No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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En un cementerio

De Florencio María del Castillo



Meditaciones
Día de Muertos

Era la última hora de la tarde; esa hora solemne y misteriosa en que la naturaleza parece recogerse; en que los ruidos del mundo se extinguen lentamente...

Era esa hora tristísima en que el sol dora apenas con sus moribundos rayos los celajes que vagan por el cielo: esa hora en que el Ángel de la vida al ver partir la luz, cuando las flores cierran sus pétalos, cuando las aves enmudecen y el sueño se extiende como un soplo de muerte sobre la creación, pliega sus alas y alumbrado por el último dudoso resplandor del crepúsculo, se arrodilla y eleva sus súplicas al Señor para que torne la luz a reanimar los campos y las criaturas...

¡Hora de meditación en que el alma gusta de melancolía!...

¡Ya pasó el día! ¡el tiempo en su incansable marcha llevóse algunas horas más de nuestra existencia!

¡Cuál corren los instantes; apenas hay tiempo para meditarlos!

¿Qué es la vida? ¡Pasado; porvenir tan sólo. Siempre recordando; esperando siempre; jamás satisfechos!

¡El presente!... he aquí una de nuestras perenes ilusiones. ¿A qué dan el nombre de presente? ¡Es cosa que nos pertenece a caso?...

¡Ay!, ¡el presente no es más que el momento que pasó aquí en este cementerio, recordando las alegrías de mi vida que ya pasaron; esperando el día en que también vendrá la multitud insensata y frívola a hollar con sus pies el polvo de mis huesos...

¡El presente! es ese tristísimo sonido de las campanas que doblan; es esa vibración que parte del bronce para perderse luego en el olvido.

¡Ay!, ¡el presente no es más que el dolor que se siente; lo pasado, el recuerdo melancólico que halaga nuestro corazón; el porvenir, la esperanza, el anhelo constante por el eterno descanso!...

¿Por qué, pues, ese apego a la vida que huye de nosotros?...

Pasó por aquí la multitud; aun se miran sobre la tierra fresca impresas sus huellas...

Pero luego vendrá el soplo de la noche, y esas huellas desaparecerán, como desaparecerán también los que hoy vieron a este sitio.

¡Lúgubre festividad! ¡Hay algo de misterioso en esa visita que hoy hace la humanidad al campo de los muertos!

¿Habrá alguna relación  todavía entre las generaciones que ya tornaron a ser polvo, y las que hoy se hayan animadas por el soplo de la vida?

¿Los lazos de amor que unían al hijo con la madre, al marido con la esposa, fueron rotos por la muerte o subsisten aun como una misteriosa simpatía?

Yo no lo sé; pero algo debe haber, pues que tanta tristeza nos inspira un túmulo solitario, abandonado, cubierto por la yerba!...

¡Un túmulo que nadie visita hoy!...

¡Ya cerró la noche!; ¡poco a poco se encienden las estrellas; y el viento frío y triste se desata para murmurar en torno a estas tumbas!

¡Cuán apacible es la noche para el que padece! ¡Yo cambiaría muchas horas de ese tumultuoso placer que buscan los hombres, por un momento de melancolía como éste!

Tiene la noche secretas armonías para mí. Hay momentos en que a solas con mis pensamientos paréceme que llega a mis oídos algún eco perdido de la música celestial que en torno a su trono dan los ángeles al Señor.

¡Si fuere cierto que en algunos momentos las almas de los que murieron  vuelven a la tierra!

¡Si fuere cierto que en estas horas cuando todo en la tierra duerme, los que partieron de ella vuelven algunos momentos, a recordar tal vez sus pasadas alegrías; a velar por los que amaron!...

¡Ay!, ¡acaso este viento que de tiempo en tiempo roza mis mejillas es el soplo de las alas de un ángel que trae en sus brazos el alma de alguno a quien amé... de alguno de los pedazos de mi corazón que yace en la tumba!...

