No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El romance del bosque

 de Ann Radcliffe

(Fragmento)

CAPÍTULO I

Soy un hombre,

Tan cansado de desastres, tan maltratado por la suerte,

Que expondría mi vida a cualquier riesgo,

Con tal de enmendarla, o librarme de ella.


-Una vez que el sórdido interés se apodera del alma, congela en ella cualquier brote de sentimientos generosos y afectuosos. Pues, no menos enemigo de la virtud que del gusto, pervierte a este y aniquila a aquella. Tal vez, amigo mío, llegará un día en que la muerte hará desaparecer la avaricia, y a la justicia le será permitido recobrar sus derechos.

Tales fueron las palabras del abogado Nemours a Pierre de la Motte mientras este último entraba, hacia la media noche, en el coche que iba a alejarle de París, librándolo de sus acreedores y de la persecución de la ley. De la Motte le agradeció aquella postrera prueba de amabilidad, y la ayuda que le había prestado en su huida. Y cuando el carruaje se alejaba, pronunció un triste adiós. La melancolía del momento y lo crítico de su situación le dejaron sumido en un callado ensueño.

Cualquiera que haya leído a Guyot de Pitaval, el más fiel de cuantos escritores han consignado las actas de los tribunales legislativos de París durante el siglo diecisiete, sin duda recordará la sorprendente historia de Pierre de la Motte y del marqués Phillipe de Montalt. Pues bien: que sepan todos ellos que el personaje aquí presentado es el propio Pierre de la Motte.

Mientras Madame de la Motte asomaba por la ventanilla del carruaje y echaba una última ojeada a las murallas de París, ese París que fue escenario de su pasada felicidad y morada de numerosos amigos suyos, la entereza que hasta entonces la había sostenido sucumbió a la intensidad del dolor.

—¡Adiós a todos! —susurró ella—, ¡después de esta última ojeada, estaremos separados para siempre!

A estas palabras siguieron unas lágrimas; arrellanándose en su asiento, la dama se resignaba a la quietud del dolor. El recuerdo de tiempos pasados pesaba cruelmente sobre su alma: unos pocos meses atrás era rica y respetada, y estaba rodeada de amigos; ahora era despojada de todo, desterrada miserablemente de su lugar de nacimiento, sin hogar ni comodidades… casi sin esperanza. Uno de sus mayores pesares era el verse obligada a abandonar París sin despedirse de su único hijo, que estaba de servicio con su regimiento en Alemania. Y había sido tal la precipitación de su traslado, que ni siquiera se había enterado de dónde estaba él estacionado, ni había tenido tiempo de informarle de su marcha, ni del cambio de posición de su padre.

Pierre de la Motte era un caballero, descendiente de una antigua casa de Francia. Un hombre cuyas pasiones vencían a menudo a su razón, y momentáneamente silenciaban su conciencia. Mas, aunque la imagen de la virtud que la naturaleza había impreso en su alma se veía oscurecida a veces por la influencia pasajera del vicio, jamás fue eliminada por completo. De haber contado con suficiente fortaleza para resistirse a las tentaciones, habría sido un buen hombre. Aunque siempre fue débil, y a veces vicioso, sin embargo, su mente era activa y su imaginación viva, lo cual, en connivencia con el vigor de las pasiones, ofuscaba a menudo sus opiniones y sus reprimidos principios. Así que era un hombre indeciso y soñador: en una palabra, se conducía más por sentimientos que por principios, y era incapaz, de resistirse a la presión de los acontecimientos.

Se había casado muy joven con Constance Valentia, una mujer bella y elegante, estrechamente vinculada a su familia Su linaje era semejante al de él, su fortuna superior; y sus nupcias se habían celebrado bajo los auspicios de un mundo aprobatorio y complaciente. Su corazón pertenecía enteramente a La Motte y, por algún tiempo, halló en él a un marido afectuoso. Mas este, seducido por las diversiones de París, pronto se abandonó a sus placeres, y al cabo de unos pocos años su fortuna y su cariño se desvanecieron simultáneamente en la disipación. Un falso amor propio había obrado siempre en contra de sus intereses y le había retraído, cuando aún era posible, de una honrosa retirada de esos desórdenes. Las costumbres que había adquirido le encadenaban al escenario de sus primeros placeres. Y así, continuando con un plan de vida tan dispendioso, había agotado todos los medios de prolongar aquellos. Finalmente despertó de su letargo defensivo. Mas fue sólo para lanzarse a nuevos extravíos, y tratar de recuperar su fortuna por medios que le hundieron más y más en los abismos de la perdición. Las consecuencias de una transacción en la que se vio envuelto le arrastraron, con los escasos restos de sus bienes, a un destierro lleno de peligros e ignominia.

