En la gran extensión de Nueva España puede asegurarse que no existía una pareja de mulas como las que tiraban de la carroza de Su Excelencia el señor Virrey, y eso que tan dados eran los conquistadores de México a la cría de las mulas, y tan afectos a usarlas como cabalgadura, que los Reyes de España, temiendo que afición tal fuese causa del abandono de la cría de caballos y del ejercicio militar, mandaron que se obligase a los principales vecinos a tener caballos propios y disponibles para el combate; Pero las mulas del Virrey eran la envidia de todos los ricos y la desesperación de los ganaderos de la capital de la colonia.
Altas, con el pecho tan ancho como el del potro más poderoso, los cuatro remos finos y nerviosos como los de un reno; la cabeza descarnada, y las movibles orejas y los negros ojos como los de un venado. El color tiraba a castaño, aunque con algunos reflejos dorados, y trotaban con tanta ligereza que apenas podría seguirlas un caballo al golpe.
Además de eso, de tanta nobleza y tan bien arrendadas, que al decir del cochero de Su Excelencia, manejarse podrían, si no con dos hebras de las que forman las arañas, cuando menos con dos ligeros cordones de seda.
El virrey se levantaba todos los días con la aurora, esperaba el coche al pie de la escalera de palacio; él bajaba pausadamente; contemplaba con orgullo su incomparable pareja; entraba en el carruaje; se santiguaba devotamente, y las mulas salían haciendo brotar chispas de las pocas piedras que se encontraban en el camino.
Después de un largo paseo por los alrededores de la ciudad, llegaba el virrey. Poco antes de las de la mañana, a detenerse ante la catedral, que en aquel tiempo, y con gran actividad, se estaba construyendo.
Iba aquella obra muy adelantada, y trabajaban allí multitud de cuadrillas que, generalmente, se dividían por nacionalidades, y eran unas de españoles, otras de indios, otras de mestizos y otras de negros, con el objeto de evitar choques, muy comunes, por desgracia entre operarios de distinta raza.
Había entre aquellas cuadrillas dos que se distinguían por la prontitud y esmero con que cada una de ellas desempeñaba los trabajos más delicados que se le encomendaban, y era lo curioso que una de ellas estaba compuesta de españoles y la otra de indios.
Era capataz de la española un robusto asturiano, como de cuarenta años, llamado Pedro Noriega. El hombre de más mal carácter pero de mas buen corazón que podía encontrarse en aquella época entre los colonos.
Luis de Rivera gobernaba como capataz de la cuadrilla de los indios, porque más aspecto tenía de indio que de español, aunque era mestizo del primer cruzamiento, y hablaba con gran naturalidad la lengua de los castellanos y el idioma náhuatl o mexicano.
No gozaba tampoco Luis de Rivera de un carácter angelical; era levantisco y pendeciero, y más de una vez había dado ya quehacer a los alguaciles.
Por una desgracia, las dos cuadrillas tuvieron que trabajar muy cerca la una de la otra, y cuando Pedro Noriega se enfadaba con los suyos, que era muchas veces al día, les gritaba con voz de trueno:
--¡Que españoles tan brutos! ¡Parecen indios!
Pero no bien habia terminado aquella frase cuando, viniendo o no al caso, Rivera les gritaba a los suyos:
--¡Que indios tan animales! ¡Parecen españoles!
Como era natural, eso tenía que dar fatales resultados. Los directores de la obra no cuidaron de separar aquellas cuadrillas y como los insultos menudeaban, una tarde Noriega y Rivera llegaron, no a las manos, sino a las armas, porque cada uno de ellos venía preparado ya para un lance; y tocóle la peor parte al mestizo, que allí quedo muerto de una puñalada.
Convirtióse aquello en un tumulto, y necesario fue para calmarle que ocurriera gente de justicia y viniera tropa de palacio.
Separóse a los combatientes: levantóse el cadáver de Luis de Rivera, y atado codo con codo salió de allí el asturiano, en medio de los alguaciles, para la cárcel de la ciudad.
Como el Virrey estaba muy indignado; como los señores de la Audiencia ardían en deseos de hacer un ejemplar, al mismo tiempo que complacer al virrey, y como existía una real cédula disponiendo que los delitos de españoles contra hijos del país fueran castigados con mayor severidad, antes de quince días el proceso estaba terminado y Noriega sentenciado a la horca.
