No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El mexicano

 de Jack London

(Fragmento)

Nadie conocía su historia... y los de la Junta los que menos de todos. Era su «colaborador misterioso», su «gran patriota», y a su manera trabajaba para la inmediata Revolución Mexicana con tanto ahínco como ellos. Tardaron en reconocerlo, pues a ninguno de los de la Junta les gustaba. El día en que apareció por primera vez en sus reducidas y atareadas oficinas, todos sospecharon que era un espía: uno de los agentes del servicio de Díaz. Tenían a demasiados camaradas en prisiones civiles y militares dispersas por los Estados Unidos, y a alguno de ellos, incluso los llevaban encadenados al otro lado de la frontera, los ponían delante de una pared de adobe y los fusilaban.

A primera vista el chico no les impresionó favorablemente. Un chico, eso era. No tenía más de dieciocho años y no estaba especialmente desarrollado para su edad. Dijo que se llamaba Felipe Rivera y que su deseo era trabajar para la revolución. Y eso fue todo... ni una palabra más, ninguna explicación adicional. Se quedó esperando de pie. A sus labios no asomaba ninguna sonrisa; ninguna cordialidad en sus ojos. El corpulento y decidido Paulino Vera sintió un escalofrío en su interior. Delante tenía algo repulsivo, terrible, inescrutable. Había algo ponzoñoso y como de serpiente en los ojos negros del chico. Ardían como un fuego frío, como con una infinita y reconcentrada amargura. Pasaron igual que un relámpago de los rostros de los conspiradores a la máquina de escribir en la que se afanaba la diminuta señora Sethby. Sus ojos descansaron en los de ella, pero sólo un instante —la señora Sethby se había aventurado a levantar la vista—, y también ella notó ese algo innombrable que la hizo detenerse. Tuvo que volver a leer el papel que tenía delante con objeto de coger nuevamente el hilo de la carta que estaba escribiendo.

Paulino Vera miró interrogante a Arrellano y a Ramos, y éstos se miraron a su vez interrogantes entre sí. La indecisión de la duda asomó a sus ojos. Aquel chico delgado era lo Desconocido, investido de todo el peligro que representa lo Desconocido. Era un tipo muy extraño, con algo que estaba situado más allá del alcance de aquellos revolucionarios honestos y sencillos cuyo feroz odio hacia Díaz y su tiranía, después de todo, no era más que la de unos honrados y sencillos patriotas. Pero el chico poseía algo más, y ellos no sabían qué. Sin embargo, Vera, siempre el más impulsivo, rompió el fuego.

—Muy bien —dijo con frialdad—. Conque dices que quieres trabajar para la revolución. Bien.

Quítate la chaqueta. Puedes colgarla ahí. Ven, yo te enseñaré dónde están los cubos y las bayetas. El suelo está sucio. Te pondrás a fregarlo, y luego fregarás el suelo de las demás habitaciones. Las escupideras necesitan una buena limpieza. Luego están las ventanas.

—¿Y eso será por la revolución? —preguntó el chico.

—Será por la revolución —respondió Vera.

Rivera miró con fría desconfianza a todos los presentes, luego procedió a quitarse la chaqueta.

—Está bien —dijo.

Y nada más.

Día tras día acudía al trabajo: barrer, fregar, limpiar. Vaciaba de ceniza las estufas, traía el carbón y las astillas, y encendía el fuego antes de que el más activo de ellos llegara a su despacho.

—¿Puedo quedarme a dormir aquí? —preguntó en una ocasión.

¡Vaya! Conque era eso: ¡Díaz enseñando la oreja! Dormir en las dependencias de la Junta suponía el acceso a sus secretos, a las listas de nombres, a las direcciones de los camaradas que estaban en suelo mexicano. La petición fue denegada y Rivera no volvió a hablar del asunto.

Dormía, pero ellos no sabían dónde, y comía, pero tampoco sabían dónde ni cómo. En una ocasión Arrellano le ofreció un par de dólares. Rivera rechazó el dinero con un movimiento de cabeza. Cuando Vera se le acercó y trató de que lo cogiera dijo:

—Trabajo por la revolución.

Cuesta dinero hacer una revolución moderna, y la junta siempre se encontraba en apuros. Sus miembros pasaban hambre y estaban agotados, y por largo que fuera el día nunca era lo bastante largo y, sin embargo, había veces en que parecía como si la revolución se retrasara o fuera a fracasar por cuestión de unos pocos dólares. Una vez, la primera, cuando debían dos meses de alquiler de la casa y el casero amenazaba con echarlos, fue Felipe Rivera, el que fregaba con sus ropas pobres y baratas, destrozadas y andrajosas, quien puso sesenta dólares de oro encima de la mesa de May Sethby. Hubo más veces. Trescientas cartas escritas con las máquinas de escribir siempre en funcionamiento (peticiones de ayuda, de autorización de los grupos de trabajo organizados, exigencias de noticias exactas a los directores de los periódicos, protestas contra el despótico tratamiento dado a los revolucionarios por parte de los tribunales norteamericanos), estaban sin echar, esperando el franqueo. El reloj de Vera ya había desaparecido: el reloj de repetición tan pasado de moda que había pertenecido a su padre. Y lo mismo había sucedido con el anillo de oro macizo del dedo corazón de May Sethby. La situación era desesperada. Ramos y Arrellano se tiraban de sus largos bigotes con desesperación. Tenían que echar las cartas, y en Correos no vendían los sellos a crédito. Entonces Rivera se puso el sombrero y salió. Cuando volvió dejó mil sellos de dos centavos encima de la mesa de May Sethby.

