No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El monte de las ánimas

de Gustavo Adolfo Béquer

(Leyendas, 1853) 

   La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijonea- da, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

¡Tan pronto!

A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y con- tribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.


Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbar- lo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y  caballeros

que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

Hermosa prima exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar...

¿Lo quieres?

No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? dijo él clavando una mira- da en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

¿Por qué no? exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

Sí.

Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

¡Se ha perdido!, ¿y dónde? preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

No sé, en el monte acaso.

¡En el Monte de las Ánimas murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas    ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar  de  horror  la  sangre  del  más  valiente,  tornar  sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido ex- clamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan es- pecial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la ma- no por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entretenién- dose en revolver el fuego:

Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

¡Alonso! ¡Alonso! dijo ésta, volviéndose con rapidez; pe- ro cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había des- aparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

¡Habrá tenido miedo! exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las do- bles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísi- mas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

Será el viento dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presen- cia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

¡Bah! exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo  que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.



Los ojos verdes

De Gustavo Adolfo Bécquer


Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma. 

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día. 


I


-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Alamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido? 

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res. 

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente. 

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse. 

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores. 

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar. 

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la

primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos? 

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto. 

-¡Imposible! ¿Y por qué? 

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Alamos: la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida. 

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro. 

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados. 

El montero exclamó al fin: 

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo. 


II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Alamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en valde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren? 

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte. 

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras: 

-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas? 

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito. 

-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella. 

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así: 

-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad. 

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, Para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde. 

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre. 

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer. 

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio. 

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos... 

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento. 

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría: 

-¿La conoces? 

-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas. 

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa. 

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer. 

-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos! 

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: 

-¡Cúmplase la voluntad del Cielo! 


III


-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre. 

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen. 

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia. 

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. 

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos. 

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer... 

-O un demonio... ¿Y si lo fuese? 

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor: 

-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella. 

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso. 

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. 

La mujer de los ojos verdes prosiguió así: 

-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven. 

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso... 

Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre. 

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.  

El viaje

De Luis Mateo Díez

Ella sube al autobús en la misma parada, siempre a la misma hora, y una sonrisa mutua, que ya no recuerdo de cuándo procede, nos une en el viaje trivial, en la monotonía de nuestra costumbre. Se baja en la parada anterior a la mía y otra sonrisa furtiva marca la muda despedida hasta el día siguiente. Cuando algunas veces no coincidimos, soy un ser desgraciado que se interna en la rutina de la mañana como en un bosque oscuro. Entonces el día se desploma hecho pedazos y la noche es una larga y nerviosa vigilia hasta que vuelvo a verla.  

El reloj

De Pío Baroja




Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,
molestias, aún de noche su corazón no reposa.
-Eclesiastés

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Desde la ventana se veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.

«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.

-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.

Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.

FIN

Rompecabezas

De Benito Pérez Galdós



- I -

Ayer, como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana, correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el meollo que contiene.

Pues señor... digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.

Imposible reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de cielo y tierra.

Andaban, como he dicho, presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o aldehuelas de gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella parte del mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en silencio. Deparoles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice el papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era de las tierras que caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían considerarse libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón de a ocho, reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara. No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.

- II -

Tranquilos y gozosos, después de dejar al rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron en la ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o jura de un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza, que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres que en nuestra civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas, metales y marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el gozo febril.

Recorrieron los fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el anciano miraba uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda del niño, la madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños con pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades y demonios coronados.

No tardaron en encontrar lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se armaban y desarmaban; en fin... no se puede contar. Para que nada faltase, había teatros con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto, sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes, cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado para recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los siglos.

- III -

En medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.

Y en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y desvanecimiento.

Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho.»

Como las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad.

Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad.

El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza militar.

Vierais allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados reinos.

A un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza.

FIN

El viaje a ninguna parte

De Fernando Fernán-Gómez

El teatro es otra cosa

Capítulo 1

(Fragmento)

Hay que recordar... Hay que recordar... Más alto, por favor. La música, digo. ¿Puede estar un poco más alta? Así, así... Sí, me acuerdo, me acuerdo muy bien. Estos que cantan son el Trío Calaveras, y la canción, un bolero, se llama Caminemos.

¡No, no es el Trío Calaveras! ¡Son Los Panchos! Han pasado ya tantos años... Pero son ellos, estoy seguro.

Sí, Los Panchos... A Los Calaveras los vi sólo una vez, cuando se despedían de Casablanca, una «sala de fiestas», como se llamaban entonces.

Aquella noche, después de cerrar, nos quedarnos unos cuantos con los calaveras. En aquel tiempo obligaban a cerrar esos sitios muy pronto.

Cosas de Franco, que como él no salía de noche... Su niña, sí, su niña sí que salía con amigos y amigas. A veces se la veía en las salas de fiestas, cuando había una atracción importante. Aún recuerdo su belleza, entre aristocrática y gitana, su mirada oscura... La recuerdo, sí, sí... Ella y las amigas de su mesa estaban siempre muy bien vestidas, es natural. Los dueños de esos locales también obligaban a vestirse bien a las chicas, pero era otra cosa. No había ni punto de comparación.

Como digo, nos quedamos unos cuantos. Un hombrecillo flaco, ondulado, atildado, con flor en el ojal, chilló con voz aguda y descaradamente amariconada:

-¡Bueno, ya estamos los cabales!

-Marceliano, dile a Molina que saque el champán -ordenó el dueño.

-¡Qué generoso, don Leandro! -celebró el marica.

Maruja Asquerino, que andaba por allí, suplicó seductora:

-Anda, Raúl, cantaros algo, que no se diga.

El calavera Raúl trató de excusarse.

-El trabajo ha terminado, hermana; no por hoy, sino por la temporada.

-¡La despedida, hombre, la despedida! -insistió Maruja.

