No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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De cómo al fin lloró Juan Pablo

De Mariano Azuela


A la memoria del General Leocadio Parra,
asesinado por el carrancismo.


Juan Pablo está encapillado; mañana, al rayar el alba, será conducido a su celda, entre clangor de clarines y batir de tambores, al fondo de las cuadras del cuartel, y allí, de espaldas a un angosto muro de adobes, ante todo el regimiento, se le formará el cuadro y será pasado por las armas.

Así paga con su vida el feo delito de traición.

¡Traición! ¡Traición!

La palabreja pronunciada en el Consejo Extraordinario de Guerra de ayer se ha clavado en mitad del corazón de Juan Pablo como un dardo de alacrán.

"Traición". Así dijo un oficialito, buen mozo, que guiñaba los ojos y movía las manos como esas gentes de las comedias. Así dijo un oficialito encorseletado, relamido, oloroso como las mujeres de la calle; un oficialito de tres galones muy brillantes... galones vírgenes.

Y la palabreja da vueltas en el cerebro de Juan Pablo como una idea fija en la rueda sin fin del cerebro de un tifoso.

"Traición!, ¡traición! ¿Pero traición a quién?"

Juan Pablo ruge, sin alzar la cabeza, removiendo la silla y haciendo rechinar sus ferradas botas en las baldosas.

La guardia despierta:

"¡Centinela aaalerta!..."

"¡Centinela aaalerta!..."

Las voces se repiten alejándose, perdiéndose de patio en patio, hasta esfumarse pavorosas y escalofriantes en un gemido del viento. Después ladra un perro de la calle. Ladrido agudo, largo, plañidero, de una melancolía desgarradora, casi humana.

El día que llegó a Hostotipaquillo el periódico de México con la relación mentirosa de las hazañas del beodo Huerta y su cafrería, Pascual Bailón, hábil peluquero, acertado boticario y pulsador a las veces de la séptima, convocó a sus íntimos:

"Pos será bueno acabar ya con los tiranos", respondió Juan Pablo que nunca hablaba.

Entonces Pascual Bailón, personaje de ascendiente, empapado en las lecturas de don Juan A. Mateos, y de don Ireneo Paz y de otros afamados escritores, con gesto épico y alcanzando con su verbo  las alturas del cóndor, dijo así:

"Compañeros, es de cobardes hablar en lenguas, cuando ya nuestros hermanos del norte están hablando en pólvora."

Juan Pablo fue el primero en salir a la calle.

Los conjurados, en número de siete, no hablaron en pólvora porque no tenían ni pistolas de chispa; tan bien hablaron en hierro, que dejaron mudos para siempre a los tiranos del pueblo, al alcalde y los jenízaros de la cárcel municipal, amén de ponerle fuego a La Simpatía (abarrotes y misceláneas) de don Telésforo, el cacique principal.

Pascual Bailón y los suyos remontaron a las barrancas de Tequila. Luego de su primera escaramuza con los federales, verificóse un movimiento jerárquico radical; Pascual Bailón, que procuraba ponerse siempre  a respetable distancia de la línea de fuego, dijo que a eso él le llamaba, con la historia, prudencia; pero los demás, que ni leer sabían, en su caló un tanto rudo, mas no desprovisto de color, dijeron que eso se llamaba simplemente "argolla".

Entonces, por unanimidad de pareceres, tomó la jefatura de la facción Juan Pablo, que en el pueblo sólo se había distinguido por su retraimiento hosco y por su habilidad muy relativa para calzar una reja, aguzar un barretón o sacarle filo a un machete. Valor temerario y serenidad fueron para Juan Pablo como para el aguilucho desplegar las alas y hender los aires.

Al triunfo de la revolución podía ostentar, sin mengua de la vergüenza y del pudor, sus insignias de general.


