No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Carmilla

De Joseph Sheridan Le Fanu
(Fragmento)

He dicho que había en ella muchas cosas que me fascinaban, pero también otras que me desagradaban.

Empezaré por describirla físicamente: era de estatura mediana, delgada, de forma muy armoniosas. Aparte de que sus movimientos eras lánguidos –verdaderamente muy lánguidos-, nada en su aspecto denotaba que estuviera enferma. Tenía una tez sonrosada y luminosa, y sus facciones eran pequeñas y correctas. Sus ojos eran negros y brillantes, sus cabellos realmente espléndidos: no he visto nunca una cabellera tan larga y sedosa como la suya cuando la soltaba sobre sus hombros. A menudo sumergía mi mano entre sus cabellos y reía tontamente ante lo insólito de su peso. Eran unos cabellos mórbidos y vivos, de color castaño oscuro con reflejos dorados. Me gustaba sentirlos en mi mano y luego soltarlos mientras mi amiga, sentada en un sillón, hablaba sin cesar. Me gustaba retorcerlos, entrelazarlos, jugar con ellos. ¡Cielo santo! ¡Si lo hubiese sabido todo!

He señalado que algunas de sus particularidades no me convencían.  He dicho que la confianza que me había otorgado desde el primer momento me había conquistado. No obstante, todo cuanto hacía referencia a ella misma, a su madre o a cualquier aspecto de su vida particular o familiar, despertaba en la joven una extraña reticencia. Desde luego, no era razonable por mi parte insistir en esos aspectos, y tal vez no me portaba bien. Mi obligación era la de respetar la solemne orden dada a mi padre por la señora vestida de negro. Pero la curiosidad es un sentimiento que carece de escrúpulos, y ninguna muchacha soporta de buen grado verse desilusionada oír lo que le interesa: ¿Qué podía haber de malo en el hecho de que mi amiga me contara lo que tan ardientemente deseaba saber? ¿Acaso no tenía confianza en mí sentido del honor? ¿Por qué no me creía cuando le aseguraba que jamás divulgaría una sola palabra de lo que me dijera?

Su persistente negativa, acompañada siempre de una sonrisa, me parecía un actitud totalmente en desacuerdo con su edad. No puedo decir que el hecho fuera motivo de discusiones entre nosotras, porque resultaba imposible enfadarse con la joven.  Tal vez lo inconveniente, e incluso descortés, fuera mi insistencia, pero me sentía realmente acuciada por la curiosidad.

Sus explicaciones no me aclaraban nada, o por lo menos eso creía yo. Pueden resumirse en tres vagas revelaciones:
La primera era su nombre: Carmilla.
La segunda, que los miembros de su familia eran nobles o intelectuales.
La tercera, que su casa estaba situada a occidente de la nuestra.

No me dijo su apellido, ni sus títulos nobiliarios,  ni el nombre de sus propiedades, ni siquiera la región donde vivía. Y no es que yo la atosigara continuamente con mis preguntas: me limitaba, simplemente, a intercalarlas siempre que la ocasión era propicia. Prefería las fórmulas indirectas. una o dos veces, en realidad, la ataqué frontalmente. Pero, cualquiera que fuese la táctica que empleaba, el resultado era siempre el mismo: un rotundo fracaso. Los reproches y las caricias no servían de nada, aunque debo confesar que sabía eludir las preguntas con una evidente destreza, y que parecía francamente disgustada por no poder satisfacer mi curiosidad. Siempre que se planteaba una de estas situaciones, me echaba los brazos al cuello, me estrechaba contra su pecho y apoyaba su mejilla en la mía, murmurándome al oído:

—Querida, sé que tu corazón se siente herido. No me juzgues cruel: me limito a obedecer una ley ineludible que constituye mi fuerza y mi debilidad. Si tu corazón está herido, el mío sangra con el tuyo. En medio de mí gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú morirás, morirás dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la crueldad, que es una forma del amor. No intentes saber nada más de mí ni de mi vida, pero ten confianza con todo tu amor.

Y después de haber hablado con una voz suave, queda, me estrechaba entre sus brazos, y sus labios, besándome tiernamente, me inflamaban las mejillas.

Aquella excitación y aquel lenguaje me resultaban incomprensibles. Intentaba eludir sus abrazos, no demasiado frecuentes, pero me faltaban energías. Sus palabras resonaban en mis oídos como una canción de cuna y domeñaban mi resistencia sumergiéndome en una especie de sopor, del cual sólo despertaba cuando me libraba de sus brazos. Aquellas incomprensibles expansiones no me gustaban. Experimentaba una extraña y tumultuosa sensación que, si bien en cierto sentido me resultaba agradable, me inundaba al mismo tiempo de temor y de repulsión. Siempre que tenía lugar una de esas escenas me sentía sumamente turbada, y, al tiempo que aumentaba el placer que me producía, aumentaba también mi repugnancia.

—Sé que lo que acabo de explicar podrá parecer paradójico, pero no puedo expresar de otra forma lo que sentía.

Han transcurrido diez años desde que tuvieron lugar aquellos hechos, y la mano me tiembla aún al escribir acerca de la situación en que inconscientemente me vi envuelta.

A veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me cogía súbitamente la mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes 'recorrían mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me decía:

-Serás mía... debes ser mía... Tú y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre.

