Ramón Yendía despertó de un sueño forzado con
los músculos doloridos. Se quedara rendido sobre el timón, todavía andando el
automóvil, rozando el borde que separaba la calle del “placer”. A la izquierda
se sucedían las casas: una fila de casas nuevas, simétricamente yuxtapuestas y
apretadas unas contra otras. Algunas estaban todavía por terminar; otras eran
habitadas por gentes nuevas, “pequeños burgueses; grandes obreros”, que todavía
no se sentían afirmadas en el lugar: por tanto, menos agresivas. Por instinto,
o por accidente, Ramón buscó este lugar, para el descanso. Desde hacía cuatro
días no iba a casa; dormía en el “carro”, en distintos lugares. Una noche la
pasó en la piquera misma de los Parados. Fuera precisamente allí donde
todo se enyerbara. Tuvo miedo, pero se esforzó por dominarse, por
demostrarse a sí mismo que podía ahora hacer frente a la cosa. No quería huir;
sabía, oscuramente, que al que huye le corren atrás —salvo, desde luego, que
alguien protegiera su fuga. Estos cuatro días habían sido, cada minuto, una
sentencia de muerte. La veía venir, la sentía formarse, como una nube densa,
cobrar forma, salirle garfios. Ramón no podía huir, lo sabía; quizás pudiera
quedarse, ocultarse, o simplemente esperar. En todo terremoto queda siempre
alguien para contarlo. Es un juego terrífico; pero luego, la vida es toda ella
un poco juego. La segunda noche, sin embargo, fue a parar a las afueras, junto
a una valla; y la siguiente se detuvo junto a la casa de un revolucionario.
Conocía a aquel hombre, aunque probablemente no fuera conocido por él. “Acaso
me alquile”, pensó. Si lo hacía, tal vez pudiera pasar la borrasca inadvertido.
De algún modo presentía que la borrasca tenía que venir, y que pasaría. Sus
“clientes” se habían ausentado ya; luego, esto se hundía.
Ramón no tenía
experiencia en estas luchas. Había caído como en un remolino. Hacía tres años
que era chofer, y cuatro que le había nacido la primera niña —ahora eran tres,
las tres hembras, ninguna sana. La mujer hacía cuanto le era posible. Dejaba a
la menor en una cunita, amarrada con cintas, y se iba a pegar badanas al
taller. Pero esto era ahora; antes no tenía siquiera taller.
Durante estos cuatro
días no fue él a casa sino dos veces, y eso furtivamente. Vivían aún en aquel
cuarto de Cuarteles, con puerta al patio y a la calle. Estela había suspirado
por una casita suya —un bohío que fuera. Les habían ofrecido una de madera, en
un “reparto”, con cien pesos en mano solamente. Los hubieran podido tener
reunidos, de no ser por la enfermedad y la muerte del niño, que era el mayor, y
que los dos lucharon desesperadamente por salvar. Ahora comenzaba a levantarse
de nuevo. Ramón tenía un buen “carro”, por el que pagaba tres pesos. También él
suspiraba por un carro suyo —un Ford que fuera, Tenía buenos clientes,
trabajaba dando rueda hasta quince horas, pues además de su casa, tenía a
Balbina, la mujer pródiga, con sus ocho hijitos de tres hombres. Todo era
penoso. El carro bebía gasolina como agua. Era un seis en línea, pero Ramón no
tenía paciencia para aguantar en la piquera. Ahora, cuatro días antes, había
cambiado de carro y de garaje. Era un hombre nervioso, de grandes ojos
castaños, que captaba antes que muchos los mensajes. A veces, sin que hubiera
ninguna manifestación exterior, veía venir las cosas. Los choferes reían; lo
hacían espiritista.
El día 6 por la
noche fue a guardar temprano, y al otro día no volvió por aquel garaje. El día
8 se fue al de Palanca y sacó un carro más nuevo. Ya no había en la calle
ninguno de sus “marchantes” habituales; sin duda también ellos se habían olido
la tolvanera. Hacía más de un año que le alquilaban, todos los días. Buena
gente, después de todo, al menos para él. Hablaban con calor humano y familiar
en la voz, y parecían creer en lo que hacían. No eran cazadores; su misión era
informar, y nada más. Y Ramón, también, les había ayudado; él les había
prestado sus servicios.
Esta mañana del 12
el mensaje se le hizo apremiante; lo recibió como un sueño doloroso.
Hasta las tres de la mañana había estado dando rueda o parado en “academias” o
cabarets. No había sido un mal día; en esto, apenas se notaba nada insólito.
Antes de retirarse, detuvo el carro junto a un farol, cerca del Capitolio, y
pasó balance: había seis pesos y centavos. En ese momento pasó un individuo a
su lado y lo miró detenidamente; era un joven, con aire de estudiante y llevaba
una mano en el bolsillo del saco. Ramón pensó en ir a su casa, a llevar el
dinero; dio un rodeo y se paró en la calle paralela, y caminó hasta allí; se
acercó por la transversal, cruzó por el patio y entró sigilosamente. Hizo
funcionar su lámpara de pila (se la había regalado uno de sus clientes, y era
una prenda excelente), como un ladrón o como un policía, más bien que como un
perseguido. Nada le daba a entender todavía que él fuese un perseguido; lo
presentía, simplemente. No se atrevió a encender la luz, porque la luz revela
el blanco, y él entraba allí a escondidas. Enfocó la lámpara sobre las camas;
dos de las niñas, las jimaguas, dormían, con las caritas juntas, en una
colombina; estaban desnuditas, sobre la sábana, y tenían las manos abiertas en
torno a los hombros. En la otra colombina dormían Estela y la menor; la tercera
colombina era la suya y estaba vacía. Nadie se despertó. Estela tenía puesta
una camisa de dormir, y las manos, palma hacia arriba, a ambos lados de la
cara. A pesar de los trabajos pasados, era aún bella; era joven, tenía la nariz
fina, los ojos grandes, el pelo copioso, la barbilla saliente, los labios
gruesos y la boca grande y golosa; Ramón adivinó su fuerte fila de dientes,
algo “botados”; sus ojos despiertos color de miel; su mirada avispada. La
contempló un instante; luego puso el dinero sobre la mesa (allí estaba,
esperándolo, la comida) y salió. No había nadie en torno al automóvil; todo parecía normal; pasaban
demasiados automóviles y a demasiada velocidad; había luces encendidas en
varias casas: eso era todo —¡bastante!
De retirada pasó
frente a la estación central de policía. Se advertía una agitación interior inusitada;
le pareció que la pareja de guardias había hecho, al sentir su auto, un
movimiento nervioso con las armas. Él dobló por la primera calle a la derecha,
sin pensar en si era o no dirección contraria. En la siguiente esquina se
detuvo, dudando hacia dónde dirigirse; pero su pensamiento se había remontado
varios años atrás, y viejas imágenes se reprodujeron ante sus ojos, como
evocadas por un proyector de cine. Por aquella fecha había prendido en él una
especie de fiebre revolucionaria; no sabía exactamente por qué; nunca había
podido someter sus emociones a un examen frío y analítico. Quizás se hubiese
contagiado, simplemente. No solía leer gran cosa, y no pertenecía a ningún
grupo donde se le hubiesen inculcado principios o aclarado posiciones propias.
Había llegado del campo doce años antes, con todos sus hermanos, después que su
padre, perdidos sus ahorros en la quiebra bancaria, se había ido, manigua
adentro, con la cabeza echada hacia atrás, rígido como un cadáver. (Nadie lo
había visto jamás desde entonces.) El contagio le vino sin aviso; estaba en el
aire. Todavía no había tenido ninguna de las niñas, y el niño crecía fuerte y
bello, a Ramón no le iba mal en
la calle; tenía suerte para los clientes fijos, quizás porque tenía buen pulso
al timón, y sabía correr, y a la vez, sabía ir despacio.