A la petición se sumó el del ojal florido.

-¡Que hay gente importante! ¡Están aquí los mejores artistas del mundo!

-¡Que canten, que canten, que canten! -pidieron varias voces a coro.

Y cantaron esa canción mejicana, de amor y de despedida, tan triste: La barca de oro.

Por el champán, por la despedida o por el amor, a algunos de aquellos golfos y golfas se les saltaban las lágrimas.

Siempre se ha dicho de los artistas que somos aves nocturnas. Los artistas y los golfos. Para la gente somos todos uno. Aquella noche estaban en Casablanca Jorge Mistral, Lola Flores y la que he dicho antes, María Asquerino. Qué hermosura de mujer. Maruja, la llamaban entonces.

Yo, en persona, casi no conocía a nadie. Eran artistas de Madrid, y yo hasta hacía poco no había salido de los pueblos. Creo recordar que me había llevado a Casablanca Miguel Mihura, que acababa de descubrirme. Descubrimiento tardío, porque yo andaba ya por los cuarenta años, pero al que debo mis mayores éxitos y los años más felices de mi vida. Hasta entonces siempre había trabajado en la compañía de mi padre, un gran actor que no tuvo suerte; enamorado siempre, como yo, de su profesión, la más bella que existe.

Solíamos vivir en una fonda de Ciudad Real... ¿O de Talavera de la Reina? En fin, la fonda en que vivíamos casi todo el año, estaba en Ciudad Real, y desde allí salíamos para los pueblos de La Mancha o de La Llanada. Siempre de pueblo en pueblo. Siempre de camino, como en la canción de Los Panchos. Pero cuando ocurrió lo que ahora quiero contar, no sé si estábamos en la fonda de Ciudad Real o en una pensión de Talavera. No me acuerdo bien. Bueno, pero es lo mismo. Lo que quería contar es cuando se presentó mi hijo, aquel zangalotino.

La muerte del decano

De Gonzalo Torrente Ballester



Primera Parte

 
1





El lego entró arrastrando las sandalias, las manos recogidas debajo del escapulario, y éste oculto por un mandil, de los de peto. Llevaba la capilla echada y unas gafas de hierro montadas en la nariz.



—El padre Fulgencio me dice que vendrá en seguida. El padre Fulgencio está atendiendo a unos frailes jóvenes que le han planteado una cuestión moral, pero vendrá en seguida. El padre Fulgencio le estaba esperando.



—Daré una vuelta por el claustro.



—En el claustro hace mucho frío, y hay partes donde llueve. El señor Decano haría mejor en meterse en mi chiscón, que tengo una estufa encendida, o, en todo caso, pasar a la sala de visitas.



—No, no. Esperaré en el claustro. Vengo bien abrigado.



Se subió el cuello y se calzó los guantes. Llevaba un paraguas, y lo sostuvo debajo del brazo. Se apoyó en él. Descendió por los escalones de piedra y cerró tras sí la puerta de cristales. El lego hizo un gesto de incomprensión y se metió en su cuchitril.



Por el claustro corría el viento en ráfagas sonoras cargadas de gotas gruesas de lluvia. Estaba el aire gris, y la piedra negreaba en los ángulos remotos. El Decano se apoyó en el murete que separaba el claustro del jardín. Llovía fuerte, la lluvia batía los macizos sin flores, los magnolios de las esquinas borraban el perfil de los arcos. Chorreaba por la cubierta del templete central, en el que habían instalado una estatua moderna, cursi, de san Francisco.



La lluvia no dejaba ver el gesto patético y almibarado del santo.



El Decano, sin embargo, no apartaba la vista de él. No dejó de mirarlo hasta que se oyeron las sandalias del padre Fulgencio por las losas húmedas. Entonces, el Decano volvió la cabeza. El fraile con la capa puesta y la capilla echada, se acercaba rápido: sus pies descalzos aparecían y desaparecían por debajo del hábito conforme caminaba.



—Pero, hombre de Dios, ¿cómo se ha venido hasta aquí con la tarde que hace? Hubiera esperado mejor en la sala de visitas.



Le cogió del brazo y tiró de él hacia la salida.



—Venga. Usted sabe que allí tenemos un radiador que algo calienta. Y fray Manolo nos traerá de beber. Venga.



El Decano se dejó llevar.



Entraron en la sala de visitas, vacía. Por una ventana entraba un poco de luz, pero la habitación estaba sombría. El fraile encendió la lámpara central: tres brazos y una bombilla, rodeada de abalorios verdes y rojos, una cenefa de azules. El padre Fulgencio le señaló un sillón forrado de hule verde oscuro.



—Acomódese. Voy a pedir que nos traigan el licor.



Al lego, que acudió renqueando, le pidió que trajera una botella de licor y dos copas. Luego se volvió al Decano.



—No lo hago sólo por invitarle, sino por egoísmo. Una copita, con el frío que hace, nunca viene mal.



Se sentó en una silla. El Decano jugaba con el paraguas.



—Déjeme eso, se lo colgaré por ahí.



Mientras colgaba el paraguas, vuelto de espaldas, añadió:



—También puede quitarse el abrigo, que estará húmedo.



Se volvió, y ayudó al Decano.



Le sacudió la lluvia y colgó el abrigo en una percha.



—Ahí estará mejor. Entrará en calor cuando nos traigan la copa. ¿Me da un pitillo?



El Decano sacó el paquete del bolsillo, extrajo dos cigarrillos y dio uno al fraile. Puso el otro entre los labios y encendió el mechero. El fraile chupó ávidamente el cigarrillo. El Decano, mientras, encendía el suyo con parsimonia. Se mezclaron los humos. Se miraron. Se echaron a reír.



—¿Le pasa algo? ¿Cómo se le ocurrió venir esta tarde?



—Digamos que vengo de despedida.



—¿Se va de viaje?