Las parejas de enamorados que gustan de ver el follaje del jardín Santiago Tlatelolco, tinto en oro vaporoso del sol naciente, tropezaron a menudo con un recio mocetón, tendido a la bartola en una banca, en mangas de camisa, desnudo el velloso pecho; a veces contemplando embebecido un costado mohoso y carcomido de la iglesia; sus vetustas torrecillas desiguales que recortan claros zafirinos, débilmente rosados por la hora; otras veces un número de El Pueblo, a deletrea que deletrea.

Juan Pablo, de guarnición en la capital, poco sabe de periódicos desde que Pascual Bailón, nuevo Cincinato, después de salvar a la patria, se ha retirado a la vida privada a cuidar sus intereses (una hacienda en Michoacán y un ferrocarrilito muy regularmente equipado); pero cuando el título del periódico viene en letras rojas y con la enésima noticia de que "Doroteo Arango ha sido muerto" o que "el gobierno ha rehusado el ofrecimiento de quinientos millones de dólares que le ofrecen los banqueros norteamericanos", o bien como ahora que "ya el pueblo está sintiendo los inmensos beneficios de la revolución", entonces compra el diario. Excusando decir que Juan Pablo prohíja la opinión de El Pueblo de hoy: su chaleco está desabrochado porque no le cierra más; la punta de su nariz se empurpura y comienzan a culebrear por ella venas muy erectas, y a su lado juguetea una linda adolescente vestida de tul blanco floreado, con un listón muy encendido en la nuca, otro más grande y abierto como mariposa de fuego al extremo de la trenza que cae pesada en medio de unas caderas que comienzan a penas a ensanchar.

Juan Pablo acaba rendido la lectura de "los inmensos beneficios de la revolución le ha traído al pueblo", a la sazón que sus ojos reparan  en el centenar de mugrientos, piojosos y cadavéricos que están haciendo cola a lo largo de la duodécima calle del Factor, en espera de que abra sus puertas un molino de nixtamal. Juan Pablo frunce el ala a la izquierda de su nariz y se inclina a rascarse un tobillo. No es que Juan Pablo, herido por la coincidencia, haya reflexionado. No. Juan Pablo ordinariamente no piensa. Lo que ocurre en las reconditeces de su subconciencia suele exteriorizarse así: un fruncir de nariz, un sordo escozor, algo así como si le paseara una pulga por las pantorrillas. Eso es todo.


Y bien, es ésta la tercera vez que Juan Pablo está encapillado. Una por haberle desbaratado la cara a un barbilindo de la Secretaría de Guerra; otra por haber alojado en la cabeza de un pagador la cabeza de un revóver. Todo por nada, por minucias de servicio. Porque en la lógica de mezquite de Juan Pablo no cabrá jamás eso de que después del triunfo de la revolución del pueblo sigan como siempre unos esclavizados a los otros. En su regimiento, en efecto, jamás se observó más línea de conducta que ésta: "No volverle jamás la espalda al enemigo." El resto avéngaselo cada cual como mejor le cuadre. Se comprende qué hombres llevaría consigo Juan Pablo. Se comprende cómo lo adoraría su gente. Y se comprende también que por justos resquemores de esa gente el gobierno haya puesto dos veces en libertad a Juan Pablo.

Sólo que la segunda salió de la prisión a encontrarse con una novedad: su regimiento disuelto, sus soldados incorporados a cuerpos remotísimos: unos en Sonora, otros en Chihuahua, otros en Tampico y unos cuantos en Morelos.

Juan Pablo, general en depósito sin más capital que su magnífica Colt izquierda, sintió entonces la nostalgia del terruño lejano, de sus camaradas de pelea, de su libertad más mermada hoy que cuando majaba el hierro, sin más tiranos en la cabeza que el pobre diablo de la Simpatía (abarrotes y misceláneas) y los tres o cuatro "gatos" que fungían como gendarmes municipales, excelentes personas por lo demás, si uno no se mete con ellos. Juan Pablo así lo reconoce ahora, suspirando y vueltas las narices al occidente.

