Sentado en su trono de piedra, en la catedral octagonal de
Aquisgrán, Carlomagno contempla a sus súbditos con la mirada ausente de quien
ha sufrido un descalabro terrible.
La noticia de la ignominiosa muerte, a manos de los moros,
de su caballero predilecto, del paladín del reino por excelencia, Roldán el
Temerario, en Roncesvalles, es un puñal de hielo que le atraviesa el corazón,
lo ata y lo mineraliza hasta confundirlo con la roca que simboliza su poder.
Su lengua, acostumbrada a gritar sus pensamientos y
emociones, esta vez sólo puede pronunciar los huecos de un silencio paralizado,
las hirientes vocales petrificadas, las consonantes derrotadas. Su boca es un
túnel que hospeda la amargura y la miseria.
Nunca debió dejarlo partir. Todos los augurios habían sido
nefastos. La urraca parada en el brocal del pozo del palacio real, defecando
grumos de color granate almandino. La sábana manchada con la huella seminal de
sus mutuas micciones en la noche previa a la elaboración del horóscopo que, al
día siguiente, había vaticinado incertidumbre y desgracia para las huestes,
niebla y Parca para sus capitanes. La señal en el hombro de Roldán que él había
descubierto al desnudarlo de su túnica, ese pequeño lunar en forma de corona de
espinas apenas perfilado, pero que, sin embargo, llevaba la impronta de su
ausencia. Todo había pronosticado el mal en su más pura y cabal dimensión, mas
él no lo había visto o no había querido verlo. Ciego o indolente. Igual de
innobles ambas actitudes. Y, se devanaba el seso, cómo podría expiar esa culpa.
¿Cómo resarcir al reino, a sus caballeros, a sus vasallos de esa pérdida por la
que se sentía el único responsable?
Las imágenes del presente se agolparon ante sus ojos para
castigarlo con el cardillo del desdén, ya que ninguno de los cortesanos que lo
rodeaban en ese momento manifestaba siquiera el menor signo de condolencia; al
contrario, disfrutaban con las maromas de los saltimbanquis, con las
obscenidades de los bufones, la cháchara de los juglares, las obsecuentes
posturas de las mujeres públicas, quienes, con los labios carmenados y los
cuerpos cubiertos de ese aceite que las transformaba en preciosas odaliscas,
ofrecían, al que lo desease, la encarnadura de goces indescriptibles; y se
mezclaban, arbitrariamente, con las escenas imaginadas por él, en las que veía
las llagas sangrantes de Roldán, escuchaba los lamentos de sus escuderos en el
eco de los valles, olisqueaba el acre sabor de la carroña y veneraba las
cuchilladas que el aire de Roncesvalles clavaba en el pecho de la tierra para
sepultar los últimos alientos del guerrero vencido.
Entonces él, el magnífico señor de la Tierra, envuelto en un
sudario de soledad y remordimiento, quiso levantarse del solio real y lanzar un
gemido tremebundo para que los presentes se callaran, para que guardasen el
respeto debido al duelo que el reino le debía al caído; sin embargo, la mano
poderosa de su reina, convertida en grillete de mazmorra, lo detuvo y le
impidió pararse. Su mirada le indicó que era impropio de su rango el rebajarse;
que de sus errores sólo él debía responder ante sí mismo, en la privacidad
sellada con cal y canto.
Se retiró del trono sin llamar la atención, escudado tras el
vuelo de las muselinas de la reina, y penetró en sus aposentos. En ellos,
sintió cómo el frío abandonaba su alma para congelar la habitación y darle la
temperatura propia de una catacumba. Se despojó de la enorme espada Germania,
en cuya cruz resplandecía un diamante en bruto, del cíngulo de bronce y rubíes
que la sostenía en su cintura, y de sus hábitos talares; pero conservó la
corona para saberse aún el emperador de Occidente.
Desnudo, deambuló entre el sofocante calor del hielo, que le
hacía sudar igual que si estuviese en un baño de vapor, hasta que sus piernas
flaquearon y tuvo que arrodillarse sobre las baldosas. Sus pensamientos,
entonces, estallaron y se fragmentaron en su cerebro con una incoherencia
enajenante. De pronto, supo que debía llorar y lo hizo; supo que tenía que
rasgar sus carnes con sus uñas y así lo llevó a cabo; entendió la necesidad de
castrarse y, sin titubeo alguno, tomó una daga que le quedaba a la mano y, con
un sólo tajo, cercenó su varonía.
Fue así que con su sangre y sus dedos comenzó a escribir el
romance que, por razones de Estado, se conservaría anónimo, y que con el título
de La canción de Roldán pasaría a la posteridad.