¡Morir!, ¡ay! ¿cuánto lo deseo!... mi alma fatigada anhela ya el descanso de este sitio.

¿Qué otra cosa en el mundo sino un valle de lágrimas como lo dice la Iglesia!

¿Qué halla en él aquel que recibió de Dios un corazón ardiente, puro y generoso? ¡Desengaños, heridas!

Un hombre con un corazón así, al atravesar por el mundo, es como el cordero de deja un vellón de su lana en cada zarza...

A veces he creído que suele Dios  criar corazones como el mío, entusiastas, apasionados, para que los que los posean sean mártires...

Como caen al soplo del cierzo uno a uno los pétalos de la flor, así van desapareciendo una a una también la ilusiones de nuestra alma.

Y cuando el corazón se haya desierto, ¿como no ha de anhelar el olvido y el descanso?

...

¡Partamos!, ¡hay algo de solemne en estos sitios que infunde respeto! Tal vez no les sea permitido a los mortales interrumpir el reposo de los que ya fueron juzgados por Dios.

¡Partamos!... ¡Más qué triste armonía llega a mis oídos!

Son las últimas preces de la Iglesia.

¡Sublime y amorosa religión!, ¡tú sola no nos abandonas!, ¡sola tú te acuerdas de aquellos a quienes todos olvidaron!

Nada hay más patético que las oraciones de la Iglesia católica.

Esta mañana me conmovió una escena.

En una humilde capilla lejos del bullicio, un sacerdote entonaba las últimas oraciones de los difuntos; y dos mujeres pobres, una madre y una hermana, oraban una tosca losa.

¡Qué bien se unían los lamentos de la madre con los lamentos de la religión!...

Yo también, conmovido, me arrodillé lejos de aquel dolor y lloré...

¡Lloré, pensando que tal vez dentro de pronto desearía que algunas lágrimas vengan a caer sobre mi tumba como el rocío!...

Noviembre de 1851

Suicidarse por mano ajena

De Florencio María del Castillo



Un “buen” inglés cansado de vivir, tomó una pistola, la cargó y salió de Londres con el objeto de matarse al aire libre.

Llegó á un sitio que le pareció á propósito para tan bonita operación, y aproximando el arma á su frente, pone el dedo en el gatillo, queda inmóvil algunos segundos....

¿Piensan Udes. que disparó?; no: otro plan más divertido se ofreció en aquel momento á su tétrica imaginación.

Muy lentamente y con pausado compás, vuelve a la ciudad, llega y toma posesión de un asiento de uno de los infinitos templos donde se brinda en honor a Baco; pide de beber, y de nuevo prepara su pistola; observa atentamente las fisonomías de los bacantes: reflexiona entre sí cuál tendrá más ganas de morir, se decide en fin, y el elegido es despachado al otro mundo, diciéndole al tiempo de disparar:

“Amigo, os elijo para mi compañero de viaje”

En el momento es arrestado el asesino; llega el acto de la declaración, y de ella resulta el diálogo siguiente:

Juez.- ¿Cómo os llamais?

Acusado.- Enrique Steel.

Juez.- ¿Por qué habeis muerto á M. N.?

Enrique.- Os lo diré: hace tiempo que estoy cansado de vivir, y salí fuera de la ciudad con la idea de matarme; pero cuando iba á realizar mi proyecto, me acordé de dos cosas. Primera: que en un viaje tan largo sería bueno llevar un compañero que me diese conversación. Segunda: que habiendo hombres que están encargados de este cuidado, sería mejor darme la muerte por mano de ejecutor público que por la mía.

El juez, teniendo á este hombre por loco, suspendió la discusión; y concluida la causa, fué condenado á muerte, siendo lo más singular del caso, que en el acto de la ejecución gritaba el delincuente:

“Señores, yo me suicido por medio del ejete mi nueva invención”



Pensamientos



La historia de los artistas de México es una página en blanco, en la cual si hay algo escrito, es sólo el rastro que dejan las lágrimas del aislamiento y la desesperación.