Una noche, cierto individuo que de días atrás viene ocupando el sitio de frontero a Juan Pablo en el restaurante se rasca la cabeza, suspira y rumora: "Los civilistas nos roban."

Juan Pablo, cejijunto, mira a su interlocutor, come y calla.

Al día siguiente: "Los civilistas se han apoderado de nuestra cosecha; nosotros sembramos la tierra, nosotros la regamos con nuestra propia sangre."

Juan Pablo deja el platillo un instante, pliega el ala izquierda de la nariz, se inclina y rasca un tobillo. Luego come y calla.

Otro día: "Los civilistas ya no son las moscas, ahora se han sentado a la mesa y a nosotros nos arrojan, como al perro, las sobras del banquete."

Juan Pablo, impaciente al fin, pregunta: "¿Por eso, pues, quiénes jijos de un... son esos civilistas?"

"Los que nos han echado de nuestro campo... los catrines..."

La luz se hace en el cerebro de Juan Pablo.

Al día siguiente es él quien habla: "Sería bueno acabar con los tiranos."

Su amigo lo lleva por la noche a una junta secreta por un arrabal siniestro. Allí están reunidos ya los conjurados. Uno, el más respetable, diserta con sombrío acento sobre el tema ya es tiempo de que al pueblo demos patria.

Alelado, Juan Pablo no siente cuando las puertas y las ventanas contiguas se cuajan de brillantes cañones de fusil.

Un vozarrón: "¡Arriba las manos!"

Todo el mundo las levanta. Juan Pablo también las levanta: mejor dicho alza la derecha empuñando vigorosamente el Colt izquierda.

"¡Ríndase o hago fuego!", ruge una voz tan cerca de él que le hace dar un salto de fiera hacia atrás. Y Juan Pablo responde vaciando la carga de su revólver.

En medio de la blanca humareda, entre el vivo fulgor de los fogonazos, bajo la turbia penumbra de un farol grasiento, Juan Pablo, crispada la melena, blancos los dientes, sonríe en su apoteosis.

Cuando los tiros se agotan y no queda figura humana en los oscuros huecos de puertas y ventanas, caen sobre él como un rayo los mismos conjurados.

Agarrotado de pies y manos, Juan Pablo sigue sonriendo.

No hay jactancia alguna, pues, en que Juan Pablo diga tantas veces se ha encontrado frente a frente con la muerte que ya aprendió a verla de cara sin que le tiemblen las corvas.

Si hoy lleva seis horas enclavado a una silla de tule, la vigorosa cabeza hundida entre sus manos nervudas y quemadas, es porque algo más cruel que la muerte lo destrozan. Juan Pablo oye todavía: "¡Traición... traición...!", cuando una a una caen lentas y pausadas las campanadas del alba.

"¿Pero traición a quién, Madre mía del Refugio?"

Sin abrir los ojos está mirando el altarcito en uno de los muros del cuartucho; una estampa de Nuestra Señora de Refugio, dos manojos de flores ya marchitas y una lamparita de aceite que derrama su luz amarillenta y funeraria. Entonces dos lagrimones se precipitan a sus ojos.

"¡Imposible! -Juan Pablo da un salto de león herido-...¡Imposible!..."

Clarividencias de moribundo le traen viva la escena su infancia, ruidoso covachón, negro de hollín, gran fuego en el hogar, y un niño de manos inseguras que no saben tener la tenaza y escapar del hierro candente... Luego un grito y los ojos se llenan de lágrimas... Al extremo de la fragua se yergue un viejo semidesnudo, reseco, como corteza de roble, barbado en grandes madejas como ixtle chamuscado:

"¿Qué es eso, Juan Pablo?... ¡Los hombres no lloran!"


En huecas frases revestidas de hipocresía reporteril, la prensa dice que el ajusticiado murió con gran serenidad. Agregan los reporteros que las últimas palabras del reo fueron éstas: "No me tiren a la cara", y que con tal acento las pronunció, que más parecía dictar una orden que implorar una gracia.