Después se echaba hacia atrás, apoyándose en el respaldo del sillón, cubriéndose los ojos con las manos; y yo me sentía trastornada en lo más profundo de mi ser.

-¿Qué quieres decir con tus palabras? –intentaba saber-. ¿Te recuerdo acaso a alguna persona a la que amaste mucho? No me gusta que me hables así. Cuando lo haces no pareces la misma. Y tampoco yo me reconozco a mí misma cuando me miras y me hablas de este modo.

No hallaba una explicación satisfactoria a aquellas efusiones. Sin embargo, no parecían afectadas, ni falsas. Indudablemente, se trataba de una explosión espontánea de un instinto o sentimiento reprimido.

¿Acaso Carmilla sufría alucinaciones? ¿Estaría loca, a pesar de lo que afirmó su madre antes de marcharse? ¿O se trataba, simplemente, de una argucia romántica? -En más de una ocasión había leído la historia de un joven que se introducía en casa de su amada vestido de mujer y con la ayuda de una aventurera... ¿Sería éste el caso? La hipótesis lisonjeaba mi vanidad, pero no tenía la menor consistencia. Durante largos períodos de tiempo, yo no representaba absolutamente nada para Carmilla, la cual se limitaba a dirigirme alguna mirada ardiente, eso sí. Y aparte de aquellos fugaces momentos de excitación, sus modales eran absolutamente femeninos. Sus costumbres, por otra parte, eran bastante raras. Generalmente, se levantaba muy tarde, nunca antes del mediodía. Entonces tomaba únicamente una taza de chocolate, muy caliente. A continuación paseábamos juntas un rato, muy corto, ya que no tardaba en sentirse fatigada; regresábamos al castillo o nos sentábamos en un banco, debajo de los árboles. Lo más curioso era que su languidez física no iba nunca acompañada de1 postración mental. Su conversación era siempre chispeante y vivaz.

De cuando en cuando hacía alguna vaga alusión a su hogar, a su infancia o a algún recuerdo de su existencia, y a través de sus palabras se adivinaba que sus hábitos y costumbres eran muy dispares a los nuestros. De esas ocasionales alusiones llegué a colegir que su país natal estaba mucho más lejos de lo que había creído al principio.

Una tarde en que nos hallábamos sentadas bajo los árboles, desfiló ante nosotros un cortejo fúnebre. Se trataba del entierro de una muchacha muy bonita y a la cual yo conocía porque era hija del guarda forestal. El pobre hombre marchaba detrás del féretro que contenía los restos de su querida y única hija y parecía tener el corazón destrozado. Le seguían algunos aldeanos, cantando un himno funerario.

Cuando el cortejo pasó delante nuestro me puse en pie en señal de respeto, y uní mi voz a las suyas. Mi amiga me tiró rudamente del vestido y yo me volví, sorprendida. En tono irritado, me dijo:

-¿Es que no te das cuenta de lo desafinado de sus voces?

-Pues a mí me parece un canto muy dulce –respondí, molesta por aquella intempestiva intromisión, y porque temía que los acompañantes del entierro observaran nuestra discusión.

El canto continuó.

-¡Me destrozan los tímpanos! –exclamó Carmilla en tono rabioso, tapándose los oídos con las manos-. Detesto los entierros y los funerales. ¡Cuántas cosas inútiles! Porque tú has de morir, todos han de morir, y todos, después de la muerte, son mucho más felices. ¡Regresemos a casa!

-Mi padre ha ido también al cementerio. ¿Lo sabías? —No, no me importa. Ni siquiera sé quién es el muerto —replicó mientras sus ojos centelleaban.

—Se trata de aquella muchacha que hace unos quince días creyó haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido empeorando, y ayer por la mañana falleció.

-No me hables de fantasmas: esta noche no podría dormir.

—Espero que no haya una epidemia por estos alrededores. Existen algunos síntomas —continué—. La mujer del pastor murió hace una semana, y también dijo que había notado una extraña opresión en el cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas alucinaciones son frecuentes en los casos de fiebres epidémicas. La mujer se hallaba perfectamente el día anterior, pero después de aquella noche se debilitó inesperadamente y al cabo de una semana falleció.

—Bien, supongo que ya habrán terminado con los cantos fúnebres. Nuestros oídos ya no se verán torturados. de nuevo. Todas estas cosas me ponen nerviosa. Siéntate a mi lado, más cerca. Cógeme la mano. Apriétala fuerte, más fuerte...    
                                             
Nos habíamos retirado unos pasos y Carmilla se sentó en un banco. Su semblante se había transformado de tal modo, que me asusté. Se había puesto pálida. Sus dientes rechinaban y apretaba los labios, sacudida por un continuo escalofrío. Todas sus energías parecían empeñadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, profirió un ahogado grito y se tranquilizó paulatinamente, superada la crisis de histerismo.

-Esto sucede cuando se agobia a la gente con himnos funerarios —dijo—. No me sueltes, me siento ya mucho mejor.


Tal vez para desvanecer la profunda impresión que me había producido el verla sumida en aquella crisis, mientras regresábamos a casa se mostró muy animada y parlanchina. Aquello pasó como una nube de verano. Pero aún tuve ocasión de asistir a una nueva explosión de cólera de Carmilla.