Y qué ardiente deseo obsesiona mi alienado corazón.
Safo
Para Silvia Sentíes
No conduzcas tan aprisa. Los volkswagen no deben correrse a
más de cuarenta. En el velocímetro la aguja marca setenta, a veces se inclina
hacia la derecha según oprimes el acelerador. Setenta, ochenta, setenta,
ochenta, noventa, cien. La vegetación tropical de Cuernavaca, buganvilias e
hibiscos manchando de rojo los camellones. Luego, una curva pronunciada, rocas
abiertas en dos a fuerza de dinamita y pinares apuntando un cielo sorprendido.
¿Por qué preferir este coche? En el garaje dejaste el otro grande y estable
para correr sin problemas. Cien, ciento veinte, ciento cuarenta. Te hablan y no
contestas, tienes la costumbre. Razonas en cosas ajenas como si te salieras del
mundo. Desde el viernes pasado te sientes mal, duermes con dificultad. Te
levantas para buscar pastillas que sólo te amodorran. Abres los ojos, esperas
ardientemente el sol de las nueve y hallas la oscuridad de la madrugada. Por la
cortina se filtra la luz del farol de la calle. Sientes un hueco en el
estómago, una especie de inquietud semejante a un ardor por dentro. Te volteas
bocabajo. Recuerdas la mirada de Ricardo irritada por los coñacs que tomó en tu
compañía. Experimentas una repentina frialdad lejana al agradecimiento que te
inspiró cuando lo creíste una especie de milagro. “La pureza del corazón
consiste en querer una cosa”. ¿Escribió eso Kierkegaard? Perdiste la pureza
porque no deseas cosa alguna, aunque el hueco en el estómago te hace extrañar a
Ricardo. Echas de menos su conversación chispeante, llena de contrasentidos, de
ideas tergiversadas y sin embargo divertida. Conformas su imagen en traje de
baño y en aquella alberca donde ambos se asoleaban y de pronto necesitas
acariciar su espalda. “La pureza del corazón consiste...” Ciento cuarenta,
ciento sesenta. ¿Por qué conduces tan rápido? No hay prisa por llegar. En el
asiento trasero duerme tu perrita. Sentada junto a ti, tu madre dice algo. No
la escuchas, no le contestas. Es aburrido permanecer contigo cuando te alejas
estando presente. ¿Rememoras entonces tu infancia? ¿Una especie de felicidad
inverosímil en la cual te supusiste predestinada para lo mejor? Te preguntas
cómo empezaste a fallar y en qué momento al presentarse la disyuntiva
preferiste la ruta errada. Piensas en Ricardo, antes había sido Pablo y antes
Mauricio y antes Enrique y antes. Varios de ellos opinarían que eres humorista,
alabarían tu sentido de la alegría. Ninguno adivinó que te reías mucho como una
obligación. Ninguno sospecharía tampoco lo cansada que te encuentras. Bostezas,
los párpados casi se te cierran y, al mismo tiempo, sabes que al llegar la
noche no podrás dormir, no controlarás un temblor interno y constante. Sube el
velocímetro, aceleras. En las curvas pierdes el carril, coqueteas con las
pendientes. Tú, la del rostro honesto, convertida en lo que cualquier mujer de
treinta años quisiera ser. Disciplinada, trabajadora, luminosamente limpia,
capaz de ganar dinero con tanta facilidad como lo gastas; pero ahora las
pelucas, el maquillaje exagerado y las pestañas postizas te aburren hasta la
náusea. Te enfermas con la idea de enfrentarte a tu fotógrafo siempre
insatisfecho, el mismo que te inculcó miedo a que los años pasen denunciando su
inevitable saldo de arrugas y deformaciones. Tu secretaria considera trágica
una herencia de clase media que no logras superar. Conservas todavía
puritanismo demudado. Ricardo intentó cualquier medio para llevarte a su cama.
Se pregunta por qué no aceptaste. Ignora tu miedo a esta sensación imprecisa
con la cual regresas. Al planear el viaje alentabas el propósito de verlo, sin
embargo desde el hotel cancelaste la cita que acordaron para cenar. Hacía poco
te entusiasmaba aquel hombre alto y elegante exasperándote con sus talentos de
seductor. Algo así como sostenerse en el rojo mientras la ruleta marcaba el
negro. Quizá ya te deprimen los moteles, los riesgos y las aventuras furtivas.
No corras tanto. En los coches pequeños la velocidad es más peligrosa y a lo
mejor por un accidente ni se muere uno y queda inválido o contrahecho.
Reconstruyes la caricatura del gato empeñado en comerse un canario vivaracho.
