No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El ataque

 de Mijalíl Bulgákov

Una luz pálida, oblicua rasgó el negro amasijo de la ventisca y al instante la bruma vomitó los largos y oscuros morros de los caballos.

Un resoplido. Luego estalló la luz por segunda vez. Abraham cayó en la nieve profunda ante el empuje del morro informe y el pecho pavoroso de un caballo, rodó sin soltar el fusil de las manos... Pisoteado, maltrecho, se levantó entre torbellinos de perlas y un enjambre de insectos.

No notó el frío. Al contrario, un ardor muy seco recorrió todo su cuerpo, y el ardor dio paso a un sudor que le alcanzó las plantas de los pies. Fue entonces cuando Abraham conoció lo que es el pánico.

La ventisca y el pánico ardiente cegaron sus ojos, por unos instantes no vio absolutamente nada. En la fría oscuridad caía oblicua la nieve; ante sus ojos se deslizaron unos anillos de fuego.

—Prueba a disparar... prueba, perro— le llegó desde arriba una voz, y Abraham comprendió que la voz provenía desde lo alto del caballo.

Entonces, quién sabe por qué, se acordó del fuego en la negra estufa, de la acuarela inacabada en la pared: un día de invierno, la casa, el té, el calor. Comprendió que había sucedido justamente aquello tan absurdo y pavoroso que le había venido a la cabeza mientras pensaba en su puesto de guardia, mirando alerta y asustado los remolinos de la ventisca. ¿Disparar? ¡Oh, no! No pensaba hacerlo. Abraham dejó caer el fusil sobre la nieve y suspiró en un estremecimiento. Era inútil disparar; los morros de los caballos asomaban entre la mole ahora menos espesa de la ventisca. No lejos se vislumbraba la caseta de guardia y un montón gris de harapos que parecía una pila de escudos abandonados. Muy cerca se dibujó oscura, informe, la figura de Streltsov, el segundo centinela, con un capuchón puntiagudo; el tercero, Schukin, había desaparecido.

—¿Qué regimiento? —preguntó ronca la voz.

Abraham lanzó un suspiro y, al parecer, con la esperanza de ver por un instante el cielo, alzó los ojos, pero de arriba sólo caía frío y oscuridad. El torbellino crecía hacia lo alto y no había ningún cielo.

—¡Con que no quieres hablar! —sonó también desde lo alto pero de otra dirección, y Abraham sintió al instante, palpable, a través del aullido de la ventisca, una gran ira contenida. No tuvo tiempo de cubrirse. Algo negro y duro saltó como un pájaro ante su rostro y acto seguido un dolor furioso y ardiente le quebró las mandíbulas, el cerebro y los dientes; creyó que toda la cabeza le había reventado en una llamarada.

—A-a-a —pronunció en un estremecimiento Abraham, masticando el crujiente amasijo de huesos en la boca y ahogándose con la sangre salada.

Al instante, en el haz azul pálido, desgarrado de la linterna eléctrica, brilló Streltsov, y se dibujó con perfecta claridad Schukin, el tercer centinela, caído hecho un ovillo sobre un montón de nieve

—¡¿Qué regimiento?! —aulló la ventisca.

Abraham, convencido de que el segundo golpe sería más terrible que el anterior, contestó con una voz entrecortada:

— El regimiento de guardia.

Streltsov se apagó para brotar de nuevo. Los insectos de la ventisca revoloteaban en un enjambre inofensivo, saltaban y daban vueltas en el brillante haz de luz.

—¡Anda! ¡Pero si es un judío! —cortó la oscuridad una voz tras la linterna.

La linterna giró, dejó a oscuras a Streltsov y se clavó con su gran ojo abultado en la misma cara de Abraham. La pupila de la linterna lanzaba destellos. Abraham vio la sangre en sus manos, un pie en el estribo y un cañón negro y delgado que asomaba de una pistolera de madera.

—¡Un judío! ¡Un cerdo judío! —rezongó alegre el huracán a sus espaldas.

—¿Y el otro? —preguntó ansiosa una voz de bajo.

Abraham sólo oía por el oído izquierdo, el derecho estaba muerto, tan muerto como la mejilla y el cerebro. Se limpió con una mano la sangre pegajosa y espesa de los labios, un dolor ardiente corrió por la mejilla izquierda y se hundió en el pecho y el corazón. La linterna dejó a oscuras la mitad de Abraham, el círculo de luz mostró por entero a Streltsov. Una mano bajó de la silla y barrió el capuchón de la cabeza de Streltsov cuyos cabellos se pusieron de punta.

