¿Entra
en el torso del tren, con su silbido. Un
espectro anacrónico. Duele como una flecha,
ciega y
sin rumbo, un mal recuerdo. Pero
luego
se pierde su voz a la distancia y se
vuelve
indoloro.
EDUARDO LIZALDE
Para Eduardo Lizalde
El ambiente en la casa se hizo tenso. En una ocasión, al
llegar yo interrumpió mi padre una llamada telefónica. Después sorprendí a mi
papá pensativo, con el ceño fruncido. No duró esta situación más de una semana.
El domingo, antes de que saliéramos, nos llamó mi padre a todos los hermanos.
En esta ocasión no se sentó frente a nosotros, como solía hacerlo cuando había
un problema que discutir, ni tampoco estuvo presente mi madre, sino que,
paseándose por la estancia, nos informó que mi madre, a su edad, estaba
embarazada, con problemas graves, y sería necesario practicarle un aborto, el
cual presentaría riesgos. Dos días después iba a ser operada. A la mañana
siguiente iba a llegar de Guadalajara el abuelo Carlos; deberíamos ir Gabriel,
mi hermano mayor, y yo a recogerlo a la estación del ferrocarril. Tendríamos a
nuestra disposición el coche de papá. Rosaura, nuestra hermana, tendría que
irse a su escuela en lo que pudiera. Después nos exhortó a actuar con
naturalidad, a prescindir en esos días de nuestras actividades sociales, ya que
se necesitarían los esfuerzos de todos y cada uno. También tendríamos la ayuda
de sus cuñadas, o sea nuestras tías, quienes ya tenían sus permisos en sus
respectivos trabajos para no asistir.
El tren donde llegó mi abuelo arribó puntual. Gabriel y yo
habíamos planeado no emplear a ninguno de los cargadores, ¿acaso no estábamos
jóvenes y fuertes? Pero no contábamos con las resoluciones de nuestra abuela,
llamada Rosaura como nuestra hermana. Gabriel se quedó junto a las máquinas del
tren, por si acaso a mí se me pasaba la presencia del abuelo en esa confusión
de gente. Con pasos decididos recorría todo el convoy. Mi abuelo no aparecía.
De regreso lo localicé, ya fuera del carro dormitorio, sentado, para sorpresa
mía, en una silla de ruedas.
Lo abracé e imprudentemente inquirí: “¿Qué te pasó, abuelito
Carlos?”
—Nada, muchacho. Ya arrastro mucho la edad. Por favor
llévame este sombrero nuevo, no se me vaya a caer. Lo acabo de estrenar.
Creo que a mi abuelo fue el último al que le entregó el
porter su equipaje, lo que me pareció normal, ya que éste consistía en una
petaca grande y seis bultos de regular tamaño. No esperé la aquiescencia de
Gabriel, sino que de inmediato contraté a un cargador, y mientras recorríamos
el andén, me enteré de que los seis contenían carne adobada de Tepatitlán,
limas, tortillas especiales —de las muy delgaditas para flautas—, unos frascos
con blanco de Chapala en escabeche, chiles de distintas clases y no sé cuántas
cosas más.
Si el propósito del abuelo era animar a mi madre, lo logró.
A pesar de verlo en su condición, ella comentó: “Papá en la silla de ruedas no
se ve jorobado, y cuando camina lo hace mejor que cuando no la tenía”.
Durante la mañana me percaté de que mi abuelo había llamado
tres veces a Guadalajara, lo que consideré normal dadas las circunstancias de
la próxima operación, la que por cierto fue un éxito. Tres días después ya
estaba mi madre instalada en la casa, dispuesta a dar las mínimas molestias,
con la intención de no distraernos en nuestros quehaceres. El día de su regreso
a la casa no registré cuántas veces vi al abuelo hablar por larga distancia,
casi todas ellas con mi abuela Rosaura. El jueves, para ser preciso, Gabriel,
mi hermana Rosaura y yo partimos a nuestras respectivas escuelas. Cuando
llegué, mi abuelo estaba pegado al teléfono, hablando, era obvio, con mi abuela
Rosaura.