Fue así la cosa.
Casi a diario le alquilaban tres o cuatro jóvenes a veces juntos, otras
separados. Él no sabía aún quiénes eran; sabía tan sólo que eran
revolucionarios y que manejaban alguna plata. Ser revolucionario era un mérito;
la palabra resonaba a gesta nacional de independencia; la había oído desde
niño, a los de arriba y a los de
abajo; era moneda nacional de buena ley. Luego, estaba bien. En casa había un
poco de luz; los clientes le tomaron cariño; les inspiró confianza; hablaban
con él y, gradualmente, su tono, sus frases, su entusiasmo lo impregnaron.
Hablaba ya como ellos en la piquera, en el garaje casi todo el mundo empezaba a
hablar así, aún no parecía haber en ello mucho peligro. Se hablaba en voz alta,
y se hacían visitas rápidas, a veces, a la alta noche. En ocasiones, él mismo
servía de enlace, con su máquina, sin nadie dentro, le pagaban regularmente; no
le pagaban mal. Al fin, Ramón era uno de ellos.
Cambió entonces la
marea. Justino, el niño, se enfermó. Estela estaba encinta, y también algo
alterada. Vinieron las jimaguas, la penuria, y —¿quién sabe?— la duda, Ramón
podía encenderse, emocionarse; creer con firmeza, no. Vio entonces que ser
revolucionario no era tan llano. Una noche como ésta, a principios de agosto,
de sobre mañana le alquilaron dos hombres. Al instante notó que había algo
anormal. Podrían ser “expertos”; otras veces le habían alquilado así, y una vez
dentro le habían dicho: “Vamos a la estación.” Una vez en la estación descubría
que estaba circulando, que había desobedecido la luz roja, que se le había ido
el pie en el acelerador, u otra cosa por el estilo. Un abuso, desde luego, pero
la Sociedad ponía la fianza, y a veces
había un juez tan benigno que le condonaba la multa. Estos dos hombres no eran
tampoco pasajeros de los que pagan; dijeron también “'a la estación”, pero la
revelación fue distinta. Ramón aguantó la primera. Lo pasaron a un cuarto
pelado con el piso y las paredes garapiñados de cemento; le golpearon en la cara,
en el estómago, en los fondillos. Lo insultaron con las frases más injustas y
más soeces; le ensuciaron con palabras todo lo que más quería; le amenazaron
con hacerle cosas a su mujer. Lo aguantó todo. Para su sorpresa, tras esa
prueba, lo pasaron por la carpeta y el teniente lo puso en libertad. Subió
entonces a su automóvil y con gran trabajo lo llevó hasta el garaje. Aquella
noche no fue a su casa, pues tenía los labios rotos y echaba sangre por la
boca. Podía decir que había chocado; en la misma estación le recomendaron que
diera en casa esta disculpa. Gracias; no hacía falta: él no iría a su mujer con
más disgustos. Sus mejores clientes andaban juidos en estos días, y apenas
había podido llevar a casa dos pesetas cada día. Durmió en el garaje, y al día
siguiente salió temprano. Fue a su casa y dijo a su mujer que había estado
alquilado toda la noche, si bien todo se lo habían quedado a deber. Una de las
niñas estaba enferma; la madre creía que era la dentición, pero él temía otra
cosa; la niña lloraba constantemente, y estaba como un hilo. En los días
siguientes no vio ninguno de los clientes significados, y tuvo la sensación de
que había por todas partes ojos que lo vigilaban. En el término del día y la
noche le pusieron dos multas; y al día siguiente tres multas. El cuarto día lo
volvieron a llevar a la estación, repitiendo la prueba, más dura aún que la
anterior. Entonces lo dejaron ir de nuevo y le echaron de “diplomático” a otro
chofer que él conocía; un tipo resbaloso, que él veía trabajando siempre de
noche, boteando por los hoteles y los cabarets, o parado en las
piqueras. Éste comenzó la carga con vaselina; poco a poco, lo fue
impresionando, con la idea de que los políticos sólo trabajan para sí, para ser
ellos los mandones. Le hizo varios cuentos. Ramón veía cada vez más oscuro
aquel cuarto donde vivía; más anémica y suplicante la gente que lo habitaba.
Luchó consigo mismo antes de ceder, pero el otro tenía un argumento persuasivo.
Le dijo que, en fin de cuentas, era asunto de políticos contra políticos. ¿No
tenían “aquéllos” dinero para alquilarle? Así comenzaban todos, y al cabo se
olvidaban de los que les habían servido de peldaño. No, Ramón era un imbécil si
seguía así. Podía, desde luego, seguir sirviendo a sus clientes. Lo único que
se le pedía era que obedeciera ciertas indicaciones de él, y le diera ciertos
informes.
Tal fuera el cómo y
el porqué. Se vio acosado y cedió; se le perdonaba todo, y se le ayudaría. Fue
entonces cuando Estela, al tiempo que luchaba por salvar a las niñas, soñaba
con la casita de madera, y él con el carro propio. El médico dijo que las niñas
necesitaban alimento y aire libre. Lo de todos; no hay un hijo de obrero que no
necesite eso; las suyas acaso llegaran a tenerlo. Ramón era un hombre humano,
después de todo; no se movía, como otros, por esas venas frías que, de vez en
cuando, laten en el alma de las gentes. Cedió entonces, por los suyos, por sí
mismo. ¿Qué hacer, si no? ¿Dejarse prender, estropear, dejar morir a Estela y a
las niñas? Luego se lo preguntaba a sí mismo, justificándose. Sabía que estaba
procediendo mal; esto le remordía, y necesitaba hacer un enorme esfuerzo y
desdoblamiento de su voluntad. Para calmarse, apelaba siempre a sus fines:
quizás hiciera mal, pero lo hacía por bien. ¿Sería mejor haberse negado,
haberse dejado aniquilar?
Sufrió mucho, desde
entonces. Adelgazó, se tornó más nervioso y sombrío, cada vez necesitaba más
fuerza de voluntad para ocultar a su mujer el drama que lo roía por dentro.
Sabía que varios de los que él había delatado penaban en presidio, que acaso
alguno hubiese sido asesinado. Ante esto, sólo le aliviaba el pensamiento de
que, después de todo, ninguno era tan pobre como él; todos tenían por lo menos
familiares y amigos que podían algo y no los abandonarían. A él, en cambio,
nadie le echaría una mano. Tenía que depender solamente de sí mismo. Si un día
no podía llevar las tres pesetas a casa, los suyos no comerían; si un día no
pagaba la cuenta, le quitaban el carro; si se enfermaba, ni siquiera le darían
entrada en el hospital. Luego, era justo y humano defenderse, a costa de quien
fuese. Constantemente necesitaba echar mano de estos argumentos para acallar su
alma, pero dentro de sí llevaba a la vez la acusación que lo torturaba y
perseguía. Cada nuevo día sentía más cargado su ánimo. Presentía que un día u
otro algo tendría que estallar. La atmósfera se cargaba; sus mejores clientes
habían comenzado a desconfiar de él. Temía incluso, una agresión, y esto le
obligó a ir armado y a sentirse en lucha. Llevaba siempre el Colt al alcance de
la mano; su contacto parecía tener un efecto sedante sobre sus nervios.
Finalmente, los
mismos que lo dirigían —el otro chofer, dos o tres secretas— parecieron
abandonarlo. Tenían demasiado consigo mismo y, por otro lado, ya les servía de
poco. Se le habían cerrado todas las puertas entre los revolucionarios; se
sentía inmovilizado, sin poder avanzar ni retroceder. Esta tensión duró algunos
meses, no podría sobrellevarla por mucho tiempo. Cuando vio venir la furia,
cuando la vio desatarse y comenzar a cundir, sintió una especie de alivio.
“Salgamos de esto”, se dijo, y esperó.
