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La creación

Por James Weldon Johnson

(Sermón negro)
Y Dios avanzó fuera del espacio
y miró a su alrededor y dijo:
“Estoy solo.
Tengo que hacer el mundo.”

Y a lo lejos, donde el ojo de Dios se extendió,
la oscuridad todo lo cubría.
Más negras que cien medianoches
en un pantano de cipreses.

Entonces Dios sonrió,
y la luz se hizo
y la oscuridad rodó de un lado
y la luz brilló del otro
y dijo Dios: “Esto es bueno.”
Entonces Dios avanzó y tomó la luz dentro
de sus manos,
e hizo girar la luz alrededor de sus manos;
y así formó el Sol,
y fijó el Sol como luminaria en el cielo
y de la luz sobrante después de hacer el Sol,
Dios amontonó una brillante pelota
y la arrojó contra la oscuridad,
decorando la noche con la Luna y las estrellas.
Entonces debajo y entre
la oscuridad y la luz
él arrojó el mundo
y dijo Dios: “Esto es bueno.”
Entonces Dios caminó hacia abajo
y el Sol estaba a su mano derecha
y la Luna quedaba a su izquierda;
y las estrellas se agruparon alrededor de su cabeza
y la Tierra bajo sus pies.
Y Dios caminó, y donde él pisó
sus huellas cavaron los valles
y se cambaron las montañas.

Entonces él se detuvo, miró y vio
de la Tierra estaba caliente y estéril.
Entonces Dios se asomó sobre el borde del mundo
y escupió los siete mares.
Él abrió sus ojos y el relámpago brilló.
Golpeó sus manos y el trueno rodó
y las aguas alrededor de la Tierra bajaron
y las refrescantes aguas corrieron hacia abajo.

Entonces el verde pasto brotó
y las pequeñas rojas flores florecieron
y el pino apuntó su dedo al cielo
y el roble extendió sus brazos.
Los lagos se recogieron abajo de los huecos
      de la Tierra
y los ríos corrieron rumbo al mar.
Y Dios sonrió de nuevo
y el arco iris apareció
y se enroscó alrededor de sus hombros.

Entonces Dios levantó sus brazos y balanceó
      su mano
sobre el mar y sobre la Tierra
y dijo “¡Dad a luz! ¡Dad a luz!”
Y antes que pudiera bajar la mano,
los peces y las aves
las bestias y los pájaros
nadaron por los ríos y los mares,
vagaron por los montes y los bosques
y abrieron el aire con un batir de alas.
Y dijo Dios: “Esto es bueno.”

Entonces Dios caminó alrededor
y miró alrededor
todo lo que había hecho.
Contempló su Sol
y miró su Luna
y miró sus estrellitas
y miró su mundo
con todos los seres que vivían
y dijo Dios: “Estoy solo todavía.”
Entonces Dios se sentó
en la falda de un monte donde podía meditar;
a orillas de un profundo y vasto río se sentó,
y sosteniendo su cabeza entre sus manos
Dios pensó y pensó.
Hasta que exclamó: “Haré un hombre.”

Sobre el lecho del río
Dios levantó con sus manos la arcilla,
y sobre el banco del río se arrodilló,
se arrodilló.

Y entoncesel Gran Padre Todopoderoso
que iluminó el Sol y lo fijó en el cielo,
que lanzó las estrellas al más lejano rincón
      de la noche,
que hizo girar la Tierra en las palmas de sus
      manos,
este Gran Dios,
semejante a una madre encorvándose sobre
      su nene,
arrodillándose sobre el polvo,
trabajando sobre un montón de arcilla
la moldeó a su propia imagen,
Entonces dentro de ella sopló el aliento
      de la vida
y el hombre se convirtió en un alma viviente.

Amén, Amén.

________________________

Texto extraído de “Retales. Compilación de Juan Rulfo” por Alberto Vital, Sonia Peña y Víctor Jiménez (2008)

Cleotilde

De Juan Rulfo


Ya estaba yo todo ampollado de amarguras- ella las borró con sólo mirarme. y dejar que yo la viera. Y es que, ver a una mujer como uno quisiera verla, sin nada entre ella y uno, sino únicamente la mirada de los ojos, es para volverse loco y perder el habla de repente.



Esto tuvo que causarme buen efecto. Es lo que yo pienso.