Cuando cenamos, mi padre, después de cerciorarse de que mi
abuelo estaba en el piso superior acompañando a mi madre, nos anunció: “El
sábado en la noche Gabriel y tú, Mario —se refería a mí—, van a acompañar a su
abuelo a Guadalajara”. Vi la intención de Gabriel de interrumpirlo, pero mi
padre le hizo una seña: “No pude conseguir boletos para el viernes, en realidad
fue un milagro que lograra esa alcoba con tres camas. No perderán ninguna
clase. En la tarde o en la noche del domingo toman un camión de regreso. Pensé
en el avión...”
Gabriel lo interrumpió: “El avión es muy caro, y ahora con
este...”
—Por fortuna, muchachos, todo salió normal y los gastos no
fueron... de todos modos hay que llevar al abuelo: lo que no gastamos en la
operación lo vamos a derrochar al pagar la cuenta del teléfono. No sé cuántas
llamadas ha hecho. No vayan a creer que por eso se va, él así lo deseó. Se
preocupa por la abuela de ustedes, y sobre todo se aburre, aquí no tiene nada
qué hacer...
El abuelo salió un poco perturbado de la casa. Tengo la
certidumbre de que mi madre hizo todo el esfuerzo para evitarle cualquier
patetismo a la despedida. El abuelo se sentó en el asiento delantero junto a mi
padre. Pude ver que dirigía su mirada a la ventana iluminada del segundo piso,
que era la recámara de mi madre. Caminamos en silencio varias cuadras. Rosaura
mi hermana lo rompió con el comentario: “El tránsito está muy fluido. Vamos a
llegar con sobra de tiempo”. El abuelo se vio obligado, como ocurre con la
gente de Guadalajara, a comparar el tráfico de la capital con el de la Perla de
Occidente. No empleamos ningún cargador. La petaca grande del abuelo pesaba
poco y nuestra petaquita prácticamente contenía nuestras piyamas, cepillos de
dientes, una brocha para rasurar y dos mudas de ropa. No fue como otras veces
en que llevábamos regalos para mi abuela y algunas otras personas de la
parentela. A mí me tocó conducir la silla de ruedas con mi abuelo muy
acomodado, con una frazadita sobre sus piernas con que lo cubrió Rosaura.
El porter intentó ayudar a subir al abuelo al carro. Mi
abuelo rehusó con una gran sonrisa, dándole a entender que todavía tenía
fuerza. De todos modos nos sentimos deudores con el porter. Por nuestra falta
de práctica no pudimos Gabriel ni yo plegar la silla de ruedas. El porter
levantó el asiento de cuero por encima de la silla y el asunto quedó
solucionado. Él mismo la llevó a la alcoba, la acomodó y en esta ocasión mi
abuelo se sostuvo del brazo derecho del porter para poder sentarse.
Mi padre fue breve en su despedida y Rosaura lo mismo. Yo
los acompañé hasta la puerta.
Encontré a Gabriel vertiendo un líquido oscuro de un termo
de vidrio. “Es el jugo de uva con que cena el abuelo”, me explicó. “Mira,
sostenlo, cuando no lo beba. Yo me voy a ir a comer un sándwich y a tomarme una
cerveza. No tardo, y luego vas tú.” Todo fue tan repentino que he pensado y
repensado estos momentos. Le ofrecí el vaso al abuelo. Bebió como si tuviera
mucha sed. Le pedí que sostuviera el recipiente mientras iba al baño. Acaso di
un paso. Lo oí toser. Me volví. Un líquido negro le salía de la boca. Su cabeza
hacia delante, exánime. Lo enderecé. Pensé que estaba muerto. Se me escapó un
“¡Papá!”. Solté su cabeza y volvió a su posición anterior. Abrí la puerta. Por
supuesto no estaba Gabriel. Desde arriba del carro le pregunté al porter que
estaba en el andén sobre la dirección del carro comedor. “Está seis carros
adelante.” Creí oír. Bajé del carro, caminé deprisa pero sin correr a lo largo
de nuestro carro, después eché a correr. Encontré el carro comedor pero no
había manera de subir en él, tuve que entrar al convoy dos carros más adelante,
esto es, pasé a lo largo del carro fumador y me encaramé al carro delantero,
también dormitorio, sin darle tiempo al porter de este carro de pedirme el
boleto. En el carro fumador solamente estaba el cantinero abriendo estantes. El
carro comedor, a medias luces, apenas ocupado por dos parejas de ancianos. Lo
que sí no sé es si fue en el primer carro, después del carro comedor, o en el
segundo cuando encontré a Gabriel.
No puede proferir palabra. Él fue el que preguntó: “¿Qué le
pasó al abuelo?” Alcancé a decir: “Está...” y Gabriel me tapó la boca con
brusquedad. “¿Dejaste la puerta abierta?” No repuse nada porque no recordaba
nada. Me ordenó: “Camina aprisa, sin correr, y no vayas llorando”. Obedecí.
Cuando Gabriel levantó el rostro del abuelo vi que éste tenía los ojos
abiertos. Gabriel le cerró los párpados. Luego se volvió hacia mí: “¿Qué
hacemos?” No esperó mi respuesta. Volvió a consultar su reloj. “Mi papá todavía
no llega a la casa. Faltan diez minutos para que salga el tren. Si avisamos al
conductor se va a armar un lío tremendo. Se va a retrasar el tren. Imagina a mi
mamá con esta noticia, y a mi papá con los gastos. Nos lo vamos a llevar a
Guadalajara. Allá correrán con los gastos, que serán menos, pues imagina si se
viene toda la tribu aquí a México o se decidieran a embalsamarlo... Todo esto
sería mucho para mamá...” Se quedó pensando un momento. “Trae una toalla.”
Volví con las tres toallitas que proporcionan en el pullman. Me vio y se
sonrió. Tomó la petaca del abuelo. Creo que sacó una camisa, no lo sé con
precisión, y empezó a limpiar al abuelo. Poco después sacó una camisa limpia,
blanca, y me pidió que se la colocáramos al abuelo. Todavía estaba caliente. Yo
tiritaba. Gabriel se me quedó viendo: “Tenemos que acostarlo, porque si se
queda así sentado no va a caber en el ataúd”. Después de muchos trabajos lo
tendimos. Acercamos sus brazos a su cuerpo. Por primera vez hizo Gabriel un
puchero, pero de inmediato se contuvo. “Mario, si lo dejamos así, ¿cómo lo
sacamos mañana?” Iba yo a contestar. Gabriel se me adelantó: “Tenemos que
volver a sentarlo en la silla, y en ésta lo sacaremos”.
—¿Cómo? —pregunté tontamente.
—Sentado en su silla, y no preguntes cosas que no sé
responder. La silla no cabe por la puerta, pero recuerda que es plegadiza. Ya
veremos. Ahora, y fíjate bien: mientras yo tiendo la cama tú ponle la frazadita
en la cara. —Obedecí, lo vi terminar su tarea.
—Ahora voy a...
El tren comenzó a rodar y como si siguiera el ritmo de éste
comencé a sollozar con la cabeza gacha, como si con este gesto pudiera
liberarme de la mirada de Gabriel. Me levantó la cabeza por las mechas, me dio
un bofetón. “¡Cálmate, con un carajo! Ya tendremos mucho tiempo para llorar. Yo
voy a avisarle al porter que no nos venga a hacer las camas, con el pretexto de
que puede despertar al abuelo. Yo voy a ir hacia el lado izquierdo, y si por
las moscas no lo encuentro y viene por el lado derecho, tú de ninguna manera lo
dejarás entrar. ¿Entendido?”
—¿Me vas a dejar solo?
—¿Y el abuelo? —a mí me pareció que contestó con ese
sarcasmo para que no hubiera dudas.
—Párate aquí en la puerta para que se ventile la pieza.
Desapareció. Me volví a ver la silueta del abuelo y me
precipité para cerrar la puerta. Las emociones y este pequeño esfuerzo me
hicieron sudar. Escuché las conversaciones de los pasajeros que quizás iban
hacia el salón comedor o eran solamente los vecinos del carro que se
acomodaban. A mí me pareció mucho tiempo. Oí unos toquidos y se me volvieron a
trabar las quijadas. Los mismos toquidos y yo mudo. De inmediato unos golpes
que me sobresaltaron más, y la vez de Gabriel: “Abre, rápido”. Exclamó: “¡Mira
cómo estás de sudado!” Comentario que se quedó sin respuesta.
Saqué mi pañuelo, me enjugué el sudor y por nerviosidad
expresé: “Tengo sed”. Con un presto movimiento tomó Gabriel el jugo de uva y
después de llenar la tapadera a guisa de vaso me la ofreció, y yo, como nunca,
obediente empecé a tomarlo. Me vino la impresión de la bocanada de sangre con
jugo del abuelo. Me precipité al bañito a vomitar sin término, apenas unos
breves respiros. Entró Gabriel, mojó una de las toallitas del pullman e intentó
colocarlas sobre mi frente. Sin mejoría, en uno de los respiros, oímos los dos
claramente unos toquidos persistentes a la puerta. Gabriel dejó de colocarme
las compresas. Escuchamos los toquiditos. El gesto de Gabriel de que estuviera
tranquilo fue innecesario. Mis vómitos habían cesado. Entreabrió ligeramente la
puerta, le oí decir: “No, no señor, muchas gracias, el abuelo está dormido y no
queremos que se despierte. Pasó muy mala noche con un dolor de muelas y hoy
tuvieron que sacársela. Imagine usted, con su edad. Muchas gracias”. Para ese
entonces yo lo estaba viendo desde la puertecita del baño. Así he de haber estado
yo: sudando a chorros. El ulular del tren, el ruidero de los carros han de
haber impedido que yo oyera los latidos de mi corazón.
—Tengo una sed terrible. Ahora que me acuerdo no tomé agua
desde la hora de la comida. ¡Y no me vayas a ofrecer de aquello! —señaló el
termo. Volvimos a oír el movimiento del tren. —Iré a tomarme una copa o una
cerveza.
—¿Y me vas a dejar solo? —pregunté sin poder contener un
puchero.
El tren y sus movimientos acompasados. “Si le digo al porter
que traiga algo va a sospechar que pasa algo, ya que somos dos. Mira... ve tú
por dos cervezas para mí, o cuatro o tres si tú quieres tomar. Ya veo que no
quieres, entonces compra unas aguas de Tehuacán frías. ¿Tienes hambre?”
Le hice señas de que no tenía. No fue necesario que me lo
ordenara: fui al baño a lavarme la cara y a alisar mi cabello.
—Ve tranquilo. Yo mientras tanto voy a abrir la puerta para
que se ventile esta alcoba. Todo me huele.
Yo iba a decir a muerto, me contuve. Salí, caminé unos pasos
y Gabriel apostado en la puerta. Si no hubiera encontrado la mirada firme de mi
hermano me hubiera regresado a acompañarlo. Los carros me parecieron infinitos
y como perro me dio por olfatear: el persistente maligno olor se repetía. El
salón fumador estaba lleno y cerca del bar había una fila de pasajeros que
hacían cola para poder entrar al carro comedor. La barra del bar, llena. Me
acerqué. Un chorrito de sudor me escurrió por en medio de la espalda. El
cantinero levantó la barbilla dirigiéndose a mí. No pude proferir palabra.
“¿Desea algo?”, y tampoco pude contestar. Creyó que era sordomudo, pues me
ofreció un block de papel y un lápiz. Mi mano tembló al hacer mi pedido. Él
escribió explicando que debía dejar un depósito por los recipientes. “Sí, sí,
tómelo”, expresé en un tono más alto que lo normal. Todos los pasajeros que
estaban en la barra se volvieron a verme, y el cantinero me vio entre divertido
y asombrado. Mientras tomaba las cervezas y las aguas minerales sentí todas las
miradas sobre mí y otros chorritos de sudor bajaron por mi espalda.
Encontré a Gabriel en la puerta. En tono de reproche me
dijo: “¿No te destaparon las cervezas ni los refrescos? Ven, vamos a ver cómo
le hacemos…” Su tono era de comprensión. Cerró la puerta con el seguro. Volvió
a abrir la maleta del abuelo. El tren seguía ululando. Vi mi reloj, apenas
teníamos una hora de camino. “Aquí está el estuche, sabía que tenía que estar,
el abuelo adonde quiera lo lleva” (yo pensé: “también a la tumba”). Gabriel se
volvió con el conocido estuche y unos perones. Destapó sus cervezas, hizo lo
mismo con las aguas minerales. Rechacé el perón que me ofrecía, y a boca de
botella y casi al mismo ritmo nos tomamos las bebidas, con la diferencia de que
Gabriel se comió tres perones.
—Pero ¿no tienes…? —interrumpió su pregunta.