____



Nada hay más inocente como la oración del niño, nada más tierno como la de la doncella; nada más solemne ni que inspire más respeto como la del anciano.



____



Los hombres se imaginan la muerte como un dolor agudo y terrible. Yo creo, por el contrario, que es un momento de dulce y voluptuosa languidez.





(El texto se ha transcrito tal cual del original)

Botón de rosa.

De: Florencio María del Castillo.


Elle était de ce monde, oú les plus belles choses
Ont le pire destin.
Et rose, elle a vécu ce que vivent les roses,
L'espace d'un matin.*

Malherbe, Stance I.


Los bellísimos versos colocados al frente de estas líneas, encierran una verdad profundamente triste, que más de una vez me ha hecho meditar. Encontré un día la estrofa entre las poesías de Malherbe, y la melancolía que respira cada verso cautivó mi atención; otro día la vi grabada sobre la losa de una tumba, y entonces arrancó lágrimas de mis ojos. Todo contribuía a aumentar la impresión: la tarde estaba nublada, fría, airosa; el panteón permanecía desierto, y no había más ruido que el lúgubre murmurio de los árboles... y me incliné a contemplar la inscripción de la losa: "María", ¡muerta a los diecisiete años de edad!, he aquí lo que leí después de la estrofa.

¡María!, ¡nombre dulcísimo que acaricia los labios al pronunciarlo! ¡Una mujer que tiene ese nombre no puede menos de ser un ángel! ¡Muerta a los diecisiete años!. ¡tan joven, cuando apenas comenzaba a vivir!... ¡Oh! cuánta verdad respiraban allí estas palabras: "Vivió lo que viven las rosas: ¡el espacio de una mañana!"

¡Morir!, ¿por qué mueren las mujeres jóvenes?, ¿por qué se hiela un corazón que comienza a palpitar?, ¿por qué se marchitan tan pronto las flores más bellas?, ¿por qué todo lo delicado, lo hermoso, lo poético, dura tan poco en el mundo, que apenas queda memoria y huella de su paso?...

¡Dios mío, qué tristes son esas ideas, cuando se tiene un corazón sensible, cuando hay necesidad de creer, si no en la duración de las cosas, si a lo menos en la de ciertos sentimientos! ¿Será posible que todo pase, que todo se desvanezca? Pero, ¿no hay en nosotros algo que se sobreponga al tiempo? ¿Los más bellos sentimientos morirán también como esas flores que se abrieron con la aurora y ya inclinan su corola marchita sobre la losa de la tumba?

¡María! ¡Yo os referiré la historia de la joven que duerme aquí; es una historia bien sencilla, que no tiene más que una página; pero la única que puede contarse junto a la tumba de una virgen!

Luis era un joven meditabundo, reservado, silencioso, de alma poética, de corazón generoso, pero tímido y melancólico. Tenía veinte años y se había criado en el campo, admirando la naturaleza, aspirando los raudales de poesía que encierra la creación para todos los corazones puros y sencillos.

Pero Luis era huérfano, y no se habían desarrollado en su corazón los tesoros de amor con que Dios dota a estas criaturas destinadas a vivir lejos del tumulto, como esas estrellas que resplandecen solitarias en el cielo.

Casto e ignorante, creció como las flores del campo: las escenas de la naturaleza infundían en su alma recogimiento y adoración a Dios, pero su oración carecía de entusiasmo y ternura: es que aún no comprendía el más sublime de los misterios.

Una mañana entró Luis a la iglesia.

Era muy temprano aún; la aurora teñía de púrpura y oro el cielo, y las estrellas se desvanecían tras el velo de plata que se extendía por el firmamento; la tierra iba despertando llena de vida; las flores abrían sus pétalos, los pájaros gorjeaban en la enramada, y el ambiente cargado de aromas traía el placer y la salud.