Uno ha estado siempre solo. A uno se le ha muerto su gente desde hace tiempo y ha caminado por el mundo deshaciéndose como se deshace en el aire una lagrimita de nube. Uno va pierde y pierde grano a grano las esperanzas de encontrar lo que a uno le falta para tener alientos, y de pronto aparece con sus agujeritos en los brazos; con sus ojos parecidos al agua, con aquel modo de apretarse a uno y darse, enseñándole de pasada el remedio para no sentirse avergonzado.

Miro a la pared desde hace un rato y pienso en lo que acabo de contarles y pienso también en la manera de arreglármelas para que ella, mi tía Cecilia, estuviera viva. Pero no, nadie está vivo, ni mi padre que aquí vivió y al cual no llegué a conocer, ni mi madre tampoco, nadie más. En la pared sólo hay descarapeladuras y manchas de alguna cosa que alguien tiró ahí hace mucho tiempo.

Adonde no quiero mirar es al techo, porque en el techo, atravesando las vigas, sí que hay alguien vivo. Sobre todo en la noche, cuando prendo un cabito de vela, aquella sombra que hay en el techo se mía- es algo que conozco: e mueve. No se crea que es una figuración mía; es algo que conozco: es la figura de Cleotilde.

Cleotilde también está muerta, pero no bien a bien. A Cleotilde y la maté, sin embargo. Yo sé que todo lo que uno mata, mientras uno siga vivo, sigue viviendo. Eso es lo que pasa.

Hace casi ocho días que yo maté a Cleotilde. Le di muchos golpes en la cabeza, grandes y duros golpes, hasta que se quedó quietecita. No es que yo le guardara tanto rencor como para matarla; pero un momento de coraje es un momento de coraje y en eso estuvo todo.


Ella se murió. Después sí me entró rencor en contra de ella por eso, por haberse muerto. Ahora ella me persigue. Ahí está su sombra, arriba de mi cabeza, tendida a lo largo de las vigas como si fuera la sombra de un árbol despellejado. Y aunque yo le he dicho varias veces que se vaya, que no siga molestando a la gente, ella no se ha movido de ahí, ni siquiera ha dejado de mirarme.

Yo no sé exactamente dónde tiene ahora los ojos- pero me imagino que me está mirando no sólo con los ojos, sino con cada partecita de su sombra y, a veces, me parece que todavía destila sangre, porque yo he sentido caer gotas negras de su cabeza, como si alguien le estuviera exprimiendo los cabellos.

Cleotilde tenía unos cabellos muy bonitos y bien alisados. En ocasiones yo sueño estar acostado aún con ella, y tener escondida mi cara en aquellos cabellos tan lisitos que me hacían olvidar todas las cosas. Hasta de ella me olvidaba. Y a mí no me hubiera importado que Cleotilde se fuera de mi lado a la hora que quisiera, con tal de que me dejara sus cabellos para esconder la cara y remojar mis manos en aquella agua blandita que parecían ser.


Con todo, sucedió así. Mientras estaba conmigo yo tenía lo que más me gustaba, pero a últimas fechas, ella no se dejaba ver sino de tarde en tarde y al irse volteando ya la madrugada; de modo que yo nunca pude volver a saborear el mejor de todos los sabores que haya conocido.

Luego la maté. Me ha sobrado tiempo para arrepentirme: ocho días y ocho noches que tengo de estar sin dormir y en los cuales pudiera haberme arrepentido otras tantas veces. Y si no me acordara más del día en que la maté, hacía ya muchas horas que me hubiera sacado el arrepentimiento necesario para que ella me dejara en paz.

Pero resulta que me acuerdo de ese día muy seguido. Casi no me da lugar para acordarme de otra cosa y hasta me han crecido las uñas de puro estar dándole vueltas al día ese; no a la hora en que la maté, sino un poquito antes, cuando yo quise acariciarle los cabellos y ella se enojó.

De eso es de lo que me acuerdo. De la cara que puso y de lo que me dijo. ¡Ah! Si no me hubiera dicho nada, mi coraje se habría ido a dormir, como lo había hecho ya otras veces, todito acorralado de vergüenza y yo solo no hubiera tenido fuerzas para matarla.


Sin embargo, a pesar de que iba para cuatro meses que no dormía conmigo, y que no tenía ningún derecho para enojarse, ella se enojó; se puso como una avispa al pedirle yo que se acostara a mi lado. Ella era mi mujer y debía soltar el cuerpo cuando yo lo necesitara. Me dijo: -¡Eres un muladar de babas!