Pero este alivio,
producido por el cambio de postura, dio pronto paso a una nueva angustia. Se
sentía rodeado, copado, bloqueado; sabía que en alguna parte y a alguna hora,
ojos que acaso no hubiese visto lo buscaban; o acaso esperaran tan sólo la
ocasión más propicia que se acercaba. Y entonces, la situación sería la misma,
aunque al revés, que cuando lo habían llevado por primera vez a la estación
—sólo que ahora todo cobraría una forma más violenta y decisiva. Ahora era un
acabar, y nada más. Si estaba descubierto —y él creía que lo estaba— y si “los
nuevos” ganaban —y él sabía que estaban ganando—, entonces, no había salida.
Sólo quedaba una cosa: agacharse y esperar; y otra: saltar y defenderse.
Las dos eran malas.
Ahora, mientras esperaba conciliar una decisión sobre dónde debía ir, pensó si
ni habría un tercer camino. Tenía imaginación, pero le faltaba fe para creer en
la posibilidad de sus propias imágenes. Sin embargo, ahora era cuestión de
probar algo. A Estela no le harían nada: ella no tenía la culpa; lo más que
podía pasarle, era padecer todavía más miserias; se le morirían las niñas, ella
misma, quién sabe... Pero si él se salvaba, algún día volvería por ella. ¿Podía
salvarse?
Pensó que sí. Puso
el automóvil en marcha, y lo dejó ir lentamente, no sabía exactamente a dónde.
Pensó que lo llevaría al garaje y que de allí se iría a pie o como pudiera al
campo. En Nuevitas había aún gente que lo recordara, o que recordara a su
padre. Podían darle amparo, esconderlo y esperar. Ahora bien —se le ocurrió de
pronto— este levantamiento sería general, y meterse en un pueblo era ponerse
aún más a descubierto, y en aquel pueblo no les querían bien. Sólo tenían dos o
tres familias amigas, tan pobres como ellos. Aquí, en La Habana, por lo menos
había mucha gente, muchas casas. Mudaría de garaje nuevamente. ¡Si pudiera
mudar de casa! Con esta idea se fue en busca de aquella fila de casas, frente
al “placer”, donde estaban fabricando, pero de pronto le había sobrevenido una
terrible fatiga, y estaba dormido antes de que el auto se detuviera
completamente.
Y ahora, despertaba
en esta mañana de agosto en que todo había estallado ya. Ramón se dio cuenta de
que ya no había nada que hacer.
Dos hombres
entraban, revólver al cinto, en una de estas casas donde no parecía haber
nadie. En ese momento, otro asomó a una de las ventanas, todavía sin ventana;
los de abajo le hicieron una seña de complicidad, y el de arriba bajó
corriendo, también armado. Ramón se había apeado y fingía estar arreglando el
motor, con la cabeza hundida bajo el “capot”. No conocía a ninguno de aquéllos,
pero ellos podían conocerlo a él. Los tres siguieron, sin embargo, a paso
ligero, calle arriba, con porte vencedor. En situación normal no se hubieran
atrevido a ir así porque Ramón estaba seguro de que éstos eran revolucionarios,
y de que iban en busca de alguien. No eran obreros como él; vestían bien
(aunque ahora iban sin saco) y lucían bien nutridos. La lucha era entre ellos,
entre los de arriba. ¿Por qué tenían que haberlo comprometido a él, primero los
de un bando y luego los del otro? Sin embargo, así era; inútil ya evadirse.
Primero lo hubieran aniquilado los viejos; ahora, lo rematarían los
nuevos. ¿O no?
Tal vez. Todavía
llamaba en él una esperanza, aunque no sabía en qué fundamentarla. Por de
pronto, resolvió no separarse del automóvil. No iría a guardar. Tenía aún
dinero para ocho galones de gasolina. Por de pronto se le ocurrió ir a explorar
las salidas de la ciudad; pero al entrar en la calzada notó, de lejos, que
había una especie de guardia de control en Aguadulce. Dobló por la primera
esquina y se sumergió de nuevo en plena ciudad.
La vida se había
desatado. La huelga se había roto. Las calles estaban llenas de gente a pie.
Pasaban automóviles llenos de civiles y soldados. Gritaban, vitoreaban,
voceaban, saltaban, esgrimían armas. Ramón quitó el “alquila”, pero fue inútil.
En seguida se le metieron en el automóvil cuatro hombres de aspecto respetable.
Salían de una casa de la calle San Joaquín, y le ordenaron que los llevara al
Cerro. En Tejas había un remolino de gente; un hombre forcejeaba por
desprenderse de los que lo aprehendían, y éstos eran azuzados por los
espectadores. Había hombres y mujeres. Ramón aprovechó un claro para seguir
delante, pero alguien puso la mirada en el interior de su coche. Un grupo se
lanzó en su persecución, disparando; una de las balas entró por la ventana
posterior del fuelle y salió a través del parabrisas. Ramón se detuvo; sus
pasajeros se tiraron del auto, y emprendieron una carrera loca, por las calles
laterales, perseguidos por varios jóvenes; entre éstos, algunos eran casi niños
(uno, no mayor de quince años), pero llevaban grandes revólveres y disparaban
hacia adelante. Ramón esperó arrimado a la acera, pensando: “ahora vienen por
mí”, pero nadie pareció pensar en él. Algunos espectadores excitados llegaron
hasta él, preguntándole dónde le habían alquilado. Ramón dijo la verdad, y el
grupo se disolvió, yendo en dirección a la calle San Joaquín. Ramón había dado
el número de la casa de donde habían salido los pasajeros, pero acaso no
viviesen allí; lo más probable era que se hubiesen escondido de noche en una de
aquellas escaleras. ¡Quién sabe lo que ocurriría ahora a los que habitaban
allí! Todo el mundo llevaba armas a la vista, y buscaban a alguien contra quién
hacerlas funcionar.
Ramón puso de nuevo
el coche en marcha, y regresó por el mismo lugar. “Me sumergiré en ellos —se
dijo, casi en voz alta—; haré que me crean de los suyos; esto les despistará.”
Después de todo había sido de los suyos. Pero en seguida le entraron dudas en
cuanto a su sangre fría. Se miró en el espejo del parabrisas, y se encontró
demudado, barbudo, como un fugitivo. Solamente aquella cara bastaba, en casos
así, para hacerse sospechoso. Pero, al tiempo que pasaba Cuatrocaminos, vio
otro grupo de hombres corriendo, con armas en las manos, y algunos de ellos
iban tan barbudos y descompuestos como él. Sin duda eran hombres que habían
estado escondidos en los últimos meses, o que habían sido libertados de
presidio. Él podía parecer lo mismo; en todo caso, nadie lo tomaría por uno de
los que se habían beneficiado con el régimen caído. Siguió andando, y algunas
cuadras más adelante, otro molote perseguía frenéticamente a un hombre
solitario, que se precipitaba, furiosamente, en zigzag, al tiempo que arrojaba
puñados de billetes a sus perseguidores. Éstos pasaban por encima de los
billetes sin recogerlos, disparando. Ramón se detuvo, interesado, a ver el final.
Por fin, el hombre, que ya venía herido y dejaba tras de sí un reguero de
sangre, cayó de bruces, a poca distancia del lugar donde Ramón había detenido
su carro. Uno de los perseguidores, al verlo caído se dirigió a Ramón revólver
en mano, y lo conminó a que le diera una lata de gasolina. Ramón obedeció,
sacándola del tanque con una goma, el otro cogió la lata y roció al caído, que
todavía se retorcía, al tiempo que algún otro le prendía fuego. Ramón volvió la
espalda.