Hubieras anhelado que te atraparan, que al cesar el asedio surgiera un
sorpresivo silencio. Para entonces el gato se consideraba vencido. Las nubes
coronan las montañas como algodones plomizos puestos allí para ensombrecer el
panorama luminoso unos kilómetros atrás. Mauricio te buscó en Cuernavaca. La
semana anterior le confiaste que irías. Dio contigo porque regresas siempre a
los lugares conocidos. Bastó con telefonear a la Hostería de las Quintas
preguntando si habías tomado una suite. Otra vez más lo juzgaste conceptuoso y
frío. Te asustan sus labios duros; pero cuando bebió unos martinis adoptó una
risita entre picara e insinuante. Comieron pollo al curry en un restaurante
cuyos jardines estaban concurridos por norteamericanos ataviados como para
rivalizar con los pavos reales que el dueño del establecimiento mantiene
cebados. Notaste la delicadeza de los geranios sobre la voz de tu madre
emitiendo notas agudas en la referencia oficial de los agraristas que les quitaron
la hacienda, los otoños del abuelo en Europa cuando no se viajaba a plazos, los
turistas empeñados en visitar semanalmente la casa museo de la tía Emilia, el
monumento fúnebre que la familia conserva en prueba de sus antiguas glorias.
Mauricio seguía el casi monólogo con una expresión que interpretaste como de
paciencia infinita, hasta que irónico y chocante —la frase fue un zarpazo—,
dijo que las mujeres carecen de espíritu. Tu madre se interrumpió
desconcertada. Durante un segundo insonoro pareció aludirse; sin embargo lo
pasó por alto y celebró las excelencias del postre. Miraste las bellas manos de
tu anfitrión, sus ojos incisivos. Te inquietó lo que ocultaban sus facciones
regulares. Se apoyaba en ideas rígidas y preconcebidas tomadas de Uspensky, un
filósofo que detestas porque simpatizas con Katherine Mansfield. Evocas la
anécdota ¿dónde la leíste? sobre la escritora tuberculosa y moribunda en un
establo parisiense, y el momento en que su maestro Gurdjieff le apagó la vela
que la alumbraba, su último asidero a este mundo. Le preguntaste a Mauricio si
realmente creía que las mujeres carecen de espíritu. Te respondió que las
considera divinas y lo suficientemente encantadoras para ilustrar, como lo has
hecho, la portada de Vogue y sonrió atusándose el bigote, mientras miraba a una
señora de senos ostentosos ubicada en una mesa contigua y jugueteaba un
cigarrillo entre los dedos de la mano libre. Ricardo te contestaría que lo
tiene deformado por el sistema económico. Suele tomarla con el comunismo entre comillas.
Una noche intentaste explicarle esto que sientes. Se burló de ti. No entiende
que se padezca ostentando un broche de esmeraldas sobre un vestido de Pucci,
como si tales cosas resultaran unos amuletos infalibles. Te examinó las piernas
y retornó a su actitud de gato perseguidor. Fatigada quisiste dejarte pescar;
te aburren las promesas de nuevos encuentros epidérmicos que por otra parte
siempre propicias. Acudió al socorrido argumento de que nada reciben los
avaros, sin intuir que lo veías como un playboy con las armas rotas y que no
procuras transacciones románticas. Te felicitó. Encontraba sincera tu expresión
en el comercial donde anunciabas lavadoras ante los televidentes, y se interesó
por tus planes futuros. Respondiste que tal vez tomarías un respiro, una
tregua. Noventa, cien, ciento veinte. Llueve torrencialmente, graniza. El coche
patina un par de veces. Aceleras. De propósito coges mal las curvas, casi te
despeñas. Tu madre enciende la calefacción, te pide nerviosa que no vayan tan
rápido porque se pueden matar. Dejaste de dormir desde que el papel de canario
empezó a cansarte. Tu apariencia lo acusa. Bajaste de peso y se te estragó la
cara. Pierdes la frescura del cutis por el cual te escogieron los dirigentes de
Estée Lauder para la publicidad de sus artículos de belleza; además trabajas
mucho. Inventas quehaceres, asistes a todas partes, a los cocteles, a las
galerías de pintura. No pierdes la oportunidad de aparecer en público aun
sabiendo las consecuencias. Una regla fundamental en tu profesión radica en no
popularizarse demasiado. Hablas de abrir una boutique con tu nombre, derrochas
la suma destinada para el proyecto. ¿Cuánto transcurrió desde que en la escuela
disfrutabas aquellas tonterías infantiles, premios, triunfos, competencias?
Escuchas de pronto un trueno. El volante vibra, te aferras a
él; apenas controlas el auto. Huyen unos minutos violentos, logras detenerte en
la cuneta. Tu madre habla del percance, recuerda que te lo había advertido.
Esperas. Aparece la grúa que ayuda a los viajeros en problemas. Amaina la
lluvia. Persisten unas gotas. Hombres uniformados te cambian la llanta. Tu
madre les agradece sus esfuerzos. Baja del automóvil, se aleja varios metros.
La sigue tu perrita en la que no reparas. Permaneces sentada. El mecánico te
asegura que el incidente sólo fue un susto. Enciendes el motor. Buscas el
espejo, te prodigas una mirada dolorosa y capturas dos imágenes amadas
disponiéndose a regresar. Furtivamente ves en la guantera el catálogo que
hiciste para la Ford Model Agency, tú, optimista e internacionalizada. Ves
también el precipicio. Oprimes un pedal y no importa ya que en la disyuntiva
escojas el camino equivocado.