Entonces yo me sequé la boca en una punta de la sábana.

-¡Cochino! Tu tía Cecilia debió criarte entre sus verijas - acabó por decir. Y luego me apretó sus palabras con un manazo que me dio en las narices.

Sus palabras ahí se quedaron un buen rato quietas, embarcadas en mi cara. ¿Por qué dijo algo sobre mi tía Cecilia? ¿Qué le había hecho mi tía Cecilia para que hablara así de ella, ¿eh? ¿Qué le había hecho? Me levanté de la cama.


-¡Loco! - me gritó -. ¡Destripador de muertos!

Yo anduve dos o tres pasos. Volví a la cama y vi a Cleotilde de cerquita. ¿Había dicho que mi tía Cecilia era esto y aquello? ¿Quién era Cleotilde para hablar mal de mi tía Cecilia? ¿Acaso no sabía ... ?

Tomé a Cleotilde por los cabellos y se le soltó la furia. -¡Déjame, loco condenado!

Pero yo ya la había agarrado con mis dos manos. La eché fuera de la cama. Estaba vestida como para ir de visita. Sólo sus pies los traía descalzos. Oí cómo sus pies rebotaban contra el suelo al caer parejos. ¡Verijas! ¿Hasta dónde quiso llegar con decir eso?

Tomé el tubo con que atrancábamos nuestra puerta y lo sacudí en la cabeza de Cleotilde. Ella se dobló como una silla rota: "¡Pobrecita de mí!", alcanzó a decir con una voz medio entumecida.

Después ya no supe por qué seguí golpeándola. Veía el tubo que bajaba y subía como una cosa que no estaba en mis manos. Veía mis manos empuñadas, con las venas hinchadas y enmorecidas de sangre. Y sentía que el rocío caliente que salía de la cabeza de Cleotilde me salpicaba los ojos y me enceguecía.

Cuando el coraje se acomodó de nuevo en sus lugares y volví a ver claramente todo a mi alrededor, ya Cleotilde estaba muerta. Me agaché para verla y acuclillado junto a ella, me estuve un rato contemple y contemple aquel bulto apeñuscado que se movía de tiempo en tiempo, al aventar chorritos de sangre molida por la nariz y por la boca.

Entonces me di cuenta de lo delgadita que tenía ella la vida y el poco trabajo que a mí me había costado quebrársela. Nunca pensé que fuera tan fácil matar a la gente. Eso se me vino encima cuando vi a Cleotilde ya sin esperanzas, con los brazos caídos y con el cuerpo flojo, como si todito se le hubiera deshilachado.

Nunca me figuré tanta facilidad para morirse. No. Ella no debía haberse muerto. Yo sólo quise asustarla. Darle un buen susto para que se le quitaran las ganas de andar maltratando el nombre de mi tía Cecilia y de ver si, de ese modo, se portaba mejor; no llegando a su casa a tan altas horas de la noche, mascando todavía los rastros del hombre con quien había estado acostada. Yo no quería que las cosas siguieran así. Yo no tenía tan duro el pellejo para aguantar siempre y ella podía comprender lo que iría a suceder andando el tiempo. Ya se lo había dicho yo alguna vez.

Aquella vez hablé muy a lo cortito, con palabras suaves, casi como platicando para que no se me fuera a enojar. Le dije:

-Mira, Cleotilde, yo ya estoy viejo. Acabo de cumplir cincuenta y nueve años y como puedes imaginar poco necesito de ti, de lo que es tuyo- pero me gustaría que ese poquito me lo dieras siquiera allá cada y cuándo, con toda tu voluntad. A mí no sabes lo mucho que me gusta la forma como manejas esa voluntad que tienes para hacer las cosas. Verdaderamente no te cabe en la cabeza lo que a mí me gusta. Sin embargo, tú no quieres hacerme ni ese favor. Te vas con los otros. ¿Crees que no sé adónde vas cuando te desapareces toda la noche? Lo sé bien, Cleotilde. Has estado en tal y tal parte, con tal y tal hombre. Te he visto en la casa de Pedro, acostada con él, riéndote de las cosquillas que él te sabe hacer con la lengua, y te he visto también con Florencio, el que alquila cilindros. Y con muchos más, Cleotilde, con muchos más que casi no sé ni quiénes son. Pero yo nunca te he reclamado. ¿Verdad que nunca te he reclamado nada? Cuando he pensado en hacerlo, me he dicho: "Al chayote no se le puede reclamar porque dé chayotes llenos de gusanos". Eso me he dicho y he cerrado la boca. Además, ¿que sacaría yo con regañarte? Te me irías para siempre. Eso es lo único que yo conseguiría poniéndome pesado contigo y me duele sentarme a pensar que te me fueras a ir, así, simplemente, para no verte regresar más. Entonces sí sé que me sentiría de veras pobre, faltándome tú.