—No, precisamente. Bueno, según se mire, lo de hoy puede ser un viaje. Mucha gente considera a la muerte como final del viaje, y, otros, como su comienzo. A mí me da lo mismo, pero usted puede escoger.



Al fraile le había quedado la mano en el aire, el cigarrillo humeando. Se agravó el tono de su voz.



—No me dirá...



—A decírselo vengo.



Entró el lego sin llamar.



Traía una bandeja de peltre con una botella y dos copas. Lo dejó todo en una mesilla. El Decano dijo al padre Fulgencio:



—Antes de hablar, sírvame la copa.



—Me han traído coñac. No sé si le apetecerá a estas horas.



—Un coñac siempre viene bien con este tiempo, aunque sea de ese malo que ustedes usan.



—El voto de pobreza no nos permite tenerlo mejor -le dijo el fraile mientras servía la copa y se la tendía. El Decano carraspeaba.



—Es un verdadero matarratas, pero en fin, no habiendo otra cosa...



Echó un sorbo breve y dejó la copa en una esquina de la mesa. El fraile probó la suya.



—No le falta razón. Es verdaderamente fuerte. Rasca la garganta. Le pediré al prior que compre coñac de otra clase.



—A veces basta con cambiar de marca.



—Usted, naturalmente, beberá del mejor.



El Decano, la copa en alto, sonrió.



—Yo no hice voto de pobreza, y mantengo algunas malas costumbres. La del buen coñac es de las más caras.



Bebió otro sorbo. Volvieron a mirarse. Lo trivial quedaba dicho.



—Me tiene usted preocupado.



—Yo también lo estoy.



—Pues no lo parece. Ha hablado, hace un momento, con toda naturalidad de...



—De mi muerte inmediata. ¿Esta noche, quizá? No puedo saberlo, pero lo presiento. Lo presiento por ciertos indicios.



—¿No será todo una fantasía? Lo he pensado muchas veces.



—Yo también; pero, en todo caso, es una fantasía que a veces me abruma como la realidad más evidente. Esta mañana don Enrique estuvo tan amable conmigo, tan cariñoso... Yo le observaba, y en su mirada vi la muerte. La mía, por supuesto. En su mirada, en cierto temblor de sus manos. Por buen actor que sea, siempre hay síntomas...



—¿Por qué no le hace frente?



—¿Con qué pretexto? ¿No ve usted que sería ridículo? Imagínelo. Me diría inmediatamente: Usted se ha vuelto loco. Y tendría que confesarle que sí. Si hice de usted mi confidente, fue porque usted es la única persona que sabe que hablo en serio, que lo comprende.



El Decano dejó un momento la voz en suspenso y, con la mano, hizo un signo vago.



—Tengo ciertos principios de conducta, y alguna vez le he dicho que la muerte no me aterra.



—Cuando es inevitable. Pero ésta...



—Para mí lo es.



—Puede usted marcharse de viaje. Esta tarde misma.



—¿Y qué? Sería aplazarlo unos días, un mes... No puedo marcharme indefinidamente, menos aún puedo ir al Rector y decirle que marcho por miedo a que me envenenen... porque la muerte que presiento...



Miró fríamente al fraile.



—...para hoy mismo...



El padre Fulgencio se levantó airado.



—¿Para hoy mismo? No le dejaré salir del convento. Hay alguna celda cómoda... para cuando vienen a visitarnos los prelados. También puedo encargarle una cena especial.



El Decano, también de pie, lo empujó hasta el asiento. Luego se sentó también.



—Hasta ahora me escuchó siempre con serenidad.



—No estaban las cosas tan graves.



—¿Qué más da? Usted puede seguir pensando que se trata de una fantasía. Yo, sin embargo, creo en el Destino, y en que es inútil huirle. Recuerde la historia aquella del que se escapó a Samarcanda para esquivar la muerte, cuando la muerte le esperaba precisamente en Samarcanda.



—Los hombres de Oriente tienen otra mentalidad. Los conozco bien. No olvide los años que pasé en Jerusalén. Pero nosotros...



—Ustedes creen que Dios les tiene asignado un momento, y que es inútil escaparle. Yo espero ese momento como inevitable... Esta noche, quizás, según ciertos indicios. Ya se lo dije.



—¿Y viene usted...?



—Vengo a traerle unos papeles para que los guarde junto a otros que tiene, y a decirle quizá hasta mañana.



Metió la mano en el bolsillo, sacó unos papeles doblados, se los tendió al fraile.



—Guárdeselos. Léalos si quiere, pero guárdelos. Mi pensamiento sobre la Historia Antigua se interrumpe ahí. Dirán que es una obra genial. Yo sé hasta dónde llega su valor. Que esté conclusa o inacabada, ¿qué más da? Aunque es posible que se publique acabada. Él la terminará: tiene notas mías y el estilo es fácil de imitar. Entonces, si este libro se publica, es cuando usted debe sacar a relucir los capítulos que guarda y armar el escándalo. Porque se armará, ya lo creo. Pero, por si las cosas salieran mal, hoy he mandado a Madrid mis papeles. No esos que usted guarda, sino las notas y proyectos de lo que será mi obra. No se deben abrir esos papeles hasta los veinte años de mi muerte. ¿Se imagina usted la sorpresa, el susto de quien me ha robado, de quien me ha quitado la vida? Veinte años: le harán falta para escribir todo lo que puede sin oírme... Pero ya me oyó bastante como para poder suplantarme, a mi obra, quiero decir. Son unas precauciones a largo plazo, pero también una venganza. ¿Imagina usted lo que es ver cómo se desbarata una carrera que parecía segura?



—Pero si él le mata...



El Decano se levantó, recabó su abrigo. Mientras se lo ponía, dijo:



—No sé con qué cautelas se prepara este crimen, pero usted sabe que pocos quedan impunes. Si a él le meten en la cárcel, si lo condenan, le encomiendo a usted el cuidado de su mujer. Vea usted la manera de que le den un trabajo, que no se muera de hambre. Es una criatura delicada e inocente. Ella no participa en la envidia de su marido, ya se lo dije alguna vez. No tiene por qué pagar las consecuencias. Ella, además, me estima.



