De Darren Shan
(Fragmento)
CAPÍTULO
DOCE
-No es cierto
que todas las tarántulas sean venenosas –dijo míster Crepsley.
Tenía una voz
profunda. Conseguí apartar la mirada de Steve y prestar atención a lo que
sucedía en el escenario.
-La mayoría son
tan inofensivas como una araña corriente de cualquier otro lugar del mundo. Y
las venenosas no suelen tener más veneno que el justo para matar criaturas muy
pequeñas.
“¡Pero algunas
son mortales! –prosiguió-. Las hay capaces de matar a un hombre con una sola
picadura. Son raras, sólo se las encuentra en lugares remotos, pero existen.
“Y yo tengo una
de esas arañas –dijo, abriendo la cajita.
Pasaron unos
segundos sin que sucediera nada, pero entonces apareció la araña más grande que
hubiera visto nunca. Era de color verde, púrpura y rojo, y tenía largas patas peludas
y un cuerpo enorme y rechoncho. No me daban miedo las arañas, pero aquella era
terrorífica.
La araña avanzó
lentamente. Luego flexionó las patas y pareció agazaparse, como si esperase al
acecho una mosca.
-Madam Octa me
acompaña desde hace varios años –dijo míster Crepsley-. Es mucho más longeva
que las arañas corrientes. El monje que me la vendió dijo que algunas de sus
congéneres habían vivido hasta veinte o treinta años. Es una criatura increíble,
a la vez venenosa e inteligente.
Mientras él
hablaba, una de las personas encapuchadas de azul sacó una cabra al escenario.
Balaba lastimeramente e intentaba escapar. La persona encapuchada la ató a la
mesa y se retiró.
La araña empezó
a moverse al ver y oír a la cabra. Avanzó hasta el borde de la mesa y allí se
detuvo, como si estuviera esperando una orden. Míster Crepsley sacó del bolsillo
del pantalón un pequeño silbato –él lo llamó flauta- y tocó unas cuantas notas cortas.
Madam Octa saltó al vacío de inmediato y fue a aterrizar en el cuello de la
cabra.
Cuando la araña
cayó sobre ella, la cabra dio un brinco y empezó a balar más fuerte. Madam Octa
hizo caso omiso, siguió adelante y se acercó unos centímetros más a la cabeza.
Cuando estuvo preparada, ¡sacó los quelíceros y los hundió en el cuello de la cabra!
La cabra se quedó petrificada, con los ojos muy abiertos. Dejó de balar, y a
los pocos segundos, se desplomó. Creí que estaba muerta, pero luego noté que
todavía respiraba.
-Con esta flauta
domino la voluntad de Madam Octa –dijo míster Crepsley, y yo aparté la mirada
de la cabra tirada en el suelo.
Esgrimió la flauta
lentamente por encima de su cabeza.
-Aunque llevemos
juntos mucho tiempo, no es una simple mascota, y sin duda me mataría si alguna
vez pierdo esto.
“La cabra está
paralizada –dijo-. He adiestrado a Madam Octa para que no mate del todo con la
primera picadura. Si la abandonáramos a su suerte, la cabra acabaría por morir
–no hay antídoto contra la picadura de Madam Octa- pero tenemos que acabar con
todo esto rápidamente.
Tocó su flauta y
Madam Octa subió por el cuello de la cabra hasta detenerse junto a la oreja.
Sacó los quelíceros de nuevo y mordió. La cabra se estremeció, luego quedó inerte.
Estaba muerta.
Madam Octa saltó
de la cabra y avanzó hacia la parte delantera del escenario. La gente de las
primeras filas se alarmó hasta el extremo de que algunos dieron un brinco. Pero
se quedaron petrificados con una escueta orden de míster Crepsley.
-¡No se muevan!
–silbó-. Recuerden lo que se les ha advertido: ¡cualquier ruido inesperado
puede significar la muerte!
Madam Octa se
detuvo al borde del escenario y se irguió sobre sus dos patas traseras, ¡como
un perro! Míster Crepsley tocó suavemente la flauta y la araña empezó a caminar
hacia atrás, todavía sobre dos patas. Cuando llegó a la altura de la pata más cercana
de la mesa, se giró y subió de un salto.
-Ahora están a
salvo –dijo míster Crepsley, y la gente de las primeras filas volvió a ocupar
sus asientos, lo más lenta y silenciosamente que fueron capaces.
“Pero por favor
–añadió-, no hagan ruido, porque si lo hacen puede que me ataque a mí.”
No sé si míster
Crepsley sentía realmente miedo o no era más que parte de la actuación, pero
parecía asustado. Se secó el sudor de la frente con la manga derecha de la
chaqueta, volvió a llevarse la flauta a los labios y tocó una extraña y breve
melodía.
Madam Octa
levantó la cabeza y pareció saludar con una inclinación. Caminó sobre la mesa
hasta ponerse frente a míster Crepsley. Él bajó la mano derecha y la araña empezó
a subir por su brazo. La sola idea de aquellas largas y peludas patas caminando
por encima de su piel me hacía sudar de pies a cabeza. ¡Y eso que a mí me
gustan las arañas! Las personas a las que les dan miedo debieron de morderse
las uñas hasta sangrar de puros nervios.
Cuando hubo
recorrido todo el brazo, siguió subiendo por el hombro, el cuello, la oreja, y
no se detuvo hasta colocarse encima de la cabeza, donde se agazapó. Parecía una
especie de sombrero de lo más extravagante.