La iglesia estaba todavía envuelta en las sombras: los cirios del altar formaban un círculo luminoso, y todo el resto de la nave permanecía sombrío.

Las ceremonias del cristianismo son poéticas y solemnes; la pompa y el lujo infunden respeto hacia el Ser Supremo; sin embargo, yo prefiero, y conmueve más mi alma la sencillez de una capilla de aldea; me parecen más bellas las flores sobre el altar, que el oro; habla más al corazón la temblorosa voz del anciano sacerdote, que el estrépito de la orquesta; me infunden más devoción el sacrificio de la misa celebrado a la aurora para que los labradores no pierdan una parte de su trabajo, que la solemnidad tardía de una catedral.

Luis se arrodilló y mezcló sus oraciones a las de los pobres campesinos.

Cuando el sacerdote se volvió para echar la bendición al pueblo arrodillado, el sol brotaba sobre el horizonte, y la iglesia se inundaba repentinamente de claridad.

Luis miró entonces a su lado, al pie de una columna, como si fuera una evocación de la luz, a una joven vestida de blanco, rubia como la espiga de los trigos, que tenía los ojos modestamente en el suelo.

Hay rostros tan apacibles, tan simpáticos, que causa placer contemplarlos. Luis miró a aquella joven y la siguió con la vista cuando se levantó y atravesó la iglesia para salir.

Pasaron muchos días, y Luis continúo su vida meditabunda y solitaria.

Un domingo volvió a la iglesia, y volvió a encontrar también a su lado a la misma joven, con su vestido blanco, su cabellera rubia y sus ojos bajos.

¡Era María! ¡María que acababa de cumplir dieciséis años!

Desde entonces Luis, maquinalmente casi, sin explicarse la razón, fue todas las mañanas a la iglesia.

Y todas las mañanas estaba allí la joven, fresca, hermosa, pura.

Luis tenía siempre clavados sus ojos en ella; pero cuando la joven alzaba su vista para levantarse, Luis bajaba la suya, así que jamás se encontraban sus miradas.

Jamás se cruzó entre ellos ese relámpago eléctrico que inflama los corazones y hace a dos criaturas precipitarse la una en brazos de la otra.

Y sin embargo, se sentían, se adivinaban. ¡En medio de las sombras que envolvían la iglesia al empezar siempre la ceremonia de la misa, la mirada de Luis sabía dónde estaba María! Y en el momento en que el sol naciente inundaba de pronto, sin transición de luz la iglesia, dando vida a todo, cual si los objetos nacieran a su resplandor, la joven levantaba la vista, y una levísima tinta de rubor coloreaba su frente. ¿Era un reflejo de luz que animaba su rostro, o era que presentía la mirada de Luis que iba a clavarse sobre ella?

María era una muchacha sencilla, candorosa y pura; una de esas mujeres que al verlas inspiran la idea de una flor. ¡Era tan bella, tan fresca; respiraba tanta salud, tanto contento; se exhalaba en torno suyo un perfume tal de inocencia, y a pesar de ser linda su belleza prometía desarrollarse de tal manera, que los campesinos en su lenguaje expresivo y pintoresco la llamaban "botón de rosa"!

Pertenecía a una de las familias mejor acomodadas de la aldea, y no por esto su vida era menos sencilla. Pero la pureza y la inocencia infunden más respeto que ninguna de las posiciones sociales.

Al verla levantarse y salir de la iglesia, nunca se le ocurrió a Luis seguirla; por el contrario, muchas veces caía de rodillas para contemplar la huella de luz y perfumes que ella dejaba a su paso.
Día a día Luis se iba poniendo más melancólico, más meditabundo que antes; pero no era ya la melancolía del espíritu que vaga en el espacio, tristeza nacida de nuestra pequeñez, sino la melancolía del corazón que empieza a amar. ¡Dulce y grata melancolía que precede a la felicidad, como ese crepúsculo azulino y dorado que admiráis antes de la salida del sol!...

