de Jack London
(Fragmento)
Nadie conocía su historia... y
los de la Junta los que menos de todos. Era su «colaborador misterioso», su
«gran patriota», y a su manera trabajaba para la inmediata Revolución Mexicana con
tanto ahínco como ellos. Tardaron en reconocerlo, pues a ninguno de los de la
Junta les gustaba. El día en que apareció por primera vez en sus reducidas y
atareadas oficinas, todos sospecharon que era un espía: uno de los agentes del
servicio de Díaz. Tenían a demasiados camaradas en prisiones civiles y
militares dispersas por los Estados Unidos, y a alguno de ellos, incluso los
llevaban encadenados al otro lado de la frontera, los ponían delante de una
pared de adobe y los fusilaban.
A primera vista el chico no les
impresionó favorablemente. Un chico, eso era. No tenía más de dieciocho años y
no estaba especialmente desarrollado para su edad. Dijo que se llamaba Felipe Rivera
y que su deseo era trabajar para la revolución. Y eso fue todo... ni una
palabra más, ninguna explicación adicional. Se quedó esperando de pie. A sus
labios no asomaba ninguna sonrisa; ninguna cordialidad en sus ojos. El
corpulento y decidido Paulino Vera sintió un escalofrío en su interior. Delante
tenía algo repulsivo, terrible, inescrutable. Había algo ponzoñoso y como de
serpiente en los ojos negros del chico. Ardían como un fuego frío, como con una
infinita y reconcentrada amargura. Pasaron igual que un relámpago de los
rostros de los conspiradores a la máquina de escribir en la que se afanaba la diminuta
señora Sethby. Sus ojos descansaron en los de ella, pero sólo un instante —la
señora Sethby se había aventurado a levantar la vista—, y también ella notó ese
algo innombrable que la hizo detenerse. Tuvo que volver a leer el papel que
tenía delante con objeto de coger nuevamente el hilo de la carta que estaba
escribiendo.
Paulino Vera miró interrogante a
Arrellano y a Ramos, y éstos se miraron a su vez interrogantes entre sí. La indecisión
de la duda asomó a sus ojos. Aquel chico delgado era lo Desconocido, investido
de todo el peligro que representa lo Desconocido. Era un tipo muy extraño, con
algo que estaba situado más allá del alcance de aquellos revolucionarios
honestos y sencillos cuyo feroz odio hacia Díaz y su tiranía, después de todo,
no era más que la de unos honrados y sencillos patriotas. Pero el chico poseía
algo más, y ellos no sabían qué. Sin embargo, Vera, siempre el más impulsivo,
rompió el fuego.
—Muy bien —dijo con frialdad—.
Conque dices que quieres trabajar para la revolución. Bien.
Quítate la chaqueta. Puedes
colgarla ahí. Ven, yo te enseñaré dónde están los cubos y las bayetas. El suelo
está sucio. Te pondrás a fregarlo, y luego fregarás el suelo de las demás habitaciones.
Las escupideras necesitan una buena limpieza. Luego están las ventanas.
—¿Y eso será por la revolución?
—preguntó el chico.
—Será por la revolución
—respondió Vera.
Rivera miró con fría desconfianza
a todos los presentes, luego procedió a quitarse la chaqueta.
—Está bien —dijo.
Y nada más.
Día tras día acudía al trabajo:
barrer, fregar, limpiar. Vaciaba de ceniza las estufas, traía el carbón y las
astillas, y encendía el fuego antes de que el más activo de ellos llegara a su despacho.
—¿Puedo quedarme a dormir aquí?
—preguntó en una ocasión.
¡Vaya! Conque era eso: ¡Díaz
enseñando la oreja! Dormir en las dependencias de la Junta suponía el acceso a
sus secretos, a las listas de nombres, a las direcciones de los camaradas que estaban
en suelo mexicano. La petición fue denegada y Rivera no volvió a hablar del
asunto.
Dormía, pero ellos no sabían
dónde, y comía, pero tampoco sabían dónde ni cómo. En una ocasión Arrellano le
ofreció un par de dólares. Rivera rechazó el dinero con un movimiento de cabeza.