Parece que la escolta estuvo irreprochable. Juan Pablo dio un salto adelante, resbaló y cayó tendido de cara a las estrellas, sin contraer más una sola de sus líneas.

Esto fue lo que vieron los reporteros.

Yo vi más. Vi cómo en los ojos vitrificados de Juan Pablo asomaron tímidamente dos gotitas de diamantes que crecían, crecían, que se dilataban, que parecían querer desprenderse, que parecían querer subir al cielo... sí, dos estrellas...


1918

...Y ultimadamente...

De Mariano Azuela



Mi cuarto era el trece, pero la suerte eligió el doce, el de Piñita. Al principio no acerté a saber si fue corrupción de estudiantes en juerga, pero eso seguramente predispuso el borbotón de los recuerdos acá en mi cama, mientras del otro lado ardía el incendio de risas y lamentaciones, insolencias y preces, cantos y lloros y un ritornelo gutural , estragado y odioso, "yo no he dicho que soy instrumentista". Pero lo extraordinario era la voz atiplada, tímida, monótona, suave, cansada e incansable de Piñita. Piñita, comentador agudo y breve, condensador del altísimo voltaje que traspuso los veinticinco centímetros de mampostería que nos separaban, la malla frágil de mi sueño de aventurero ocasional; audaz apache que abrió de par en par las puertas de mi asentimiento. "Piñita, un trago." "Pásale la botella a Piñita." "¿Y a ti qué te parece la rapsodia del maistro Campos?" "Después de mi maistro don Clemente Aguirre... ¡me viene guango el pantalón!... ¿Verdad, Piñita?" "Piñita, te hago un campo aquí en mi cama."

Homenaje fraterno e inconfeso, diadema de estrellas brotada de un pantano.

Mis ojos cerrados lo miraron tan bien toda esa única noche, que a la mañana siguiente no me sorprendió su estatura diminuta -irreprochablemente restirado sobre las baldosas del corredor del hotel- ni su gran frente comba y serena- a pesar del agujerito cárdeno del proyectil idiota y matemático ente las cejas. (Bendito proyectil, además; beso de piedad y misericordia para su nidero de gatos en los pulmones.)

Su tosecilla seca e impenitente, la matraca de ebrio descerebrado y desteñido, "yo no he dicho que soy instrumentista", y el vocerío caldeante, hicieron alto de pronto a la llamada del clarín:

Quién me diera tomar tus manos blancas
para apretarme el corazón con ellas
y beber, en tus lágrimas preciosas,
la casta luz de tus miradas bellas...!
Quién me diera tener un solo rayo...!

-¿Te acuerdas del hospicio, Piñita?... ¡Ah!...

Aquí me tienes a tus pies rendido
y mi rodilla nunca tocó el suelo.
Porque nunca, Señora, le he pedido
ni amor al mundo ni piedad al Cielo...

El hampa huérfana y rodante, mordida por todos los colmillos de la vida antes del renunciamiento definitivo en el miraje del fondo diáfono de un vaso; burbujas de tequila donde se disuelve una individualidad en cifra de crujía, bartolina, cama de hospital, panteón anónimo del soldado anónimo.

-¿Te acuerdas, Piñita, del Cuartel Colorado?

Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, Manuel M. González; evocaciones del Asilo, de la Escuela de Artes, la Banda de la Gendarmería de don Clemente Aguirre; Jalisco, Guadalajara con su cielo, sus jardines y sus mujeres, y todo en los ojos de sus mujeres. Raudal de versos no más que para los oídos extáticos de Piñita que subraya cada nota con un ¡ah ch...!, amalgama de blasfemia y oración, insolencia casta, devoción de Arlequín, resina shakespeareana sólo accesible a quien sufrió todo lo que hay que sufrir y supo poner un punto de ironía en el cráter de su propio dolor.