Luis amaba, sí; pero aquel amor nacido bajo las bóvedas de la iglesia, iluminado por el primer rayo del día, tenía algo de celeste, de etéreo, de vago. No era el arrebato de la pasión que estalla; era la oración que sube silenciosa, modesta hacia el trono del Señor; era la adoración que se olvida de sí misma.

Además, Luis era pobre, y la familia de María tenía orgullo en sus riquezas.

¡Qué inmensa barrera a los ojos del mundo! ¿Pero qué importaba aquello a los ojos de Dios, que mira los corazones desnudos?

En la vida de Luis no había más instantes de luz, que aquellos que María alumbraba en la iglesia con su presencia; las demás horas pasaban para él envueltas en un velo de vaguedad indescriptible.

Una mañana, los ojos del joven fueron más rápidos, o María se distrajo en su oración, lo cierto es que sus miradas se encontraron un instante, un sólo instante, pero lo suficiente para que las mejillas de María se pusiesen carmesíes como el clavel, y Luis sintiese un vértigo.

Entonces se despertó en su corazón un anhelo, una necesidad imperiosa: ¿sería amado?

Vagó por el campo preguntándole a la naturaleza, interrogando al cielo, examinando las flores, porque el hombre cuando ama comprende la armonía universal.

Al fin, cuando el sol caía hacia el Occidente, cual si fuese impelido por una atracción, se acercó a la casa de María.

De pronto su corazón se estremeció... Dio Luis un paso y al trasponer un bosquecillo percibió a María.

A María recostada al borde del límpido arroyuelo, en una actitud meditabunda, con el cabello suelto, con la cabeza apoyada en una mano.

Luis se detuvo y no se atrevió ni aun a respirar: turbar a María en su actitud abandonada le hubiera parecido un sacrilegio.

¿Pero en qué pensaba la cándida joven, cuya alma límpida como un diamante no conservaba la menor mancha? ¿Qué pensamiento sombreaba su frente y doblegada su cabeza, como esas flores a las que el sol del mediodía hace languidecer?...

Luis pasó una de esas noches pobladas de sueños, de ilusiones, de fantasías, creaciones de un corazón que ama.

Al día siguiente fue más temprano a la iglesia; pero María vino más tarde que nunca, y en todo su aspecto había un no sé qué de lánguido y doliente; su rostro estaba pálido, sus ojos parecían más grandes.

Luis tuvo una vaga, pero terrible aprensión, uno de esos calofríos súbitos que recorren el cuerpo.

Y como la proximidad de una desgracia presta energía, como el presentimiento de perder una cosa nos la hace más apreciable, más necesaria, el joven pensó en confesar su amor a María.

¡Dios mío! Aquel terror en la iglesia, ¿no era porque ella amaba a otro?, ¿no sería que sus padres hubiesen prometido su mano?

Luis se puso a meditar, y tímido y desconfiado, temió a veces que María ni aun hubiese notado jamás su presencia.

Y entonces, ¿cómo podría tener esperanza de ser amado?

Aquel día se le hizo eterno; al fin en la noche, pensando en que nunca tendría el valor para abrir los labios ante María, se resolvió a escribirla.

Y trazó una de esas cartas como saben escribirlas y componerlas los que aman de veras.

A la mañana siguiente cortó las flores más bellas, las más aromáticas y formó un ramillete; puso en él su carta y fue a colocarlo en el lugar donde tenía costumbre de arrodillarse María.

Era muy temprano: nadie había aún en la iglesia, y sin embargo, Luis tuvo vergüenza y fue a ocultarse tras una de las columnas.

¡Oh!, ¡cuánto deseaba, y cómo temía el momento en que María al arrodillarse levantara el ramillete!

Encendiéronse los cirios; la iglesia se fue llenando de fieles, el sacerdote se presentó en el altar...