—¿Se tratará del maldito dinero de Díaz? —dijo Vera a sus camaradas.

Se encogieron de hombros sin poder decidir. Y Felipe Rivera, el que fregaba por la revolución, siguió, siempre que se presentaba la ocasión, trayendo oro y plata para uso de la Junta.

Y con todo no terminaba de gustarles. No sabían cómo era. Sus costumbres no eran como las de ellos. No hacía confidencias. Rehusaba cualquier tipo de acercamiento. La juventud, de eso se trataba, y no tenían el valor de hacerle preguntas directamente.

—Un espíritu noble y solitario, tal vez, pero no sé, no sé —decía Arrellano con voz queda.

—No es humano —añadió Ramos.

—Tiene el alma seca, seca como una hoja —dijo May Sethby—. Ha perdido cualquier tipo de luz y de risa. Es como si estuviera muerto, y sin embargo está terriblemente vivo.

—Ha atravesado un auténtico infierno —intervino Vera—. Ningún hombre tiene ese aspecto si no ha atravesado un infierno... y sólo es un chico.

Sin embargo, no les gustaba. Jamás hablaba, jamás hacía preguntas, jamás presentaba sugerencia alguna. Podía quedarse allí de pie, escuchando, sin expresión, como una cosa muerta, exceptuados sus ojos que ardían fríamente, mientras sus conversaciones sobre la revolución subían de tono y se disparaban. Sus ojos pasaban de uno a otro de los que hablaban, penetrantes como taladros de hierro, incandescentes, desconcertantes y perturbadores.

No es un espía —confió Vera a May Sethby—. Es un patriota... hazme caso. El más patriota de todos nosotros. Lo sé, lo siento. Aquí dentro del corazón y de la cabeza lo siento. Pero no sé nada en absoluto de él.

—Tiene mal carácter —dijo May Sethby.

—Lo sé —confirmó Vera con un estremecimiento—. Me ha mirado con esos ojos que tiene... No aman, amenazan. Son tan fieros como los de un tigre salvaje. Estoy seguro de que si se demostrara que yo era traidor a la causa, me mataría. No tiene corazón. Es implacable. Es penetrante y frío como el hielo. Es como los rayos de luna que una noche de invierno alumbran a un hombre que se congela en la cima de una montaña solitaria. No les tengo miedo ni a Díaz ni a todos sus asesinos, pero este chico... a él sí le tengo miedo. Te lo digo de verdad. Estoy asustado. Es el aliento de la muerte.

Sin embargo, Vera fue el que convenció a los demás para que confiaran por primera vez en Rivera. La línea de comunicación entre Los Ángeles y la Baja California se había roto. Tres de los camaradas habían cavado sus propias tumbas y habían sido fusilados dentro de ellas. Dos más habían sido detenidos por los norteamericanos y encarcelados en Los Ángeles. Juan Alvarado, el jefe de los federales, era un monstruo. Abortaba todos sus planes. Ya no podían establecer contacto con los revolucionarios en activo, tampoco con los incipientes, de la Baja California.

Se le dieron instrucciones al joven Rivera y lo enviaron al sur. Cuando regresó se había vuelto a establecer la línea de comunicación, y Juan Alvarado estaba muerto. Lo habían encontrado en la cama con un cuchillo hundido en el pecho. Aquello no estaba dentro de las instrucciones de Rivera, pero los de la Junta ya sabían cómo era. No le hicieron preguntas. Tampoco él dijo nada.

Y todos se miraban entre sí y hacían conjeturas.

—Ya os lo había dicho —intervino Vera—. Díaz debe tener más miedo a ese chico que a cualquier otro hombre. Es implacable. Es el brazo de Dios.

Su mal carácter, dijo May Sethby, y todos asintieron, pues lo ponían de evidencia su aspecto físico. A veces tenía un labio partido, una mejilla amoratada o una oreja hinchada. Era evidente que se metía en líos en algún sitio de ese mundo exterior donde comía y dormía, conseguía dinero y vivía de un modo que ellos desconocían. Según pasaba el tiempo cada vez se dedicaba más y más a imprimir la pequeña hoja revolucionaria que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que no lo podía hacer, pues los nudillos de su mano estaban magullados y en carne viva, y sus pulgares heridos y destrozados. O uno o el otro brazo le caía colgando mientras su cara reflejaba un dolor inexpresado.

—Es un matón —dijo Arrellano.

—Frecuenta lugares de mala nota —añadió Ramos.

—Pero, ¿de dónde saca el dinero? —preguntó Vera—. Hoy mismo, hace un momento, me he enterado de que pagó la factura del papel... ciento cuarenta dólares.

