No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Veinte mil leguas de viaje submarino

 de Julio Verne

Primera Parte

Capítulo XXIV: El reino de coral

(Fragmento)

Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmente despejada, y vi con sorpresa que me hallaba en mi camarote. Mis compañeros debían haber sido también reintegrados al suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para desvelar el misterio, sólo podía confiar en el azar de lo porvenir.

La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me hallaría preso o libre nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí los pasillos y subí la escalera central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde ya estaban, esperándome, Ned y Conseil. A mis preguntas respondieron diciendo que no sabían nada. Les había sorprendido hallarse en su camarote, al despertarse de un pesado sueño que no había dejado en ellos recuerdo alguno.

El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie de las olas a una marcha moderada. Nada parecía haber cambiado a bordo.

Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había nada a la vista. El canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.

Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al Nautilus a un sensible balanceo.

Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergió a una profundidad media de quince metros, al objeto, al parecer, de poder emerger rápidamente a la superficie, operación que, contra toda costumbre, se practicó en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de enero. En todas ellas, el segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habitual.

El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único miembro de la tripulación a quien vi fue al steward, que me sirvió la comida con su exactitud y mutismo de costumbre.

Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en clasificar mis notas, cuando apareció el capitán. A mi saludo respondió con una inclinación casi imperceptible, sin dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo, esperando que me diera quizá alguna explicación sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no habían sido refrescados por el sueño. Toda su fisonomía expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y venía, se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus instrumentos sin tomar notas como solía, y parecía no poder estar quieto ni un instante.

Al fin se acercó a mí y me dijo:

-¿Es usted médico, señor Aronnax?

Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin responder.

-¿Es usted médico? -repitió-. Sé que algunos de sus colegas han hecho estudios de medicina, como Gratiolet, Moquin Tandon y otros.

-En efecto -dije-. Soy médico y he practicado durante varios años como interno de hospitales, antes de entrar en el Museo.

-Bien, muy bien.

Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.

Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me hiciera nuevas preguntas, reservándome para responderle según las circunstancias.

-Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis hombres?

-¿Tiene usted un enfermo?

-Sí.

-Estoy a su disposición.

-Sígame.

Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este misterio me preocupaba casi tanto como el enfermo.

El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico. Era un verdadero prototipo del anglosajón.

Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un enfermo, sino un herido. Su cabeza, envuelta en vendajes sanguinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.

La herida era horrible. El cráneo, machacado por un instrumento contundente, dejaba el cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del vino. Había a la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.

El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a enfriarse las extremidades del cuerpo. Comprendí que la muerte se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedirlo. Tras haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.

-¿Cómo se ha producido esta herida?

-¿Qué puede importar eso? -respondió evasivamente el capitán-. Un choque del Nautílus ha roto una de las palancas de la maquinaria y ha herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo está?

Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:

-Puede usted hablar libremente. Este hombre no comprende el francés.

Miré nuevamente al herido y respondí:

-Va a morir de aquí a dos horas.

-¿No hay nada que hacer?

-Nada.

Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.

Durante algunos momentos seguí observando al agonizante, cuya palidez iba aumentando bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, surcado de prematuras arrugas labradas tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.

Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pudieran dejar escapar sus labios.

-Puede usted retirarse, señor Aronnax -me dijo el capitán Nemo.

Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al mío, muy emocionado por aquella escena. Durante todo el día me sentí agitado por siniestros presentimientos. Dormí mal aquella noche, y en los momentos de duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como una fúnebre salmodia. ¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no podía comprender?

Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente hallé allí al capitán Nemo. Nada más verme me dijo:

-Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión submarina?

-¿Con mis compañeros?

-Si quieren.

-Estamos a sus órdenes, capitán.

-Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.

Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes participé la proposición del capitán Nemo. Conseil se apresuró a aceptar y, esta vez, el canadiense se mostró muy dispuesto a seguirnos.

Eran las ocho de la mañana. Media hora después estábamos ya vestidos para ese nuevo paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiración. Se abrió la doble puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al que seguían doce hombres de la tripulación, pusimos el pie a una profundidad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el Nautilus.

Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidentado, a una profundidad de unas quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había visitado durante mi primera excursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni bosques pelágicos. Reconocí inmediatamente la maravillosa región a que nos conducía aquel día el capitán Nemo. Era el reino del coral.