Las calles estaban
llenas de gentes, civiles y soldados. Ramón puso de nuevo su carro en marcha;
unos metros más allá se le llenó de jóvenes armados que lo tuvieron varias
horas dando vueltas, sin un propósito aparente. A veces se apeaban, hacían
entrada en una casa, y volvían a salir. Pasando junto al garaje a que
pertenecía su carro, notó que había sido allanado. Se detuvo y pidió que le
llenaran el tanque de gasolina; viéndole alquilado por jóvenes armados, el que
estaba al cuidado del surtidor hizo lo que se le pedía; Ramón siguió con sus
“pasajeros” sin ocuparse de pagar. Al cabo de una hora más, los jóvenes lo
mandaron parar frente a una fonda, y lo invitaron a comer.
Era más de mediodía.
Ramón se sentó a la mesa con aquellos desconocidos. Le sorprendió que ninguno
de ellos se ocupara de hacerle ninguna pregunta; aparentemente, daban por
supuesto que era de los suyos, que no podía ser otra cosa él, un simple chofer
de alquiler. Mientras comían aquellos jóvenes hablaban en un tono sibilino y
con intensa excitación. Comieron apresuradamente, y salieron a la calle,
olvidándose aparentemente de él. En vez de tomar de nuevo el auto, siguieron
acera abajo, y a poco se perdieron entre el gentío, que invadía esta zona más
densamente que ninguna otra.
Se hallaba en el
corazón mismo de la ciudad. Ramón subió al pescante y se quedó un rato allí,
pensando qué decisión tomar. Se sentía fatigado; hacía tanto tiempo que no
comía, que el estómago parecía ya desacostumbrado. Sin embargo, la fatiga no
conseguía dominar su zozobra interior. Ahora tenía plena conciencia de hallarse
en un mundo al que no pertenecía, en el cual posiblemente no hubiera lugar para
él. Las relaciones que se adquirieran en este momento no tenían valor; nadie
conocería a uno con el cual hubiese cometido un asesinato horas antes, si con
él no tenía relaciones anteriores. Estos jóvenes que le habían alquilado lo
desconocerían unas horas después. Todo el mundo parecía andar mirando demasiado
alto o demasiado bajo; nadie al nivel natural. Sin embargo —llegó a pensar—,
esto podía tener una ventaja; la gente parecía poseída de una euforia mística y
frenética que tal vez le impidiera controlar las cosas.
De este sueño
despierto salió Ramón al ver que un hombre lo miraba insistentemente desde la
acera de enfrente. Aquel hombre lo observaba con una mirada fría y atenta cuyo
significado no podía descifrar. Pero estaba seguro de que había intención en
ella. Hizo un esfuerzo por dominar la inquietud. Se apeó, y con toda calma y la
soltura posible fingió examinar algo en el motor. Montó de nuevo, pisó el
arranque sin abrir la gasolina, como dando a entender que no funcionaba bien
(como si toda su preocupación estuviera en esto) y luego arrancó, dando
tirones. El hombre sacó un papel del bolsillo y apuntó el número de la chapa.
Quizás no estuviese seguro. Ramón podía ser para él una de esas imágenes que no
nos gustan, pero que no recordamos, de momento, exactamente dónde nos hemos
encontrado con ellas. De lo contrario, hubiera procedido allí mismo. Ramón
estaba seguro. Contaba de antemano con que en alguna parte, y por personas que
desconocía, se había decidido, al menos mentalmente, su suerte. Escapar fuera
de este remolino, le parecía totalmente imposible; ni siquiera se atrevía ya a
intentarlo, pues ello daría lugar a sospechas. Si alguna salvación había,
estaba en el centro mismo de la vorágine. Las calles estaban por aquí
intransitables. La ciudad entera se había volcado a ellas. Ramón dobló por una
calle transversal, y al llegar a la esquina de Prado se detuvo. Le pareció que
éste era un buen sitio para no parecer sospechoso. Para que no le alquilaran
desinfló una goma, y montó aquella rueda sobre un gato. Además, abrió la
cajuela de las herramientas, y comenzó a hurgar en el motor. Le sacó la tapa,
desmontó el carburador, desmontó una válvula. Luego desmontó las otras válvulas
y comenzó a esmerilarlas. Notó que traían mucho carbón, y cuando le tocó su
turno descubrió que el carburador estaba sucio y casi obstruido. No en balde
daba tirones y cancaneaba. Este trabajo aplacaba un tanto sus nervios. No
miraba para nadie ni para nada fuera de su carro, y esto contribuía también a
que nadie se fijara en él. Se había quitado el saco. Como puesto allí a
propósito, descubrió que en la capa posterior había un overall viejo de
mecánico. Se lo puso, y se tiznó la cara con grasa. Entonces se subió al
pescante, pisando el arranque, pero mirándose al espejo al mismo tiempo. Pensó
que difícilmente lo conocerían en aquella facha, salvo que lo miraran muy de
cerca y con intención. Sin embargo, su cara tenía algunos rasgos difíciles de
olvidar. Tenía los ojos grandes, pardos y un poco prendidos a los lados; tenía
una pequeña cicatriz sobre uno de sus grandes pómulos; y los labios describían
una línea curiosa, que lo hacían siempre a punto de sonreírse con una sonrisa
amarga. Risita-de-conejo, le pusieron en un garaje. En conjunto, sus
rasgos se pegaban de un modo persistente. Nunca se le había ocurrido pensar en
que esto tuviera importancia.
Se apeó del pescante
y siguió trabajando. Ahora sacó el acumulador, le limpió los bornes, lo volvió
a su lugar. Cuando hubo terminado de montar todo lo desmontado, era ya bastante
más de media tarde. Este tiempo se le había ido menos penosamente que ningún
otro desde que comenzaba la huelga. Este trabajo le había aliviado, y el carro
funcionaba también con más soltura que nunca. Ramón le había revisado las
cuatro cámaras, comprobando que estaban nuevas. Tenía aceite y gasolina. Antes
de ponerlo en marcha sacó el revólver de la bolsa de la puerta delantera, y lo
examinó; era un Colt nuevo; con él tenía una caja de balas. Le quitó las del
tambor y lo martilló seis veces verificando que funcionaba bien. Cuando lo hubo
vuelto a cerrar, descubrió que dos o tres muchachos le estaban observando, con
mirada codiciosa. Cualquiera de ellos hubiera dado cuanto poseía por un arma así. Para ellos, estos
revolucionarios eran hoy los seres más
felices del mundo. Y Ramón —pensarían— era
uno de ellos.
El automóvil se puso
nuevamente en marcha. Sin saber cómo, minutos después se encontró Ramón a una cuadra
de su casa. Se detuvo. Sintió un impulso irresistible de volver allí, a
hacerles una breve visita; pero en aquel momento vio venir un gran gentío por
la calle transversal. Traían trofeos en alto, daban vivas y mueras. Los trofeos
eran pedazos de cortinas, adornos de camas, retratos, un auricular de teléfono,
jarrones... Ramón no tuvo tiempo de mirar más. Se metió en la primera bodega y
volvió la espalda a la multitud. Cuando hubieron pasado levantó de nuevo el
capot del automóvil, y a uno de los niños que se acercaron a mirar, le dijo:
“Ve al número doce de esa calle, y dile a cualquiera que esté allí que venga un
momento.” El niño desapareció rápidamente, contento de que se fijaran en él;
volvió a los dos minutos, diciendo que no había nadie en casa. “Habrán ido a
casa de Balbina —pensó Ramón—; Estela se debe de haber dado cuenta.” Como
pensar: “Estela sabe que soy hombre muerto, y ha ido a consultar con Balbina,
sobre lo que hará, para que las niñas no se le mueran.”
De nuevo puso en
marcha el automóvil. Siguió, sin propósito, por la misma calle hasta desembocar
en la Avenida de las Misiones, y de allí dobló hacia el mar; pero en seguida
dio vuelta, temiendo alejarse del centro. Le parecía que tan pronto se viera en
un lugar desolado, lo atacarían, y no habría siquiera un testigo que lo
contara. ¿Servían todavía los testigos? Desde luego que no; pero Ramón no
quería morir, ser asesinado, sin que al menos alguien pudiera dar fe. No
importa si no podían socorrerlo; por lo menos, el acto quedaría grabado en sus
ojos, en su memoria, y serviría de algún modo como acusación. “Ningún crimen
conocido queda por castigar”, dijera una vez, en su casa, un loco pariente de
su mujer. No estaría tan loco, cuando decía cosas tan profundas.