La flor y la nube de José Rosas Moreno y amanecía ya. Y no quedaba más que el ululante "yo no he dicho que soy instrumentista", un desmayado sollozo "¡La flor... estaba muerta!"... y mis ojos de papel secante desplomados en la rueca vertiginosa de mi cerebro vacío. Después, en el denso silencio, un reflejo persistente, creciente y exasperante:

-¡Van!... ¡Van!...
-Abra usted, soy teniente coronel del ejército libertador; pertenezco a la gloriosa División del Norte. Señora, necesito un cuarto... No me importa saber si están o no ocupados... Verá usted, señora, anoche me robaron mi sombrero. ¡Qué simpático mi sombrero! Lo compré en Torreón en veinte pesos; aquí lo menos valdría cien... Señora, quiero un cuarto; soy teniente coronel del ejército libertador y venimos a impartir garantías. ¿Dice que están todos ocupados? Pero yo no los quiero todos... Dígame usted, ¿no conoce a ese... que me ha robado mi sombrero...? ¡Qué sombrero, señora! Me parece que es un tal Garduño. ¿Persona muy decente?... ¡Qué me lo dice a mi, señora!... ¡Un ladrón y un hijo de...! Ábrame usted esa puerta... Soy teniente coronel del ejército libertador y si algún jijún... quiere molestar a usted, no tiene más que llamar al jefe de la guarnición de Irapuato (un servidor de usted) y yo sabré despacharlo mucho a la... No hay de qué darlas, señora; nosotros no somos bandidos; venimos a impartir garantías... Ábrame, pues, esa puerta... ¿Todos son pasajeros? ¿Y yo qué soy entonces? De veras ábrame ese cuarto. Yo no voy a matar orita a ese... sí. ¡Tan simpático mi sombrero! ¿Sabe usted cuánto me costó? Veinte pesos en Torreón... Aquí, lo menos... Ábrame usted ese cuarto, por favor. ¿Son músicos de Máximo García?... ¡Oh, Máximo, mi gran amigo!... Y yo también soy músico; si no me abre usted esa puerta yo la abro con esta música... ¡Ah, señora, es usted muy amable! ¡Cuánto hace por sus huéspedes! Conste, pues, que si no abro esa puerta a balazos es por usted; de veras que nomás por usted... Y ultimadamente...
-Mi teniente coronel, por favor...

Pero ya los cristales del cuarto juntaron sus fracasos de alegres campanitas con la música detonante y humeante de mi teniente coronel.

"Los ebrios se quedan dormidos en posturas muy bizarras", nos dijo el otro día el médico municipal a los del ruedo, para explicar la mancha negruzca que dejó a Piñita cejijunto.


1924.



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Los poemas citados por el autor:

Ausencia de Manuel María Flores
A María del Cielo de Antonio Plaza Llamas
La flor y la nube de José Rosas Moreno

El jurado

De Mariano Azuela




I

A puerta cerrada. Todo se puede decir. Los muros calizos y las bancas vacías no sufren hiperacusia. Los hombres respetables del cerco tienen mansedumbre bovina y sus lomos de paquidermo son corazas. Los altos representantes de la ley van envueltos en el plumaje del cisne diazmironiano. Todo se puede decir.



II

Un violador de vírgenes impúberes. Don Juan de Tepito, lacia castaña untuosa, camisa de algodón negro, corbatín rosa pálido. De pie, en el último peldaño de la plataforma sagrada, espera. Los desnudos brazos de chofer, resortes curvados, se tienden bajo la manga corta. Los zapatos de charol gimen con impaciencia de garañón. Su mirada es un reto.



III

Se abre la audiencia.

Por las fuertes mandíbulas salen rodando vocablos de suprema insolencia, cinismo y bellaquería. El “hecho” revive en imágenes de la lascivia.

Sonriente e inconsciente, el macho magnífico ahora asalta y viola debilidades de macho.

Sopla un cálido vientecillo de verraco.



IV

Ella.