—Y ahí están sus ausencias —dijo May Sethby—. Nunca da explicaciones.

—Deberíamos hacer que lo espiaran —propuso Ramos.

—No me gustaría ser el que lo espiara —dijo Vera—. Temo que no me volveríais a ver, a no ser para enterrarme. Tiene una terrible pasión. Ni siquiera Dios podría interponerse entre él y su pasión.

—Delante de él me siento como un niño —confesó Ramos.

—Para mí es la fuerza... es el lobo salvaje y primitivo, la serpiente de cascabel lista para morder, el escorpión que va a picar —dijo Arrellano.

—Es la propia revolución encarnada —añadió Vera—. Es su llama y su espíritu, el incesante grito que pide venganza en silencio y mata sin ruido. Es el ángel vengador que se mueve entre los quietos guardianes de la noche.

—Podría llorar por él —dijo May Sethby—. No conoce a nadie. Odia a todo el mundo. A nosotros nos tolera porque somos la forma de su deseo. Está solo... muy solo —y su voz se quebró en un sollozo ahogado y había tristeza en sus ojos.

Las costumbres y actividades de Rivera resultaban realmente misteriosas. Había temporadas en las que no lo veían durante más de una semana. En cierta ocasión desapareció durante todo un mes. Estas ausencias siempre eran seguidas de regresos triunfales en los que, sin avisar, dejaba monedas de oro sobre la mesa de May Sethby. Y de nuevo, y durante días y semanas, se pasaba todo el tiempo con los de la Junta. Y sin embargo, otra vez, y durante períodos irregulares, desaparecía desde primeras horas de la mañana a las últimas de la tarde. Otras veces llegaba muy pronto y se quedaba hasta muy tarde. Arrellano se lo había encontrado a medianoche imprimiendo la hoja con los nudillos recién heridos, o a lo mejor era su labio, partido hacía poco, el que aún sangraba.


Nuestra Señora de París

 de Víctor Hugo

Libro Primero

V.
QUASIMODO.

(Fragmento)


Todo estuvo pronto en un santiamen para ejecutar la idea de Coppenole; estudiantes, rufianes y miembros de la Basoche, todos pusieron manos á la obra. Fue elegida para teatro de los gestos la pequeña capilla situada en frente de la mesa de mármol: roto un vidrio del lindo roseton que estaba encima de la puerta, dejó expedito un circulo de piedra, por el cual se decidió que pasarian la cabeza los concurrentes. Bastaba para llegar á él, subirse sobre dos toneles sacados do no sé donde, y colocados unos sobre otro como Dios queria. Convínose en que cada candidato, hombre ó mujer, (porque se podia elegir una papesa) para dejar vírgen y entera la impresion de su gesto, se taparia la cara y se esconderia en la capilla hasta el momento de hacer su aparicion. En ménos de un momento llenóse la capilla de concurrentes, detras de los cuales se cerró la puerta.

Coppenole desde su sitio, lo mandaba, lo disponia, lo arreglaba todo. Durante la barahunda, el Cardenal no ménos escandalizado que Gringoire, so pretesto de quehaceres y de vísperas, se esquivó con toda su comitiva, sin que aquella muchedumbre, en quien tanta impresion habia hecho su llegada se curáse en lo mas mínimo de su partida. Guillermo Rym fue el único que advirtió la derrota de su eminencia. La atencion popular, como el sol, proseguia su revolucion periódica despues de haber salido de un extremo de la sala, de haberse detenido un buen rato en la mitad, hallábase á la sazon en el otro extremo. La mesa de mármol, la tarima de brocado, habian tenido su época; ya era llegada la de la capilla do Luis XI. Abierto quedó desde entónces el campo á todo género de demasias; ya no quedaban mas que flamencos y canalla.

Empezaron las muecas. La primera figura que apareció en la ventana con los párpados vueltos hácia arriba, con una boca hendida en forma de herradura, y una frente rugosa como nuestras botas á lo húsar del tiempo del imperio, hizo estallar una risa tan inextinguible , que Homero hubiera comparado á una asamblea de dioses aquella asamblea de rufianes. La sala grande sin embargo no era en manera alguna el Olimpo, y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabia mejor que nadie. Segunda, tercera mueca sucedieron á la primera, y luego otra, y luego otra, y siempre aumentaban las carcajadas y los palmoteos y la jarana. Habia en aquel espectáculo no sé que vértigo particular, no sé que fuerza de delirio y fascinacion de que difícil nos seria dar una idea al lector, de nuestros dias y de nuestra sociedad. Imagínese una série de rostros presentando sucesivamente rodas las formas geométricas, desde el triángulo hasta el trapecio, desde el cono hasta el poliedro; todas las expresiones humanas, desde la cólera hasta la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recien nacido hasta las de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas desde Fauno basta Belcebú; todos los perfiles de animales, desde las fauces hasta el pico, desde el hocico hasta el morro. Imagínese todos los mascarones del Puente Nuevo, aquellas pesadillas petrificadas bajo la mano de German Pilon vivas y animadas, y viniendo á mirarle por turno cara á cara con ardientes ojos; todas las máscaras del carnaval de Venecia sucediéndose en una linterna mágica; én una palabra, un kaleidoscopo humano.

