Meditaciones
Día de Muertos
Era la última hora de la tarde; esa hora solemne y misteriosa en que la naturaleza parece recogerse; en que los ruidos del mundo se extinguen lentamente...
Era esa hora tristísima en que el sol dora apenas con sus moribundos rayos los celajes que vagan por el cielo: esa hora en que el Ángel de la vida al ver partir la luz, cuando las flores cierran sus pétalos, cuando las aves enmudecen y el sueño se extiende como un soplo de muerte sobre la creación, pliega sus alas y alumbrado por el último dudoso resplandor del crepúsculo, se arrodilla y eleva sus súplicas al Señor para que torne la luz a reanimar los campos y las criaturas...
¡Hora de meditación en que el alma gusta de melancolía!...
¡Ya pasó el día! ¡el tiempo en su incansable marcha llevóse algunas horas más de nuestra existencia!
¡Cuál corren los instantes; apenas hay tiempo para meditarlos!
¿Qué es la vida? ¡Pasado; porvenir tan sólo. Siempre recordando; esperando siempre; jamás satisfechos!
¡El presente!... he aquí una de nuestras perenes ilusiones. ¿A qué dan el nombre de presente? ¡Es cosa que nos pertenece a caso?...
¡Ay!, ¡el presente no es más que el momento que pasó aquí en este cementerio, recordando las alegrías de mi vida que ya pasaron; esperando el día en que también vendrá la multitud insensata y frívola a hollar con sus pies el polvo de mis huesos...
¡El presente! es ese tristísimo sonido de las campanas que doblan; es esa vibración que parte del bronce para perderse luego en el olvido.
¡Ay!, ¡el presente no es más que el dolor que se siente; lo pasado, el recuerdo melancólico que halaga nuestro corazón; el porvenir, la esperanza, el anhelo constante por el eterno descanso!...
¿Por qué, pues, ese apego a la vida que huye de nosotros?...
Pasó por aquí la multitud; aun se miran sobre la tierra fresca impresas sus huellas...
Pero luego vendrá el soplo de la noche, y esas huellas desaparecerán, como desaparecerán también los que hoy vieron a este sitio.
¡Lúgubre festividad! ¡Hay algo de misterioso en esa visita que hoy hace la humanidad al campo de los muertos!
¿Habrá alguna relación todavía entre las generaciones que ya tornaron a ser polvo, y las que hoy se hayan animadas por el soplo de la vida?
¿Los lazos de amor que unían al hijo con la madre, al marido con la esposa, fueron rotos por la muerte o subsisten aun como una misteriosa simpatía?
Yo no lo sé; pero algo debe haber, pues que tanta tristeza nos inspira un túmulo solitario, abandonado, cubierto por la yerba!...
¡Un túmulo que nadie visita hoy!...
¡Ya cerró la noche!; ¡poco a poco se encienden las estrellas; y el viento frío y triste se desata para murmurar en torno a estas tumbas!
¡Cuán apacible es la noche para el que padece! ¡Yo cambiaría muchas horas de ese tumultuoso placer que buscan los hombres, por un momento de melancolía como éste!
Tiene la noche secretas armonías para mí. Hay momentos en que a solas con mis pensamientos paréceme que llega a mis oídos algún eco perdido de la música celestial que en torno a su trono dan los ángeles al Señor.
¡Si fuere cierto que en algunos momentos las almas de los que murieron vuelven a la tierra!
¡Si fuere cierto que en estas horas cuando todo en la tierra duerme, los que partieron de ella vuelven algunos momentos, a recordar tal vez sus pasadas alegrías; a velar por los que amaron!...
¡Ay!, ¡acaso este viento que de tiempo en tiempo roza mis mejillas es el soplo de las alas de un ángel que trae en sus brazos el alma de alguno a quien amé... de alguno de los pedazos de mi corazón que yace en la tumba!...
¡Morir!, ¡ay! ¿cuánto lo deseo!... mi alma fatigada anhela ya el descanso de este sitio.
¿Qué otra cosa en el mundo sino un valle de lágrimas como lo dice la Iglesia!
¿Qué halla en él aquel que recibió de Dios un corazón ardiente, puro y generoso? ¡Desengaños, heridas!
Un hombre con un corazón así, al atravesar por el mundo, es como el cordero de deja un vellón de su lana en cada zarza...
A veces he creído que suele Dios criar corazones como el mío, entusiastas, apasionados, para que los que los posean sean mártires...
Como caen al soplo del cierzo uno a uno los pétalos de la flor, así van desapareciendo una a una también la ilusiones de nuestra alma.
Y cuando el corazón se haya desierto, ¿como no ha de anhelar el olvido y el descanso?
...
¡Partamos!, ¡hay algo de solemne en estos sitios que infunde respeto! Tal vez no les sea permitido a los mortales interrumpir el reposo de los que ya fueron juzgados por Dios.
¡Partamos!... ¡Más qué triste armonía llega a mis oídos!
Son las últimas preces de la Iglesia.
¡Sublime y amorosa religión!, ¡tú sola no nos abandonas!, ¡sola tú te acuerdas de aquellos a quienes todos olvidaron!
Nada hay más patético que las oraciones de la Iglesia católica.
Esta mañana me conmovió una escena.
En una humilde capilla lejos del bullicio, un sacerdote entonaba las últimas oraciones de los difuntos; y dos mujeres pobres, una madre y una hermana, oraban una tosca losa.
¡Qué bien se unían los lamentos de la madre con los lamentos de la religión!...
Yo también, conmovido, me arrodillé lejos de aquel dolor y lloré...
¡Lloré, pensando que tal vez dentro de pronto desearía que algunas lágrimas vengan a caer sobre mi tumba como el rocío!...
Noviembre de 1851
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