Streltsov meneó la cabeza, abrió la boca e inesperadamente se dirigió en voz baja hacia la nieve de la ventisca:

—A-ha, bandidos. ¡Me cago en vuestra alma!

La luz saltó hacia arriba, cayó a los pies de Abraham. Un golpe sordo se abatió sobre Streltsov. De nuevo avanzó el morro del caballo.

Los dos —Abraham y Streltsov— se encontraban el uno junto al otro cerca de la alta pila de escudos, envueltos siempre en el mismo resplandor azulado de la linterna, y, casi pegados a ellos, se agitaban desmontando de sus caballos unos hombres cubiertos de capotes grises. En el haz de luz aparecían ora un fusil y una mano, ora una cola roja y un galón con su borla sobre un gorro, ora un bocado tintineante, mordido y en envuelto una espuma blanquecina.

A lo lejos brillaban dos luces: una blanca, en la estación, fría y alta, y otra baja, enterrada en la nieve, al otro lado de la vía. La ventisca amainaba, cada vez nevaba menos; ya no silbaba ni zarandeaba el viento; la nieve cada vez más débil, volaba cadenciosa y suave rociando la cara y el cogote con nubes secas y frías.

Streltsov tenía pegada al rostro una máscara roja; por su osadía, recibió una larga y dura paliza, le habían destrozado la cabeza. Enfurecido por lo golpes, perdió toda sensibilidad al dolor y, mirando con un ojo abierto y lleno de odio y con el otro ensangrentado, ciego, apoyado con las manos dislocadas sobre la pila, entre silbidos y toses, ahogándose en sangre, decía:

—Uh... bandidos... La madre que os... Os atraparán a todos, os fusilarán... a todos...

De vez en cuando una figura con una pistola negra y huesuda irrumpía en el haz de luz y golpeaba con la culata a Streltsov. Entonces el hombre perdía fuerzas, rugía y sus pies resbalaban sobre el montón y se mantenía de pie sólo con la ayuda de las manos.

—¡Daos prisa!

—¡Más deprisa!

Del lado de la alta y blanca luz de la estación llegó en abanico una detonación que enmudeció al instante.

—¡Pega ya, acaba de una vez! —exclamaba ronco Streltsov—. ¿Te gusta ver sufrir? A qué hacer sufrir en vano...

Streltsov sólo llevaba la camisa y unos pantalones acolchados de color amarillo; habían desaparecido el capote y las botas, y cuando sus pies resbalaban sobre los escudos los peales caídos y sucios corrían tras él. Abraham en cambio seguía con su repugnante abrigo y con las botas de fieltro puestas. Nadie les echó el ojo, y la paja dorada, como siempre, asomaba serena por la punta rota de la bota izquierda..

El rostro de Abraham tenía un aspecto nunca visto.

—¡El judío está riendo! —se asombró la oscuridad tras el haz de luz

—Se va a tragar esa risa —contestó la voz de bajo.

De los ojos de Abraham brotaban por sí solas las lágrimas sin que él sintiera nada, ni la caricia ni el dolor; tenía la boca rasgada, como si sonriera por algo y se hubiera quedado con aquella expresión. El capote desabrochado se abrió; el hombre sin saber por qué sujetaba con las manos sus pantalones negros, callaba y miraba la pupila cegadora del ojo abultado.

«De modo que todo se acabó; como me lo suponía —pensaba—. Ni la acuarela, ni el fuego, nunca más los volveré a ver. No tengo salvación, ni una esperanza, es el fin.»

—Eh tú —le avisó la oscuridad. El haz de luz se movió, el ojo se dirigió hacia la izquierda, y recto en la oscuridad, frente a los centinelas, en los orificios de los fusiles, se agazapó ese mismo fin en el que pensaba.

De pronto Abraham se sintió desfallecer y comenzó a caer, los pies no lo aguantaban. Por eso cuando llegó su fin en un destello no sintió nada en absoluto.