¡Oh!, ¡cómo le parecía a Luis que aquel día todos se habían empeñado en darse prisa! ¿Por qué decían la misa tan temprano?... ¿No sabía el sacerdote, no sabían los fieles que aún no era la hora de costumbre, puesto que María no había venido, y para Luis no existía otra señal de la hora más que María?...

De pronto, como siempre, brotó el sol... ¡Ay!, ¡también él se daba prisa aquel día!...

Entonces Luis tuvo un dolor horrible. María no había venido, y el ramillete estaba allí para hacer notar más su ausencia.

El joven se sintió con deseos de llorar: María no le amaba; María no había venido, por no tomar su ramillete y su carta, pensaba dentro de sí mismo.

¡Recogió el ramo; y las flores, escogidas de preferencia antes de la aurora, le parecieron mustias, pálidas, secas!...

Al día siguiente acudió con el corazón lleno de angustia al templo, ¡entonces las horas se le hicieron eternas! Entonces no traía ramillete, pero se sentía impelido a arrodillarse ante la joven para pintarle su amor, sus temores, su agonía...

Se celebró la misa, y el lugar de María estuvo vacío; pero al terminar el santo sacrificio, escuchó un rumor inusitado, y oyó a todos que llenos de aflicción contaban un suceso que lo hizo estremecer.

¡María, la hermosa, María, la joven fresca, robusta, llena de vida, estaba muriendo!

Corrió sin oír más hacia la casa de la joven, y en la puerta encontró al padre de María que se retorcía los brazos, y lloraba como un niño a pesar de las arrugas de su rostro.

Luis cayó de rodillas, y gritó con suprema angustia levantando los ojos al cielo:

- ¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡y que haya muerto sin que supiera al menos que yo la amaba!...


"¿Qué es el amor sino la inquietud indefinible que compele a las almas a aspirar a Dios y cuyo principio es una ciega reminiscencia, una imagen lejana de su belleza, impresa en nuestros corazones?" - he dicho en mi novela. Hermanas de los Ángeles.

¿Y sería posible así, que el amor puro y verdadero tenga fin? ¿Este sentimiento morirá también como las flores?

¡No!, ¡no!; hay siempre en la vida un amor que no se logra; pero un amor cuyo recuerdo jamás se borra del corazón.

Es el amor celeste, y este amor no es hecho para el mundo. ¡Le entrevemos apenas, y se desvanece!

El corazón entonces en el primer instante de su dolor, gime, maldice y duda de todo.

Pero más tarde o más temprano la estrella oculta entre nubes aparece, y brilla la esperanza, melancólica pero consoladora.

Y entonces todos hallamos una respuesta a las preguntas que nos hemos hecho en las horas de tristeza.

¡Oh!, las mujeres jóvenes mueren porque Dios las quiere librar de toda mancha; lo delicado, lo hermoso, lo poético, dura poco en el mundo, porque no es el mundo su patria, y sólo viene a él para despertar en nuestro corazón el amor verdadero y enseñarnos a aspirar al cielo.

Haber sufrido, pues, una pérdida de ésas, dolorosa y terrible, no es sino haber conquistado el derecho de la felicidad suprema.

Hay en nosotros algo que se sobrepone al tiempo: la esperanza, el anhelo de amar, el sentimiento de nuestra inmortalidad...

Aquella misma tarde, al pensar yo en esto, pasó junto a mí un hombre pálido, grave y consumido, y fue a arrodillarse sobre la tumba de María.

Era Luis.

Yo me acerqué; él volvió hacia mí sus ojos que habían adquirido una maravillosa profundidad, y me dijo señalando el objeto de su amor encerrado en la tumba:

- Era en efecto un "botón de rosa", pero el mundo no fue digno de ella, y ha ido a abrir sus pétalos al cielo...

Agosto de 1854.

* Nota: La traducción de la epígrafe es la siguiente:

Pero era del mundo, donde las más guapas cosas
Tienen el peor destino;
Y, rosa, ha vivido lo que viven las rosas,
El espacio de una mañana.