—¿Qué ibas a decir?
—Hambre.
La matraca del tren continuaba. Los dos sentados al borde de
la cama, con los ojos fijos hacia la puertecita del baño. Oímos los imprudentes
gritos de unos pasajeros al parecer borrachos. Gabriel se incorporó, se
cercioró de que el pasador de seguridad estuviera bien colocado. Fue al baño,
luego ordenó: “Recostémonos. No ganamos nada aquí sentados”. Lo hicimos en la
cama inferior, él del lado de la división con el otro carro; a mí me dejó el
borde. Pensé que creía que mis vómitos podrían reaparecer. Había olvidado
anotar que Gabriel dejó prendida la luz del bañito, lo que nos permitió ver
durante toda esa noche de duermevela el rígido oscilar de la silueta del
abuelo.
Cuando oímos el tintineo de las campanitas anunciando que el
desayuno estaba presto, nosotros ya estábamos de pie, rasurados, lavados y
peinados. Entonces sentí el acoso del hambre. Por supuesto que no iría solo al
carro comedor, pues podría ocurrírsele lo mismo a Gabriel. Pudo más el hambre
que mi terror.
—¿Quedaron perones?
—Tres.
—Yo con uno me conformo.
—Cómetelos todos, si quieres, yo no tengo nadita de hambre.
—Me lo comeré allí afuera. Aquí huele feo. Me voy a parar un
rato en la puerta.
El aire fresco de la mañanita acicateó más mi hambre y volví
a la alcoba. Gabriel, hecho un fiero centinela. Yo hubiera sido capaz de
comerme los dos perones restantes, pero, por si acaso le venía el hambre a
Gabriel, preferí dejarle uno.
A mi regreso, de sopetón me dijo Gabriel: “¡Qué bueno que no
destendimos las camas!”
—¿Por qué?
—¿No comprendes que va a venir el porter a cambiarlas?
—No había pensado en eso.
—Asómate y ve que ya lo está haciendo en las alcobas de los
que se fueron a desayunar.
—¿Y qué vamos a hacer?
—¿Cuánto traes?
—Dos mil.
—Yo tres. Dámelos.
Me vio dudar. “Nos quedaremos sin nada, pero no importa. No
necesitamos dinero para nada.”
—¿Y si no nos van a recibir en la estación?
—Piensa positivo, y si no lo haces cuando menos no lo
expreses.
Faltaba media hora para llegar a Guadalajara cuando oímos
los esperados toquecitos. Gabriel respiró profundamente. Abrió la puerta con
desplante y en una voz queda, de la que sólo oí fragmentos, le explicó que el
abuelo dormía sentado, que viera que no era necesario cambiar las camas y le
alargó esa enorme, para aquel entonces, cantidad de dinero. Escuché claramente
las palabras de agradecimiento del porter.
Poquito antes de llegar se repitieron los toquecitos.
¿Queríamos que nos condujeran nuestro equipaje? Gabriel no contestó, se volvió
con precipitación y le entregó nuestras pertenencias. No sé qué cara había
puesto, ya que Gabriel me explicó: “Necesitamos tener las manos sin nada para
la maniobra. Tú te colocarás en la puerta, cuando veas que han salido todos los
pasajeros, todos, me lo dices; tú tomas al abuelo, lo abrazas, un solo momento,
mientras yo saco la silla y luego nos vamos volados a la salida cuando todavía
haya gente. Yo llevaré la silla hacia atrás, y así la bajaré, mientras tú
sostienes la piesera. ¿Entendido?”
