Los dos viajeros bebían el
último trago de vino, de pie al lado de la hoguera. La brisa fría de la mañana
hacía temblar ligeramente las alas de sus anchos sombreros de fieltro. El fuego
palidecía ya bajo la luz indecisa y blanquecina de la aurora; se esclarecían
vagamente los extremos del ancho patio, y se trazaban sobre las sombras del
fondo las pesadas columnas de barro que sostenían el techo de paja y cañas.
Atados a una argolla
de hierro fija en una de las columnas, dos caballos completamente enjaezados
esperaban, con la cabeza baja, masticando con dificultad largas briznas de
hierba. Al lado del muro, un indio joven, en cuclillas, con una bolsa llena de
maíz en una mano, hacía saltar hasta su boca los granos amarillentos.
Cuando los viajeros
se disponían a partir, otros dos indios se presentaron en el enorme portón
rústico. Levantaron una de las gruesas vigas que, incrustadas en los muros,
cerraban el paso y penetraron en el vasto patio.
Su aspecto era
humilde y miserable, y más miserable y humilde lo tornaban las chaquetas
desgarradas, las burdas camisas abiertas sobre el pecho, las cintas de cuero,
llenas de nudos, de las sandalias.
Se aproximaron
lentamente a los viajeros que saltaban ya sobre sus caballos, mientras el guía
indio ajustaba a su cintura la bolsa de maíz, y anudaba fuertemente en torno de
sus piernas los lazos de sus sandalias.
Los viajeros eran
jóvenes aún; alto el uno, muy blanco, de mirada fría y dura; el otro, pequeño,
moreno, de aspecto alegre.
—Señor... —murmuró
uno de los indios. El viajero blanco se volvió a él.
—Hola, ¿qué hay,
Tomás?
—Señor... déjame mi
caballo...
—¡Otra vez, imbécil!
¿Quieres que viaje a pie? Te he dado en cambio el mío, ya es bastante.
—Pero tu caballo
está muerto.
—Sin duda está
muerto; pero es porque le he hecho correr quince horas seguidas. ¡Ha sido un
gran caballo!
El tuyo no vale
nada. ¿Crees tú que soportará muchas horas?
—Yo vendí mis llamas
para comprar ese caballo para la fiesta de San Juan... Además, señor, tú has
quemado mi choza.
—Cierto, porque viniste
a incomodarme con tus lloriqueos. Yo te arrojé un tizón a la cabeza para que te
marcharas, y tú desviaste la cara y el tizón fue a caer en un montón de paja.
No tengo la culpa. Debiste recibir con respeto mi tizón. ¿Y tú, qué quieres,
Pedro? —preguntó, dirigiéndose al otro indio.
—Vengo a suplicarte,
señor, que no me quites mis tierras. Son mías. Yo las he sembrado.
—Éste es asunto
tuyo, Córdova —dijo el caballero, dirigiéndose a su acompañante.
—No, por cierto,
éste no es asunto mío. Yo he hecho lo que me encomendaron. Tú, Pedro Quispe, no
eres dueño de esas tierras. ¿Dónde están tus títulos? Es decir, ¿dónde están
tus papeles?
—Yo no tengo
papeles, señor. Mi padre tampoco tenía papeles, y el padre de mi padre no los
conocía. Y nadie ha querido quitarnos las tierras. Tú quieres darlas a otro. Yo
no te he hecho ningún mal.
—¿Tienes guardada en
alguna parte una bolsa llena de monedas? Dame la bolsa y te dejo las tierras.
Pedro dirigió a
Córdova una mirada de angustia.
—Yo no tengo
monedas, ni podría juntar tanto dinero,
—Entonces, no hay
nada más que hablar. Déjame en paz.
—Págame, pues, lo
que me debes.
—¡Pero no vamos a
concluir nunca! ¿Me crees bastante idiota para pagarte una oveja y algunas
gallinas que me has dado? ¿Imaginaste que íbamos a morir de hambre?
El viajero blanco,
que empezaba a impacientarse, exclamó:
—Si seguimos
escuchando a estos dos imbéciles, nos quedamos aquí eternamente...
La cima de la
montaña, en el flanco de la cual se apoyaba el amplio y rústico albergue,
comenzaba a brillar herida por los primeros rayos del sol. La estrecha aridez
se iluminaba lentamente y la desolada aridez del paisaje, limitado de cerca por
las sierras negruzcas, se destacaba bajo el azul del cielo, cortado a trechos
por las nubes plomizas que huían.
Córdova hizo una
señal al guía, que se dirigió hacia el portón. Detrás de él salieron los dos
caballeros.
Pedro Quispe se
precipitó hacia ellos y asió las riendas de uno de los caballos. Un latigazo en
el rostro lo hizo retroceder. Entonces, los dos indios salieron del patio,
corriendo velozmente hacia una colina próxima, treparon por ella con la rapidez
y seguridad de las vicuñas, y al llegar a la cumbre tendieron la vista en torno
suyo.
Pedro Quispe
aproximó a sus labios el cuerno que llevaba colgado a su espalda y arrancó de
él un son grave y prolongado. Detúvose un momento y prosiguió después con notas
estridentes y rápidas.
Los viajeros
comenzaban a subir por el flanco de la montaña; el guía, con paso seguro y
firme, marchaba indiferente, devorando sus granos de maíz. Cuando resonó la voz
de la bocina, el indio se detuvo, miró azorado a los dos caballeros y emprendió
rapidísima carrera por una vereda abierta en los cerros. Breves instantes
después, desaparecía a lo lejos.
Córdova,
dirigiéndose a su compañero, exclamó:
—Álvarez, esos
bribones nos quitan nuestro guía.
Álvarez detuvo su
caballo y miró con inquietud en todas direcciones.