Anemia, hambre, miseria. La curva de los trece años que se quebró antes de nacer. Sus ojos son todo. Torcaz asustada. Escolar ante un problema de raíz cúbica.



V

Comienza el interrogatorio. La obra maestra de los hombres de la ley. “Tenemos que hacer psicología...”

Las preguntas entrechocan con resonancias de puñales y resplandor de ascuas. Se multiplican, se aglomeran y se precipitan con estridencias de fragua infernal.

Ella, descolorida, sin comprender a penas la impudicia del instante, no sabe qué decir, y el temblor de sus labios diáfanos y el brillo mate de sus ojos anegados son respuestas.



VI

El representante de la sociedad.

El defensor.

Torneo de timbales y aerolitos.



VII

Y ahora señores jurados, a deliberar.



1922

Los de abajo

De Mariano Azuela

(Fragmento)
II
Todo era sombra todavía cuando Demetrio Macías comenzó a bajar al fondo del barranco. El angosto talud de una escarpa era vereda, entre el peñascal veteado de enormes resquebrajaduras y la vertiente de centenares de metros, cortada como de un solo tajo.
Descendiendo con agilidad y rapidez, pensaba:
"Seguramente ahora sí van a dar con nuestro rastro los federales, y se nos vienen encima como perros. La fortuna es que no saben veredas, entradas ni salidas. Sólo que alguno de Moyahua anduviera con ellos de guía, porque los de Limón, Santa Rosa y demás ranchitos de la sierra son gente segura y nunca nos entregarían... En Moyahua está el cacique que me trae corriendo por los cerros, y éste tendría mucho gusto en verme colgado de un poste del telégrafo y con tamaña lengua de fuera..."
Y llegó al fondo del barranco cuando comenzaba a clarear el alba. Se tiró entre las piedras y se quedó dormido.
El río se arrastraba cantando en diminutas cascadas; los pajarillos piaban escondidos en los pitahayos, y las chicharras monorrítmicas llenaban de misterio la soledad de la montaña. Demetrio despertó sobresaltado, vadeó el río y tomó la vertiente opuesta del cañón. Como hormiga arriera ascendió la crestería, crispadas las manos en las peñas y ramazones, crispadas las plantas sobre las guijas de la vereda.
Cuando escaló la cumbre, el sol bañaba la altiplanicie en un lago de oro. Hacia la barranca se veían rocas enormes rebanadas; prominencias erizadas como fantásticas cabezas africanas; los pitahayos como dedos anquilosados de coloso; árboles tendidos hacia el fondo del abismo. Yen la aridez de las peñas y de las ramas secas, albeaban las frescas rosas de San Juan como una blanca ofrenda al astro que comenzaba a deslizar sus hilos de oro de roca en roca.
Demetrio se detuvo en la cumbre; echó su diestra hacia atrás; tiró del cuerno que pendía a su espalda, lo llevó a sus labios gruesos, y por tres veces, inflando los carrillos, sopló en él. Tres silbidos contestaron la señal, más allá de la crestería frontera.
En la lejanía, de entre un cónico hacinamiento de cañas y paja podrida, salieron, unos tras otros, muchos hombres de pechos y piernas desnudos, oscuros y repulidos como viejos bronces. Vinieron presurosos al encuentro de Demetrio. 
—¡Me quemaron mi casa! —respondió a las miradas interrogadoras.
Hubo imprecaciones, amenazas, insolencias. Demetrio los dejó desahogar; luego sacó de su camisa una botella, bebió un tanto, limpióla con el dorso de su mano y la pasó a su inmediato. La botella, en una vuelta de boca en boca, se quedó vacía. Los hombres se relamieron.
— Si Dios nos da licencia —dijo Demetrio—, mañana o esta misma noche les hemos de mirar la cara otra vez a los federales. ¿Qué dicen, muchachos, los dejamos conocer estas veredas?