—Y usted la ama.



—Sí. Es lo único que me importa de este mundo que probablemente voy a dejar... Aunque, ¿quién sabe?, a lo mejor es una fantasía, y pasado mañana estaré otra vez aquí, con este frío, a entregarle más papeles y a decirle que el gran momento se ha aplazado...



Cogió el paraguas. El fraile se había levantado y le tendió la mano.



—No quiero insistir en lo que otras veces le dije, pero Dios es misericordioso, y con un acto de fe, un acto de arrepentimiento, aunque sea en los estertores...



El Decano recibió su mano y la apretó con efusión.



—Gracias. Usted sabe que sé a qué atenerme, si llega el caso, aunque no creo que llegue. No creo, creo... ¿Quién sabe?



—Rezaré por usted toda la tarde.



El Decano atravesó el zaguán de piedra, abrió el paraguas y se lanzó, pausado, bajo la lluvia. El fraile le contempló desde la puerta, hasta perderlo de vista. Se santiguó, entró en el convento y cerró tras de sí.





Al llegar al comienzo de la plaza, el Decano se detuvo ante la superficie desierta, golpeada por el viento: se metió por el arco, rodeó la Catedral y por las callejas llegó a la Universidad. No había nadie a la puerta, y en el zaguán empezaba a lucir el farol del alumbrado. Lisardo, el bedel, ajetreaba en su zaquizamí. Le saludó.



—Buenas tardes, señor Decano. Aunque llamarle buenas...



—Llueve. ¿Tiene algo de extraño?



—Aquí, no, desde luego. Pero ya llevamos muchos días así.



—Me molesta más el frío que la lluvia. ¿Ha visto usted a don Enrique?



—En la biblioteca estaba hace un momento.



—Voy a verlo. Mientras tanto, enciéndame la estufa y espere en el decanato a que yo vaya.



—Ahora mismo, señor Decano.



El bedel torció a la izquierda, hacia el decanato. El Decano dejó el paraguas en un rincón, escurriendo, y se marchó a la biblioteca. No había nadie en el claustro, y al final rojeaba un farol. Don Enrique leía en un rincón. No se dio cuenta de que el Decano había entrado hasta que lo tuvo cerca. Se levantó.



—¿No es muy tarde para usted a estas horas?



—Tengo unos papeles pendientes. Lisardo me dijo que estaba usted aquí, y se me ocurrió invitarle a cenar.



Don Enrique puso cara de disculpa.



—No está prevenida Francisca.



—Tiene usted tiempo de avisarla. Me gustaría hablar con usted de alguna cosa. Mire: váyase a casa mientras yo despacho esos papeles, y nos encontraremos... ¿le parece bien a las nueve? en casa de Ramallo.



—¿En casa de Ramallo?



—Se me antoja cenar empanada de lamprea...



—Usted no suele cenar fuerte.



—Un día es un día. ¿A las nueve, entonces?



Don Enrique asintió resignadamente.



—Aunque tarde un poco no importa. Y procure no mojarse.



Salió de la biblioteca. Don Enrique permaneció de pie un rato. Luego, cerró el libro y lo devolvió al anaquel.



Lisardo estaba en cuclillas, atizando la estufa.



—Deje eso ya. Póngase el impermeable. Vaya a la pastelería esa de ahí cerca y que le den la mejor caja de bombones que tengan.



Tendió un billete a Lisardo.



—Que se la den bien empaquetada, que no se moje. Y me la trae aquí.



Lisardo hizo un saludo y salió.



Tenía buen aspecto, aquel bedel: cara alargada, inteligente, un poco pálida, de rasgos nobles, y el aire de un señor venido a menos. Cerró la puerta sin ruido. El Decano, en cuclillas, abrió la puertecilla de la estufa y recibió la bocanada de calor. Cerró, se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó en el perchero. Luego abrió una puerta disimulada en el panel de roble que llegaba casi hasta el techo, la puerta que escondía un retrete.



Echó una meadita breve, forzada, y, antes de cerrar, contempló la taza blanca con melancolía. Cerró de golpe. Sobre la mesa había un montón de papeles: los repasó, firmó unos cuantos, apartó otros, en montones bien delimitados. Encendió un cigarrillo y se sentó. Se levantó inmediatamente, apagó la luz del techo: la estancia quedó iluminada con la lámpara de la mesa y el resto envuelto en gris oscuro, el color del aire que entraba por la ventana. Vuelto al sillón, agotó el cigarrillo en chupadas lentas y espaciadas. Lo apagó, se oyeron golpes en la puerta. Dijo “Adelante” y entró Lisardo con un paquete de buen tamaño.



—Esto es lo mejor que había según me dijeron.



—Póngalo por ahí encima. Y, ahora, déme mi cuenta.



—Todavía no acabamos el mes, señor Decano.



—No importa. Llevo ahora dinero. Mañana me abre otra cuenta.



—Como quiera.



El Decano le tendió un billete. Lisardo lo cogió, lo miró.



—No tengo cambio. Ya me pagará mañana.



—O mañana me da usted la vuelta, ¿no le parece?



Lisardo se guardó el billete.



—Como quiera. Sobra más de la mitad.



Vio los papeles ordenados.



—Esto era la firma para mañana.



—Pues ya está despachada. Lléveselo todo y archive lo que sea de archivar.



Lisardo cogió los papeles, unos encima de otros, pero cruzados los montoncitos.



—¿Manda algo más?



—Que se cuide. Está malo el tiempo.



—Hago lo que puedo, y, de momento, no creo que me maten ni el viento ni la lluvia.