Era su intención trasladarse a una provincia meridional, y buscar allí asilo, cerca de las fronteras del reino, en alguna aldea escondida. Su familia se componía de su esposa y dos fieles criados, hombre y mujer, que seguían la suerte de su amo.

La noche era oscura y tempestuosa. A unas tres leguas de distancia de París, después de conducir durante algún tiempo por un agreste terreno baldío en el que se cruzaban varios caminos, Peter, que hacía de postillón, se detuvo y puso al corriente a La Motte de su incertidumbre sobre cuál de ellos debía tomar. La repentina parada del carruaje despertó a este último de su ensoñación e hizo temblar a todo el grupo ante la posibilidad de que les persiguiesen. Pero La Motte era incapaz de indicar la correcta dirección a seguir, y en la extrema oscuridad que reinaba era peligroso continuar sin un rumbo prefijado. Durante aquellos momentos de apuro percibieron una luz algo distante y, después de muchas dudas y vacilaciones, La Motte se apeó del carruaje y se dirigió hacia ella con la esperanza de obtener ayuda. Caminaba despacio, por miedo a caerse a algún hoyo. La luz provenía de la ventana de una casa pequeña y antigua, que aparecía en solitario en medio del terreno baldío, a una media milla de distancia.

Habiendo llegado a la puerta, La Motte se detuvo por algún tiempo y prestó atención con aprensiva inquietud… No se oía más ruido que el del viento, que soplaba sobre el yermo en ráfagas ahuecadas. Después de esperar algún tiempo, durante el cual oyó confusamente varias voces en conversación, se aventuró finalmente a llamar y alguien en el interior preguntó qué se le ofrecía. La Motte respondió que era un viajero extraviado que deseaba que le indicasen cómo ir a la ciudad más próxima.

—Se encuentra —dijo la persona— a siete millas; el camino es bastante malo y os costará gran trabajo encontrarlo. Si no necesitáis más que una cama, aquí podéis encontrarla; haríais mucho mejor en quedaros.

La «implacable reciedumbre» de la tormenta, que descargaba en aquel momento con furia creciente, indujo a La Motte a renunciar a su tentativa de seguir adelante hasta que se hiciese de día. Mas, deseoso de ver a la persona con quien hablaba antes de aventurarse a exponer a su familia llamando al carruaje, pidió que le dejaran entrar. Abrió la puerta un hombre alto con un candil en la mano, el cual invitó a entrar a La Motte. Este le siguió a través de un pasadizo hasta una habitación sin otros muebles que un camastro tendido en el suelo en un rincón. El aspecto desolado y abandonado de aquel aposento hizo que La Motte temblara sin querer y, ya se volvía para abandonarlo, cuando de repente el hombre le hizo retroceder y cerró la puerta tras él. Aunque su ánimo vacilaba, La Motte hizo un desesperado esfuerzo para forzar la puerta, pero fue inútil y pidió a gritos que le soltaran. No obtuvo respuesta alguna. Sin embargo oyó voces humanas en la habitación de arriba y, no dudando de que su intención fuese robarle y asesinarle, el nerviosismo le turbó momentáneamente la razón. A la luz de unas ascuas casi apagadas, divisó una ventana; mas la esperanza que este descubrimiento hizo renacer en su corazón se desvaneció rápidamente cuando comprobó que la abertura estaba protegida por gruesos barrotes de hierro. Semejante precaución le sorprendió y confirmó sus peores temores. Solo, sin armas, sin ninguna posibilidad de ayuda, se veía ya en poder de gentes cuyo oficio al parecer no era otro que la rapiña y sus recursos el asesinato. Después de darle vueltas en la cabeza a todas las posibilidades de huida, se esforzó por no perder la calma y aguardar la evolución de los acontecimientos con entereza, a pesar de que esa era una virtud de la que La Motte no podía jactarse.

Las voces habían cesado, y toda la casa permaneció en silencio por espacio de un cuarto de hora. De pronto, entre los intervalos que dejaban las sacudidas del viento, La Motte creyó oír sollozos y gemidos de mujer. Prestó atención y su sospecha resultó confirmada: evidentemente expresaban congoja. Con esa convicción, el escaso valor que le quedaba le abandonó, viniéndole al pensamiento con la rapidez del relámpago una terrible sospecha. Probablemente su carruaje había sido descubierto por las gentes que habitaban aquella casa, quienes, con la intención de robarle, habían puesto a buen recaudo a su criado, y traído hasta aquí a Madame de la Motte. Lo que le hacía creer que eso hubiese sucedido así era, sobre todo, el silencio que, por algún tiempo, había reinado en la casa, antes de los sonidos que acababa de oír. También era posible que los habitantes no fuesen ladrones, sino personas a las cuales había sido delatado por su criado o su amigo, con la intención de entregarlo en manos de la justicia.