—El guía... ¿Y para
qué lo necesitamos? Temo algo peor.
La bocina seguía
resonando, y en lo alto del cerro la figura de Pedro Quispe se dibujaba en el
fondo azul, sobre la rojiza desnudez de las cimas.
Diríase que por las
cuchillas y por las encrucijadas pasaba un conjuro; detrás de los grandes
hacinamientos de pasto, entre los pajonales bravíos y las agrias malezas, bajo
los anchos toldos de lona de los campamentos, en las puertas de las chozas y en
la cumbre de los montes lejanos, veíanse surgir y desaparecer rápidamente
figuras humanas. Deteníanse un instante, dirigían sus miradas hacia la colina
en la cual Pedro Quispe arrancaba incesantes sones a su bocina, y se
arrastraban después por los cerros, trepando cautelosamente.
Alvarez y Córdova
seguían ascendiendo por la montaña; sus caballos jadeaban entre las asperezas
rocallosas, por el estrechísimo sendero, y los dos caballeros, hondamente
preocupados, se dejaban llevar en silencio.
De pronto, una
piedra enorme, desprendida de la cima de las sierras, pasó cerca de ellos, con
un largo rugido; después otra..., otra...
Álvarez lanzó su
caballo a escape, obligándolo a flanquear la montaña. Córdova lo imitó
inmediatamente; pero los peñascos los persiguieron. Parecía que se desmoronaba
la cordillera. Los caballos, lanzados como una tempestad, saltaban sobre las
rocas, apoyaban milagrosamente sus cascos en los picos salientes y vacilaban en
el espacio, a enorme altura.
En breve las
montañas se coronaron de indios. Los caballeros se precipitaron entonces hacia
la angosta garganta que serpenteaba a sus pies, por la cual corría dulcemente
un hilo de agua, delgado y cristalino.
Se poblaron las hondonadas
de extrañas armonías; el son bronco y desapacible de los cuernos brotaba de
todas partes, y en el extremo del desfiladero, sobre la claridad radiante que
abría dos montañas, se irguió de pronto un grupo de hombres.
En este momento, una
piedra enorme chocó contra el caballo de Álvarez; se le vio vacilar un instante
y caer luego y rodar por la falda de la montaña. Córdova saltó a tierra y
empezó a arrastrarse hacia el punto en que se veía el grupo polvoroso del
caballo y del caballero.
Los indios comenzaron
a bajar de las cimas: de las grietas y de los recodos salían uno a uno,
avanzando cuidadosamente, deteniéndose a cada instante con la mirada
observadora en el fondo de la quebrada. Cuando llegaron a la orilla del arroyo,
divisaron a los dos viajeros. Álvarez, tendido en tierra, estaba inerte. A su
lado, su compañero, de pie, con los brazos cruzados, en la desesperación de la
impotencia, seguía fijamente el descenso lento y temeroso de los indios.
En una pequeña
planicie ondulada, formada por las depresiones de las sierras que la limitan en
sus cuatro extremos con cuatro anchas crestas, esperaban reunidos los viejos y
las mujeres el resultado de la caza del hombre. Las indias, con sus cortas
faldas redondas, de telas groseras, sus mantos sobre el pecho, sus monteras
resplandecientes, sus trenzas ásperas que caían sobre las espaldas, sus pies
desnudos, se agrupaban en un extremo silenciosas, y se veía entre sus dedos la
danza vertiginosa del huso y el devanador.
Cuando llegaron los
perseguidores, traían atados sobre los caballos a los viajeros. Avanzaron hasta
el centro de la explanada, y allí los arrojaron en tierra, como dos fardos. Las
mujeres se aproximaron entonces y los miraron con curiosidad, sin dejar de
hilar, hablando en voz baja.
Los indios deliberaron
un momento. Después un grupo se precipitó hacia el pie de la montaña. Regresó
conduciendo dos grandes cántaros y dos grandes vigas. Y mientras unos excavaban la tierra para fijar las vigas, los otros
llenaban con el licor de los
cántaros pequeños jarros de barro.
Y bebieron hasta que
empezó el sol a caer sobre el horizonte, y no se oía sino el rumor de las
conversaciones apagadas de las mujeres y el ruido del líquido que caía dentro
de los jarros al levantarse los cántaros.
Pedro y Tomás se
apoderaron de los cuerpos de los caballeros, y los ataron a los postes.
Álvarez, que tenía roto el espinazo, lanzó un largo gemido. Los dos indios los
desnudaron, arrojando lejos de sí, una por una, todas sus prendas. Y las
mujeres contemplaban admiradas los cuerpos blancos.
Después empezó el
suplicio. Pedro Quispe arrancó la lengua a Córdova y le quemó los ojos. Tomás
llenó de pequeñas heridas, con un cuchillo, el cuerpo de Álvarez. Luego
vinieron los demás indios y les arrancaron los cabellos y los apedrearon y les
clavaron astillas en las heridas. Una india joven vertió, riendo, un gran jarro
de chicha sobre la cabeza de Álvarez.
Moría la tarde. Los
dos viajeros habían entregado, mucho tiempo hacía, su alma al Gran Justiciero;
y los indios, fatigados, hastiados ya, indiferentes seguían hiriendo y
lacerando los cuerpos.
Luego fue preciso
jurar el silencio. Pedro Quispe trazó una cruz en el suelo, y vinieron los
hombres y las mujeres y besaron la cruz. Después desprendió de su cuello el
rosario, que no lo abandonaba nunca, y los indios juraron sobre él, y escupió
en la tierra, y los indios pasaron sobre la tierra húmeda.
Cuando los despojos
ensangrentados desaparecieron y se borraron las últimas huellas de la escena
que acababa de desarrollarse en las asperezas de la altiplanicie, la inmensa
noche caía sobre la soledad de las montañas.