Salió sin hacer ruido. El Decano cogió el paquete de los bombones, lo sopesó, lo volvió a su lugar. Se sentó y encendió otro cigarrillo. Poco a poco, la escasa luz que entraba por la ventana se fue oscureciendo, apagó la lámpara de sobremesa y quedó a oscuras. Se veía ir y venir la punta del cigarrillo. De repente se levantó, encendió la luz del techo, sacó unos papeles del cajón y los quemó en la estufa, uno a uno, cuidadosamente.



Dejó sin quemar dos o tres cuartillas que devolvió al cajón. Después se puso el abrigo y el sombrero y salió. Al pasar por delante de Lisardo, recogió el paraguas, casi seco.



—Hasta mañana, Lisardo.



—Hasta mañana, señor Decano.



Había cesado el viento, y la lluvia que caía era fina y mansa.



Abrió el paraguas y se echó a andar, con el paquete de los bombones bajo el brazo. Llegó a la rúa y se metió bajo los soportales cuando pasaban dos chicas, estudiantes, metidas en sus impermeables transparentes, con los paraguas cerrados. Le saludaron, después de haber pasado el Decano, una dijo:



—No hay más que ver lo guapo que es y la facha que tiene.



—Y lo bien que viste -dijo la otra.



El Decano las oyó y sonrió, pero era una sonrisa triste. Deambuló un buen rato, por esta rúa y por la otra, a veces se detenía ante un rincón o ante un reflejo de la luz en las losas mojadas. Consultó la hora un par de veces.



Cuando dieron las nueve en el reloj de la catedral, apuró el paso y fue hasta la taberna de Ramallo.



Don Enrique aún no había llegado.



Le recogieron los avíos y se puso a leer una revista que sacó del bolsillo. Don Enrique tardó unos minutos.



—Estaba viendo ese trabajo de Méndez. Todo lo que dice aquí, como descubierto por él es archisabido.



Empujó hacia don Enrique la caja de los bombones.



—Esto es para Francisca, con mis respetos. Compensación por haberle robado el marido un par de horas.



—Le doy las gracias.



Don Enrique dejó el impermeable y la gorra encima de una silla, y se sentó en una banqueta, frente al Decano. Había llegado un mozo en mangas de camisa y chaleco oscuro. Esperaba, mudo, con lápiz y papel en la mano. El Decano le pidió, para empezar, una ración de empanada de lamprea; luego, ya vería. Don Enrique se limitó a un plato de merluza con patatas.



—¿No se decide usted por la lamprea?



—La encuentro muy fuerte para la noche. Ya le dije...



—Y yo le respondí que un día es un día. El de hoy lo dedico a los excesos. ¿Sabe usted que anoche pasé más de tres horas con una puta?



—Debía usted casarse.



—Eso no resuelve nada más que a los temperamentos tranquilos, como el de usted. Los inquietos nunca han hallado remedio en el matrimonio. El primer año, sí, y hasta puede que alguno más, depende de muchas cosas. Pero después renace la inquietud, y le viene a uno ganas de hacer experiencias. Y eso siempre es malo para la mujer propia. Prefiero no hacer mal a nadie y resolverlo a mi modo.



Había regresado el camarero con una fuente que colocó delante del Decano: venía en ella media empanada. La merluza tardaría un poco más: había que cocerla.



—¿Y de beber?



Pidieron un blanco del país.



De llegada, el Decano se bebió dos tazas: había comido ya un buen bocado de la empanada.



—Yo no digo que sea Dios, pero algún espíritu superior juntó estos sabores que tan bien se complementan, ¿no le parece? Claro que usted va a comer esta merluza puritana... ¿No es usted demasiado puritano, don Enrique?



—En cualquier caso, le aseguro que mi conducta no contraviene ningún principio. Es espontánea.



—Ahora se está estudiando la genética como explicación de muchas particularidades psicológicas. Un nuevo determinismo del que por aquí no se han enterado. Pero yo lo he leído en alguna parte, en una revista americana, si no recuerdo mal. Los años que vienen nos reservan muchas sorpresas.



—Y eso, ¿influirá en la Historia?



—Si influye en los individuos, y los individuos hacen la Historia...



—Entonces, todo lo que hagamos ahora será provisional, y habrá que revisarlo. Aunque, como usted sabe, yo no soy determinista, y puedo pasar de la biología.



—De todas maneras, no deje usted de enterarse de lo que pasa. Se lo he dicho más veces.



—Sí, y no lo eché en saco roto.



—Después, cuando usted me acompañe, podré prestarle esa revista. Es un artículo largo, bien informado. Le será útil, aunque quizá no inmediatamente. No conocemos aún el procedimiento... No conocemos aún el procedimiento para investigar los genes de Diocleciano. Los hechos están ahí, aunque pueden cambiar las interpretaciones, y no hay quien los mueva. Ya ve usted: cuando apareció lo de Freud, creíamos que iba a cambiar radicalmente nuestra visión de la Historia. Han pasado varios años, y lo más que tenemos son algunas hipótesis más o menos divertidas. Lo mismo sucedió con otras doctrinas. ¿Cree usted que hemos avanzado mucho sabiendo que Inocencio Iii era un resentido?



No esperó respuesta: se había liado con el último trozo de empanada y daba cuenta de él. Cuando vino el camarero con la merluza de don Enrique, le encargó otra ración igual, y más vino. Don Enrique le recomendó moderación. Él repitió: “un día es un día, ya se lo dije, el de hoy es especial”.



Llevaba don Enrique su merluza por la mitad, cuando el Decano volvió a hablar:



—No crea que eso de que hoy es un día especial se lo digo por decir. Hoy, por ejemplo, he pensado en algo que nos atañe.



Don Enrique levantó la cabeza, con los cubiertos del pescado en el aire.



—Sí, no me mire con esa cara. He pensado algo que le atañe principalmente a usted. Tiene que ver con sus oposiciones.



—¿No se sabe nada de ellas?



—Pero está al caer la convocatoria. Y usted sabe mucho, eso tiene que reconocerlo cualquier tribunal, pero le falta obra. Y he pensado que ese libro que íbamos a firmar a medias, lo firme usted solo. Yo le pondré un prólogo.