La ventisca se alejó en un torbellino por la vía; al cabo de una hora todo había cambiado. La nieve que antes se abatía desde arriba y por los costados dejó de caer. A lo lejos, sobre los campos nevados, se desgarraron las nubes que huían veloces, y de vez en cuando entre los claros asomaba un pedazo de la aureola dorada que envolvía la luna. Caía entonces sobre el campo un reflejo líquido, lechoso, traicionero, los rieles corrían a lo lejos y el montón de escudos adquiría un tono negro y monstruoso. La clara luz de la estación palidecía, pero la luz amarillenta y baja permanecía inalterable. Fue esta luz la primera que vio Abraham cuando abrió los párpados, y la miró durante largo tiempo como hechizado. La luz no se movía, pero los párpados de Abraham se abrían y cerraban, por eso tenía la impresión de que la luz se encendía y apagaba.

Los pensamientos de Abraham eran extraños, pesados, inexplicables y marchitos; pensaba en cómo no se había vuelto loco, en ese asombroso milagro y en la luz amarilla...

Arrastraba los pies como si los tuviera quebrados, avanzaba con los codos sobre la nieve, empujaba el pecho herido, se deslizaba muy lentamente hacia Streltsov; tardó mucho, cinco minutos, en recorrer cinco pasos. Cuando llegó, palpó el cuerpo y se convenció de que Streltsov, cubierto por la nieve, estaba frío, y comenzó a retroceder. Se puso de rodillas, se balanceó y reuniendo todas sus fuerzas se levantó y apretó el pecho con ambas manos. Dio unos pasos, cayó y se arrastró de nuevo hacia la vía sin perder nunca de vista la luz amarilla.

—¿Pero quién es? ¿Quién es, por Dios? —preguntó asustada la mujer asiéndose a la llave de la puerta—. Estoy sola, por Dios, tengo al niño enfermo. Vaya a la estación, váyase.

—Déjame entrar, déjame mujer. Estoy herido —repitió insistentemente Abraham, pero su voz era seca, fina, cantarina. Se agarraba con las manos a la puerta, pero las manos no le obedecían. Temía sobre todo que la mujer cerrara la puerta.

—Estoy herido, me oye —volvió a decir.

—¡Virgen Santísima! —dijo la mujer y entreabrió la puerta.

Abraham se arrastró sobre las rodillas al oscuro interior. Los ojos de la mujer se hundieron en sus cuencas, miraba al hombre que se arrastraba mientras Abraham alzaba los ojos hacia la luz amarilla, la veía ya del todo cerca. La luz crepitaba en un quinqué.

La noche adquirió todo su esplendor poco antes del amanecer. Era una noche cruda, toda sembrada de estrellas. Sobre la tierra sumergida y a lo lejos, tras los bosques mudos, en cruces, en ramos, en cuadrados, las estrellas poblaban el cielo desde el punto más alto hasta el horizonte. El frío, la helada y la radiante aureola en el firmamento en torno a la luna.

En la caseta de la vía hacía un calor sofocante y, como antes, la luz inagotable, amarilla, ardía tenue y crepitaba.

La mujer se hallaba sentada sobre un banco junto a la mesa, no dormía, miraba más allá de la luz, hacia la estufa, donde bajo un montón de harapos y una pelliza de cordero palpitaba entre silbidos el cuerpo de Abraham.

La fiebre avanzaba en oleadas yendo del cerebro a los pies, luego regresaba al pecho y se esforzaba por apagar la vela helada que se había instalado en el corazón. La vela se encogía y dilataba al compás, contando los segundos, marcándolos en silencio y con precisión. Abraham no oía su vela, le llegaba en cambio el cadencioso crepitar de la luz en el quinqué; tenía la sensación de que el fuego vivía en su cabeza, y Abraham se dirigía a él para contarle lo sucedido: el torbellino de la niebla, el quebrado dolor en la mandíbula y el cerebro, Streltsov cubierto por la nieve... Abraham quiso rescatar a Streltsov del montón de nieve y subirlo a la estufa, pero el cuerpo era pesado y difícil de manejar como una estaca clavada en el suelo. Abraham quería arrancar ese fuego amarillo del cerebro que lo martirizaba, pero el fuego se mantenía obstinado en su interior y quemaba todo lo que había dentro de la ensordecida cabeza. La aguja helada del corazón se detenía y el reloj de la vida comenzaba a andar de manera extraña, al revés; entonces, en lugar de la fiebre era el frío el que recorría su cuerpo de la cabeza a los pies, la vela se trasladaba a la cabeza y el fuego amarillo al corazón, y el cuerpo roto de Abraham se estremecía recorrido por un intenso temblor enfrentado y opuesto al compás de la vida, y ya no bastaba con la piel de cordero, y ansiaba con echarse encima todas las pieles hasta llenar la casucha, acurrucarse y estirarse sobre los ladrillos caldeados por el fuego.