Al cabo de un
momento, míster Crepsley empezó a tocar la flauta de nuevo. Madam Octa empezó a
descender por el otro lado de la cara, siguiendo el trazo de la cicatriz, y paseó
por su rostro hasta quedar boca arriba sobre el mentón. Entonces segregó un
hilo de seda y se descolgó por él.
Ahora colgaba a
unos diez centímetros por debajo de la barbilla, y poco a poco empezó a mecerse
de lado a lado. Pronto consiguió columpiarse tan alto que llegaba de oreja a
oreja. Tenía las patas flexionadas, y desde donde yo estaba sentado parecía una
bola de lana.
De repente hizo
un movimiento extraño, y míster Crepsley echó atrás la cabeza con tal fuerza
que la araña salió volando por los aires. El hilo se rompió y ella empezó a dar
vueltas de campana. Observé cómo subía y bajaba por el aire. Yo pensaba que aterrizaría
encima de la mesa, pero no fue así. ¡En realidad fue a caer justo en la boca de
míster Crepsley!
Casi me puse
enfermo con sólo imaginar a Madam Octa deslizándose garganta abajo hasta el
estómago. Estaba convencido de que le picaría, de que iba a matarle. Pero la
araña era mucho más lista de lo que yo creía. Mientras caía, abrió las patas y
se apoyó con ellas en los labios.
Él levantó la
cabeza hacia delante para que pudiéramos verle bien la cara. Tenía la boca
completamente abierta, y Madam Octa estaba suspendida entre sus labios. Su cuerpo
latía dentro y fuera de la boca; parecía un globo que él estuviera hinchando y deshinchando.
Me pregunté
dónde estaría la flauta y cómo se las arreglaría ahora para dominar a la araña.
Entonces apareció míster Tall con otra flauta. No tocaba tan bien como míster Crepsley,
pero sí lo bastante como para que Madam Octa se diera por enterada. Ella se paró
a escuchar, y luego pasó de un lado a otro de la boca de míster Crepsley.
Al principio no
sabía lo que estaba haciendo, así que estiré el cuello para ver mejor. Al ver
los retazos de blanco en los labios de míster Crepsley lo entendí: ¡estaba
tejiendo una telaraña!
Cuando hubo
terminado, se dejó caer desde el mentón, como había hecho antes. Una telaraña
grande y tupida ocupaba la boca de míster Crepsley. ¡Y empezó a lamerla y masticarla!
Se la comió toda, luego se acarició la tripa (con mucho cuidado de no tocar a
Madam Octa) y dijo:
-Delicioso. No
hay nada más sabroso que una buena telaraña recién hecha. En el lugar del que
procedo son un manjar.
Hizo que Madam
Octa jugara encima de la mesa con una pelota, y hasta que se sostuviera en
equilibrio sobre ella. Luego dispuso diminutos aparatos de gimnasia, pesas en
miniatura, cuerdas y anillas, y le hizo hacer ejercicios con ellas. Era capaz
de hacerlo todo con la misma destreza que un ser humano: levantar pesar, trepar
por la cuerda y colgarse de las anillas.
A continuación
sacó una minúscula cena esmeradamente servida. Había platos, cuchillos y
tenedores diminutos, así como vasos chiquititos. Los platos estaban llenos de
moscas muertas y otros pequeños insectos. No sé qué era lo que contenían los
vasos. Madam Octa tomó su cena con una pulcritud admirable. Era perfectamente
capaz de coger los cubiertos –cuatro cuchillos y tenedores a la vez- y comer
con ellos. ¡Tenía hasta un falso salero con el que sazonó uno de los platos!
Creo que fue
cuando bebía del vaso cuando decidí que Madam Octa era la mascota más
extraordinaria que hubiera visto nunca. Habría dado cualquier cosa por
poseerla. Sabía que era imposible –mamá y papá no me dejarían tenerla aun en el
caso de que pudiera comprarla-, pero eso no evitaba que lo deseara con todas
mis fuerzas.
Al terminar su
número, míster Crepsley volvió a meter a la araña en su caja y saludó con una
inclinación a un público enfervorecido. Oí decir a alguien que era injusto
haber matado a la pobre cabra, pero había sido sensacional.
Me giré hacia
Steve para comentarle lo extraordinaria que me había parecido la araña, pero él
observaba fijamente a míster Crepsley. Ya no parecía asustado, pero tampoco
tenía un aspecto del todo normal.
-Steve, ¿qué te
pasa? –pregunté.
No respondió.
-¿Steve?
-¡Shhh! –musitó,
y no pronunció ni una palabra hasta que míster Crepsley se hubo ido.
Observó
atentamente cómo aquel hombre de aspecto extravagante desaparecía entre bambalinas.
Luego se volvió hacia mí y balbució:
-¡Es increíble!
-¿La araña?
–pregunté-. Ha sido fantástico. ¿Cómo crees tú que lo hace para...?
-¡No estoy
hablando de la araña! –me espetó- ¿A quién le importa un estúpido arácnido?
Hablo de... de míster Crepsley.
Se interrumpió
un instante antes de pronunciar su nombre, como si hubiera estado a punto de
llamarle de alguna otra forma.
-¿Míster
Crepsley? –pregunté, desconcertado-. ¿Qué tiene él de fantástico? Lo único que
ha hecho es tocar la flauta.
-Tú no lo
entiendes –se impacientó Steve-. No sabes quién es en realidad.
-¿Y tú sí lo
sabes? –pregunté.
-Sí –dijo-, ya
que lo preguntas, sí que lo sé.
Se frotó la
barbilla; pareció inquietarse de nuevo.
-Sólo espero que
él no se dé cuenta de que lo sé. De lo contrario... puede que nunca salgamos
con vida de aquí.