Tampoco pude decir esta boca es mía y me aposté en la
puerta. Los pasajeros, en fila por la puerta de salida. Los pitidos del tren, la
marcha aminorándose. Empezaron a salir los pasajeros, me volví a un lado y
otro: nadie. “Ya, ya.” Empezamos la maniobra; medio sostenía a mi abuelo,
cuando vi avanzar de la alcoba de junto a un hombre grande, de barba. Acabé de
recibir al abuelo, yo medio agachado, el pasajero me vio asombrado,
interrumpido en su precipitado avance. Depositó su maletín y me ayudó a
sostener al abuelo. Gabriel sacó a la perfección la silla, con un movimiento
rápido tomó de la cama superior de la alcoba el sombrero de mi abuelo, me lo
alargó, lo recibí y lo puse sobre la cabeza cubierta del abuelo. Y en ese
momento de apuro Gabriel y yo nos echamos una brevísima carcajada al ver la
macabra figura. Creo que esto nos salvó de que el pasajero gritara, ya que por
unos instantes se quedó parado frente al bulto del abuelo, con las manos
abiertas, con un gesto de perplejidad y de horror... Sentamos al abuelo. No
tuve tiempo de ver nada más. Gabriel avanzó hacia atrás. Yo lo seguí frente al
abuelo. No sé si también Gabriel recibió la sorpresa: la puerta del carro
estaba casi al nivel de la plataforma, no como en México en que había que subir
varios escalones, solamente había una altura de unos cuarenta centímetros de
diferencia, y para salvarla utilizaban un banquito, el cual, el porter,
comprensivo, quitó. Gabriel no le dio tiempo a que lo ayudara, jaló la silla,
se oyó el golpe seco de ésta sobre la plataforma y el estremecimiento del
cadáver. El porter se quedó atónito, no se acomidió a recoger el sombrero que
se resbaló de la cabeza del abuelo. Sin quitársele su desconcierto empezó a
entregar nuestras maletas. Gabriel se me adelantó, yo alcanzaba a oír su
exaltada voz cuando pedí permiso para pasar con mi abuelo y al volverme lo vi
con el sombrero del muerto encasquetado.
Lo alcancé cuando mi tío Carlos y él, cada uno al lado de la
silla, descendían, para esos momentos la interminable escalera que conducía a
la salida. Mi tía la Güicha y mi prima con los ojos saltones, como si no
pudieran creer lo que sucedía. En la base de la escalera, Gabriel les hizo un
gesto imperativo de que se calmaran, y por si hubiera sido necesario, susurró:
“Si nos sorprenden vamos todos a la cárcel”. Salimos sin despertar sospechas,
el automóvil de mi tío Carlos lejísimos, tal vez lo había estacionado tan distante
para no pagar el estacionamiento. Gabriel subió los arriates que se presentaron
a su paso, así como los bordes de las aceras, como si llevara un bulto de
papas.
Al llegar al carro hubo un momento de duda colectiva.
¿Sentaríamos al abuelo en la parte delantera? Se determinó hacerlo en la parte
trasera. Gabriel le ordenó a mi tío Carlos que se metiera al carro para que
sostuviera el cuerpo. Entre Gabriel y yo lo sacamos de la silla. Apenas si
pudimos con él, en la maniobra se le cayó el chal, todavía fuera del automóvil.
El grito de Carlos, cortante: “¡Pónganselo!” Mi tía la Güicha y mi prima con
caras de idiotas obedecieron. Medio acomodamos a mi abuelo. Gabriel de pie vio
a la concurrencia. “Usted, tío, va a manejar, calmado, sin prisas, no vaya a ser
que nos detenga un policía. ¿Y a dónde lo llevamos?”
—Mi compadre Asunción tiene una agencia de inhumaciones
—anunció mi tío.
—Tú —me ordenó Gabriel— vete atrás, como si conversaras con
él; yo me iré adelante, al lado del tío, y ustedes —se dirigió a mi tía y a su
hija— toman un taxi y nos siguen.
Todo salió perfecto, con la circunstancia de que apenas
llegados a la agencia de inhumaciones Gabriel perdió todo control sobre él
mismo, se soltó a llorar, a temblar. Ni aun el anuncio de que vendría un médico
amigo a dar el certificado de defunción, sin previa autopsia, lo hizo
reaccionar. Desde ese momento en adelante se me consultó sobre todos los
problemas de comunicación con la familia, a quiénes se debería enterar, a
quiénes no. Desde una sala de velación me hizo señas el compadre de mi tío
Carlos, Asunción, de que me acercara. El abuelo Carlos ya estaba en el féretro,
se veía la pirámide de sus rodillas. Cuando observó esto el compadre Asunción y
un muchacho mulato muy fortachón estaban junto al féretro del lado contrario
donde yo estaba, y como mera formalidad, ya que no hablé, dijo el macabro
compadre: “Tenemos que hacerlo”. Oí claramente la rotura de los huesos del
abuelo, un sonido que me aterra hasta ahora, y me desmayé.