No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Lanchitas

De José María Roa Bárcenas




El título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector; sino –por más que de pronto se le resista creerlo- el diminutivo del apellido “Lanzas”, que a principios de este siglo llevaba en México un sacerdote muy conocido en casi todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; más sea que militaran entrambas causas juntas, o aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase vulgar de “no ha perdido la gracia del bautismo”. Y, como por algún defecto de la organización de su lengua, daba la t y la c, en ciertos casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle “Lanchitas”, a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle por su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.

¿Quién no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, en que Lanchitas funge de protagonista, y que la tradición oral va trasmitiendo a la nueva generación? Algunos me hicieron reír más de veinte años ha, cuando acaso aún vivía el personaje; sin que las preocupaciones y agitaciones de mi malhadada carrera de periodista me dejaran tiempo ni humor de procurar su conocimiento.
Hoy, que, por dicha, no tengo que ilustrar o rectificar o lisonjear la opinión pública, y que por desdicha voy envejeciéndome a grandes pasos, qué de veces al seguir en el humo de mi cigarro, en el silencio de mi alcoba, el curso de las ideas y de los sucesos que me visitaron en la juventud, se me ha presentado, en la especie de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo describieron sus coetáneos: limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en sus hábitos clericales, avanzando por esas calles de Dios con la cabeza siempre descubierta y los ojos en el suelo: no dejando asomar en sus pláticas y exhortaciones la erudición: de Fenelón, ni la elocuencia de Bossuet; pero pronto a todas horas del día y de la noche a socorrer una necesidad, a prodigar los auxilios de su ministerio a los moribundos, y a enjugar las lágrimas de la viuda y el huérfano: y en materia de humildad, sin término de comparación, pues no le hay, ciertamente, para la humildad de Lanchitas.

Y, sin embargo, me dicen que no siempre fue así; que si no recibió del cielo un talento de primer orden, ni una voluntad firme y altiva, era hombre medianamente resuelto y despejado, y por demás estudioso e investigador. En una época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas comarcas, y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y tranquilo, bastaban la pureza de costumbres, la observancia de la disciplina eclesiástica, el ordinario conocimiento de las ciencias sagradas y morales, y un juicio recto para captarse el aprecio del clero y el respeto y la estimación de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista; y en los ratos que el desempeño de sus obligaciones de capellán le dejan libres, profundizaba las investigaciones teológicas, y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente las controversias entabladas en Europa entre adversarios y defensores del catolicismo; no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las aberraciones de Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza; ni las refutaciones victoriosas que provocaron en su tiempo. Quizá hasta se haya dedicado ha al estudio de las ciencias naturales, después de ejercitarse en el de las lenguas antiguas y modernas; todo en el límite que la escasez de maestros y de libros permitía aquí a principios del siglo. Y este hombre, superior en conocimientos a la mayor parte de los clérigos de su tiempo, consultado a veces por obispos y oidores, y considerado, y considerado, acaso, como un pozo de ciencia por el vulgo, cierra o quema repentinamente sus libros; responde a las consultas con la risa de la infancia o del idiotismo; no vuelve a cubrirse la cabeza ni a levantar del suelo sus ojos, y se convierte en personaje de broma para los chicos y para los desocupados. Por rara y peregrina que haya sido la transformación, fue real y efectiva; y he aquí cómo, del respetable Lanzas, resultó Lanchitas, el pobre clérigo que se me aparece entre las nubes de humo de mi cigarro.

No ha muchos meses, pedía yo noticias de él a una persona ilustrada y formal, que le trató con cierta intimidad; y, como acababa de figurar en nuestra conversación el tema del espiritismo, hoy en boga, mi interlocutor me tomó del brazo, y, sacándome de la reunión de amigos en que estábamos, me refirió una anécdota más rara todavía que la transformación de Lanchitas, y que acaso la explique. Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a calificar. Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado de lo absurdo.

No recuerdo el día, el mes, ni el año del suceso, ni si mi interlocutor lo señaló; solo entiendo que se refería a la época de 1820 a 30; y en lo que no me cabe duda es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y lluviosa, como suelen serlo las de invierno. El Padre Lanzas tenía ajustada una partida de malilla o tresillo con algunos amigos suyos, por el rumbo de Santa Catalina Mártir; y, terminados sus quehaceres del día, iba del centro de la ciudad a reunírseles esa noche, cuando, a corta distancia de la casa en que tenía lugar la modesta tertulia, alcanzóle una mujer del pueblo, ya entrada en años y miserablemente vestida, quien, besándole la mano, le dijo:

-¡Padrecito! ¡Una confesión! Por amor de Dios, véngase conmigo Su Merced, pues el caso no admite espera.