Los hombres semidesnudos saltaron dando grandes alaridos de alegría. Y luego redoblaron las injurias, las maldiciones y las amenazas.
—No sabemos cuántos serán ellos —observó Demetrio, escudriñando los semblantes—. Julián Medina, en Hostotipaquillo, con media docena de pelados y con cuchillos afilados en el metate, les hizo frente a todos los cuicos y federales del pueblo, y se los echó...
—¿Qué tendrán algo los de Medina que a nosotros nos falte? —dijo uno de barba y cejas espesas y muy negras, de mirada dulzona; hombre macizo y robusto.
—Yo sólo les sé decir —agregó— que dejo de llamarme Anastasio Montañés si mañana no soydueño de un máuser, cartuchera, pantalones y zapatos. ¡De veras!... Mira, Codorniz, ¿voy que no me lo crees? Yo traigo media docena de plomos adentro de mi cuerpo... Ai que diga mi compadre Demetrio si no es cierto... Pero a mí me dan tanto miedo las balas, como una bolita de caramelo. ¿A que no me lo crees?
—¡Que viva Anastasio Montañés! —gritó el Manteca.
— No —repuso aquél—; que viva Demetrio Macías, que es nuestro jefe, y que vivan Dios del cielo y María Santísima.
— ¡Viva Demetrio Macías! —gritaron todos.
Encendieron lumbre con zacate y leños secos, y sobre los carbones encendidos tendieron trozos de carne fresca. Se rodearon en torno de las llamas, sentados en cuclillas, olfateando con apetito la carne que se retorcía y crepitaba en las brasas.
Cerca de ellos estaba, en montón, la piel dorada de una res, sobre la tierra húmeda de sangre. De un cordel, entre dos huizaches, pendía la carne hecha cecina, oreándose al sol y al aire.
— Bueno —dijo Demetrio—; ya ven que aparte de mi treinta-treinta, no contamos más que con veinte armas. Si son pocos, les damos hasta no dejar uno; si son muchos aunque sea un buen susto les hemos de sacar. Aflojó el ceñidor de su cintura y desató un nudo, ofreciendo del contenido a sus compañeros.
— ¡Sal! —exclamaron con alborozo, tomando cada uno con la punta de los dedos algunos granos.
Comieron con avidez, y cuando quedaron satisfechos, se tiraron de barriga al sol y cantaron canciones monótonas y tristes, lanzando gritos estridentes después de cada estrofa.
III
Entre las malezas de la sierra durmieron los veinticinco hombres de Demetrio Macías, hasta que la señal del cuerno los hizo despertar. Pancracio la daba de lo alto de un risco de la montaña.
— ¡Hora sí, muchachos, pónganse changos! —dijo Anastasio Montañés, reconociendo los muelles
de su rifle. Pero transcurrió una hora sin que se oyera más que el canto de las cigarras en el herbazal y el croar de las ranas en los baches.
Cuando los albores de la luna se esfumaron en la faja débilmente rosada de la aurora, se destacó la primera silueta de un soldado en el filo más alto de la vereda. Y tras él aparecieron otros, y otros diez, y otros cien; pero todos en breve se perdían en las sombras. Asomaron los fulgores del sol, y hasta entonces pudo verse el despeñadero cubierto de gente: hombres diminutos en caballos de miniatura.
—¡Mírenlos qué bonitos! —exclamó Pancracio—. ¡Anden, muchachos, vamos a jugar con ellos!
Aquellas figuritas movedizas, ora se perdían en la espesura del chaparral, ora negreaban más abajo sobre el ocre de las peñas. Distintamente se oían las voces de jefes y soldados. Demetrio hizo una señal: crujieron los muelles y los resortes de los fusiles.
— ¡Hora! —ordenó con voz apagada.