Pasaron los años. Y se produjo un acontecimiento tan feliz como inusual: habían traído leña al club. Estaba húmeda, claro, pero también la leña húmeda acaba por arder, y ésta también ardió. La boca de la estufa eructaba monstruosos demonios de fuego, el calor emergía de su interior y su resplandor bailaba sobre una guirnalda seca de abeto, sobre las cintas de un retrato que cubrían un extremo de la barba, sobre el suelo y en la cara de Bronia. La muchacha contemplaba las llamas en cuclillas junto a la misma boca de la estufa, abrazada a sus piernas, y las peludas botas pardas alzaban las puntas y se calentaban con el demonio del fuego. La cabeza de Bronia era del color rojo de las amapolas, siempre cubierta con una cinta atada en un nudo garboso.

Los demás se sentaban en semicírculo sobre sillas desfondadas escuchando lo que contaba Yak Grúzny. Yak había contado con voz grave historias de ataques, de noches de frío infernal, historias de la terrible guerra. Por su relato se veía que Yak era un hombre valiente, ajeno al desánimo. Y en efecto lo era. Al acabar, escupió en un estrecho cubo gris y soltó una voluta de humo pestilente de cigarro podrido y barato.

—Ahora Abraham —dijo Bronia—, que es todo un profesor, también él nos puede contar algo interesante. Su turno, Abraham —dijo con cierto embarazo, porque Abraham, el único nuevo entre los reunidos, recibía de ella el trato de usted.

Un hombre pequeñito, con el pelo erizado como un gorrión, abandonó la fila de atrás y apareció en todo su esplendor ante el reflejo de las llamas. Llevaba una chaqueta guateada, como las que en otro tiempo usaran los mozos de almacén, y unos pantalones extraordinarios, únicos en toda la facultad obrera y quién sabe si en todo el mundo: eran de color marrón con extraños reflejos verdosos, anchos arriba y estrechos abajo. Por alguna razón, nunca cubrían la oreja derecha de su zapato y descansaban sobre él dejando ver a todo el mundo la franja gris de su calcetín.

El dueño de aquellos pantalones era sordo y por eso, siempre con una sonrisa educada y tímida, en las ocasiones necesarias colocaba la palma de la mano sobre el oído izquierdo.

—Su turno, Abraham —dispuso Bronia en voz alta, como lo hacían todos al dirigirse a él—. Seguramente usted no habrá luchado, o sea que explíquenos alguna otra cosa...

El gorrión miró hacia la estufa y conteniendo la voz para no hablar más alto de lo necesario comenzó a contar. Pero finalmente se dejó llevar por las palabras y dirigiéndose a las llamas y a la cinta color amapola de Bronia, comenzó a hablar con pasión. Quería recogerlo todo en su relato, todo: el torbellino de la ventisca, y los repentinos morros de los caballos, y cómo suele brotar el amorfo y terrible pánico cuando te estás muriendo y no hay ninguna esperanza. Hablaba en tercera persona, contaba la historia de dos centinelas del regimiento de guardia, hablaba en tono lastimero alzando las cejas. Contó cómo no remataron a uno de ellos y cómo éste se arrastró siempre derecho hacia la luz amarilla, les habló de la mujer guardagujas, del hospital, del médico que no había dado ni un céntimo por la vida del centinela, y de cómo ese centinela se salvó...

Abraham mantenía la mano izquierda hundida en el bolsillo de la chaqueta y con la derecha señalaba el fuego como si las llamas dibujaran allí la escena. Cuando acabó miró horrorizado hacia la estufa y dijo:

—Ya ven.

Todos seguían callados.

Yak miró con displicencia hacia los pantalones marrones y dijo:

—Sí... Hubo casos así, claro... En Ucrania pasaban cosas así. ¿Y a quién le sucedió eso?

El gorrión tras un momento de silencio dijo avergonzado:

—A mí me sucedió.

Y tras permanecer un rato en silencio, añadió:

—Bien, me voy a la biblioteca.

Y se fue, cojeando como de costumbre.

Todas las cabezas le siguieron y todos miraron largo rato sin apartar los ojos hacia los pantalones marrones, hasta que los pies de Abraham atravesaron toda la sala y se perdieron tras la puerta.