La orgia era cada vez mas flamenca; apénas hubiera podido Teniers dar una idea perfecta de ella. Imagínese el lector la batalla de Salvator Rosa en Bacanal. Ya no hahia alli ni estudiantes, ni embajadores , ni hidalguillos, ni hombres, ni mujeres, ni Clopin Trouillefou, ni Gil Elcornudo, ni Maria Quatrelivres, ni Robin Poussepain: todo desaparecia en medio de la licencia universal. La sala grande no era mas que un horno inmenso de desfachatez y jovialidad, en que cada boca era un grito, cada ojo un relámpago, cada cara un jesto, cada individuo una postura: el total gritaba y aullaba. Las caras chavacanas

que iban por su turno á rechinar los dientes en la ventana eran como otros tantos tizones arrojados en una hoguera; y de toda aquella muchedumbre efervescente se exhalaba, como el vapor de un horno, un rumor ágrio, agudo, acerado, silbador como las alas de un moscardon.

— ¡Ola, hé! ¡maldicion!

— ¡Mirad esta cara!

— ¡Esa no vale nada!

— ¡Otra! ¡Otra!

— Guillemette Maugerepuis, mira ese morro de toro que no le faltan mas que los cuernos. Pues no es tu marido.

— ¡Otro!

— ¡Vientre del papa! ¿qué diablos de gesto es ese?

— ¡Ola, hé! eso no vale. No se ensena mas que la cara.

— ¡Capaz es de eso esa arrastrada Perette Callebotte!

— ¡Noel! ¡Noel!

— ¡Que me sofocan!

— ¡Ay ese que no puede hacer pasar las orejas! etc., etc., etc.

Preciso será hacer justicia á nuestro amigo Juan. En medio de aquella especie de sábado, distinguíasele aun en lo alto de su pilar como un grumete en la gavia. Revolvíase con increible furia; su boca estaba abierta hasta las orejas, y de ella salia un grito que no se oia, y no porque le cubriera el clamor general, por mas intenso que este fuera, sino porque sin duda llegaba al limite de los sonidos agudos perceptibles, las doce mil vibraciones de Sauveur á las ocho mil de Biot.

Por lo que hace á Gringoire, pasado el primer instante de abatimiento, armóse de valor y desafió á la adversidad.—Proseguir dijo por tercera vez á sus histriones máquinas parlantes; y luego, paseándose á grandes pasos por delante de la mesa de mármol, veníanle vivos deseos de asomarse tambien á la ventanilla , aun cuando no fuera mas que por tener el gusto de hacer un mohin á aquel pueblo ingrato.—Pero no; eso no seria digno de nos; ¡nada de venganza! ¡luchemos hqsta el fin! se decia; grande es sobre los hombres el poder de la poesia; ellos se me vendrán á la mano. Veremos quien se lleva la palma, las muecas ó las bellas letras.

¡Pero ay! é1 era el único espectador de su drama. Peor iba ahora el negocio que ántes; ya no veia mas que espaldas.

Miento; el gordo sufrido á quien ya habia consultado en un momento de crisis, continuaba vuelto de cara hácia el teatro: en cuanto á Gisquette y á Lienarda, largo rato hacia ya que habian desertado.

Muy al alma le llegó á Gringoire la fidelidad de su único espectador; acercóse á él y le dirigió la palabra sacudiéndole lijeramente el brazo, porque el buen hombre se habia apoyado á la baranda y echaba un sueñecillo.

— Caballero,—dijo Gringoire,—os doy las gracias.

— ¿De qué?—preguntó el gordo bostezando.

— Bien veo lo que os aburre,—repuso el poeta;— es toda esa bulla que no os deja oir bien. Pero no tengais cuidado; vuestro nombre pasará á la posteridad. ¿Como os llamais?

— René Chateau, guarda sellos del Chatelet de Paris, para servir á Dios.

— Caballero;—dijo el poeta,—sois en esta sala el único representante de las musas.

— Favor que vuesa merced me hace,—respondió el guardasellos del Chatelet.

— Sois el único,—prosiguió Gringoire,—que ha escuchado el drama como se debe. ¿Y que os ha parecido?

—¡He! ¡hé!—respondió el gordo magistrado, restregándose los ojos, bastante chusco en efecto.

Fuele preciso á Gringoire contentarse con este elogio , porque una furiosa tempestad de aplausos mezclada á una prodigiosa aclamacion, vino de repente á cortar su diálogo. Ya estaba elegido el papa de los locos.

—¡Noel! ¡Noel! ¡Noel!—gritaba el pueblo entusiasmado.