Se ponía el sol
cuando volvió a encontrarse en el centro de la ciudad, andando despacio.
Parques y paseos estaban inundados de gente, que gritaba y corría excitada;
oficiales y soldados se mezclaban en una tremenda exaltación de triunfo. Todos
los automóviles estaban en movimiento; gentes y vehículos se movían en
remolinos, de los cuales sólo se advertían impulsos ciertos de venganza.
Sonaban tiros, pero altos; y todo el mundo andaba con los ojos encendidos,
inyectados, a caza de algo. Era esto lo que más le angustiaba: todo el mundo tenia,
en sus ojos, una intención de caza. El menor motivo, la menor justificación,
hubieran bastado para hacer salir aquella cólera que él veía asomada a todos
los ojos. Al caer la noche los movimientos de masas humanas parecieron adquirir
un nuevo propósito, en direcciones ciertas. Se veían grupos que marchaban con
paso unánime y decidido, y cruzaban entre los demás, amorfos y blandos, como
escuadras de hierro. En seguida vio Ramón que, en medio de la excitación y
exaltación general, eran estos grupos de compañeros los que realmente tenían
una automisión de ejecutar algo.
Muchas veces se
había preguntado en los últimos días qué habría sido de Servando, el chofer que
lo había iniciado a él en la traición. Había dejado de ir a la piquera; había
dejado su auto en el garaje (era propiedad suya), y nada sabía de él. Ahora se
hallaba Ramón parado justamente en la misma piquera que el otro solía ocupar;
rodando el azar, había venido a parar aquí sin saber cómo ni por qué. Pocas
veces solía detenerse en este lugar. Un carretón asomó entonces por la calle
del tranvía; venía cargado, aparentemente, de sacos de azúcar; lo conducía un
carrero solo, con un par de mulas viejas y amatadas. En el momento que cruzaba
frente a la piquera, salió de un portal un grupo de ocho o diez jóvenes, que se
dirigieron al carrero y le hicieron parar las mulas. Seguidamente comenzaron a
echar sacos al suelo, y cuando habían descargado una buena cantidad, saltaron
de debajo tres hombres. Los tres se tiraron a la calle, y se precipitaron ciegamente
en dirección al Prado. Uno de ellos consiguió llegar hasta el primer molote de
gente y desaparecer; otro dobló por la siguiente calle, perseguido de cerca por
algunos de los jóvenes, que le disparaban a quemarropa; Ramón no tuvo tiempo de
ver el fin. El tercero cayó allí mismo. Apenas había saltado sobre la acera,
iniciando el impulso hacia el portal, cuando se enderezó súbitamente, giró
sobre los talones, y se desplomó. Ramón asomó la cabeza por la ventanilla, y
pudo ver la cara del hombre al tiempo que, al girar, se volvía sobre el hombro,
en una mueca de espanto. Era Servando.
Por entonces se
había hecho completamente de noche. El gentío comenzó a despejarse, quedando
sólo aquellos que parecían ir a alguna parte. Ramón distinguía perfectamente
entre éstos, dos grupos o clases de gente: los que iban a alguna parte; los que
no parecían tener a dónde ir. Estos últimos se recogieron temprano, dejando las
calles libres a los otros. “Ahora sólo quedamos ellos y nosotros”, pensó Ramón.
Todavía siguió un rato en la piquera. Era el único allí; ahora no se atrevía ya
a moverse, pues el centro de la ciudad estaba abierto, y las calles tenían
portales oscuros y esquinas aviesas. Su suerte estaba echada, pensó. Servando
había caído primero: le correspondía. Él tenía el mismo delito; estas gentes
enfurecidas no estaban ahora para disquisiciones; no preguntarían si los
motivos habían sido éstos o los otros; sólo preguntarían si él era Ramón
Yendía. Pronto empezarían a aparecer los fantasmas de sus vendidos.
Pensando esto,
advirtió que un peatón solitario se detenía en la esquina y miraba de reojo
hacia él. Habían retirado ya el cadáver de Servando, y no había agitación por
este lugar. El peatón atravesó la calle, en sesgo, pasando a su auto y mirando
de lado. Al subir a la acera de enfrente le dio en la cara una luz que manaba
del interior de aquel edificio, donde unos obreros empujaban unas bobinas de
papel. Instantáneamente reconoció Ramón la cara de aquel hombre; era justamente
uno de sus primeros marchantes (de los menores); había sido uno de los primeros
en desaparecer, cuando Ramón comenzó a informar a la policía. Mala suerte, sin
duda. Ahora era el primero en reaparecer. Detrás vendrían los otros que aún
quedaran con vida. Lo cercarían; acaso estuvieran ya montando guardia en todas
las bocacalles por donde tuviera que salir, dispuestos a cazarlo; lo tenían
allí; lo dejaban estar, como a un cimarrón emboscado, al que se han cortado
todos los caminos; pronto le lanzarían los perros.
¿Qué perros? Este
que pasó mirándolo era uno de ellos; estaba seguro. Minutos después, vino otro
—desconocido éste— que le miró también con insistencia. Ramón comprendió ahora
que los ejecutores estaban allí, y que la plaza estaba comprendida en
aquel cuadrado formado por dos manzanas. Imaginativamente vio a los que lo
esperaban apostados, armas al brazo, en las seis esquinas. ¿Por qué no venían
ya por él?
Esta idea fue como
un golpe de espuela en sus nervios. No se quedaría allí, no se dejaría matar
pasivamente, encogido en el pescante. Correría, lucharía, por lo menos, con las
fuerzas que le restaran. ¿Quién sabe? La vida está llena de imprevistos, y el
que pelea llama a la suerte.
Con esta decisión
pisó el arranque y arrancó en segunda. Salió a buena velocidad por la primera
calle, concentrado solamente en la conducción. El ruido del motor, la velocidad
en crescendo, le dio un alivio total y repentino. Instantáneamente dejó de
pensar con angustia, para sentir con acción. Desapareció el peligro, la
tortura, la previsión y sólo existía una cosa: aquella decisión de cruzar por
entre sus enemigos y vencer. Al acercarse a la bocacalle donde suponía que lo
esperaban, alargó la mano y, guiando con la otra, levantó el revólver al nivel
de la ventanilla. Para su sorpresa, nadie lo molestó; nadie parecía esperarlo.
Siguió adelante algunos metros, por la calle ancha del tranvía, y entonces
moderó velocidad. Había poca gente por las aceras, y los que pasaban no
parecían reparar en él. Nadie pensaba que un condenado a muerte pudiera andar
ahora, suelto, por la ciudad, manejando un automóvil. Quizás ni sus probables
ejecutores. Sin embargo, aquellos tipos lo habían mirado significativamente, y
uno de ellos —no había duda— era de los que tenían algo contra él. ¿Por qué no
lo había atacado allí mismo? Tal vez porque no era de los que ejecutan;
probablemente no estaría hecho de esa materia. Hay hombres que, no importa lo
que sientan, son incapaces de hacerlo. Algunos, ni siquiera de ordenarlo. Éste
habría ido a dar el aviso; y el otro probablemente no tendría nada que ver con
Ramón.
Había detenido el
auto justamente delante de uno de los faroles que alumbraban el parque. Alzando
la vista hacia un letrero luminoso, tropezó con un reloj; el tiempo se había
ido con demasiada velocidad; sumido en su drama, no lo había sentido pasar:
eran ya las nueve. Ahora sí no quedaban ya en la calle sino los que tenían algo
que hacer. Se veía en su porte y en su paso; pero ninguno le prestaba a él una
atención especial, aunque le parecía que todos ocultaban alguna desconfianza, o
bien que se les hacía excesivamente visible. Su carro era el más visible de
cuantos rodaban entonces por la ciudad. Pensó que, si lo tenía parado, se haría
más de notar.