Entre los zoófltos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorgónidos, que incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y animal. Utilizada como remedio por los antiguos y como joya ornamental por los modernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel, data tan sólo de 1694.

El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de socialismo natural.

Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al arborizarse, según la muy atinada observación de los naturalistas, y nada podía tener mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.

Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, caminamos a lo largo de un banco de coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a diferencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fijadas a las rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.

La luz producía maravillosos efectos entre aquellos ramajes tan vivamente coloreados. Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y cilíndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pasar como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replegaban en sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba en un bloque pétreo.

El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito. Aquel coral era tan valioso como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.

El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el kilogramo, y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos conjuntos inextricables y compactos que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admirables especímenes de coral rosa.

Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fantástica. El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo largo de una suave pendiente que nos condujo a una profundidad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas verdes y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a las que los naturalistas han alojado definitivamente, tras largas discusiones, en el reino vegetal. Un pensador ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo punto de partida».

Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el aislado «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el dominio del bosque inmenso, de las grandes vegetaciones minerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices de color y sus destellos fosforescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes perdidos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las meandrinas, las astreas, las fungias, las cariófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de gemas resplandecientes.

¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comunicar nuestras sensaciones! ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para comunicarnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos peces que pueblan el líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albedrío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había detenido, con sus hombres formando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una especie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.

Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas groseramente amontonadas, se erguía una cruz de coral cuyos largos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petrificada.

A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.

Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un cementerio, el agujero, una tumba, y el objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo y los suyos habían venido a enterrar a su compañero en esa última residencia común, en el fondo inaccesible del océano! ¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel momento! ¡Jamás me había sentido embargado por una emoción tan impresionante como aquélla! ¡No quería ver lo que estaban viendo mis ojos!

Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresaltados, huían los peces de aquí y de allá. Se oía resonar el hierro del pico sobre el suelo calcáreo y de vez en cuando sobre algún sílex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y pronto se convirtió en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.

Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco, descendió a su húmeda tumba. El capitán Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y todos los demás, se arrodillaron en la actitud de la plegaria... Mis dos compañeros y yo nos inclinamos religiosamente. Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.

El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acercándose a la tumba, extendieron sus manos en un gesto de suprema despedida.

La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de regreso al Nautilus, bajo los arcos del bosque, a través de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso continuo.

Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nuestros últimos pasos. A la una, ya estábamos a bordo.

Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plataforma donde, Presa de una terrible confusión de ideas. Fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me levanté y le dije:

-Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió anoche.

-Sí, señor Aronnax.

-Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese cementerio de coral.

-Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros cavamos las tumbas y los pólipos se encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.

Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capitán trató vanamente de contener un sollozo. Luego, dijo:

-Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del mar.

-Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del alcance de los tiburones.

-Sí, señor -respondió gravemente el capitán Nemo-, fuera del alcance de los tiburones y de los hombres.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE


El eterno Adán

De Julio Verne



(Fragmento)

El zartog Sofr-Ai-Sr (es decir el doctor, tercer representante masculino de la centésima primera generación de la estirpe de los Sofr), caminaba despacio por la calle principal de Basidra, capital de Hars-Iten-Schu (llamado también «El Imperio de los Cuatro Mares»). Efectivamente, cuatro mares, el Tubelone o Septentrional, el Ebone o Austral, el Spone u Oriental, y el Mérone u Occidental, limitaban esta región enorme, de forma muy irregular cuyos puntos, cuyos puntos extremos (contando según las medidas que el lector conoce) llegaban al cuarto grado de longitud Este y el grado cincuenta y dos de longitud Oeste, y al grado cincuenta y cuatro Norte y el grado cincuenta y cinco Sur de latitud. En cuanto a la extensión respectiva de dichos mares, ¿cómo calcularla, siquiera de manera aproximada, si todos se entremezclaban, y un navegante que partiera de cualquiera de sus costas y siempre avanzara, llegaría necesariamente a la costa diametralmente opuesta?

Porque en toda la superficie del globo no existía ninguna otra tierra que la de Hars- Iten-Schu.

Sofr caminaba lentamente, en primer lugar porque hacía mucho calor; comenzaba la estación ardiente, y sobre Basidra, ubicada a orillas del Spone-Schu, o más oriental, a menos de veinte grados al Norte de Ecuador, una tremenda catarata de rayos caía del Sol, cercano al cenit en ese momento. Pero más aún que el cansancio o el calor, era el peso de sus pensamientos lo que volvía zozobrante el andar de Sofr, el sabio zartog. Enjugándose la frente con mano distraída, evocó la sesión que acababa de terminar, donde tantos oradores elocuentes, entre los que se encontraba con orgullo, habían celebrado esplendorosamente los ciento noventa y cinco años del imperio.