Maravillosa era en efecto la mueca que centelleaba á la sazon en la vidriera del roseton. Despues de todas las figuras pentágonas, exágonas y heteróclitas que se habian sucedido en el agujero sin relizar el grotesco ideal que se habian formado aquellas imaginaciones exaltadas por la orgia, nada menos era menester, para arrebatar los sufragios, que el sublime gesto que acababa de entusiasmar á la asamblea.— El mismo Coppenole aplaudió, y Clopin Trouillefou que habia concurrido (y sabe Dios á que punto de fealdad podia alcanzar su rostro), se declaró vencido.—Lo mismo haremos nosotros: no nos empeñaremos en dar al lector una idea de aquella nariz tetraedra, en aquella boca en forma de herradura, de aquel ojillo izquierdo obstruido por una ceja roja á manera de matorral, mientras que el ojo derecho desaparecia enteramente debajo de una enorme berruga, de aquellos dientes esparramados sin órden como las almenas de una fortaleza; de aquel labio calloso sobre el cual se adelantaba un diente como el colmillo de un elefante: de aquella barba retorcida y sobre todo de la fisonomía derramada sobre toda aquella mezcla de malicia, de asombro y de tristeza. Imagínese el lector, si puede, este conjunto.

Unánime fue la aclamacion; todos se precipitaron á la capilla de la cual sacaron en triunfo al bienaventurado papa de los locos. Pero entónces fue cuando la sorpresa y la admiracion llegaron á su punto: la mueca era su cara.

O por mejor decir, toda su persona era una mueca. Una enorme cabeza herizada de cerdas rojas, una joroba inmensa entre los hombros cuya superabundancia se echaba de ménos en la delantera del cuerpo; un sistema de muslos y de piernas tan singularmente disparatado, que no podian tocarse mas que por las rodillas, y que vistas de frente, parecian dos hoces reunidas por el puño; anchos pies y monstruosas manos; y en medio de aquella disformidad, cierto aire temible de fuerza, valor y agilidad, rara excepcion de la regla eterna que quiere que la fuerza, como la hermosura, resulte de la armonia: tal era el papa que acababan de elegir los locos.

Pudiera decirse que era un gigante hecho pedazos y torpemente soldado.

Cuando se presentó en el dintel de la capilla aquella especie de cíclope, inmóvil, rehecho y casi tan ancho como alto, cuadrado por la base, como dice un grande hombre: al ver su ropilla roja y violeta, recamada de campanillas de plata y sobre todo la perfeccion de su lealtad al punto le reconoció el populacho y exclamó en coro:

— ¡Es Quasimodo el campanero! ¡Quasimodo el jorobado de la catedral! ¡Quasimodo el tuerto! ¡Quasimodo el patizambo! ¡Noel, Noel!

Bien se ve que el pobre diablo tenia bastantes apodos en que escoger.

— ¡Cuidado con las embarazadas!—gritaban los estudiantes.

Las mujeres en efecto se tapaban la cara.

— ¡Jesus, que mico!—decia una.

— Tan pícaro como feo,–añadia otra.

— Es el diablo.

— Yo tengo la desgracia de vivir cerca de Nuestra Señora, y todas las noches le oigo rondar por las canales.

—Con los gatos.

—Siempre anda por mi tejado.

—Y echa conjuros por el cañon de la chimenea.

—La otra noche vino á hacerme una mueca á mi ventana: yo pensé que era un hombre—¡Tuve un miedo!

—Estoy segura de que va el sábado; en una ocasion se dejó la escoba en la canal de mi tejado.

—¡Oh! ¡maldito jorobado!!...

—¡Alma de Belcebú!

—¡Buab!...

Los hombres por el contrario estaban en sus glorias y aplaudian.

Quasimodo, objeto del tumulto, permanecia en la puerta de la capilla, en pié, grave y sombrio, dejándose admirar.

Quasimodo no respondió palabra.

—¡Cruz de Dios!—dijo el calcetaro,—¿eres sordo?

Era sordo en efecto.

Pero ya empezaba á impacientarse de los arrumacos de Coppenole, y se volvió de repente hácia él con una expresion tan formidable que el gigante flamenco retrodeció como un perro de presa delante de un gato.

Un estudiante (Robin Poussepain, si no me engaño) se le acercó demasiado para reirse de él: Quasimodo se contentó con agarrarle por la cintura y arrojarle á diez pasos por cima la muchedumbre, sin chistar palabra.

Atóito mese Coppenole, se acercó al mónstruo:

—¡Cruz de Dios! que tienes la mas hermosa fealdad que en mi vida me eché á la cara: merecerias ser papa en Gante como en Paris.

Y esto diciendo, poniale familiarmente la mano sobre el hombro. Quasimodo permaneció inmóvil, y Coppenole prosiguió:

Eres un compadre con quien tongo ganas de armar francachela, aun cuando debiera costarme un doce no nuevo de doce torneses. ¿Qué le parece?

Hizose entónces alrededor de aquel extraño personaje un circulo de terror y de respeto, que tenía de radio quince pasos geométricos por lo ménos. Una vieja explicó á maese Coppenole que Quasimodo era sordo.

—¡Sordo!—dijo el calcetero con su risa flamenca.—¡Cruz de Dios! es un papa perfecto.

— Yo le conozco,—exclamó Juan que habia bajado por fin de su capitel para ver mas de cerca á Quasimodo,—es el campanero de mi hermano el arcediano. —Adios Quasimodo.