Cuando Vera se le acercó y trató de que lo cogiera dijo:
—Trabajo por la revolución.
Cuesta dinero hacer una
revolución moderna, y la junta siempre se encontraba en apuros. Sus miembros
pasaban hambre y estaban agotados, y por largo que fuera el día nunca era lo
bastante largo y, sin embargo, había veces en que parecía como si la revolución
se retrasara o fuera a fracasar por cuestión de unos pocos dólares. Una vez, la
primera, cuando debían dos meses de alquiler de la casa y el casero amenazaba
con echarlos, fue Felipe Rivera, el que fregaba con sus ropas pobres y baratas,
destrozadas y andrajosas, quien puso sesenta dólares de oro encima de la mesa
de May Sethby. Hubo más veces. Trescientas cartas escritas con las máquinas de
escribir siempre en funcionamiento (peticiones de ayuda, de autorización de los
grupos de trabajo organizados, exigencias de noticias exactas a los directores
de los periódicos, protestas contra el despótico tratamiento dado a los
revolucionarios por parte de los tribunales norteamericanos), estaban sin
echar, esperando el franqueo. El reloj de Vera ya había desaparecido: el reloj
de repetición tan pasado de moda que había pertenecido a su padre. Y lo mismo
había sucedido con el anillo de oro macizo del dedo corazón de May Sethby. La
situación era desesperada. Ramos y Arrellano se tiraban de sus largos bigotes
con desesperación. Tenían que echar las cartas, y en Correos no vendían los
sellos a crédito. Entonces Rivera se puso el sombrero y salió. Cuando volvió
dejó mil sellos de dos centavos encima de la mesa de May Sethby.
—¿Se tratará del maldito dinero
de Díaz? —dijo Vera a sus camaradas.
Se encogieron de hombros sin
poder decidir. Y Felipe Rivera, el que fregaba por la revolución, siguió,
siempre que se presentaba la ocasión, trayendo oro y plata para uso de la
Junta.
Y con todo no terminaba de
gustarles. No sabían cómo era. Sus costumbres no eran como las de ellos. No
hacía confidencias. Rehusaba cualquier tipo de acercamiento. La juventud, de
eso se trataba, y no tenían el valor de hacerle preguntas directamente.
—Un espíritu noble y solitario,
tal vez, pero no sé, no sé —decía Arrellano con voz queda.
—No es humano —añadió Ramos.
—Tiene el alma seca, seca como
una hoja —dijo May Sethby—. Ha perdido cualquier tipo de luz y de risa. Es como
si estuviera muerto, y sin embargo está terriblemente vivo.
—Ha atravesado un auténtico
infierno —intervino Vera—. Ningún hombre tiene ese aspecto si no ha atravesado
un infierno... y sólo es un chico.
Sin embargo, no les gustaba.
Jamás hablaba, jamás hacía preguntas, jamás presentaba sugerencia alguna. Podía
quedarse allí de pie, escuchando, sin expresión, como una cosa muerta, exceptuados
sus ojos que ardían fríamente, mientras sus conversaciones sobre la revolución subían
de tono y se disparaban. Sus ojos pasaban de uno a otro de los que hablaban,
penetrantes como taladros de hierro, incandescentes, desconcertantes y
perturbadores.
No es un espía —confió Vera a May
Sethby—. Es un patriota... hazme caso. El más patriota de todos nosotros. Lo
sé, lo siento. Aquí dentro del corazón y de la cabeza lo siento. Pero no sé
nada en absoluto de él.
—Tiene mal carácter —dijo May
Sethby.
—Lo sé —confirmó Vera con un
estremecimiento—. Me ha mirado con esos ojos que tiene... No aman, amenazan.
Son tan fieros como los de un tigre salvaje. Estoy seguro de que si se demostrara
que yo era traidor a la causa, me mataría. No tiene corazón. Es implacable. Es penetrante
y frío como el hielo. Es como los rayos de luna que una noche de invierno
alumbran a un hombre que se congela en la cima de una montaña solitaria. No les
tengo miedo ni a Díaz ni a todos sus asesinos, pero este chico... a él sí le
tengo miedo. Te lo digo de verdad. Estoy asustado. Es el aliento de la muerte.