Comenzó entonces una
marcha lenta y penosa. Le pareció a Ramón que estas horas eran las últimas de
su vida, y que muy pronto —quizás antes del día— todo lo que veía con sus ojos
y oía con sus oídos habría desaparecido, se habría disuelto en un vacío de
eternidad. Como si nada hubiese existido jamás en el mundo; como si él mismo,
Ramón Yendía, no hubiese nacido jamás; como si cuanto había amado, sufrido,
gustado, no hubiesen tenido jamás realidad.
Las imágenes de su
vida comenzaron entonces a desfilar por su mente, como por una pantalla:
claras, precisas, exactas, sin prisa y sin pausa. La misma realidad presente
cobraba un sentido que jamás había tenido; era una realidad de sueño, donde se
ven muchas cosas a la vez, sin que por eso se interpongan o confundan. Todo
—pasado, presente, gentes, cosas, sentimientos— tenía un sentido neto, transparente
y seguro. Y, sin embargo, todo esto pasaba como en una procesión, sin que uno
solo de sus detalles se le escapara. Las calles estaban bastante despejadas, y
no había policías de tránsito. Ramón manejaba como si el auto marchara solo
sobre rieles, o como si flotara en el aire. Sin saber por qué fue recorriendo
todos los principales lugares que habían estado ligados a su vida. Se llegó
primero a la casa donde él y sus hermanos —sus dos hermanas y sus dos hermanos—
habían pasado la primera noche, en casa de Balbina. Fue luego al taller donde
trabajaba ésta, y a continuación pasó por la casa donde Lenaida, su hermana
mayor (¿qué sería de ella?) había vivido con el español. Después se pasó por
delante de la casa del chino que se había casado con su hermana Zoila y,
siguiendo hacia las afueras (se olvidaba ahora que pudiera haber guardias de
control) se llegó a la casuca de madera donde había muerto la menor. En aquel
mismo barrio había conocido él a Estela, primero en un baile y luego detrás de
la gallera. En lugar de la terraza de bailes había ahora una fábrica, y a la
puerta un sereno armado de fusil. Ramón pasó sin que le molestaran. Los mismos
soldados que guardaban la salida de la ciudad le dieron paso después de
cerciorarse de que no iba nadie dentro. Al volver, ni siquiera lo registraron.
Volvió a pasar por los lugares conocidos, por los teatros, los cines, los
cabarets, las casas secretas, todos aquellos lugares donde había llevado gente
a divertirse. Nunca se le había ocurrido pensar que la vida tuviera, realmente,
tantos encantos. ¿Sería por estos encantos por los que luchaban y se mataban
los hombres? Sin embargo, no se conformaban con ellos; querían siempre más;
querían subir, lucirse, soñar, poder, mandar, ser, regir, poseer. Querían subir
unos sobre otros, por el hecho mismo, y no solamente por esas cosas; músicas,
mujeres, bebidas, tiempo, lisonjas, servicios, manjares, salud —¡salud!
Este concepto le
hizo salir repentinamente de su ensimismamiento. Su coche seguía como por sí
mismo. No había interrupciones ni paradas; nadie se atravesaba en el camino;
además, él llevaba cinco años manejando, y hubiera podido hacerlo un día
entero, en medio del tránsito más denso y más nervioso, sin tener su atención
despierta en lo que hacía; podía pasarse horas y horas pensando en otras cosas,
viendo otras cosas imaginativamente, y sin embargo respetar todas las leyes del
tránsito. Ahora esto era más fácil; pero de pronto concentró todos sus sentidos
en una cosa: su mujer, sus niñas. Por ellas, después de todo, había hecho lo
que había hecho, y se veía ahora así. ¿Cómo se veía? Se dio cuenta que en ese
momento pasaba justamente frente a la estación central de policía, el sitio
donde lo habían “persuadido” a cambiar de bando. Sin haberlo notado, había
pasado a una cuadra de su casa, y subía ahora por Monserrate arriba. A la
puerta había golpe de soldados y civiles; dentro se notaba mucha actividad.
Frenó un poco para tomar una nueva decisión: quería volver todavía a su casa, y
ver si Estela había vuelto, y cómo seguían las niñas. Dejaría el carro a cierta
distancia; allí mismo, a la vuelta, frente a Palacio, era buen sitio.
Antes de que llegara
a la esquina, con intención de doblar un auto ligero pasó casi rozando su
guardafango. Por la ventanilla asomó una cara; fue como un fogonazo. La cara
asomó sólo un instante y apenas pudo revelarse por la luz de uno de los faroles
más próximos, pero fue más que suficiente. Ramón quiso salir adelante,
enganchando rápidamente la segunda, pero antes de que lo consiguiera, la otra
máquina, más nueva y pronta, se le había atravesado delante. Ramón “le mandó”
entonces la marcha atrás, dio un corte maestro, y partió, en dirección al mar,
a toda la velocidad que daba su auto.
Y así empezó la
persecución. La otra máquina, del último modelo, partió tras él con la misma
furia. Otras dos máquinas nuevas y ligeras puestas repentinamente en
movimiento, se lanzaron en su ayuda, yendo al atajo, por otras calles, sin
tener en cuenta las flechas del tránsito. Ramón había reconocido aquella cara; antes
de que hubiera podido emprender la fuga, dos balas de revólver le habían pasado
junto a las orejas. Cosa extraña, no sintió miedo; nunca nadie le había tirado,
a dar, tan cerca; sin embargo, no fue miedo lo que sintió. Y ni siquiera se
sintió oprimido. De un golpe, aquel encuentro había hecho desaparecer la
terrible angustia que lo envolvía. Su cerebro, a punto de estallar, solicitado
por mil hilos, torturado por mil alambres, comenzó a funcionar claramente y en
una sola dirección. Como el aviador que se encuentra, a mil pies, en un duelo
singular, sólo tenía un propósito: sobreponerse a sus enemigos, aunque fuera
sólo burlando su caza. Antes de llegar al mar, el primer Ford se le “había ido
encima”; había conseguido tenerlo a tiro y en línea recta. Inmediatamente sus
ocupantes —debían de ser tres o cuatro— abrieron fuego, con fusiles y
revólveres, pero ninguna de las balas dio en las gomas ni en el conductor. Una
de ellas le pasó rozando justamente el casco de la cabeza; se había agachado
instintivamente. Pero al salir a la avenida, abrió el escape, giró rápidamente
y le fue abriendo, gradualmente, toda la gasolina. Entonces apartó el pie del
freno y concentró todos sus sentidos en el timón y en el acelerador.
El otro siguió de
cerca. Uno de sus auxiliares, al verlo doblar a lo lejos, cortó a salir al
paseo del Malecón algunas cuadras más allá, pero Ramón dobló allí mismo, y
subió por la Avenida de las Misiones. Sin que tuviera tiempo de pensarlo sabía
que en las curvas tenía ventaja; en los regateos se había distinguido siempre
por su habilidad en los virajes cerrados, cerrando la gasolina al entrar en la
curva y abriéndola de golpe al salir de ella; además, él era el condenado, y
huía por su vida: los de la velocidad eran peligros menores. El primer persecutor
viró también rápidamente, y le “cayó atrás”, dispuesto a no perderlo de vista.