— ¡Diablo de hombre!—dijo Robin Poussepain, contuso aun de su porrazo.—Su presencia es de jorobado; si anda, es patiestebado; si mira, es tuerto; si se le habla, es sordo. —¿Para qué le sirve la lengua á ese Polifemo?

— Habla cuando quiere,—dijo la vieja,—pero se ha quedado sordo de tocar las campanas. No es mudo, no.

— Eso le falta,—advirtió Juan.

— Le sobra un ojo,—añadió Robbin Poussepain.

— No señor, observó juiciosamente Juan:—un tuerto es mucho mas incompleto que un ciego, porque sabe lo que le falta..

Todos los mendigos entre tanto, todos los lacayos, todos los rateros, reunidos á los estudiantes fuéron en procesion á buscar en el armario de la Basoche la tiara de carton y la irrisoria sotana del papa de los locos, de que se dejó cubrir Quasimodo sin hacer el menor movimiento y con una especie de docilidad orgullosa. Colocáronle luego sobre unas angarillas pintorreadas, que se echaron á cuestas doce oficiales de la cofradia de los locos, y una especie de alegria amarga y desdeñosa brilló por un momento en el apático semblante del cíclope, cuando vió bajo sus disformes pies todas aquellas cabezas de hombres gallardos, derechos y bien formados. Púsose luego en marcha la turba chillona y desarrapada para hacer, segun costumbre, la ronda interior de las galerias del palacio ántes del paseo por las calles y las plazas.

Veinte mil leguas de viaje submarino

 de Julio Verne

Primera Parte

Capítulo XXIV: El reino de coral

(Fragmento)

Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmente despejada, y vi con sorpresa que me hallaba en mi camarote. Mis compañeros debían haber sido también reintegrados al suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para desvelar el misterio, sólo podía confiar en el azar de lo porvenir.

La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me hallaría preso o libre nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí los pasillos y subí la escalera central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde ya estaban, esperándome, Ned y Conseil. A mis preguntas respondieron diciendo que no sabían nada. Les había sorprendido hallarse en su camarote, al despertarse de un pesado sueño que no había dejado en ellos recuerdo alguno.

El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie de las olas a una marcha moderada. Nada parecía haber cambiado a bordo.

Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había nada a la vista. El canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.

Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al Nautilus a un sensible balanceo.

Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergió a una profundidad media de quince metros, al objeto, al parecer, de poder emerger rápidamente a la superficie, operación que, contra toda costumbre, se practicó en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de enero. En todas ellas, el segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habitual.

El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único miembro de la tripulación a quien vi fue al steward, que me sirvió la comida con su exactitud y mutismo de costumbre.

Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en clasificar mis notas, cuando apareció el capitán. A mi saludo respondió con una inclinación casi imperceptible, sin dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo, esperando que me diera quizá alguna explicación sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no habían sido refrescados por el sueño. Toda su fisonomía expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y venía, se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus instrumentos sin tomar notas como solía, y parecía no poder estar quieto ni un instante.

Al fin se acercó a mí y me dijo:

-¿Es usted médico, señor Aronnax?

Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin responder.

-¿Es usted médico? -repitió-. Sé que algunos de sus colegas han hecho estudios de medicina, como Gratiolet, Moquin Tandon y otros.

-En efecto -dije-. Soy médico y he practicado durante varios años como interno de hospitales, antes de entrar en el Museo.

-Bien, muy bien.

Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.

Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me hiciera nuevas preguntas, reservándome para responderle según las circunstancias.

-Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis hombres?

-¿Tiene usted un enfermo?

-Sí.

-Estoy a su disposición.

-Sígame.

Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este misterio me preocupaba casi tanto como el enfermo.

El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico. Era un verdadero prototipo del anglosajón.

Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un enfermo, sino un herido. Su cabeza, envuelta en vendajes sanguinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.

La herida era horrible. El cráneo, machacado por un instrumento contundente, dejaba el cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del vino. Había a la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.

El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a enfriarse las extremidades del cuerpo. Comprendí que la muerte se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedirlo. Tras haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.

-¿Cómo se ha producido esta herida?

-¿Qué puede importar eso? -respondió evasivamente el capitán-. Un choque del Nautílus ha roto una de las palancas de la maquinaria y ha herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo está?

Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:

-Puede usted hablar libremente. Este hombre no comprende el francés.

Miré nuevamente al herido y respondí:

-Va a morir de aquí a dos horas.

-¿No hay nada que hacer?

-Nada.

Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.

Durante algunos momentos seguí observando al agonizante, cuya palidez iba aumentando bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, surcado de prematuras arrugas labradas tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.

Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pudieran dejar escapar sus labios.

-Puede usted retirarse, señor Aronnax -me dijo el capitán Nemo.

Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al mío, muy emocionado por aquella escena. Durante todo el día me sentí agitado por siniestros presentimientos. Dormí mal aquella noche, y en los momentos de duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como una fúnebre salmodia. ¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no podía comprender?

Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente hallé allí al capitán Nemo. Nada más verme me dijo:

-Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión submarina?

-¿Con mis compañeros?

-Si quieren.

-Estamos a sus órdenes, capitán.

-Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.

Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes participé la proposición del capitán Nemo. Conseil se apresuró a aceptar y, esta vez, el canadiense se mostró muy dispuesto a seguirnos.

Eran las ocho de la mañana. Media hora después estábamos ya vestidos para ese nuevo paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiración. Se abrió la doble puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al que seguían doce hombres de la tripulación, pusimos el pie a una profundidad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el Nautilus.

Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidentado, a una profundidad de unas quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había visitado durante mi primera excursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni bosques pelágicos. Reconocí inmediatamente la maravillosa región a que nos conducía aquel día el capitán Nemo. Era el reino del coral.

Entre los zoófltos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorgónidos, que incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y animal. Utilizada como remedio por los antiguos y como joya ornamental por los modernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel, data tan sólo de 1694.

El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de socialismo natural.

Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al arborizarse, según la muy atinada observación de los naturalistas, y nada podía tener mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.

Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, caminamos a lo largo de un banco de coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a diferencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fijadas a las rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.

La luz producía maravillosos efectos entre aquellos ramajes tan vivamente coloreados. Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y cilíndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pasar como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replegaban en sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba en un bloque pétreo.

El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito. Aquel coral era tan valioso como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.

El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el kilogramo, y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos conjuntos inextricables y compactos que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admirables especímenes de coral rosa.

Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fantástica. El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo largo de una suave pendiente que nos condujo a una profundidad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas verdes y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a las que los naturalistas han alojado definitivamente, tras largas discusiones, en el reino vegetal. Un pensador ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo punto de partida».

Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el aislado «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el dominio del bosque inmenso, de las grandes vegetaciones minerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices de color y sus destellos fosforescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes perdidos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las meandrinas, las astreas, las fungias, las cariófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de gemas resplandecientes.

¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comunicar nuestras sensaciones! ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para comunicarnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos peces que pueblan el líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albedrío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había detenido, con sus hombres formando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una especie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.

Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas groseramente amontonadas, se erguía una cruz de coral cuyos largos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petrificada.

A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.

Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un cementerio, el agujero, una tumba, y el objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo y los suyos habían venido a enterrar a su compañero en esa última residencia común, en el fondo inaccesible del océano! ¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel momento! ¡Jamás me había sentido embargado por una emoción tan impresionante como aquélla! ¡No quería ver lo que estaban viendo mis ojos!

Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresaltados, huían los peces de aquí y de allá. Se oía resonar el hierro del pico sobre el suelo calcáreo y de vez en cuando sobre algún sílex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y pronto se convirtió en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.

Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco, descendió a su húmeda tumba. El capitán Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y todos los demás, se arrodillaron en la actitud de la plegaria... Mis dos compañeros y yo nos inclinamos religiosamente. Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.

El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acercándose a la tumba, extendieron sus manos en un gesto de suprema despedida.

La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de regreso al Nautilus, bajo los arcos del bosque, a través de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso continuo.

Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nuestros últimos pasos. A la una, ya estábamos a bordo.

Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plataforma donde, Presa de una terrible confusión de ideas. Fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me levanté y le dije:

-Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió anoche.

-Sí, señor Aronnax.

-Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese cementerio de coral.

-Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros cavamos las tumbas y los pólipos se encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.

Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capitán trató vanamente de contener un sollozo. Luego, dijo:

-Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del mar.

-Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del alcance de los tiburones.

-Sí, señor -respondió gravemente el capitán Nemo-, fuera del alcance de los tiburones y de los hombres.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE


Cumbres borrascosas

 de Emily Bronte

(Fragmento)

CAPÍTULO I

He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

‑¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

‑Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.

‑Puesto que la casa es mía ‑respondió apartándose de mí‑ no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

‑¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.

José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.

A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones.

Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o me marchara.

Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.

En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.

Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.

Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.

Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.

Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.

Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.

Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.

-Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.

Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:

-¡José!

José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.

Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.

-¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.

-De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.

-Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?

-No, gracias.

-¿Le han mordido?

-En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.

-Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino. En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!

Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi casa.


El jilguero

 de Donna Tartt

(Fragmento)

Primera parte

 

Lo absurdo no libera; ata.

ALBERT CAMUS


1

 

Niño con calavera

Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre por  primera  vez en mucho tiempo. Llevaba más de una semana  encerrado en el hotel, temeroso de telefonear a alguien o de salir de la habitación, y  el corazón se me desbocaba   al oír hasta el ruido más inocente: el timbre del ascensor, el traqueteo del carrito del minibar, incluso las campanas de las iglesias dando las horas, de Westertoren, Krijtberg, una nota sombría en el tañido, una sensación de fatalidad propia de un cuento de hadas. De día, sentado a los pies de la cama, me  esforzaba  por  descifrar las noticias de la televisión holandesa (algo inútil, y a que no sabía una palabra de neerlandés), y cuando desistía, me quedaba  junto  a  la  ventana mirando el canal envuelto en mi abrigo de pelo de camello, pues me había marchado de Nueva York de manera precipitada y  la ropa que me había traído   no abrigaba lo suficiente, ni siquiera dentro de la habitación.