Inútiles fueron todos los esfuerzos de los vecinos para alcanzar el indulto; ni los halagos de la Virreina, ni los memoriales de las damas, ni el influjo del señor Arzobispo, nada; el Virrey, firme y resuelto, a todo se negaba, dando por razón la necesidad de hacer un sigularisímo y notable ejemplar.
La familia de Noriega, que se reducía a la mujer y a una guapa chica de dieciocho años, desoladas iban todo el día, como se dice vulgarmente, de Herodes a Pilatos y pasaban largas horas al pie de la escalera de Palacio, procurando siempre ablandar con su llanto el endurecido corazón de Su Excelencia.
Muchas veces esperaban al pie del coche en que el Virrey iba a montar, y contaban sus cuitas, que la desgracia siempre cuenta, al cochero del Virrey, que era un andaluz joven y soltero.
Como era natural, tanto enternecían a aquel buen andaluz las lágrimas de la madre como los negros ojos de la hija. Pero él no se atrevía a hablar al Virrey, comprendiendo que lo que tantos personajes no habían alcanzado él no debía siquiera intentarlo.
Y sin embargo, todavía la víspera del día fijado para la ejecución decía a las mujeres, entre convencido y pesaroso:
--¡Todavía puede hacer Dios un milagro! ¡Todavía puede hacer Dios un milagro!
Y las pobres mujeres veían un rayo de esperanza; porque en los grandes infortunios, los que no creen en los milagros sueñan siempre en lo inesperado.
Llegó por fin la mañana terrible de la ejecución, y cubierto de escapularios el pecho, con los ojos vendados, apoyándose en el brazo de los sacerdotes, que a voz en cuello lo exhortaban en aquel trance fatal, causando pavor hasta a los mismos espectadores, salió Noriega de la cárcel, seguido de una inmensa muchedumbre que caminaba lenta y silenciosamente, mientras el pregonero gritaba a cada esquina:
“Esta es la justicia que se manda hacer con este hombre, por homicidio cometido en la persona de Luis Rivera.
“Que sea ahorcado.
“Quien tal hace, que tal pague”
El Virrey aquella mañana montó en su carroza, preocupado y sin detenerse, como de costumbre, a examinar su pareja de mulas; quizá luchaba con la incertidumbre de si aquello era un acto energía o de crueldad.
El cochero, que sabía ya el camino que tenía que seguir, agitó las riendas de las mulas ligeramente, y los animales partieron al trote. Cerca de un cuarto de hora pasó el Virrey inmóvil en el fondo del carruaje y entregado a sus meditaciones; pero repentinamente sintió una violenta sacudida, y la rapidez de la marcha aumentó de una manera notable. Al principio prestó poca atención, pero a cada momento era más rápida la carrera.
Su Excelencia sacó la cabeza por una de las ventanillas, y preguntó al cochero:
--¿Qué pasa?
--Señor, que se han espantado estos animales y no obedecen.
Y el carruaje atravesaba calles y callejuelas y plazas, y doblaba esquinas sin chocar nunca contra los muros, pero como si no llevara rumbo fijo y fuera caminando al azar.
El Virrey era hombre de corazón, y resolvió esperar el resultado de aquello, cuidando no más de colocarse en uno de los ángulos del carruaje y cerrar los ojos.
Repentinamente detuviéronse las mulas; volvió a sacar el Virrey la cabeza por el ventanillo, y se encontró rodeado de multitud de hombres, mujeres y niños que gritaban alegremente:
--¡Indultado! ¡Indultado!
La carroza del Virrey había llegado encontrarse con la comitiva que conducía a Noriega al patíbulo; y como era de ley que si el monarca en la metrópoli, o los virreyes en las colonias, encontraban a un hombre que iba a ser ejecutado, esto valía el indulto, Noriega con aquel encuentro feliz quedó indultado por consiguiente.
Volvióse el Virrey al Palacio, no sin llevar cierta complacencia porque había salvado la vida de un hombre sin menoscabo de su energía.
Tornaron a llevar a la cárcel al indultado Noriega, y todo el mundo atribuyó aquello a un milagro patente de Nuestra Señora de Guadalupe, de quien era ferviente devota la familia de Noriega.
No se sabe si el cochero, aunque aseguraba que sí, creía en lo milagroso del lance. Lo que sí pudo averiguarse fue que tres meses después se casó con la hija de Noriega, y que Su Excelencia le hizo un gran regalo de boda.
La tradición agrega que aquel lance fue el que dio motivo a la Real cédula que ordenaba que en día de ejecución de Justicia no salieran de Palacio los virreyes.
¡Para que se vea de todo lo que son capaces las mulas!