Trató de informarse el Padre de si se había o no acudido previamente a la parroquia respectiva en solicitud de los auxilios espirituales que se le pedían; pero la mujer, con frase breve y enérgica, le contestó que el interesado pretendía que él precisamente le confesara, y que si se malograba el momento, pesaría sobre la conciencia del sacerdote; a lo cual éste no dio más respuesta que echar a andar detrás de la vieja.

Recorrieron en toda su longitud una calle de Poniente a Oriente, mal alumbrada y fangosa, yendo a salir cerca del Apartado, y de allí tomaron hacia el Norte, hasta torcer a mano derecha y detenerse en una miserable accesoria del callejón del Padre Lecuona. La puerta del cuartucho estaba nada más entornada, y empujándola simplemente, la mujer penetró en la habitación llevando al Padre
Lanzas de una de las extremidades del manteo. En el rincón más amplio y sobre una estera sucia y medio desbaratada, estaba el paciente, cubierto con una frazada; a corta distancia, una vela de sebo puesta sobre un jarro boca a bajo en el suelo, daba su escasa luz a toda la pieza, enteramente desamueblada y con la paredes llenas de telarañas. Por terrible que sea el cuadro más acabado de la indigencia, no daría idea del desmantelamiento, desaseo y lobreguez de tal habitación, en que la voz humana parecía apagarse antes de sonar, y cuyo piso de tierra exhalaba el hedor especial de los sitios que carecen de la menor ventilación.

Cuando el Padre, tomando la vela, se acercó al paciente y levantó con suavidad la frazada que le ocultaba por completo, descubrióse una cabeza huesosa y enjuta, amarrada con un pañuelo amarillento y a trechos roto. Los ojos del hombre estaban cerrados y notablemente hundidos, y la piel de su rostro y de sus manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de las de las momias.

-¡Pero este hombre está muerto! –exclamó el Padre Lanzas dirigiéndose a la vieja.

-Se va a confesar, Padrecito- respondió la mujer, quitándole la vela, que fue a poner en el rincón más distante de la pieza, quedando casi a oscuras el resto de ella; y al mismo tiempo el hombre, como si quisiera demostrar la verdad de las palabras de la mujer; se incorporó en su petate, y comenzó a recitar con voz cavernosa, pero suficientemente inteligible, el Confiteor Deo.

Tengo que abrir aquí un paréntesis a mi narración, pues el digno sacerdote jamás a alma nacida refirió la extraña y probablemente horrible confesión que aquella noche le hicieron. De algunas alusiones y medias palabras suyas se infiere que al comenzar su relato el penitente, se refería a fechas tan remotas que el Padre, creyéndole difuso o divagado, y comprendiendo que no había tiempo que perder, le excitó a concretarse a lo que importaba; que a poco entendió que aquél se daba por muerto de muchos años atrás, en circunstancias violentas que no le habían permitido descargar su conciencia como había acostumbrado pedirlo diariamente a Dios, aun en el olvido casi total de sus deberes y en el seno de los vicios, y quizá hasta del crimen; y que por permisión divina lo hacía en aquel momento, viniendo de la eternidad para volver a ella inmediatamente. Acostumbrado Lanzas, en el largo ejercicio de su ministerio, a los delirios y extravagancias de los febricitantes y de los locos, no hizo mayor aprecio de tales declaraciones, juzgándolas efecto del extravío anormal o inveterado de la razón del enfermo; contentándose con exhortarle al arrepentimiento y explicarle lo grave del trance al que estaba orillado, y con absolverlo bajo las condiciones necesarias, supuesta la perturbación mental de que le consideraba dominado. Al pronunciar las últimas palabras del rezo, notó que el hombre había vuelto a acostarse; que la vieja no estaba ya en el cuarto, y que la vela, a punto de consumirse por completo, despedía sus últimas luces. Llegando él a la puerta, que permanecía entornada, quedó la pieza en profunda oscuridad; y, aunque al salir atrajo con suavidad la hoja entreabierta, cerróse ésta de firme, como si de adentro la hubieran empujado. El Padre, que contaba con hallar a la mujer en la parte de afuera, y con recomendarle el cuidado del moribundo y que volviera a llamarle a él mismo, aun a deshora, si advertía que recobraba aquél la razón, desconcertóse al no verla, esperóla en vano durante algunos minutos; quiso volver a entrar en la accesoria, sin conseguirlo, por haber quedado cerrada, como de firme, la puerta; y, apretando en la calle la oscuridad y la lluvia, decidióse, al fin, a alejarse, proponiéndose efectuar, al siguiente día muy temprano nueva visita.