Sin embargo, Vera fue el que
convenció a los demás para que confiaran por primera vez en Rivera. La línea de
comunicación entre Los Ángeles y la Baja California se había roto. Tres de los
camaradas habían cavado sus propias tumbas y habían sido fusilados dentro de
ellas. Dos más habían sido detenidos por los norteamericanos y encarcelados en
Los Ángeles. Juan Alvarado, el jefe de los federales, era un monstruo. Abortaba
todos sus planes. Ya no podían establecer contacto con los revolucionarios en
activo, tampoco con los incipientes, de la Baja California.
Se le dieron instrucciones al
joven Rivera y lo enviaron al sur. Cuando regresó se había vuelto a establecer
la línea de comunicación, y Juan Alvarado estaba muerto. Lo habían encontrado
en la cama con un cuchillo hundido en el pecho. Aquello no estaba dentro de las
instrucciones de Rivera, pero los de la Junta ya sabían cómo era. No le
hicieron preguntas. Tampoco él dijo nada.
Y todos se miraban entre sí y
hacían conjeturas.
—Ya os lo había dicho —intervino
Vera—. Díaz debe tener más miedo a ese chico que a cualquier otro hombre. Es
implacable. Es el brazo de Dios.
Su mal carácter, dijo May Sethby,
y todos asintieron, pues lo ponían de evidencia su aspecto físico. A veces
tenía un labio partido, una mejilla amoratada o una oreja hinchada. Era
evidente que se metía en líos en algún sitio de ese mundo exterior donde comía
y dormía, conseguía dinero y vivía de un modo que ellos desconocían. Según
pasaba el tiempo cada vez se dedicaba más y más a imprimir la pequeña hoja
revolucionaria que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que no lo podía
hacer, pues los nudillos de su mano estaban magullados y en carne viva, y sus
pulgares heridos y destrozados. O uno o el otro brazo le caía colgando mientras
su cara reflejaba un dolor inexpresado.
—Es un matón —dijo Arrellano.
—Frecuenta lugares de mala nota
—añadió Ramos.
—Pero, ¿de dónde saca el dinero?
—preguntó Vera—. Hoy mismo, hace un momento, me he enterado de que pagó la
factura del papel... ciento cuarenta dólares.
—Y ahí están sus ausencias —dijo
May Sethby—. Nunca da explicaciones.
—Deberíamos hacer que lo espiaran
—propuso Ramos.
—No me gustaría ser el que lo
espiara —dijo Vera—. Temo que no me volveríais a ver, a no ser para enterrarme.
Tiene una terrible pasión. Ni siquiera Dios podría interponerse entre él y su pasión.
—Delante de él me siento como un
niño —confesó Ramos.
—Para mí es la fuerza... es el
lobo salvaje y primitivo, la serpiente de cascabel lista para morder, el
escorpión que va a picar —dijo Arrellano.
—Es la propia revolución
encarnada —añadió Vera—. Es su llama y su espíritu, el incesante grito que pide
venganza en silencio y mata sin ruido. Es el ángel vengador que se mueve entre los
quietos guardianes de la noche.
—Podría llorar por él —dijo May
Sethby—. No conoce a nadie. Odia a todo el mundo. A nosotros nos tolera porque
somos la forma de su deseo. Está solo... muy solo —y su voz se quebró en un
sollozo ahogado y había tristeza en sus ojos.
Las costumbres y actividades de
Rivera resultaban realmente misteriosas. Había temporadas en las que no lo
veían durante más de una semana. En cierta ocasión desapareció durante todo un mes.
Estas ausencias siempre eran seguidas de regresos triunfales en los que, sin
avisar, dejaba monedas de oro sobre la mesa de May Sethby. Y de nuevo, y durante
días y semanas, se pasaba todo el tiempo con los de la Junta. Y sin embargo,
otra vez, y durante períodos irregulares, desaparecía desde primeras horas de
la mañana a las últimas de la tarde. Otras veces llegaba muy pronto y se
quedaba hasta muy tarde. Arrellano se lo había encontrado a medianoche imprimiendo
la hoja con los nudillos recién heridos, o a lo mejor era su labio, partido
hacía poco, el que aún sangraba.
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