De Vicente Fidel López
Capítulo I : Lima en el año de 1578
I
No bien las carabelas de Colón habían echado en América el
inquieto cargamento de bravos aventureros con que habían zarpado de las costas
de Andalucía, cuando ya resonó por el mundo la fama de las grandezas y de la
opulencia del Imperio de los Incas.
Decíase que montes de plata y ríos de oro cruzaban toda la
tierra. Las perlas y los brillantes, las esmeraldas y los rubíes esmaltaban
todos los templos. El resplandor de los preciosos metales que adornaban los
palacios del Inca y de sus grandes, llegaba hasta las playas del mar de las
Antillas, y conturbaba con sus vislumbres la fantasía anhelante de aquellos
intrépidos avaros que las pisaban por la primera vez.
Dotados del orgullo que convenía a la nación más grande de
la época, no había hazañas que tuvieran por ajenas de su temple, ni trabajos
que no emprendieran para saciar la fiebre de las riquezas que enardecía su
sangre. Hijos mimados de la fuerza, hermanos de leche del arcabuz y del
mosquete, los tenientes de Gonzalo de Córdoba, adiestrados en el asalto y el
saqueo de las ciudades de la Italia, ardían por demoler con la cruz de hierro
de sus espadas los templos de plata y los ídolos de oro del opulento Imperio
que se sentaba allá en las tierras interiores.
El ardor del fanatismo y la codicia eran como el eje de las
pasiones indomables y enérgicas que animaban a estos bravos desalmados y
guerreros.
II
La América había pasado siglos enteros en el seno del
Océano, como la querida inocente y engalanada, que en el suave silencio de los
bosques abandona sus encantos a un amante celoso y prepotente.
Pero la hora del rapto había sonado. La España y Colón habían
triunfado del poderoso guardián; y domando la braveza de sus enojos, le habían
arrancado el secreto de sus encantos solitarios. ¡Victoria inmensa cuyo
glorioso recuerdo jamás agotarán los siglos!
¿Quién podría mostrarme una fábula opulenta inventada por la
fantasía del más ardiente de los poetas, que rivalice en colores y prodigios
con el descubrimiento y la conquista del Perú? Ni el séptimo cielo de Mahoma,
ni el Paraíso terrenal de Milton, hablaron a la imaginación de mayores
profusiones ni de prestigios más deslumbrantes que los que irradiaba el Templo
del Sol y la corte de los Athahualpas en los días de la conquista.
El monarca que se sentaba bajo el centro mismo de la luz
apoyando su cetro en lo empinado de los Andes, parecía concretar en el mundo
moderno las magnificencias tradicionales de los antiguos soberanos de Nínive y
de Babilonia. Hijo de las razas de Semiramis y de Darío, se rodeaba del lujo de
majestad de los viejos imperios de la Asia, para adorar como ellos al sol
-origen de la luz y padre de los resplandores de la tierra.
El territorio que gobernaba era inmenso, y las riquezas que
él derramaba a sus pies, inagotables. Los pueblos que le obedecían eran
infinitos, variados, mansos, industriosos, inteligentes; pero aunque ricos y
civilizados, estaban desheredados de aquel rayo de porvenir y de vida eterna
con que habían sido bendecidos desde el Gólgota los que habían creído en la
palabra de Jesús.
Fugitivos quizá de las huestes de Alejandro, o ruinas de
algún otro trastorno de los que causan estas manos de hierro en el destino de
las razas, habían venido a la tierra de su asilo condenados a ser devorados por
los Pizarros y los Corteses, herederos de la obra comenzada por aquel grande
demoledor del Mundo Antiguo.
III
Pocos años bastaron a la España para ver colmada la gloria
de sus anhelos. El Nuevo Mundo le había entregado sus entrañas preñadas de
riqueza. Tesoros fabulosos, nunca vistos hasta entonces, atravesaban los mares
en mil galeones para nutrir la prepotencia con que ceñía al mundo entre sus
secos brazos aquel fanático esqueleto del Imperio de los Césares, resucitado en
España por Carlos V y Felipe II.
El despotismo regio y la perseverancia con que los
discípulos de Torquemada perseguían toda chispa de libertad en las ciencias y en
las ideas, acabaron por postrar envilecido a los pies del poder el espíritu de
vigorosa aristocracia con que la nobleza española había aparecido en la
madrugada de la historia moderna. Las clases medias tan dichosamente preparadas
para la industria y la política por sus fueros comunales, habían sido barridas
del suelo con su ilustración y con sus fábricas. Una hermosa y adelantada
agricultura cubría el suelo que había sido de los árabes; pero en aquella
vegetación risueña, los frailes creyeron respirar el olor de la infidelidad y
de la herejía, tomaron a escándalo los matices libres que el pensamiento del
cristiano puede tomar al frente del progreso y de la civilización, y le
sostituyeron el desierto, haciendo que la mejor parte de españoles huyese a millones
de la patria por el crimen de no pensar como sus opresores querían que se
pensase.
De todos los gérmenes de grandeza con que la España había
salido al mundo, no pudieron sobrevivir a esta política funesta sino sus
instintos religiosos y su bravura militar. Pero el espíritu de las tinieblas y
la opresión habían hecho que el sentimiento religioso se convirtiera degradado
en un fanatismo ciego y turbulento sin elevación y sin caridad; y su bravura
militar, despojada de los principios morales que hacen del hombre una criatura
de amor y de orden, no sirvió en el soldado español de aquellos tiempos sino
para despertar los instintos de la destrucción y las pasiones del desorden, que
engendran y fomentan las guerras de conquista. Vencer, saquear y oprimir, era el
lema de sus banderas. A medida que la España se empobrecía, las poblaciones
afluyeron a los campos de batalla y a los conventos, buscando el pan o la
actividad a trueque de la esclavitud y de la guerra civil de que abnegaban.
Durante este retroceso de los elementos vitales de la sociedad, fue que
sobrevino el suceso extraordinario del descubrimiento y conquista del Nuevo
Mundo. Las masas de desvalidos que habían suplantado a los ricos comuneros de
la España, y el enjambre de ávidos cortesanos en que se había convertido la
arrogante aristocracia, volvieron todos los ardores de su alma meridional al
dominio y la explotación de las tierras de oro.
Un ejército de frailes fanáticos y crueles tomó en sus manos
la cruz cristiana, y como si fuera un estandarte de sangre la hizo el símbolo
de la guerra y de la conquista.