Fuera todo era bullicio y alegría. Estábamos en Navidad y  sobre  los puentes del canal titilaban las luces por la noche; damen en heren de mejillas coloradas, con bufandas que ondeaban al viento gélido, pasaban estrepitosamente por los adoquines con árboles de Navidad atados a la parte trasera de  sus bicicletas. Por las tardes una banda de músicos aficionados tocaba villancicos que flotaban, estridentes y frágiles, en el aire invernal.

Un caos de bandejas del servicio de habitaciones; demasiados cigarrillos; vodka tibio del duty-free. Durante esos agitados días de encierro llegué a conocer hasta el último rincón de la habitación como un preso conoce su celda. Era la primera vez que estaba en Amsterdam; apenas había visitado la ciudad, y, sin embargo, la habitación en sí, con su belleza sobria, llena de corrientes y blanqueada por el sol, era como una vívida recreación del norte de Europa, una maqueta a pequeña escala de los Países Bajos: la  rectitud  protestante  del encalado combinada con un lujo extremo traído en buques mercantes de Oriente. Pasé una irrazonable cantidad de tiempo examinando un par de minúsculos óleos con marco dorado que colgaban sobre el escritorio, uno de varios campesinos patinando sobre un estanque helado junto a una iglesia, y el otro, un velero zarandeado en un picado mar invernal; eran copias decorativas  que  no  tenían nada  de  particular, aunque  las inspeccioné  como si guardaran una  clave cifrada

que   me  permitiera  penetrar  en  el  secreto  corazón  de   los  grandes maestros

flamencos. Fuera el aguanieve repiqueteaba contra los cristales de las ventanas y lloviznaba sobre el canal; y a pesar de que los brocados eran exquisitos y la alfombra   mullida,   la   luz   invernal   evocaba   el adverso  ambiente  de 1943:


austeridad y privaciones, té aguado sin azúcar y a la cama con hambre.

Todas las mañanas muy temprano, cuando todavía estaba oscuro fuera, antes de que  entrara de  servicio el personal diurno y  el vestíbulo empezara a  llenarse, y o bajaba a buscar los periódicos. Los empleados del hotel pululaban con voces apagadas y pasos sigilosos, mirándome fugazmente con frialdad, como si no me vieran del todo, el estadounidense de la 27 que nunca aparecía durante el día; y o intentaba tranquilizarme diciéndome que el gerente de noche (traje oscuro, pelo cortado al rape, gafas de montura de pasta) tal vez haría lo posible para rehuir los conflictos o evitar los escándalos.

El Herald Tribune no informaba de mi aprieto, pero todos los periódicos holandeses publicaban la noticia en densos bloques de letra extranjera  que flotaban de forma torturante más allá de mi comprensión. Onopgeloste moord. Onbekende. Subí y me acosté de nuevo (vestido, porque hacía mucho frío en la habitación), y abrí los periódicos sobre la colcha: fotografías de coches patrulla, cintas acordonando el lugar del crimen, hasta los titulares eran indescifrables, y aunque no parecían mencionar mi nombre, no había forma de saber si ofrecían una descripción de u ocultaban la información a los lectores.

La habitación. El radiador. Een Amerikaan met een strafblad. El agua verde oliva del canal.

Como estaba aterido de frío y enfermo, y la may or parte del tiempo no sabía

qué hacer (además de la ropa de abrigo, había olvidado traer  un  libro),  me pasaba casi todo el día en la cama. Daba la impresión de que anochecía a media tarde. A menudo, con el crujir de los periódicos desplegados, me sumía en un duermevela; la may oría de mis sueños estaban teñidos de la misma ansiedad indefinida que impregnaba las horas que pasaba despierto: juicios, maletas reventadas sobre el  asfalto con mi ropa desparramada por doquier e interminables pasillos de aeropuerto por los que corría para coger aviones  sabiendo que nunca llegaría a tiempo.

A causa de la fiebre tuve muchos sueños raros y sumamente  vívidos,  así como oleadas de sudor en las que me revolvía inquieto en la cama sin apenas distinguir el día de la noche; pero en la última y peor de esas noches soñé con mi madre: un breve y misterioso sueño que viví más bien como una aparición. Yo estaba en la tienda de Hobie —mejor dicho, en algún espacio  encantado  del sueño que era como una versión bosquejada de la tienda— cuando ella surgía de pronto a mis espaldas y la veía reflejada detrás de en un espejo. Al verla me quedaba paralizado de felicidad; era ella hasta  en el más mínimo detalle, incluso el dibujo que formaban sus pecas, y me sonreía, más hermosa y sin embargo no más avejentada, con el pelo negro y la graciosa curva ascendente de su boca; no era tanto un sueño como una presencia que llenaba toda la habitación, una fuerza completamente propia, una otredad viviente. Aunque ese fue mi primer impulso, supe que no podía volverme, que mirarla significaba violar las ley es de su mundo


y del mío; había acudido a  del único modo a  su alcance, y  nuestras miradas se encontraron en el espejo durante un largo minuto silencioso; pero justo cuando daba la impresión de estar a punto de hablar —con lo que parecía una mezcla de regocijo, afecto y exasperación—, entre nosotros se elevó una neblina y me desperté.