Don Enrique soltó los cubiertos.



—¡Pero eso no es justo! ¡Usted...!



—Yo no escribí ni una sola línea.



—Pero el pensamiento...



—¿Está usted seguro de que no es también suyo? No le digo que, en el origen, allá muy lejos, no haya algo mío, pero eso sucede con lo que piensa el discípulo, y usted lo fue mío. ¿No hemos hablado muchas veces de lo que hay de Hegel en Marx? Pero ya piensa por su cuenta. Recuerde nuestro convenio cuando acordamos firmar el libro juntos: se trataba simplemente de que mi apoyo quedase bien visible. Pero eso se logra también con un prólogo, ¿no le parece? Un prólogo extenso, en que el maestro presenta al discípulo y hace el primer juicio. El que usted se merece, ya lo conoce. Lo dejaré bien claro.



—Pero, ¿y su obra? Yo iré siempre a la zaga.



—Recuérdeme después que le hable de eso. Ahora me gustaría que me hablase usted del matrimonio. No es que piense casarme... ¡Dios me libre!, pero siempre conviene conocer la opinión contraria. Y usted tiene la experiencia que yo no tengo y que probablemente no tendré nunca.



—Yo no puedo generalizar.



—Usted es un hombre inteligente que puede reflexionar sobre su experiencia... sin que se note que es suya. Yo no le pido que me hable de su matrimonio, sino del matrimonio.



—Acabo de decirle que eso precisamente es lo que no puedo.



—Hay aspectos íntimos en los que ni quiero ni debo meterme: eso es lo que puedo imaginar... porque es lo más vulgar, y, a pesar de su intimidad, lo más conocido. Pero hay otros aspectos... No es lo mismo el matrimonio de un hombre como usted que el de un escribiente de Secretaría. Usted, por ejemplo, lleva diez años casado y, que yo sepa, no sólo no ha tenido aventuras, sino que su tiempo se divide entre el estudio y su mujer. Usted no tiene una peña de amigos con los que escape a lo cotidiano, ni juega al chamelo en los altos del casino. Usted no tiene tiempo libre, no se aburre. ¿Conoce usted a don Eustaquio, el catedrático de Obstetricia? Ahí tiene un caso vulgar. Y cuidado que su mujer es bonita y joven. A los dos años de casado empezó a escapar de ella. Ahora, es un marido como otro cualquiera: tiene su tertulia en el casino después de comer, y, por las tardes, su partida de póker. A ella la tiene preñada un año tras otro, para que no le ponga los cuernos, como la del catedrático de Histología, que no duerme con el marido y que anda con uno y con otro, como todo el mundo sabe.



—El adulterio como institución social, está pasado de moda. Si algo lo sostiene, es la literatura, sobre todo la teatral.



—No lo dirá usted por las comedias que vemos.



—La censura prohíbe las comedias de adulterio, pero es por razones morales. Las mías son más profundas.



—¿Podría usted decírmelas?



Don Enrique le miró fijamente, con toda seriedad, y el Decano se echó a reír.



—¿También en eso es usted puritano?



—No lo soy en nada. Se trata de una cuestión estética y un poco también de una cuestión histórica. Son ya mil años de darle vueltas al tema. Un poco cansado ya, ¿no le parece?



—Quizá tenga usted razón; pero siempre habrá mujeres que se aburran de los maridos, y hombres a quienes les guste picar en cercado ajeno.



—Yo lo encuentro frívolo y sin sustancia. Las historias, al menos hoy, se reducen a una sola: mi marido no me comprende, yo te comprendo perfectamente; en vista de eso, vamos a la cama.



El Decano estaba a punto de terminar la segunda ración de empanada, y el plato de don Enrique relucía de limpio. El Decano habló algo de los postres de la casa, y alabó el flan y la tarta de almendra.



—Aunque, claro, la encontrará pesada para estas horas. Le recomiendo el flan, que es más ligero.



Él tomó la tarta de almendra, y pidió para espuela un trago de aguardiente del país. Salieron.



Había dejado de llover, pero hacía frío. Don Enrique se quejó del clima.



—No es el clima el malo, como dicen los ingleses. Lo malo es el tiempo.



—Yo no entro en distinciones tan sutiles, pero tengo frío. Debí haber cogido una bufanda, como dijo mi mujer.



—¿Tiene usted el coche, o vamos a pie?



—El coche lo tengo frente a la Universidad. Si quiere, vamos andando hasta allí.



Era un coche pequeño, de importación. Apenas cabían dos cómodamente. Don Enrique se puso al volante.



—¿A su colegio?



El Decano respondió que sí.



No dijeron palabra hasta salir de la ciudad. Entonces, el Decano dio alguna indicación acerca del mejor camino.



—De todas maneras, tenemos que pasar una zona de barro. ¡Como aquello está en obras...!



El colegio levantaba su mole y sus luces al final de una explanada, llena de zanjas y de máquinas.



Hubo que sortearlas.



—Tendrá que andar con cuidado al salir. Usted no vino nunca aquí de noche, ¿verdad?



Dejaron el coche en un lugar alumbrado. El Decano abrió la puerta con su llavín. El portero les saludó:



—Buenas noches, señor Decano y la compaña.



El Decano guió hasta su estudio y encendió la luz: una lámpara pesada de una sola bombilla de gran voltaje. La habitación estaba caliente, aunque, a su cabo una ventana abierta dejaba pasar el frío.



El Decano explicó que, sin aquella ventilación, el calor de la calefacción hacía el lugar insoportable. Entraron: libros, papeles y algún cuadro en desorden estético.



A un lado quedaba, en penumbra, la alcoba.



—Siéntese, póngase cómodo. La gabardina, la puede dejar en cualquier parte. Pondré junto a ella los bombones y esta revista para que no se le olviden. Por ahí tengo esos papeles...



Don Enrique se había sentado.