Veintiún hombres dispararon a un tiempo, y otros tantos federales cayeron de sus caballos. Los demás, sorprendidos, permanecían inmóviles, como bajorrelieves de las peñas. Una nueva descarga, y otros veintiún hombres rodaron de roca en roca, con el cráneo abierto.
— ¡Salgan, bandidos!... ¡Muertos de hambre! 
—¡Mueran los ladrones nixtamaleros!...
—¡Mueran los comevacas!...
Los federales gritaban a los enemigos, que, ocultos, quietos y callados, se contentaban con seguir haciendo gala de una puntería que ya los había hecho famosos.
—¡Mira, Pancracio —dijo el Meco, un individuo que sólo en los ojos y en los dientes tenía algo de blanco—; ésta es para el que va a pasar detrás de aquel pitayo!... ¡Hijo de...! ¡Tomal... ¡En la pura calabaza! ¿Viste?... Hora pal que viene en el caballo tordillo... ¡Abajo, pelón!...
—Yo voy a darle una bañada al que va horita por el filo de la vereda... Si no llegas al río, mocho infeliz, no quedas lejos... ¿Qué tal?... ¿Lo viste?...
— ¡Hombre, Anastasio, no seas malo!... Empréstame tu carabina... ¡Ándale, un tiro nomás!...
El Manteca, la Codorniz y los demás que no tenían armas las solicitaban, pedían como una gracia suprema que les dejaran hacer un tiro siquiera.
—¡Asómense si son tan hombres!
—Saquen la cabeza... ¡hilachos piojosos!
De montaña a montaña los gritos se oían tan claros como de una acera a la del frente. La Codorniz surgió de improviso, en cueros, con los calzones tendidos en actitud de torear a los federales. Entonces comenzó la lluvia de proyectiles sobre la gente de Demetrio.
— ¡Huy! ¡Huy! Parece que me echaron un panal de moscos en la cabeza —dijo Anastasio Montañés, ya tendido entre las rocas y sin atreverse a levantar los ojos.
—¡Codorniz, fijo de un...! ¡Hora adonde les dije! —rugió Demetrio.
Y, arrastrándose, tomaron nuevas posiciones.
Los federales comenzaron a gritar su triunfo y hacían cesar el fuego, cuando una nueva granizada de balas los desconcertó.
— ¡Ya llegaron más! —clamaban los soldados. Y presa de pánico, muchos volvieron grupas resueltamente, otros abandonaron las caballerías y se encaramaron, buscando refugio, entre las peñas. Fue preciso que los jefes hicieran fuego sobre los fugitivos para restablecer el orden.
—A los de abajo... A los de abajo —exclamó Demetrio, tendiendo su treinta-treinta hacia el hilo cristalino del río.
Un federal cayó en las mismas aguas, e indefectiblemente siguieron cayendo uno a uno a cada nuevo disparo. Pero sólo él tiraba hacia el río, y por cada uno de los que mataba, ascendían intactos diez o veinte a la otra vertiente.
—A los de abajo... A los de abajo —siguió gritando encolerizado.
Los compañeros se prestaban ahora sus armas, y haciendo blancos cruzaban sendas apuestas.
— Mi cinturón de cuero si no le pego en la cabeza al del caballo prieto. Préstame tu rifle, Meco...
— Veinte tiros de máuser y media vara de chorizo por que me dejes tumbar al de la potranca mora... Bueno... ¡Ahoral... ¿Viste qué salto dio?... ¡Como venado!...
— ¡No corran, mochos!... Vengan a conocer a su padre Demetrio Macías...
Ahora de éstos partían las injurias. Gritaba Pancracio, alargando su cara lampiña, inmutable como piedra, y gritaba el Manteca, contrayendo las cuerdas de su cuello y estirando las líneas de su rostro de ojos torvos de asesino.
Demetrio siguió tirando y advirtiendo del grave peligro a los otros, pero éstos no repararon en su voz desesperada sino hasta que sintieron el chicoteo de las balas por uno de los flancos.
— ¡Ya me quemaron! —gritó Demetrio, y rechinó los dientes—. ¡Hijos de...! 
Y con prontitud se dejó resbalar hacia un barranco.


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