Le seguí diciendo otras cosas. Hubo un rato en que hasta me pareció decirle que no me importaba que se refocilara con los demás, ni que se acordara de ellos mientras estuviera abrazada conmigo. Me pareció que le dije algo de eso. Así tenía yo de atarugado el entendimiento. Y es que yo la quería. Bien podía verse a leguas lo mucho que yo quería a Cleotilde. Con todo, esa vez le prometí apaciguarla si no se corregía. o al menos, traté de decírselo. No la amenacé, como ustedes ven; mi intención fue encaminarle la voluntad para que ella se corrigiera por sí misma. Pero no se corrigió. Ahora hasta el pedacito de noche que antes pasaba conmigo lo fue recortando de tal modo que casi lo hizo desaparecer. Ya no venía ni siquiera a mirar la salida del sol desde su cama. Y la cama se enfriaba con sólo yo allí, con sólo yo, que no era suficiente para calentarla sin ella.

Los primeros días yo me conformaba con oír sus pasos. Abría los ojos y me quedaba quieto y sin respirar, esperando oír aquel irse arrimando de sus pisadas. Me conformaba con eso. Ella llegaba y se acostaba en el campito de siempre quitándose lo que traía, sin ponerse encima más nada que sus brazos. Luego se dormía. A mis ojos se les iba el sueño de puro ver el sueño aquel de Cleotilde; de verlo caminar por sus rodillas; tranquilizándola desde los dedos de los pies hasta las coyunturas de las piernas; acercándose a su vientre y aplacándolo; verlo subir por en medio de sus senos y recorrérselos suavemente para dormirlos; en seguida, ocuparla toda entera, dejándole sólo el aire sin ruido de su respiración, aquel subir y bajar como de humo que la llenaba sacándole lo cansado. Yo la veía, alumbrándome con esa luz azulita del amanecer y me conformaba con eso. Hubiera querido, a veces, tomarle una de sus manos y quedarme con ella para siempre; pero era difícil. Ella quería que la dejara dormir. Ella quería que no la manoseara. Estaba harta de manoseo y de todo lo demás. "¡Ponte en juicio!", me decía. "¡Estoy hasta aquí!" Y se señalaba el cogote.

Ella acababa de llegar de con Pedro o de con otro fulano. Yo entonces, no la tocaba. Me la comía con los ojos, pero escondía mis manos para que no fueran a tentalear por su cuenta; las acomodaba debajo de la almohada, muy juntas, deteniéndose la una a la otra, por si alguna no aguantara el chincual de tentar aquel cuerpo azul que estaba a mi lado. Luego me ponía a esperar que Cleotilde tuviera ganas de abrazarse a algo.

En estos últimos tiempos no aparecieron por ahí esas ganas. Parecía tener pochiche y atiriciado el ánimo. Y es que Pedro o algún otro con quien había pasado la noche, la dejaban inservible. Eso era lo que sucedía.

Me causa mucho trabajo enojarme ahora por no haberme enojado entonces de lo que Cleotilde me hacía. Ella no calculaba lo desdichado que yo era al no hacerme caso. Y todavía de ahí, poner delante de mis ojos desvelados, entrecerrados, igual que si estuvieran mirando llenos de amor, pero sin mirar nada, y luego, arrimarme al desnudo calor de su cuerpo, como si tratara de encorajinar más mis malas intenciones.


-¡No te me arrimes! -me decía con su lengua hecha una bola de sueño.

