De Elena Garro
Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Sólo mi
memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo, y como el agua va al agua, así
yo, melancólico, vengo a encontrarme en su imagen cubierta por el polvo,
rodeada por las hierbas, encerrada en sí misma y condenada a la memoria y a su
variado espejo. La veo, me veo y me transfiguro en multitud de colores y de
tiempos. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de
mi se tenga.
Desde esta altura me contemplo: grande, tendido en un valle
seco. Me rodean unas montañas espinosas y unas llanuras amarillas pobladas de
coyotes. Mis casas son bajas, pintadas de blanco, y sus tejados aparecen
resecos por el sol o brillantes por el agua según sea el tiempo de lluvias o de
secas. Hay días como hoy en los que recordarme me da pena. Quisiera no tener
memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme.
Yo supe de otros tiempos: fui fundado, sitiado, conquistado
y engalanado para recibir ejércitos. Supe del goce indecible de la guerra,
creadora del desorden y la aventura imprevisible. Después me dejaron quieto
mucho tiempo. Un día aparecieron nuevos guerreros que me robaron y me cambiaron
de sitio. Porque hubo un tiempo en el que yo también estuve en un valle verde y
luminoso, fácil a la mano. Hasta que otro ejercito de tambores y generales
jóvenes entró para llevarme de trofeo a una montana llena de agua, y entonces
supe de cascadas y de lluvias en abundancia. Allí estuve algunos años. Cuando
la Revolución agonizaba, un último ejercito, envuelto en la derrota, me dejó
abandonado en este lugar sediento. Muchas de mis casas fueron quemadas y sus
dueños fusilados antes del incendio.
Recuerdo todavía los caballos cruzando alucinados mis calles
y mis plazas, y los gritos aterrados de las mujeres llevadas en vilo por los
jinetes. Cuando ellos desaparecieron y las llamas quedaron convertidas en
cenizas, las jóvenes hurañas empezaron a salir por los brocales de los pozos, pálidas
y enojadas por no haber participado en el desorden.
Mi gente es morena de piel. Viste de manta blanca y calza
huaraches. Se adorna con collares de oro o se ata al cuello un pañuelito de
seda rosa. Se mueve despacio, habla poco y contempla el cielo. En las tardes,
al caer el sol, canta.
Los sábados el atrio de la iglesia, sembrado de almendros,
se llena de compradores y mercaderes. Brillan al sol los refrescos pintados,
las cintas de colores, las cuentas de oro y las telas rosas y azules. El aire
se impregna de vapores de fritangas, de sacos de carbón oloroso todavía a
madera, de bocas babeando alcohol y de majadas de burros. Por las noches
estallan los cohetes y las riñas: relucen los machetes junto a las pilas de maíz
y los mecheros de petróleo. Los lunes, muy de mañana, se retiran los ruidosos invasores
dejándome algunos muertos que el Ayuntamiento recoge. Y esto pasa desde que yo
tengo memoria.
Mis calles principales convergen a una plaza sembrada de
tamarindos. Una de ellas se alarga y desciende hasta perderse en la salida de
Cocula; lejos del centro su empedrado se hace escaso; a medida que la calle se
hunde, las casas crecen a sus costados sobre terraplenes de dos y tres metros
de alto.
En esta calle hay una casa grande, de piedra, con un
corredor en forma de escuadra y un jardín lleno de plantas y de polvo. Allí no
corre el tiempo: el aire quedo inmóvil después de tantas lagrimas. El día que
sacaron el cuerpo de la señora de Moncada, alguien que no recuerdo cerró el portón
y despidió a los criados. Desde entonces las magnolias florecen sin nadie que las
mire y las hierbas feroces cubren las losas del patio; hay arañas que dan
largos paseos a través de los cuadros y del piano. Hace ya mucho que murieron
las palmas de sombra y que ninguna voz irrumpe en las arcadas del corredor. Los
murciélagos anidan en las guirnaldas doradas de los espejos, y "Roma"
y "Cartago", frente a frente, siguen cargados de frutos que se caen
de maduros. Sólo olvido y silencio. Y sin embargo en la memoria hay un jardín
iluminado por el sol, radiante de pájaros, poblado de carreras, y de gritos.
Una cocina humeante y tendida a la sombra morada de los jacarandaes, una mesa
en la que desayunan los criados de los Moncada.
EI grito atraviesa la mañana:
- ¡Te sembraré de sal!
-Yo, en lugar de la señora, mandaría tirar esos arboles -opina
Félix el mas viejo de la servidumbre.
Nicolás Moncada, de pie en la rama más alta de
"Roma", observa a su hermana Isabel, a horcajadas en una horqueta de
"Cartago", que se contempla las manos. La niña sabe que a "Roma"
se le vence con silencio.
-¡Degollaré a tus hijos!
En "Cartago" hay trozos de cielo que se cuelan a través
de la enramada. Nicolás baja del árbol, se dirige a la cocina en busca de una
hacha y vuelve corriendo al pie del árbol de su hermana. Isabel contempla la
escena desde lo alto y se descuelga sin prisa de rama en rama hasta llegar al
suelo; luego mira con fijeza a Nicolás y éste, sin saber que hacer, se queda
con el arma en la mano. Juan, el más chico de los tres hermanos, rompe a
llorar.
-¡Nico, no la degüelles
Isabel se aparta despacio, cruza el jardín y desaparece.
-Mamá, ¿has visto a Isabel?
-¡Déjala, es muy mala!
-¡Desapareció!... Tiene poderes.
-Esta escondida, tonto.
-No, mamá, tiene poderes -repite Nicolás.
Ya sé que todo esto es anterior al general Francisco Rosas y
al hecho que me entristece ahora delante de esta piedra aparente. Y como la
memoria contiene todos los tiempos y su orden es imprevisible, ahora estoy
frente a la geometría de luces que inventó a esta ilusoria colina como una
premonición de mi nacimiento. Un punto luminoso determina un valle. Ese
instante geométrico se une al momento de esta piedra y de la superposición de
espacios que forman el mundo imaginario, la memoria me devuelve intactos
aquellos días; y ahora Isabel esta otra vez ahí, bailando con su hermano
Nicolás, en el corredor iluminado por linternas anaranjadas, girando sobre sus
tacones, con los rizos en desorden y una sonrisa encandilada en los labios. Un
coro de jóvenes vestidas de claro los rodea. Su madre la mira con reproche. Los
criados están bebiendo alcohol en la cocina.
-No van a acabar bien -sentencian las gentes sentadas
alrededor del brasero.
-¡Isabel! ¿Para quien bailas? ¡Pareces una loca!