El Decano le tendió un puñado de holandesas.



—No es que estén mal. ¿Cómo iban a estarlo? Pero le ruego que relea la última página, sólo la última. No la encuentro lo suficientemente clara. No es cuestión de cambiar el pensamiento, sino las palabras. Las dichosas palabras...



—¿Cree usted que es sólo la última página, o convendrá releer todo el capítulo?



—Eso es cosa de usted. Por cierto que...



Don Enrique, asustado, levantó la cabeza.



—¿Se le ocurre algo más? ¿Alguna corrección?



—No, ahora no se trata de eso.



El Decano se sentó. Don Enrique le miraba, diríase que con desconfianza.



—Me va usted a escuchar durante un rato. Siga sentado y no se inquiete. ¿Quiere algo de beber? Puedo ofrecerle coñac y whisky. Y un buen cigarro, por supuesto. Tome, huélalo y enciéndalo. Me los traen de Cuba, de contrabando. Yo fumo dos o tres al día.



Llamaron a la puerta. El Decano dijo “Adelante”. Entró un caballero de gafas, mediano de edad, muy espabilado, la cara un poco cínica.



—Me dijeron que había usted llegado. Yo tengo que salir durante un par de horas. ¿Lo dejamos para mañana?



—Vea usted si hay luz en la habitación. Si la hay, llame.



—Hasta entonces. Adiós, don Enrique.



Don Enrique se incorporó y volvió a sentarse cuando desapareció el visitante.



—¿Quién es? -preguntó.



—No los presenté porque creí que se conocían. En todo caso, él le conoce a usted. Es el director del Colegio, un ladrón de libros confeso. Suele venir por las noches a hacerme compañía y a contarme sus latrocinios. Un tipo divertido. En su cuarto tiene verdaderos tesoros que, a su muerte, irán a parar a los libreros de viejo, porque él no tiene familia que le herede. Tenga usted cuidado, si algún día lo encuentra. No le invite a su casa, porque tiene un arte endiablado para llevarse algo.



—Y a usted, ¿no le ha robado nunca?



—No lo sé. Supongo que sí. Aunque mis tesoros bibliográficos no son de los que le interesan.



Había encendido una astilla de madera arrancada de una caja de puros. La acercó a don Enrique, y luego encendió el suyo, vegueros de buena marca y gran tamaño.



—Por cierto, al único que le interesan mis libros es a usted.



—Procuro comprar lo que puedo.



—No lo haga. Pídamelos a mí. Y no como hasta ahora, que me los devolvió todos. Entienda que cada libro que le preste es un regalo. Y no me mire con esa sorpresa: es algo que tengo muy pensado, y que entenderá después de que le haya hablado. Escúcheme y no se mueva ni me interrumpa, pero puede echar hacia aquí el humo de su cigarro. Lo que tengo que decirle es muy sencillo: renuncio a la Historia por la Literatura, es decir, renuncio a mi carrera. Y renuncio porque he encontrado un camino mejor para expresar lo que llevo dentro. Voy a dedicarme a la novela... ¡No ponga esa cara, hombre! De momento a la novela histórica. De momento, y quizá para siempre. El pensamiento abstracto no me satisface. ¡Siempre desconocerá usted la fascinación de expresarse por figuras que hablan y que piensan! Usted conoce mi preocupación por la naturaleza del poder. Creo haber llegado a alguna conclusión... insatisfactoria. Ahora estoy pensando en una serie de novelas, dos o tres, sobre la época de la Tetrarquía y sobre Constantino, que la resolvió... inútilmente. La figura de Diocleciano me fascina, aquel hombre que renunció... ¿Por qué renunció? Usted tendrá una respuesta, seguramente, pero esa respuesta no satisfaría a Shakespeare. Este hombre es mi modelo, no pensó en César y en Marco Antonio, los hizo hablar, y yo querría hacer en prosa narrativa lo que él hizo en el teatro. No lo mismo, claro, que eso lo hizo él de manera insuperable, pero algo por el estilo. ¿No le ve usted? Diocleciano, Maximiliano, los césares, el Imperio repartido porque a ninguno de los cuatro les cabe ya en la cabeza... tan extenso, tan complejo... Y la aparición de Constantino, el último a quien el Imperio cabe en la cabeza... aunque a su modo que ya no es el de antes. Hay un problema, se lo confieso, y es lo que ahora me preocupa hasta la angustia: hallar el lenguaje adecuado, un verdadero lenguaje novelesco, tan distinto del nuestro habitual. Cuando usted se retire, empezaré la novela por centésima vez... y romperé lo que escriba, lo seguiré rompiendo una noche tras otra, hasta que encuentre el tono. Saber no me falta. Lo que tengo que decir está bien pensado y estudiado. Pero, las palabras... todo es cuestión de palabras, de tono.



—¿Y la cátedra? ¿Qué va a hacer de la cátedra?



—De momento, seguir en ella. Más adelante, Dios dirá.



Don Enrique buscaba un lugar donde dejar la ceniza del puro.



—No haga usted eso. Un cigarro de esta calidad conserva la ceniza hasta el final. Fíjese en el mío.



—¿Y el pulso? Si le tiembla el pulso, ¿qué pasa?



El Decano levantó en alto el cigarro, cogido con dos dedos.



—Mi pulso no tiembla jamás, aunque tenga que matar a un hombre.



El cigarro se mantenía inmóvil.



Don Enrique lo miró fijamente.



Luego dijo:



—Mi pulso temblaría, aunque sólo fuese para matar a un mosquito. Páseme el cenicero.



El Decano empujó hacia él un recipiente de barro, redondo, rojizo, con cuatro o cinco colillas.



Don Enrique sacudió la ceniza del puro, un cilindro gris de pocos centímetros de largo.