La carrera se inició entonces en las calles céntricas. Ramón, al llegar al
Parque Central, se disparó como una flecha hacia la ciudad antigua, donde la
estrechez de las calles le daba ventaja. Además, en este dédalo de calles, mil
veces recorridas por él, podría maniobrar constantemente, despistando a los
autos auxiliares. Ramón no tenía, desde luego, tiempo de hacerse estas
reflexiones. El hombre ensimismado que era él rompía de pronto a la acción
dirigido y empujado por un ser oculto en él mismo, que era el que asumía el
mando. Viéndolo descender por Obispo, uno de los auxiliares se lanzó a atajarlo
por una calle lateral, pensando que doblaría hacia la derecha. En esto acertó;
a las dos o tres cuadras, Ramón dobló por una transversal a la derecha, y,
sintiéndolo venir, el otro intentó atravesársele en el camino; pero Ramón
seguía con tal velocidad, que el otro montó la acera, y se fue de cabeza contra
una puerta de madera, irrumpiendo en el interior de una casa nocturna. Éste
quedaba eliminado, por el momento.
Los otros dos
continuaron la caza, de cerca y sin ceder un punto. Sólo girando constantemente
conseguía hurtarles el blanco. Lo veían un instante, allá a lo lejos, abrían
fuego contra él, pero en ese momento había llegado a la bocacalle, y doblaba
rápidamente. Las gomas rechinaban sobre el pavimento; a veces retiraba por un
instante el pie del acelerador; otras, seguía pisando fuerte, y a todo riesgo.
La gente se apartaba, ya de lejos, sintiendo la carrera. Un hombre se subió a
un poste de la luz, como un gato, y a una velocidad increíble, en el instante en que Ramón
salía al parque Cristo, y viraba —“como un rayo”, dijo el hombre— en dirección
a Muralla. De algún modo, el segundo auxiliar presintió también que Ramón
querría salir por la parte de la Estación Terminal, y mandó dos o tres autos
más a ocupar aquella salida. Pero antes de desembocar en tal punto, el ser
oscuro que ahora guiaba a Ramón, le hizo dar la vuelta. Bajó, a todo lo que daba el carro, por la calle
San Isidro; desembocó en la Alameda de Paula, subió a Oficios, y finalmente,
por Tacón, salió a la Avenida del Malecón. Ahora su propósito era otro,
distinto al de esquivar los tiros de sus perseguidores en calles estrechas. De
pronto se le ocurrió que, saliendo a campo abierto, podía lanzarse del carro,
dejar que éste siguiera adelante, y emprender él una fuga a monte traviesa…
Pero la salida del
monte no podía ser por calles anchas, donde sería blanco fácil, de modo que en
seguida dobló hacia el corazón de la ciudad, y de allí, a través de la parte
alta partió en busca de una salida. Ahora eran más de dos los que corrían tras
él, pero todavía no habían conseguido ganar la desventaja con que habían
iniciado su persecución. Su ventaja estaba en las armas que llevaban, en el
número de hombres que iban dentro, y en que, si a uno se le acababa la
gasolina, los otros seguirían. Él en cambio, no podría poner gasolina; esta
idea fue, acaso, la que le hizo tomar la decisión de salir al campo.
Después de algunos
minutos zigzagueando por las calles altas, tomó la decisión de hacer la salida.
Al fin, habría que tomar una calle ancha, al menos por un buen tramo. Era un
albur que había que correr. Su intención primera era tomar la Avenida de Carlos
Tercero, ir en demanda de Zapata, pasar junto al cementerio, y precipitarse
entonces más allá del río. Pero antes de tomar definitivamente este camino, le saltó a la conciencia una idea peregrina,
que se planteó a sí mismo en un instante: no saldría al campo; llegaría, hasta
el hospital, metería el carro contra una esquina y, herido —si no lo estaba se
heriría a sí mismo—, entraría en el hospital, y pediría auxilio. Puede que sus
persecutores no lo siguieran hasta allí, y lo buscaran, en cambio, por las
casas más próximas al lugar donde hallaran el auto. Al mismo tiempo pensó que
acaso con el día viniera algún remedio. No sabía de cierto qué remedio podía
ser; pero, de algún modo, muy vaga y oscuramente, todavía lo esperaba. Ignoraba,
desde luego, que también el hospital estuviese tomado por los que ahora eran
sus enemigos.
Pensando esto se precipitó a su ejecución. En un segundo previo el lugar
exacto en que estrellaría el auto, y la velocidad que llevaría para que quedara
inutilizado y sin embargo pudiera él salir con vida. La idea del hospital le
vino por puro accidente. Pasando por una esquina donde años antes había
arrollado a un niño, recordó que lo había llevado al hospital; había sido una
de las más terribles angustias de su vida. Mientras esperaba la intervención
del médico, se había puesto tan pálido, tan desencajado su rostro, tan
despavoridos sus ojos, que otro médico se había detenido delante de él y había
mandado que le dieran no sabía qué medicina. Después lo habían llevado a una
sala con muchos aparatos blancos y extraños, y le habían examinado el corazón,
y le habían hecho varias preguntas. Para su asombro, Ramón no padecía ni había
padecido ninguna enfermedad; aquella expresión descompuesta le venía tan sólo
de su conciencia. Los mismos médicos le habían pedido a la madre del niño —que
por fortuna se había salvado— que no fuera severa en sus acusaciones. Era una
mujer muy pobre, y ni siquiera lo acusó; luego, Ramón lo iba a ver cuando
podía, y le hacía algún pequeño regalo. Recordó siempre aquella atención de los
médicos como una de las más amables de su vida. Y ahora, en el trance supremo,
cuando todo lo había puesto en salvarse, pensó en ellos —o en otros— como sus
posibles protectores.
Puso entonces toda
la intensidad de su empeño en alcanzar el hospital. Se hallaba todavía en el
centro de la parte superior de la ciudad y tendría que cruzar una ancha
plazoleta antes de poder alcanzar el sitio donde esperaba estrellar el auto.
Timoneando constantemente, dando cortes y virando sobre dos ruedas, consiguió
por fin acercarse a su meta, pero cuando estaba a punto de desembocar en la
ancha vía advirtió de pronto que dos autos, nada menos, se le habían atravesado
a la salida. Probablemente estarían allí parados. Ramón frenó lo más lentamente
posible, montó una de las aceras y dio la vuelta. Los de delante abrieron fuego
contra él; una de las balas le atravesó la muñeca izquierda, pero él apenas
sintió más dolor que el de una picada de alfiler. Al volverse, notó que su
inevitable perseguidor venía calle arriba, como un torpedo hacia él, y
disparando. Sus balas dieron en el coche, pero ninguna consiguió inutilizarlo.
Ramón abrió toda la gasolina, y se precipitó, en línea recta también hacia el
otro. Por un instante pareció inevitable un choque mortal para ambos; el
persecutor vio venir el auto de Ramón sobre el suyo y frenó, justamente antes
de salir a la penúltima bocacalle; por ésta dobló entonces Ramón, sin moderar
velocidad, atravesando una cortina de balas. El persecutor perdió unos segundos
en volver a imprimir velocidad a su coche, pero otra bala había alcanzado a
Ramón, ésta, justamente sobre la sien. Le había pasado raspando, como el hierro
de un arado que levanta la corteza vegetal de la tierra. No le dolía, pero la
sangre le obligaba a cerrar el ojo y le escocía en él. Así, con un solo ojo, y
con una muñeca taladrada, perdiendo sangre continuó la carrera, sin disminuir
velocidad, y con el propósito más resuelto aún de llegar al hospital. Otra vez
se lanzó Ramón en demanda de aquel lugar, pero por distinta dirección. Habiendo
ganado alguna ventaja, pudo llegar a la calle de San Lázaro, y doblando por
ella emprendió una carrera recta, con el acelerador enterrado hasta el final.
Pero esta salida
estaba también cerrada. Tres automóviles se habían atravesado en una de las
últimas bocacalles, y abriendo fuego; lo hicieron, sin embargo, demasiado
pronto, pues Ramón tuvo tiempo de doblar a la derecha, y salirse de su línea.
El primer persecutor ganó entonces el tiempo perdido y se le fue encima.