Sus compañeros de malilla o tresillo le recibieron amistosa y cordialmente, aunque no sin reprocharle su tardanza. La hora de la cita había, en efecto, pasado ya con mucho, y Lanzas, sabiéndolo, o sospechándolo, había venido aprisa y estaba sudando. Echó mano al bolsillo en busca del pañuelo para limpiarse la frente, y no le halló. No se trataba de un pañuelo cualquiera, sino de la obra acabadísima de alguna de sus hijas espirituales más consideradas de él; finísima batista con las iniciales del Padre, primorosamente bordadas en blanco, entre laureles y trinitarias de gusto más o menos monjil. Prevalido de su confianza en la casa, llamó al criado, le dio las señas de la accesoria en que seguramente había dejado el pañuelo, y le despachó en su busca, satisfecho de que se le presentara, así, ocasión de tener nuevas noticias del enfermo, y de aplacar la inquietud en que él mismo había quedado a su respecto. Y con la fruición que produce en una noche fría y lluviosa, llegar de la calle a una pieza abrigada y bien alumbrada, y hallarse en amistosa compañía cerca de una mesa espaciosa, a punto de comenzar el juego que por espacio de más de veinte años nos ha entretenido una o dos horas cada noche, repantigóse nuestro Lanzas en uno de esos sillones de vaqueta que se hallaban frecuentemente en las celdas de los monjes, y que yo prefiero al más pulido asiento del brocatel o terciopelo; y encendiendo un buen cigarro habano, y arrojando bocanadas de humo aromático, al colocar sus cartas en la mano izquierda en forma de abanico, y como si no hiciera más que continuar en voz alta el hilo de sus reflexiones relativas al penitente a quien acaba de oír, dijo a sus compañeros de tresillo:

-¿Han leído ustedes la Comedia de Don Pedro Calderón de la Barca, intitulada La
Devoción de la Cruz?

Alguno de los comensales la conocía, y recordó al vuelo las principales peripecias del galán noble y valiente, al par que corrompido, especie de Tenorio de su época, que muerto a hierro, obtiene por efecto de su constante devoción a la sagrada insignia del cristiano, el raro privilegio de confesarse momentos u horas después de haber cesado de vivir. Recordado lo cual, Lanzas prosiguió diciendo, en tono entre grave y festivo:

-No se puede negar que el pensamiento del drama de Calderón es altamente religioso, no obstante que algunas de sus escenas causarían positivo escándalo hasta en los tristes días que alcanzamos. Mas, para que se vea que las obras de imaginación suelen causar daño efectivo aun con lo poco de bueno que contengan, les diré que acabo de confesar a un infeliz, que no pasó de artesano en sus buenos tiempos; que apenas sabía leer; y que, indudablemente, había leído o visto La Devoción de la Cruz, puesto que, en las divagaciones de su razón, creía reproducido en sí mismo el milagro del drama…

-¿Cómo? ¿Cómo? –exclamaron los comensales de Lanzas, mostrando repentino interés.

-Como ustedes lo oyen, amigos míos. Uno de los mayores obstáculos con que, en los tiempos de ilustración que corren, se tropieza en el confesionario es el deplorable efecto de las lecturas, aun de aquellas que a primera vista no es posible calificar de nocivas. No pocas veces me he encontrado, bajo la piel de beatas compungidas y feas, con animosas Casandras y tiernas y remilgadas Atalas; algunos delincuentes honrados, a la manera del de Jovellanos, han recibido de mi mano la absolución; y en el carácter de muchos hombres sesudos, he advertido fuertes conatos de imitación de las fechorías del Periquillo, de Lizardi. Pero ninguno tan preocupado ni porfiado como mi último penitente; loco, loco de remate. ¡Lástima de alma, que a vueltas de un verdadero arrepentimiento, se está en sus trece de que hace quién sabe cuántos años dejó el mundo, y que por altos juicios de Dios…¡Vamos! ¡Lo del protagonista del drama consabido!
Juego…

En esos momentos se presentó el criado de la casa, diciendo al Padre que en vano había llamado durante media hora en la puerta de la accesoria; habiéndose acercado, al fin, el sereno, a avisarle caritativamente que la tal pieza y las contiguas llevaban mucho tiempo de estar vacías, lo cual le constaba perfectamente, por razón de su oficio y de vivir en la misma calle.

Con extrañeza oyó esto el Padre; y los comensales que, según he dicho, habían ya tomado interés en su aventura, dirigiéronle nuevas preguntas, mirándose unos a otros. Daba la casualidad de hallarse entre ellos nada menos que el dueño de las accesorias, quien declaró que, efectivamente, así éstas, como la casa toda a que pertenecían, llevaban cuatro años de vacías y cerradas, a consecuencia de estar pendiente en los tribunales un pleito en que le disputaba la propiedad de la finca, y no haber querido él entre tanto, hacer las reparaciones indispensables para arrendarla. Indudablemente, Lanzas se había equivocado respecto a la localidad por él visitada, y cuyas señas, sin embargo, correspondían con toda exactitud a la finca cerrada y en pleito; a menos que, a excusas del propietario, se hubiera cometido el abuso de abrir y ocupar las accesorias, defraudándole su renta. Interesados igualmente, aunque por motivos diversos, el dueño de la casa y el Padre en salir de dudas, convinieron esa noche en reunirse al otro día, temprano, para ir juntos a reconocer la accesoria.

