia, haya reflexionado. No. Juan Pablo ordinariamente no piensa. Lo que ocurre en las reconditeces de su subconciencia suele exteriorizarse así: un fruncir de nariz, un sordo escozor, algo así como si le paseara una pulga por las pantorrillas. Eso es todo.
Y bien, es ésta la tercera vez que Juan Pablo está encapillado. Una por haberle desbaratado la cara a un barbilindo de la Secretaría de Guerra; otra por haber alojado en la cabeza de un pagador la cabeza de un revóver. Todo por nada, por minucias de servicio. Porque en la lógica de mezquite de Juan Pablo no cabrá jamás eso de que después del triunfo de la revolución del pueblo sigan como siempre unos esclavizados a los otros. En su regimiento, en efecto, jamás se observó más línea de conducta que ésta: "No volverle jamás la espalda al enemigo." El resto avéngaselo cada cual como mejor le cuadre. Se comprende qué hombres llevaría consigo Juan Pablo. Se comprende cómo lo adoraría su gente. Y se comprende también que por justos resquemores de esa gente el gobierno haya puesto dos veces en libertad a Juan Pablo.
Sólo que la segunda salió de la prisión a encontrarse con una novedad: su regimiento disuelto, sus soldados incorporados a cuerpos remotísimos: unos en Sonora, otros en Chihuahua, otros en Tampico y unos cuantos en Morelos.
Juan Pablo, general en depósito sin más capital que su magnífica Colt izquierda, sintió entonces la nostalgia del terruño lejano, de sus camaradas de pelea, de su libertad más mermada hoy que cuando majaba el hierro, sin más tiranos en la cabeza que el pobre diablo de la Simpatía (abarrotes y misceláneas) y los tres o cuatro "gatos" que fungían como gendarmes municipales, excelentes personas por lo demás, si uno no se mete con ellos. Juan Pablo así lo reconoce ahora, suspirando y vueltas las narices al occidente.
Una noche, cierto individuo que de días atrás viene ocupando el sitio de frontero a Juan Pablo en el restaurante se rasca la cabeza, suspira y rumora: "Los civilistas nos roban."
Juan Pablo, cejijunto, mira a su interlocutor, come y calla.
Al día siguiente: "Los civilistas se han apoderado de nuestra cosecha; nosotros sembramos la tierra, nosotros la regamos con nuestra propia sangre."
Juan Pablo deja el platillo un instante, pliega el ala izquierda de la nariz, se inclina y rasca un tobillo. Luego come y calla.
Otro día: "Los civilistas ya no son las moscas, ahora se han sentado a la mesa y a nosotros nos arrojan, como al perro, las sobras del banquete."
Juan Pablo, impaciente al fin, pregunta: "¿Por eso, pues, quiénes jijos de un... son esos civilistas?"
"Los que nos han echado de nuestro campo... los catrines..."
La luz se hace en el cerebro de Juan Pablo.
Al día siguiente es él quien habla: "Sería bueno acabar con los tiranos."
Su amigo lo lleva por la noche a una junta secreta por un arrabal siniestro. Allí están reunidos ya los conjurados. Uno, el más respetable, diserta con sombrío acento sobre el tema ya es tiempo de que al pueblo demos patria.
Alelado, Juan Pablo no siente cuando las puertas y las ventanas contiguas se cuajan de brillantes cañones de fusil.
Un vozarrón: "¡Arriba las manos!"
Todo el mundo las levanta. Juan Pablo también las levanta: mejor dicho alza la derecha empuñando vigorosamente el Colt izquierda.
"¡Ríndase o hago fuego!", ruge una voz tan cerca de él que le hace dar un salto de fiera hacia atrás. Y Juan Pablo responde vaciando la carga de su revólver.
En medio de la blanca humareda, entre el vivo fulgor de los fogonazos, bajo la turbia penumbra de un farol grasiento, Juan Pablo, crispada la melena, blancos los dientes, sonríe en su apoteosis.
Cuando los tiros se agotan y no queda figura humana en los oscuros huecos de puertas y ventanas, caen sobre él como un rayo los mismos conjurados.
Agarrotado de pies y manos, Juan Pablo sigue sonriendo.
No hay jactancia alguna, pues, en que Juan Pablo diga tantas veces se ha encontrado frente a frente con la muerte que ya aprendió a verla de cara sin que le tiemblen las corvas.
Si hoy lleva seis horas enclavado a una silla de tule, la vigorosa cabeza hundida entre sus manos nervudas y quemadas, es porque algo más cruel que la muerte lo destrozan. Juan Pablo oye todavía: "¡Traición... traición...!", cuando una a una caen lentas y pausadas las campanadas del alba.
"¿Pero traición a quién, Madre mía del Refugio?"
Sin abrir los ojos está mirando el altarcito en uno de los muros del cuartucho; una estampa de Nuestra Señora de Refugio, dos manojos de flores ya marchitas y una lamparita de aceite que derrama su luz amarillenta y funeraria. Entonces dos lagrimones se precipitan a sus ojos.
"¡Imposible! -Juan Pablo da un salto de león herido-...¡Imposible!..."
Clarividencias de moribundo le traen viva la escena su infancia, ruidoso covachón, negro de hollín, gran fuego en el hogar, y un niño de manos inseguras que no saben tener la tenaza y escapar del hierro candente... Luego un grito y los ojos se llenan de lágrimas... Al extremo de la fragua se yergue un viejo semidesnudo, reseco, como corteza de roble, barbado en grandes madejas como ixtle chamuscado:
"¿Qué es eso, Juan Pablo?... ¡Los hombres no lloran!"
En huecas frases revestidas de hipocresía reporteril, la prensa dice que el ajusticiado murió con gran serenidad. Agregan los reporteros que las últimas palabras del reo fueron éstas: "No me tiren a la cara", y que con tal acento las pronunció, que más parecía dictar una orden que implorar una gracia.
Parece que la escolta estuvo irreprochable. Juan Pablo dio un salto adelante, resbaló y cayó tendido de cara a las estrellas, sin contraer más una sola de sus líneas.
Esto fue lo que vieron los reporteros.
Yo vi más. Vi cómo en los ojos vitrificados de Juan Pablo asomaron tímidamente dos gotitas de diamantes que crecían, crecían, que se dilataban, que parecían querer desprenderse, que parecían querer subir al cielo... sí, dos estrellas...
1918