No obstante, le costaba trabajo dudar de la integridad de su amigo, a quien había confiado el secreto de su fuga y el itinerario previsto, y el cual le había proporcionado el carruaje en el que había escapado.

—Semejante depravación —exclamó La Motte— no puede existir en la naturaleza humana, y mucho menos en el corazón de Nemours.

Esta exclamación fue interrumpida por un ruido en el corredor que conducía al aposento. El ruido se aproximó, la puerta se entreabrió y apareció el hombre que había permitido la entrada de La Motte en la casa, que traía, o más bien arrastraba por la fuerza, a una hermosa joven de unos dieciocho años, cuyo semblante estaba bañado en lágrimas y que parecía abismada en su congoja. El hombre cerró la puerta y se metió la llave en el bolsillo. A continuación se acercó a La Motte, que ya antes había visto a otras personas en el corredor, y apuntándole al pecho con una pistola, dijo:

—Estáis totalmente en nuestro poder, ninguna ayuda os puede llegar. Si queréis salvar vuestra vida, jurad que conduciréis a esta joven donde yo no pueda verla nunca más. O más bien, consentid en llevarla con vos, pues no me fiaría de vuestro juramento, y por lo mismo me cuidaré de que jamás volváis a encontrarme… Contestad en seguida, no tenéis tiempo que perder.

Nada más decir eso, cogió la temblorosa mano de la joven paralizada por el miedo, y la llevó a toda prisa hasta La Motte, que había enmudecido por la sorpresa. La joven se arrojó a sus pies y, con ojos suplicantes y bañados en lágrimas, le imploró que se apiadara de ella. A pesar del nerviosismo que le embargaba, a La Motte le resultó imposible contemplar con indiferencia tanta belleza y aflicción. Su juventud, su aparente inocencia y, en fin, la enérgica candidez de su actitud, a la fuerza abrumaron su corazón. Y ya se disponía a hablar cuando el rufián, que interpretó su silencio por la sorpresa como producto de la indecisión, se lo impidió.

—Tengo un caballo listo para sacaros de aquí —dijo— y os guiaré a través del terreno baldío. Si regresáis antes de una hora, moriréis; pasado ese plazo, sois dueño de venir cuando gustéis.

Sin responderle, La Motte levantó a la joven del suelo. Se hallaba tan recuperado de sus propios temores, que había tenido tiempo para intentar disipar los de ella.

—Partamos —dijo el rufián— y dejémonos de tonterías, podéis daros por satisfecho de veros libre a tan buen precio. Iré a preparar el caballo.

Estas últimas palabras irritaron a La Motte y le despertaron nuevos temores. No se atrevía a mencionar el carruaje, por miedo a que los bandidos intentasen saquearlo, y sin embargo, partir a caballo con aquel hombre podía acarrearle mayores riesgos todavía. Por otro lado, Madame La Motte, harta ya de tantos recelos, probablemente enviaría a alguien a la casa a saber de su esposo. Y eso supondría añadir al peligro anterior el adicional de verse separado de su familia y la posibilidad de ser descubierto por los emisarios de la justicia si trataba de reunirse con su esposa.

Mientras esas reflexiones pasaban por su mente con tumultuosa rapidez, se oyó de nuevo un ruido en el corredor: un alboroto seguido de una pelea. Al punto pudo reconocer la voz de su criado, a quien Madame La Motte había enviado en su busca. Resuelto a revelar lo que ya no podía ocultar por más tiempo, exclamó a gritos que no necesitaba ningún caballo, pues tenía un carruaje a cierta distancia de allí que los conduciría a través del erial, y que el hombre que tenía en su poder era su criado.

El rufián, hablando desde el otro lado de la puerta, le rogó que tuviera un poco de paciencia, que muy pronto tendría noticias de él. Entonces La Motte volvió la mirada hacia su desdichada compañera, que, pálida y exhausta, se apoyaba en la pared. El dolor había proporcionado a sus bellas y delicadas facciones una fascinante expresión de dulzura. Tenía

Una mirada límpida y pura

Como el trémulo despuntar del cielo azul tras una nube.