Aún no eran las ocho de la mañana siguiente, cuando llegaron a su puerta, no sólo bien cerrada, sino mostrando entre las hojas y el marco, y el ojo de la llave, telarañas y polvo daban la seguridad material de no haber sido abierta en algunos años. El propietario llamó sobre esto la atención del Padre, quien retrocedió hasta el principio del callejón, volviendo a recorrer cuidadosamente, y guiándose por sus recuerdos de la noche anterior, la distancia que mediaba desde la esquina hasta el cuartucho, a cuya puerta se detuvo nuevamente, asegurando con toda formalidad ser la misma por donde había entrado a confesar al enfermo, a menos que, como éste, no hubiera perdido el juicio. A creerlo así se iba inclinando el propietario, al ver la inquietud y hasta la angustia con que Lanzas examinaba la puerta y la calle, ratificándose en sus afirmaciones y suplicándole hiciese abrir la accesoria a fin de registrarla por dentro.

Llevaron allí un manojo de llaves viejas, tomadas de orín, y probando algunas, después de haber sido necesario desembarazar de tierra y telarañas, por medio de clavo o estaca, el agujero de la cerradura, se abrió al fin la puerta, saliendo por ella el aire malsano y apestoso a humedad que Lanzas había aspirado allí la noche anterior. Penetraron en el cuarto nuestro clérigo y el dueño de la finca, y a pesar de su oscuridad, pudieron notar desde luego, que estaba enteramente deshabitado y sin mueble ni rastro alguno de inquilinos. Disponíase el dueño a salir, invitando a Lanzas a seguirle o precederle, cuando éste, renuente a convencerse de que había simplemente soñado lo de la confesión, se dirigió al ángulo del cuarto en que recordaba haber estado el enfermo, y halló en el suelo y cerca del rincón, su pañuelo, que la escasísima luz de la pieza no le había dejado ver antes. Recogióle con profunda ansiedad y corrió hacia la puerta para examinarle a toda claridad del día. Era el suyo, y las marcas bordadas no le dejaban duda alguna. Inundados en sudor su semblante y sus manos, clavó en el propietario de la finca los ojos, que el terror parecía hacer salir de sus órbitas; se guardó el pañuelo en el bolsillo, descubrióse la cabeza, y salió a la calle con el sombrero en la mano, delante del propietario, quien, después de haber cerrado la puerta y entregado a su dependiente el manojo de llaves, echó a andar al lado del Padre, preguntándole con cierta impaciencia:

-Pero ¿Cómo se explica usted lo acaecido?

Lanzas le vio con señales de extrañeza, como si no hubiera comprendido la pregunta: y siguió caminando con la cabeza descubierta a sombra y a sol, y no se la volvió a cubrir desde aquel punto. Cuando alguien le interrogaba sobre semejante rareza, contestaba con risa como de idiota, y llevándose la diestra al bolsillo, para cerciorarse de que tenía consigo el pañuelo. Con infatigable constancia siguió desempeñando las tareas más modestas del ministerio sacerdotal, dando señalada preferencia a las que más en contacto le ponían con los pobres y los niños, a quienes mucho se asemejaba en sus conversaciones y en sus gustos. ¿Tenía, acaso, presente el pasaje de la Sagrada Escritura relativo a los párvulos? Jamás se le vio volver a dar el menor indicio de enojo o de impaciencia; y si en las calles era casual o intencionalmente atropellado o vejado, continuaba su camino con la vista en el suelo y moviendo sus labios como si orara. Así le suelo contemplar todavía en el silencio de mi alcoba, entre las nubes de humo de mi cigarro; y me pregunto, si a los ojos de Dios no era Lanchitas más sabio que Lanzas, y si los que nos reímos con la narración de sus excentricidades y simplezas, no estamos, en realidad, más trascordados que el pobre clérigo.

Diré, por vía de apéndice, que poco después de su muerte, al reconstruir alguna de las casas del callejón del Padre Lecuona, extrajeron el muro más grueso de una pieza, que ignoro si sería la consabida accesoria, el esqueleto de un hombre que parecía haber sido emparedado mucho tiempo antes, y a cuyo esqueleto se dio sepultura con las debidas formalidades.