Algunos habían delineado toda su historia, es decir, la de la humanidad entera. Habían mostrado a Mahart-Item-Schu, la Tierra de los Cuatro Mares, dividida originariamente en una inmensa cantidad de poblaciones salvajes que se ignoraban entre sí. Las tradiciones más antiguas se remontaban a esas poblaciones. En cuanto a los acontecimientos anteriores, nadie los conocía, y las ciencias naturales apenas empezaban a vislumbrar un tenue resplandor en medio de las impenetrables tinieblas del pasado. En todo caso, aquéllas edades remotas escapaban a la crítica histórica cuyos primeros rudimentos estaban compuestos por nociones vagas, todas referidas a las antiguas poblaciones dispersas.

Por más de ocho mil años, la historia cada vez más completa y exacta de Mahart- Iten-Schu narraba solamente combates y guerras, al principio entre individuos, luego entre familias, y por último entre tribus, ya que cada ser viviente, cada comunidad grande o pequeña, tenía como único objetivo, a través de los siglos, asegurar su supremacía sobre sus enemigos, y se había esforzado, con distinta suerte, por someterlos a sus leyes.

A partir de esos ocho mil años, los recuerdos de los hombres se fueron precisando poco a poco. Al principio del segundo de los cuatro períodos en que se dividían comúnmente los anales de Mahart-Iten-Schu, la leyenda comenzaba a merecer con creciente justicia el calificativo de historia. Además, ya fuera historia o leyenda, la materia de los relatos casi no variaba. Siempre eran masacres o matanza, no ya entre tribus, por cierto, si no entre pueblos, a tal punto que este segundo período no era, después de todo, muy diferente del primero.

Y lo mismo, sucedía con el tercero, que había concluido hacía apenas doscientos años, luego de una duración aproximada de seis siglos. Tal vez esta tercera época haya sido más atroz todavía, pues durante la misma, agrupados en ejércitos innumerables, los hombres habían regado la tierra con su sangre con insaciable furor.

En efecto, poco menos de ocho siglos antes del momento en que el zartog Sofr caminaba por la calle principal de Basidra, la humanidad se hallaba preparada para enormes convulsiones. En ese momento, las armas, el fuego, y la violencia ya habían llevado a cabo parte de su obra necesaria, pues los débiles habían sucumbido antes los fuertes y los hombres que poblaban Mahart-Iten-Schu conformaban tres naciones homogéneas, en cada una de las cuales el tiempo había ido atenuando las diferencias entre los vencedores y los vencidos de antaño. Fue entonces cuando una de estas naciones emprendió el sometimiento de sus vecinas. Situados en el centro de Mahart-Iten-Schu, los Andart’-Ha-Sammgor (Hombres-De- Cara-De-Bronce) pelearon sin piedad para ampliar sus fronteras, dentro de la que se sofocaba su raza ardorosa y prolífica. Unos tras otros, a costa de guerras seculares, vencieron a los Andart’-Mahart-Horis (Hombres-Del-País-De-La-Nieve), pobladores de las regiones del Sur, y a los Andart’-Mitra-Psul (Hombres-De-La- Estrella-Inmóvil), cuyo imperio se encontraba al Norte y al Oeste.

Habían pasado cerca de doscientos años desde que la última insurrección de estos dos pueblos habían sido sofocadas en torrentes de sangre, y la Tierra conocía al fin una historia de paz. Era el cuarto período de la historia. Un imperio único reemplaza ahora a las tres naciones antiguas, todos obedecían la ley de Basidra y la unión política tendía a fusionar las razas. Ya nadie hablaba de los Hombres-Del- País-De-La-Nieve ni de los Hombres-De-La-Estrella-Inmóvil y la tierra era sólo pisada por un único pueblo: los Andart’-Iten-Schu (Hombre-De-Los-Cuatro-Mares), que reunía en su seno a todos los demás.

Pero transcurridos esos doscientos años de paz, parecía anunciarse un quinto período. Desde hacía algún tiempo circulaban rumores inquietantes, venidos de quién sabe donde. Habían aparecido pensadores, para despertar en las almas recuerdos ancestrales que se creían perdidos para siempre. El antiguo sentimiento racial renacía bajo un aspecto diferente, caracterizado por palabras nuevas. Se hablaba comúnmente de «atavismo», de «afinidades», de «nacionalidades», etc.

Todos vocablos de reciente creación, que -por responder a una necesidad- habían adquirido al instante, derecho de ciudadanía. Siguiendo los factores comunes de origen, de aspecto físico, de tendencias morales, o simplemente de región o clima, aparecieron grupos que fueron creciendo poco a poco y ya empezaban a agitarse.

¿En qué terminaría esa evolución naciente? ¿Se disgregaría el Imperio apenas formado? ¿Mahart-Iten-Schu se vería dividido como antes? En una gran cantidad de naciones dispares, o al menos, para mantener su unidad, habría que recurrir nuevamente a las horribles hecatombes que, durante tantos milenios, habían convertido la tierra en un osario.

Sofr ahuyentó tales pensamientos con un movimiento de cabeza. Ni él ni nadie conocían el porvenir. ¿Por qué entristecerse de antemano ante hechos inciertos?

Además, no era el indicado para meditar en esas hipótesis funestas. Era una jornada festiva y había que pensar únicamente en la majestuosa grandeza de Mogar-Si, el duodécimo emperador de Hars-Iten-Schu, cuyo cetro guiaba el universo hacia su destino glorioso.

Por otra parte, no faltaban motivos de regocijo para un zartog. Aparte del historiador que había trazado los esplendores de Mahart-Iten-Schu, una legión de sabios, en ocasión del grandioso aniversario, establecieron, -cada uno en su especialidad-, el balance del conocimiento humano indicando el punto al que había arribado la humanidad con su esfuerzo secular.

Ahora bien, si el primero había sugerido, con cierta mesura, algunas tristes consideraciones, al contar por medio de qué camino lento y tortuoso la humanidad había logrado librarse de su bestialidad original, los demás habían alimentado el orgullo legítimo de su público.

Sí; ciertamente la comparación entre lo que el hombre había sido, desnudo y desarmado sobre la tierra, y lo que era en ese momento, estimulaba la admiración.

Durante siglos, a pesar de sus discordias y odios fraticidas, no había interrumpido la lucha contra la naturaleza ni un instante, aumentando sin cesar el alcance de su victoria. Lentamente en un comienzo, su marcha triunfal se había acelerado de modo sorprendente desde hacía doscientos años, ya que la estabilidad de las instituciones políticas y la paz universal que surgía de ellas habían provocado un fantástico progreso en la ciencia. La humanidad había vivido para el cerebro y no sólo para sus miembros, en vez de consumirse en guerras insensatas; y, por eso en el transcurso de los dos últimos siglos había avanzado con paso cada vez más veloz hacia el conocimiento y la domesticación de la materia.

Sofr, mientras seguía caminando por la larga calle de Basidra bajo el Sol ardiente, esbozaba en su espíritu el panorama de las conquistas del hombre. En primer lugar, -era algo que se desvanecía en la noche de los tiempos-, había imaginado la escritura con el fin de fijar el pensamiento; después -el invento se remontaba a más de quinientos años atrás-, había descubierto la manera de difundir la palabra es una cantidad casi infinita de ejemplares, mediante un molde único. En realidad, de este hallazgo derivaban todos los demás. Gracias a él, los cerebros se habían puesto en actividad, la inteligencia de cada uno se había visto acrecentada por la del prójimo, y los descubrimientos de orden teórico y práctico se habían multiplicado vertiginosamente, al punto de que era imposible contarlos.

El hombre había socavado las entrañas de la Tierra y extraía de allí el calor mineral o hulla, generoso proveedor de calor; había liberado las fuerzas latentes del agua, y a partir de entonces el vapor arrastraba pesados convoyes sobre larguísimas tiras de hierro o activaban un sinnúmero de máquinas poderosas, delicadas y precisas. Gracias a tales máquinas, tejían las fibras vegetales y trabajaban a gusto los metales, el mármol y la roca.

En un dominio menos concreto o al menos de aprovechamiento menos directo o inmediato, fue penetrando gradualmente el misterio de los números, y recorrió - acercándose cada vez más al infinito- las verdades matemáticas. Gracias a ellas, su pensamiento había explorado el cielo. Sabía que el Sol era simplemente una estrella que gravitaba a través del espacio según leyes rigurosas, arrastrando consigo a los siete planetas (por lo tanto los Andart’-Iten-Schu ignoraban a Neptuno {nota del autor}. Y también a Plutón, descubierto en 1930, veinticinco años después de la muerte de Verne {nota del traductor}) de su cortejo en una órbita de fuego.

Conocía tanto el arte tanto de combinar ciertos cuerpos brutos de modo tal que formaban cuerpos nuevos que no guardaran ninguna relación con los primeros, como el dividir otros cuerpos en sus elementos constitutivos y primordiales. Sometía el análisis del sonido, la luz, el calor, y empezaba a definir su naturaleza y sus leyes. Cincuenta años antes había aprendido a producir esa fuerza de la cual el rayo y los relámpagos son la manifestación más aterradora, y pronto había logrado convertirla en su esclava; este agente misterioso ya transmitía a distancias inconcebibles el pensamiento escrito; mañana transmitiría el sonido; pasado mañana, qué duda cabe, la luz (resulta evidente que los Andart’-Iten-Schu conocían el telégrafo, pero aún ignoraban el teléfono y la luz eléctrica en el momento en que zartog Sofr se entregaba a sus reflexiones {nota del autor}). Sí, el hombre era grandioso, más que el gigantesco universo, al que en un día no muy lejano dominaría como amo y señor…

Entonces, para obtener la verdad integral, quedaría por resolver éste último problema: ese hombre, dueño del mundo, ¿quién era? ¿de dónde venía? ¿hacia qué fines desconocidos tendía su esfuerzo inagotable?

Precisamente, el zartog había tratado este vasto tema durante la ceremonia de la que acababa de salir. En realidad, no había hecho más que probarlos, porque semejante problema era insoluble en ese momento y sin duda lo seguiría siendo por mucho más tiempo. Sin embargo, algunos resplandores indefinidos comenzaban a iluminar el misterio. ¿No era el zartog Sofr, acaso, quien había lanzado los resplandores más potentes, cuando interpretando sistemáticamente las pacientes observaciones de sus predecesores y sus propias notas personales, había arribado a su ley de la evolución de la materia viva, ley admitida ahora universalmente y que no encontraba un solo detractor?

Esta teoría se sostenía en una base triple.

En primer término, sobre la ciencia geológica que, nacida el día mismo en que se excavaron las entrañas del suelo por primera vez, se había ido perfeccionando en relación con el desarrollo de las exploraciones mineras. La corteza del globo se conocía con tal exactitud que se atrevían establecer su edad en cuatrocientos mil años, y la de Mahart-Item-Schu en veinte mil años, tal como existía en ese momento. Antes, el continente yacía dormido bajo las aguas del mar, como lo testimoniaba la densa capa de limo marítima que cubría, sin interrupción, las capas de roca subyacentes. ¿Mediante qué mecanismo había brotado de debajo de las olas? Evidentemente, luego de una contracción del globo al enfriarse. Fuera como fuese en tal sentido, el surgimiento de Mahart-Item-Schu debía ser considerado como seguro.

Las ciencias naturales le habían brindado a Sofr los otros dos cimientos de su sistema, al demostrar el estrecho parentesco de las plantas entre sí, y de los animales entre sí. Sofr había ido más lejos aún: había probado hasta la evidencia de que la mayoría de los vegetales existentes se relacionan con una planta marítima que era su ancestro, y que prácticamente todos los animales terrestres o aéreos derivaron de animales marítimos. Mediante una evolución lenta pero incesante, éstos se habían ido adaptando poco a poco a condiciones de vida, al principio cercanas y luego más alejadas de las que caracterizaron su vida primitiva y, de etapa en etapa, habían dado a luz a la mayor parte de las formas vivientes que habitaban la tierra y el cielo. Lamentablemente, esta ingeniosa teoría no era inobjetable. Que los seres vivos del reino animal o vegetal descendían de antepasados marítimos era algo que parecía indiscutible para la mayoría, pero no para todos. En efecto, existían algunas plantas y animales que parecían imposibles de relacionar con formas acuáticas. Ese era uno de los puntos débiles del sistema.

El hombre era el otro punto débil. Y Sofr no lo ocultaba. Entre el hombre y los animales no era posible ninguna proximidad. Por supuesto, las funciones y las propiedades primordiales, como la respiración, la alimentación y la motricidad eran idénticas y se cumplían o se manifestaban de manera semejante a la sensibilidad, pero subsistía un abismo infranqueable entre las formas externas, la cantidad y la disposición de los órganos. Si era posible relacionar a la gran mayoría de los animales con antepasados salidos del mar, por medio de una cadena a la que le faltaban pocos eslabones, tal filiación resultaba inadmisible en lo concerniente al hombre. Para conservar la teoría intacta de la evolución, era necesario imaginar gratuitamente la hipótesis de un tronco común entre los habitantes de las aguas y el hombre, tronco cuya existencia jamás se había demostrado de ninguna manera.

En algún momento, Sofr había esperado encontrar en el suelo, argumentos que favorecieran sus referencias. Durante muchos años se habían realizado excavaciones impulsadas y dirigidas por él, pero para arribar a resultados diametralmente opuestos de los que deseaba.

Después de traspasar una delgada película de humus formado por la composición de plantas y animales análogos o semejantes, a los que se veían diariamente, llegaron a la espesa capa de limo, en donde los restos del pasado habían cambiado de naturaleza. En este limo, ya no quedaban huellas de la flora y la fauna existentes, sino un acumulamiento colosal de fósiles exclusivamente marinos cuyos congéneres aún vivían frecuentemente en los océanos que rodeaban a Mahart-Item-Schu.

¿Qué conclusión podía sacarse, sino que los geólogos tenían razón al afirmar que el continente había servido de fondo a esos mismos océanos en tiempos remotos, y que Sofr tampoco se equivocaba al dar por sentado el origen marítimo de la fauna y la flora contemporáneas? Pues -salvo excepciones tan escasas que uno hubiera podido considerarlas monstruosidades-, como las formas acuáticas y las formas terrestres eran las únicas cuyas huellas se encontraban, éstas habían sido engrendradas necesariamente por aquéllas.

Por desgracia para la generalización del sistema, se vieron más descubrimientos todavía. Diseminadas en todo el espeso campo de humus, y hasta en la zona más superficial del depósito de limo, salieron a la luz innumerables osamentas humanas. No había nada fuera de lo común en la estructura de estos fragmentos de esqueleto, y Sofr se vió obligado a renunciar a exigirles los organismos intermediarios cuya existencia hubiera corroborado su teoría: eran, ni más ni menos, osamentas de hombres.

Sin embargo, no quedó mucho tiempo en quedar demostrada una particularidad bastante llamativa. Hasta determinada antigüedad -que podía calcularse groseramente en dos o tres mil años-, cuanto más antiguo era el osario, más pequeño era el tamaño de los cráneos. Contrariamente, más allá de ese período, la progresión se invertía, y, de ahí en adelante, cuanto más se retrocedía en el pasado, más aumentaba la capacidad de los cráneos y, por ende, la magnitud de los cerebros que habían albergado. El máximo fue encontrado justamente entre los restos, en verdad muy escasos, descubiertos en la superficie de la capa de limo. La observación minuciosa de estos venerables vestigios no permitía dudar que el hombre en aquellos tiempos remotos había alcanzado un desarrollo cerebral muy superior al de sus sucesores (incluidos los propios contemporáneos del zartog Sofr).

Esto indicaba que, durante ciento sesenta siglos o ciento setenta siglos, había ocurrido una regresión ostensible, seguida de una nueva ascensión. Sofr, sorprendido por estos hechos inesperados, continuó con sus investigaciones.

La capa de limo fue atravesada de lado a lado sobre un espesor que, según las más discretas conjeturas, habría requerido por lo menos quince o veinte mil años de acumulación. Más allá, se encontraron leves restos de una antigua capa de humus. Luego, debajo de este humus, apareció la roca de naturaleza diversa según el sitio de las investigaciones. Pero lo que llevó el asombro a su punto culminante, fue el hecho de recoger restos de indudable origen indudablemente humano, extraídos a esas misteriosas profundidades. Eran partes de esqueletos y fragmentos de armas o de máquinas, pedazos de vasijas, estelas, con inscripciones en un lenguaje desconocido, duras piedras talladas delicadamente, algunas veces esculpidas como estatuas casi perfectas, capiteles finamente trabajados, etc., etc. Todos estos hallazgos llevaron a inferir que alrededor de cuarenta mil años antes -o sea, veinte mil antes del momento en que habían surgido los primeros habitantes de la raza contemporánea, no se sabía cómo ni de dónde-, el hombre ya había vivido en esos mismos lugares y había alcanzado un grado muy avanzado de civilización.

Tal fue la conclusión generalmente aceptada, aunque hubo por lo menos un disidente. y este disidente era Sofr. Aceptar que otros hombres, separados de sus sucesores por un tiempo de cuarenta mil años, hayan habitado la Tierra por primera vez era, en su opinión, pura locura. ¿De dónde vendrían, entonces, esos descendientes de ancestros extinguidos hacia tanto tiempo, y a los que no unía ningún vínculo? Antes que admitir semejante hipótesis, era preferible mantenerse a la expectativa. Que tales hechos singulares no hayan sido explicados no implican necesariamente que fuesen inexplicables. Alguna vez serían interpretados. Hasta el momento convenía no darles cabida y continuar sujeto a los principios que satisfacen plenamente la razón pura.

El castillo de los Cárpatos

De Julio Verne



Segunda Parte

Capítulo II
(Fragmento)

La Stilla apareció más emocionada que nunca. Rehízose, sin embargo, y abandonándose a su inspiracion, cantó con una perfección, con un tan inefable talento, que no puede expresarse. El entusiasmo que causó a los espectadores llegó al delirio.

Durante la representación, el conde permaneció de pie junto a la caja de bastidores, impaciente, nervioso, febril, pudiendo apenas contenerse, maldiciendo la extensión de las escenas, irritándole la tardanza que provocaban los aplausos y las llamadas. ¡Ah! ¡Cuánto tardaba el momento de arrancar de aquel teatro la que iba a ser condesa de Télek! Aquella mujer adorada, que se llevaría lejos, muy lejos, donde no pudiera ser de nadie más que de él solo.

Llegó el momento supremo; la dramática escena última, en que muere la heroína del Orlando. Nunca pareció más hermosa la admirable música de Arconati. Jamás la Stilla la interpretó con más apasionados acentos. El alma de la artista parecía asomar a sus labios, y, sin embargo, diríase que aquella voz, desgarradora en algunos momentos, iba a destrozarse, puesto que no se la iba, a oír jamás.

En aquel momento corrióse la celosía del palco del batón de Gortz y apareció aquella extraña cabeza de largo pelo gris y ojos brillantes... Mostróse aquella cara estática, de espantosa palidez. Franz desde la caja de bastidores, vio en plena luz, por primera vez, aquella cabeza.

La Stilla se dejaba arrastrar por el fuego de la arrbatadora estrofa del canto final. Acababa de repetir aquella frase de sublime sentimiento.

Inamorata, mio coure treinante...

Voglio morire...

De repente se detuvo. La cara del barón de Gortz la aterrorizó... Paralizóla inexplicable espanto... Llevóse rápidamente la mano a la boca, tinta en sangre. ..

Vaciló... y cayo...

El público en masa se levantó palpitante,. loco, en el colmo de la angustia... Del palco del barón escapose un grito... Franz se precipita en la escena, coge a Stilla en sus brazos, la levanta, la contempla, la llama, y exclama:

-¡Muerta!.. . ¡Muerta! ...

¡Sí! La Stilla está muerta. . . En su pecho se ha roto un vaso... ¡Su canto se ha extinguido con su último suspito!

El conde fue trasladad o a su hotel en tal estado, que se temía por su razón. No pudo asistir a los funerales de la Stilla, que fueron hechos en medio de un inmenso concurso de la población nápolitana.

El cuerpo de la cantante fue inhumado en el Campo Santo Nuovo. Sobre el mármol de su tumba se lee este nombre:

STILLA

La noche de los funerales, un hombre fue al Campo Santo Nuovo; allí, con los ojos extraviados, la cabeza enmarañada, los labios apretados como si estuvieran sellados por la muerte, permaneció contemplando la tumba de la Stilla. Parecía como si prestase atención, imaginando que la voz de la Stilla iba a resonar por última vez desde el fondo de la tumba...

Aquel hombre era Rodolfo de Gortz.

En la misma noche, el barón de Gortz, acompañado de su sirviente Orfanik, salió de Nápoles, y nadie volvió a saber de él.

Al siguiente dia llegó una carta, dirigida al conde de Télek. Aquella carta no contenía más que estas palabras, de un laconismo amenazador:

«Vos la habéis matado. ¡Desgraciado de vos, conde de Télek!

-RODOLFO DE GORTZ.»