—Se rinde usted fácilmente. Si yo fuera como usted, seguiría pensando en otras interpretaciones de la Historia. Pero, ya ve, renuncio a ellas, o, al menos, a su expresión científica. Lo dejo en manos de usted, es decir, en buenas manos. Cuando usted publique un libro, será como si yo lo hubiera escrito, o, más bien, un libro que yo hubiera escrito de haber seguido mi camino. Pero he encontrado este otro: acaso un día volvamos a coincidir, acaso yo logre decir en una novela lo que usted dirá en su obra maestra. ¿Por qué no? Son dos modos de expresión distintos, el científico y el poético, pero ambos llevan al mismo fin...



Don Enrique le interrumpió:



—¿La verdad?



El Decano se echó a reír.



—¡No sea usted ingenuo! Nadie alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera hallarla, ni usted mismo lo esperará cuando haya estudiado y pensado unos años más. Y si cree en la verdad de lo que piensa y de lo que escribe, peor para usted. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con mis novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin embargo, tanto usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no analiza las razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el pensamiento no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos, alcanzaremos, usted por su camino, yo por el mío.



Se detuvo, de pronto. Miró detrás de don Enrique, hacia la ventana abierta.



—¡Quieto! ¡No se mueva!



Se levantó rápidamente, se asomó, escrutó en la oscuridad hacia arriba y hacia abajo.



—Juraría que alguien nos estaba escuchando. Vi una cabeza rapada y roja, un rostro pecoso.



Don Enrique se le acercó, después de haber sacudido la ceniza del cigarro. El Decano mantenía el suyo. Don Enrique miró también.



—No veo a nadie.



—Yo, tampoco. Pero juraría que una cabeza rojiza, pelada, nos estaba escuchando. ¿No tenemos un alumno así? ¿O es una alumna?



—¿Quiere que vaya a mirar? Si había alguien de esas señas, o me lo tropezaré al salir, o lo descubriré.



—Como usted quiera.



Don Enrique salió. El Decano permaneció junto a la ventana, el cigarro con la ceniza entera en la mano. Vio pasar a don Enrique, hacia arriba y hacia abajo. Salió, poco después, de las sombras.



—No he visto a nadie.



—Quizá haya sido una ilusión mía. ¡Lo que le estaba diciendo es tan personal! No dé la vuelta. ¿Por qué no sube por aquí? Yo puedo ayudarle.



Tendió los brazos hacia fuera, don Enrique se agarró a sus manos y trepó hasta el repecho. Se puso en pie y saltó.



—Gracias por la ayuda. Si lo pienso, no hubiera sido capaz.



—Todavía soy fuerte para ayudar a un hombre a trepar a una ventana.



—¿Tiene usted por ahí un papel? Me he embarrado los pies, y le voy a manchar la alfombra.



—Espere que se lo traigo.



Don Enrique no se había movido. Se limpió los zapatos con el papel, y lo echó a la papelera.



Luego, recobró su asiento.



—Este incidente estúpido -dijo el Decano- ha soplado sobre mi inspiración y la ha ahuyentado. Ya no me oirá usted más tonterías, y, para tonterías, las del Director del Colegio, que estará a punto de llegar. ¿Le ayudo a ponerse el abrigo?



—Como usted quiera.



Se levantaron. Don Enrique apretó su cigarro contra el fondo del cenicero y lo abandonó allí.



El Decano apoyó el suyo cuidadosamente, con unos centímetros de ceniza, gris casi blanca. Se adelantó a don Enrique, cogió el abrigo y le ayudó a ponérselo. Con la gorra, le entregó la caja de bombones y los papeles.



—No olvide usted esto. Para Francisca, con mis respetos, por haberle retenido a usted más tiempo del debido. No olvide los papeles de ese capítulo, quizá mañana por la mañana, después de clase, pueda usted corregir el último folio. Yo le esperaré en el Decanato, como siempre...



Le tendió la mano.



Don Enrique se había detenido, la gorra en la mano y el paquete bajo el brazo, junto a la puerta.



El Decano había cogido una tetera antigua y le echaba una cucharada de té.



—Al Director le invito a una taza cada noche. No le gusta, pero lo encuentra una bebida muy intelectual. La preparación ya la tengo convenida con el camarero. Seguramente espera mi llamada. No hace falta que usted lo avise. En cambio... ¿Dónde diablos habrán metido la taza? La mujer que me arregla el cuarto pone las cosas cada día en un sitio distinto. ¿Ve usted una taza por ahí?



Don Enrique echó un vistazo: había una taza en una esquina vacía del anaquel de los libros. Alargó la mano y la cogió.



—Aquí está. Al menos, una. En un lugar absurdo.



—Con una, basta. Yo ya tomé café, si no recuerdo mal, y estoy fumando un puro. Se beberá el té él solo, el Director. Póngala aquí, junto a la tetera.



El camarero llamó a la puerta.



El Decano le mandó pasar. Le entregó la tetera.



—Como siempre.



—Sí, señor.



Se retiró el camarero.



—Ahora váyase usted también, don Enrique, no sea que se me ocurra alguna novedad y vuelva a retenerlo.



—Hasta mañana.



—Los bombones, ya sabe, a Francisca, con mis respetos.



—Ella le dará personalmente las gracias.



Vino el camarero con la tetera, le mandó que la dejase en la bandeja, junto a la taza.



—¿Va usted a estar despierto cuando venga el Director?



—Tengo esa orden.



—Dígale de mi parte que le espero.



El camarero se retiró.



Don Enrique salió. El Decano abrió una alacena, sacó una botella, mediada, de whisky, se sirvió generosamente en un vaso y le echó un poco de agua. Se sentó y empezó a beber, mientras fumaba cuidadosamente el medio puro que le quedaba, la ceniza incólume. Así estuvo un corto rato. Calmosamente: chupada, sorbito. Acabó casi al mismo tiempo la bebida y el cigarro. Éste lo dejó en el cenicero, sin soltar la ceniza. Se desentendió del vaso. Cerró los ojos, pero en seguida los abrió sobresaltado. Miró la hora.