Ella me provocó a hacer algo malo. Y lo hice. Hace ocho días que la maté. Tomé el tubo con que atrancábamos la puerta y se lo sorrajé en la cabeza a puros golpes. Así se murió. Después lloré. Me agaché para contemplarla de cerca y al verla en el estado en que estaba, lloré. Ella también ha de haber llorado, porque me acuerdo muy bien de que saqué mi pañuelo para limpiarle las lágrimas que salían a puños de sus ojos. Al ratito de eso, abrí la puerta y salí.

Ya no habrá quien nos odie.

Llegué hasta donde estaban los árboles y la senté junto al tronco. Había mucho musgo allí y estaría a gusto aunque fuera muy largo el tiempo. Luego le crucé las manos sobre sus piernas, le sequé con un trapito sus ojos que estaban mojados y la dejé dormir. Pensé que descansaría. Pensé que yo la había tratado mal y que ahora descansaría poniéndose a dormir en aquel lugar tan callado y encima de aquel musgo tan blandito.

No le hablé para nada. Ya llevaba buen rato de estar muerta y no me hubiera alcanzado a oír.

Comentario en "La Tribuna Ilustrada"

Por Pietro Silvio Rovetta

Sin descubrir, en público al menos, un solo centímetro de su epidermis, Ugpe Sumigla había conquistado París. Incluso al aparecer toda cubierta de pieles en su Danza Glacial debió que, en escasos ocho días, llegase a ser la diosa de las noches parisienses.

Si ella hubiese declarado que la Torre Eiffel era un horrible esqueleto de algún obelisco, todo París se hubiera precipitado a demoler el florón metálico de las orillas del Sena. Pero la estrella del Follies Bergere encontró una frase más catastrófica.

La noche del 16 de mayo de 1991, encontró, al llegar a su hotel, un estuche de oro macizo, ofrenda de un admirador mexicano que se había enriquecido durante la transformación industrial de su país. Ella hizo tirar en seguida aquel regalo por el balcón, manifestando a un grupo de amigos:
-El oro es el más vulgar de todos los metales. Es preciso ser un verdadero patán para utilizarlo o apetecerlo.
Tres días después, los joyeros de la Calle de la Paz ofrecían anillos de oro de dieciocho quilates por treinta centavos, sin conseguir vender uno solo.
Fue así como el oro dejó de estar de moda.
Se impusieron multas por arrojar oro a la vía pública o por arrojarlo a los vertederos de basura.
El 31 de diciembre de 1991 la humanidad entera ya se había dado cuenta de que el oro no valía nada porque no servía para nada.

En Ginebra se celebró la Gran Conferencia Internacional de la Banca y de las Finanzas, pues era urgente encontrar alguna otra materia que supliera al patrón oro, a fin de distinguir de nuevo a los ricos de los pobres, a las naciones opulentas de los países subdesarrollados. Con todo, no se llegó a ningún acuerdo.
Entonces la humanidad subvino por sí misma a esa dificultad de manera inteligente. La unidad monetaria internacional fue el cerebro: se designaron en cada país tres individuos geniales, reunidos en razón social y facultados para dotar moneda a su nombre, con valor proporcionado a su inteligencia o genio de los aludidos.
Para el mes de agosto de 1992, la moneda italiana ganó 70 puntos, porque un Instituto Filosófico de Roma había descubierto el bacilo de las pasiones eróticas y su manera de curarlas. Más tarde, el “cerebro” alemán subió de veinte marcos a ciento ochenta, por haber interpretado los manuscritos etruscos.
El caso adverso lo dio Portugal, cuando el rey contrajo matrimonio con una bailarina, causando una grave crisis comercial, la cual sólo se restableció al modificarse la constitución; en lo sucesivo, Portugal sería monárquico los años nones y republicano los años pares, y las revoluciones sólo serían autorizadas en el curso de los años bisiestos.

En diciembre de 1992, la hermosa danzarina Ugpe Sumigla, que continuaba haciendo furor en París, fue llevada ante el presidente de la república, por quien sería condecorada con la Legión de Honor, presentándose engalanada con ajorcas, collares, anillos y brazaletes de oro.

(Roma, 1943)
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Texto extraído de “Retales. Compilación de Juan Rulfo” por Alberto Vital, Sonia Peña y Víctor Jiménez (2008) en El Cuento. Revista de Imaginación, año 1, tomo I, número 3, julio de 1964, p. 17. Tomado por Rulfo de la Antología de humoristas italianos contemporáneos, selección de Andrés Guilmain, 1943.

¡Diles que no me maten!

De Juan Rulfo



-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN