No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El malo

De Enrique Gil Gilbert



Duérmase niñito,
duérmase por Dios;
duérmase niñito
que allí viene el cuco,
¡ahahá! ¡ahahá!

Y Leopoldo elevaba su destemplada voz meciéndose a todo vuelo en la hamaca, tratando de arrullar a su hermanito menor.
—¡Er moro!
Así lo llamaban porque hasta muy crecido había estado sin recibir las aguas bautismales.
—¡Er moro! ¡Jesú, qué malo ha de ser!
—¿Y nuá venío tuabía la mala pájara a gritajle?
—Iz que cuando uno es moro la mala pájara pare...
—No: le saca los ojitos ar moro.

San José y la virgen
fueron a Belén
a adorar al niño
y a Jesús también.
María lavaba,
San José tendía
los ricos pañales
que el niño tenía,
¡ahahá! ¡ahahá!

Y seguía meciendo. El cuerpo medio torcido, más elevada una pierna que otra, sólo la más prolongada servía de palanca mecedora. En los labios un pedazo de res: el “rompe camisa”.
Más sucio y andrajoso que un mendigo, hacía exclamar a su madre:
—¡Si ya nuai vida con este demonio! ¡Vea: si nuace un ratito que lo hei bestío y ya anda como de un mes!
Pero él era impasible. Travieso y malcriado por instinto. Vivo; tal vez demasiado vivo.
Sus pillerías eran porque sí. Porque se le antojaba hacerlo.
Ahora su papá y su mamá se habían ido al desmonte. Tenía que cocinar. Cuidar a su hermanito. Hacerlo dormir, y cuando ya esté dormido, ir llevando la comida a sus taitas. Y lo más probable era que recibiera su cueriza.
Sabía sin duda lo que le esperaba. Pero aunque ya el sol “estaba bastante paradito”, no se preocupaba de poner las ollas en el fogón. Tenía su cueriza segura. Pero ¡bah!
¿Qué era jugar un ratito?... Si le pagaban le dolería un ratito y... ¡nada más! Con sobarse contra el suelo, sobre la yerba de la virgen...
Y  viendo que el pequeño no se dormía se agachó; se agachó hasta casi tocarle la nariz contra la de él.
El bebé, espantado, saltó, agitó las manecitas. Hizo un gesto que lo afeaba y quiso llorar.
—¡Duérmete! —ordenó.
Pero el muy sinvergüenza en lugar de dormirse se puso a llorar.
—Vea ñañito: ¡duérmase que tengo que cocinar!
Y  empleaba todas las razones más convincentes que hallaba al alcance de su mentalidad infantil.
El bebé no hacía caso.
Recurrió entonces a los métodos violentos.
—¿No quieres dormirte? ¡Ahora verás! Cogiólo por los hombritos y lo sacudió.
—¡Si no te duermes verás!
Y más y más lo sacudía. Pero el bebé gritaba y gritaba sin dormirse.
—¡Agú! ¡Agú! ¡Agú!
—Parece pito, de esos pitos que hacen con cacho e toro y ombligo de argarrobo.
Y  le parecía bonita la destemplada y nada simpática musiquita.
¡Vaya! Qué gracioso resultaba el muchachito, así, moradito, contrayendo los bracitos y las piernitas para llorar.
—¡Ji, ji, ji! ¡Cómo si ase! ¡Ji, ji, ji!
Si él hubiera tenido senos como su mamá, ya no lloraría el chico, pero... ¿Por qué no tendría él?...
...Y él sería cuando grande como su papá...
Iría...
—¡Agú! ¡Agú! ¡Agú!
¡Carambas, si todavía lloraba su ñaño!
Lo bajó de la hamaca.
—¡Leopordo!
—Mande.
—¿Nuás visto mi gallina fina?
—¡Yo no hei visto nada!
Y la Chepa se alejaba murmurando:
—¡Si es malo-malo-malo-como er mesmo malo!
¡Vieja majadera! Venir a buscar gallinas cuando él tenía que hacer dormir a su ñaño y cocinar... Y ya el sol “estaba más paradito que endenantes”.
¡Qué gritón el muchacho! Ya no le gustaba la musiquita.
Y  se puso a saltar alrededor de la criatura. Saltaba. Saltaba. Saltaba.
Y los ocho años que llevaba de vida se alegraron como nunca se habían alegrado.
Si había conseguido hacerlo callar, lo que pocas veces conseguía...
Y  más todavía, se reía con él... ¡ Con él que nadie se reía!
Por eso tal vez era malo.
¿Malo? ¿Y qué sería eso? A los que les grita la lechuza antes de que los lleven a la pila, son malos... ¡Y a él dizque le había gritado!
Pero nadie se reía con él.
—No te ajuntes con er Leopordo —había oído que le decían a los otros chicos—. ¡No te ajuntes con ese ques malo!
Y  ahora le había sonreído su hermanito. ¡Y dizque los chiquitos son angelitos!
—¡Guio! ¡Güio!
Y saltaba y más saltaba a su alrededor. De repente se paró.
—¡Ay!
Lloró. Agitó las manos. Lo mismo había hecho el chiquito.
—¿Y de onde cayó er machete?
Tornaba los ojos de uno a otro lado.
—¿Pero de onde caería? ¿No sería er diablo?
Y se asustó. El diablo debía estar en el cuarto.
—¡Uy!
Sus ojos se abrieron mucho... mucho... mucho...
Tanto que de tan abiertos se le cerraron. ¡Le entró tanto frío en los ojos! Y por los ojos le pasó al alma.
El chiquito en el suelo... y él viendo: sobre los pañalitos... una mancha como de fresco de pitahaya... no... si era... como de tinta de mangle... y salía y salía... ¡qué colorada!
Pero ya no lloraba.
—¡Ñañito!
No, ya no lloraba. ¿Qué le había pasado? ¿Pero de dónde cayó el machete? ¡El diablo!
Y  asustado salió. Se detuvo apenas dejó el último escalón de la escalera. ¿Y si su mamá le pegaba? ¡Como siempre le pegaban...!
Volvió a subir... Otra vez estaba llorando el chiquito... ¡Sí! Sí estaba llorando... ¡Pero cómo lloraba! ¡Si casi no se le oía!
—¡Oi! ¡Cómo se ha manchao! ¡Y qué colorao! ¡Qué colorao questá! ¡Si toíto se ha embarrao!
Fue a deshacerle el bulluco de pañales. Con las puntas del índice y del pulgar los cogía: ¡tanto miedo le daban!
Eso que le salía era como la sangre que le salía a él cuando se cortaba los dedos mientras hacía canoítas de palo de balsa.
Eso que le salía era sangre.
—¿Cómo caería er machete?
Allí estaba el diablo...
El diablo. El diablo. El diablo.
Y  bajó. No bajó. Se encontró sin saber cómo, abajo. Corrió en dirección “al trabajo” de su papá.
—¡Yo no hei sío! Yo no hei sío.
Y  corría.
Lo vio pasar todo el mundo.
Los hijos de la Chepa. Los de la Meche. Los de la Victoria. Los de la Carmen. Y todos se apartaban. 
—¡Er malo!
Y se quitaban.
—¿Lo ves cómo llora y cómo habla? ¡Se ha gorbido loco! ¡No se ajunten con él que la lechuza le ha gritao!
Pero él no los veía.
El diablo... su hermanito... ¿cómo fue? El diablo... El malo... El... ¡El que le decían el malo!
—¡Yo no jui! ¡Yo no jui! ¡Si yo no sé!
Llegó. Los vio de lejos. Si les decía le pegaban... No: él les decía...
Y  avanzó:
—¡Mama! ¡Taita!
—¿Qué quieres vos aquí? ¿No te dejé cuidando ar chico?
Y lloró asustado. Y vio:

El diablo.
Su hermanito.
El machete.

—Si yo no jui... ¡Sólito no más se cayó! ¡Er diablo!
—¿Qué ha pasado?
—En la barriguita... ¡pero yo no jui! ¡Si cayó sólito! ¡Naiden lo atacó! ¡Yo no jui!
Ellos adivinaron.
¡Y corrieron! Él asustado. Ella llorosa y atrás. ¡Leopoldo con un espanto más grande que la alegría de cuando su hermanito le sonrió!
Para todos pasó como algo inusitado ver corriendo como locos a toda la familia.
Algunos se reían. Otros se asustaban. Otros quedaban indiferentes.
Los muchachos se acercaban y preguntaban:
—¿Qué ha pasao?
Hablaban por primera vez en su vida al malo.
—¡Yo nuei sío! ¡Jue er diablo!
Y se apartaban de él.
¡Lo que decía!
Y subieron todos y todos vieron y ninguno creyó en lo que veía. Sólo él —el malo— asustado, tan asustado que no hablaba —cosa rara en él— desgreñado, sucio, hediondo a sudor, miraba y estaba convencido de que era cierto lo que veían.
Y sus ojos interrogaban a todos los rincones. Creía ver al diablo.
La madre lloró.
Al quitarle los pañales vio con los ojos enturbiados por el llanto lo que no hubiera querido ver...
Pero ¿quién había sido?
Juan, el padre, explicó: como de costumbre él había dejado el machete entre las cañas... él, nadie más que él, tenía la culpa.
No. Ellos no lo creían. Había sido el malo. Ellos lo acusaban.
Leopoldo llorando imploraba:
—¡Si yo no jui! Jue er diablo.
—¡Er diablo eres vos!
—¡Yo soy Leopordo!
—Tu taita ej er diablo, no don Juan.
—Mentira —gritó la madre ofendida.
Y  la vieja Victoria, bruja y curandera, arguyó con su voz cascada:
—¡Nuasido otro quer Leopordo, porque ér ej er malo! ¡Y naiden más quer tiene que haber sido!
Leopoldo como última protesta:
—¡Yo soy hijo e mi taita!
Todos hacían cruces.
Había sido el malo. Tenía que ser. Ya había comenzado. Después mataría más.
—¡Hay que decirle ar Político er pueblo!
Se alejaban del malo. Entonces él sintió repulsión de ellos. Fue la primera vez que odió.
Y cuando todos los curiosos se fueron y quedaron solos los cuatro, María, la madre, lloró. Mientras Juan se restregaba una mano con otra y las lágrimas rodaban por sus mejillas.
María vio al muerto... ¡Malo, Leopoldo, malo! ¡Mató a su hermanito, malo! Pero ahora vendría el Político y se lo llevaría preso... Pobrecito. ¿Cómo lo tratarían? Mal porque era malo. Y con lo brutos que eran los de la rural. ¡Pero había matado a su hermanito! Malo, Leopoldo, malo... Lo miró. Los ojos llorosos de Leopoldo se encontraron suplicantes con los de ella.
—¡Yo no hei sío, mama!
La vieja Victoria subió refunfuñando:
—¡Si es ques malo de nación: es ér, er malo, naiden más que ér!
María abrazó a su hijo muerto... ¿Y el otro? ¿El Leopoldo ?... ¡No, no podía ser!
Corrió, lo abrazó y lo llevó junto al cadáver. Y allí abrazó a su hijo muerto y al vivo.
—¡Mijito! ¡Pobrecito!
—Le gritó la lechuza...
El machete viejo, carcomido, manchado a partes de sangre, a partes oxidado, negro, a partes plateado, por no sé qué misterio de luz, parecía reírse.
—¡Es malo, malo Leopoldo!