Ramón se encontró
ahora proa a la ciudad, en la ancha avenida del Maine. Había perdido bastante
sangre y, con ella, sin duda, parte de las energías y de la agudeza mental que
le permitieran continuar aquel duelo desigual. Comenzaba a sentirse
desfallecido; su pulso vacilaba sobre el timón. El auto siguió corriendo por el
medio de la avenida, pero ya no con la constante seguridad de antes. Su
persecutor lo advirtió. A veces moderaba velocidad, como si fuera a parar, y a
continuación volvía a lanzarse a toda máquina. Además, ya no corría con el
ritmo estable, a veces se iba sobre un lado. Otras sobre el opuesto, como si
llevara la dirección torcida. Tres máquinas más se emparejaron al primer
persecutor. El perseguido perdía velocidad. ¡Ya lo tenían!
Sin embargo no se le
acercaron inmediatamente; temían una emboscada. Dentro del auto iba —sin duda—
alguien más que el chofer. Si no ¿a qué venía la persecución? Uno de los que
ocupaban el primer auto aseguraba haber visto, al empezar la caza, cómo un hombre se tiraba al suelo dentro del auto de Ramón. Sin
embargo, nadie había contestado a sus disparos; tan sólo aquel chofer loco,
huyendo como un desesperado. El mismo chofer tenía que ser culpable; de otro
modo, no ge explicaba que se expusiera de modo tan extraño. Lo siguieron a
distancia, ya sin disparar, pero sin acercarse demasiado. El perseguido perdía,
visiblemente, velocidad, estabilidad. A veces parecía que iba a detenerse
definitivamente, pero cobraba un nuevo impulso y seguía, aunque a tirones. Lo
tenían ya, no sólo al alcance de los fusiles, sino de los revólveres.
Gradualmente se fueron acercando. Con las fuerzas que le quedaban, Ramón llegó
de nuevo basta la Avenida de las Misiones, y dobló hacia la ciudad ¡quien sabe
con qué intención! Repetidamente, sin embargo, volvía a esta zona, donde se
hallaban, a la vez, su casa y la estación de policía, donde había comenzado la
persecución. Los que le
seguían adivinaron que intentaba llegar a la estación. Toda su atención estaba
ahora en evitar que se les escapara el que se suponía ocupaba el asiento
posterior del auto. Las dos máquinas de los lados tomaron precauciones en ese
sentido, encañonando los costados de la de Ramón, mientras que la del centro se
iba acercando por detrás.
Frente al Palacio,
el auto de Ramón llegó casi a detenerse, pero cobró un nuevo y breve impulso, y
siguió adelante, como remolcado por una fuerza invisible. Los otros guardaron
la distancia; se fueron aproximando. Ramón se detuvo, nuevamente, en el mismo
sitio de donde había partido.
Dentro de la
estación continuaban las luces encendidas; entraba y salía gente: el aire
parecía lleno de un rumor lejano, un rumor filtrado y amortiguado a través de
un denso muro de fieltro. Las voces distintas se hicieron un solo murmullo
igual, desvaneciente. Ramón volvió la mirada hacia el edificio, cuya
iluminación interior brotaba por las ventanas; y su cabeza se inclinó sobre el
hombro izquierdo, se dobló, se derribó. Todavía aquel rumor apagado y
desvaneciente, a lo lejos, muy a lo lejos...
Los tres autos se
pararon, pareados, en medio de la calle. Varios hombres armados se tiraron de
ellos; otros, salidos de la estación, rodearon el auto de Ramón. Uno abrió la
puerta delantera, y el chofer se desplomó sobre el estribo, todavía con los
pies en los pedales. Simultáneamente, otros hombres abrían las puertas
posteriores, y buscaban dentro con sus lámparas de bolsillo. Luego se miraron
unos a otros asombrados. ¡No había nadie dentro! Uno de los principales se
inclinó entonces sobre el chofer, que había quedado derribado, el cuerpo
retorcido, con la cabeza colgando y los ojos cerrados. Le enfocó la lámpara: lo
miró despacio; apagó la lámpara y se quedó pensando, como tratando de recordar;
nuevamente volvió a bañar el rostro con la luz de la lámpara, y otra vez se
quedó pensando. Todos en derredor se habían quedado callados, esperando una
explicación. El hombre dijo: “¿Lo conoce alguno?”
Nadie lo conocía. De
la estación vinieron más hombres. Se sacó el cuerpo, todavía caliente, y se le
condujo al interior. Y a la luz eléctrica podían distinguirse bien sus
facciones; no eran rasgos vulgares; cualquiera que lo hubiese conocido, lo
reconocería. Pero allí nadie lo reconocía. Se llamó al primero que había
disparado contra él.
—¿Qué viste tú ahí
dentro? —preguntó el oficial de guardia.
—Estoy seguro de que
vi un hombre; asomó por la ventanilla y se escondió. Entonces miré al chofer, y
éste, instantáneamente intentó escapar. Por eso lo seguí; y él allá abajo,
contestó a los tiros.
Se buscó en el auto,
pero no había ningún arma. Ramón no había disparado; alguien lo había hecho,
sin duda, de alguna de las casas. Además, su revólver había sido robado de la
bolsa de la puerta derecha delantera, posiblemente en la piquera, mientras se
fijaba en uno de los hombres que lo habían mirado con insistencia.
Nadie había visto
nada más. El único testimonio era el de aquel muchacho, que creía haber visto
un hombre en el asiento posterior. Pero ¿por qué había huido el chofer? ¿Qué
interés podía tener él, un simple fotinguero? Se examinó su título; se preguntó
a la Secreta, a la Judicial. Su nombre no figuraba en ninguno de los archivos.
En tanto, el cuerpo seguía allí, tendido sobre una mesa. Lo habían dado por
muerto, aunque en realidad sólo estaba desangrado, pero antes de dos horas, su
cuerpo se había tornado rígido y frío. Junto con su título estaba su dirección;
un agente fue a su casa, despertó a Estela y le hizo preguntas. Nada. La mujer,
atemorizada, temblando, no aclaraba nada. Vivía en medio de la mayor pobreza;
era imposible que hubiese un agente especial del gobierno tan mal pagado.
Todos los que habían
tomado parte en la persecución rodeaban ahora el cuerpo con aire de
perplejidad. ¿Por qué la carrera, por qué la persecución, por qué aquella
víctima? Nadie podía aclarar nada. Era imposible que el pasaje, si hubiera, se
hubiese tirado del auto. No había tenido tiempo; no lo habían perdido de vista
y en ningún momento había ido a tan poca velocidad que pudiese hacerlo.
Respecto al chofer, en el garaje nada habían podido aclarar. Todos lo conocían
como un buen muchacho; nadie sabía que tuviese concomitancias políticas
(evidentemente, le habían dado poca importancia; la única persona que podía dar
fe era su jefe inmediato, el otro chofer, y ése había sido silenciado para siempre,
y no había dejado ningún dato impreso, pues todo lo llevaba en la memoria). Por
fin, hacia la madrugada, un hombrecito uniformado, antiguo policía convertido
en ordenanza, se abrió paso entre los presentes y se quedó mirando fijamente el
cadáver. Miró en derredor, al tiempo que se mesaba los caídos bigotes
tabacosos.
—¿Por qué han matado
a éste? —preguntó—. Si es uno de los suyos... Yo lo recuerdo. No sé quién es,
ni cómo se llama, pero lo he visto traer aquí, hace bastante tiempo, y
golpearlo. Era, según decían, un revolucionario. ¡Y tenía que ser de los
bravos! Dos o tres veces lo metieron ahí, y le dieron golpes de todos colores,
sin que pudieran hacerlo hablar. Luego no volvió más...
Se miraron unos a
otros. El viejo dio la vuelta, se abrió de nuevo paso por entre el gentío,
volvió a su trabajo, doblegado por los años y por las experiencias.