Revista Gudok, 25 de diciembre de 1923.
Traducción de Ricardo San Vicente


Diario de un joven doctor

De Mijaíl Bulgákov

(Fragmento)

LA GARGANTA DE ACERO

Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes de noviembre mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la chimenea aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran ciudad y pensaba que la tormenta aúlla solamente en las novelas. Pero resultó que también en la realidad aúlla la tormenta. Aquí las veladas son extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba a mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir allí. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y, por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina… 

«… ¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto? ¿O, supongamos, a un enfermo con la hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese caso? Aconsejadme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. Él operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo…». 

Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una misma postura: bajo mi brazo izquierdo estaban todos los manuales de cirugía obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba un negro y frío… Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del 29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes de los divinos libros de cirugía práctica. el crujir de los patines de un trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles. Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una niña. La enfermera dijo con voz sorda: 
—Es una niña débil, se está muriendo… Doctor, venga al hospital… Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie. El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. «Morirá dentro de una hora», pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo dolorosamente… Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color. Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha experiencia: «La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente…». 
—¿Cuántos días lleva enferma la niña? —pregunté en medio del atento silencio de mi personal. 
—Es el quinto día, el quinto —dijo la madre, y me miró profundamente con sus ojos secos. 
—Garrotillo diftérico —dije entre dientes al enfermero, y a la madre le dije—: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando? 
En ese momento se oyó detrás de una voz llorona: 
—¡El quinto, padrecito, el quinto! 
Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza cubierta por un pañuelo. «Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el mundo», pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije: 
—Tú, abuela, cállate; estorbas. —A la madre le repetí—: ¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?
De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí. 
—Dale unas gotas a la niña —dijo, y golpeó el suelo con su frente—, me ahorcaré si se muere. 
—Levántate inmediatamente —le contesté—, de lo contrario no hablaré contigo. 
La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un silbido de serpiente. El enfermero dijo: 
—Siempre hacen lo mismo. El pueblo. —Y al decir esto sus bigotes se torcieron hacia un costado. 
—¿Quiere decir que la niña morirá? —preguntó la madre mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces… 
—Morirá —dije en voz baja y con firmeza. La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida: 
—¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas! 
Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme. 
—¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres que haga? 
—Tú lo sabrás mejor, padrecito —comenzó a lloriquear la abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento! 
—¡Cállate! —le dije.
Me dirigí al enfermero y le ordené que cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar, a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco, desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos. 
—Mira —dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad—, el asunto es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Sólo hay una cosa que podría ayudarla: una operación. 
Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no podía dejar de decirlo. «¿Y si aceptan?», pasó fugazmente por mi cabeza. 
—¿Cómo una operación? —preguntó la madre. 
—Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de respirar; así quizá podamos salvarla —le expliqué.

La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo: 
—¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?! 
—¡Lárgate, abuela! —le dije con odio—. ¡Inyéctele alcanfor! —ordené al enfermero. 
La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible. 
—¿Quizá eso la ayudará? —preguntó la madre. 
—No, no la ayudará en absoluto. 
Entonces la madre se echó a llorar. 
—Basta —le dije. Saqué mi reloj y añadí—: Os doy cinco minutos para pensarlo. Si no estáis de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no haré nada. 
—¡No estoy de acuerdo! —dijo tajantemente la madre. 
—¡No damos nuestro consentimiento! —añadió la abuela. 
—Bueno, como queráis —añadí con voz sorda, y pensé: «¡Bien, esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy salvado». No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior: 
—¿Os habéis vuelto locas? ¿Cómo que no estáis de acuerdo? Mataréis a la niña. Aceptad. ¿No os da lástima? 
—¡No! —gritó nuevamente la madre. 
En mi interior pensaba: «¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar a la niña». Pero decía otra cosa. 
—¡Pronto, pronto, aceptad! ¡Aceptad! Ya se le están poniendo azules las uñas. 
—¡No! ¡No! 
—Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí. 
Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y dijo: 
—¡Aceptan! 
En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad: 
—¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las grapas, la sonda! 
Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas. Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una traqueotomía. «¡Eh!, ahora ya es tarde», pensé, y miré con melancolía la luz azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre un asunto terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta. En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a y una voz comenzó a lloriquear: 
—Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta. 
—¡Saquen de aquí a esta mujer! —grité, y en mi acaloramiento añadí—: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí! 
La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera de la sala. 
—¡Listo! —dijo de pronto el enfermero. Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de la lámpara, el hule… Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos brazos apenas lograron arrancar a la niña. una voz ronca que decía: «Mi marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he hecho, me matará!». 
—La matará —repitió la abuela, mirándome horrorizada. 
—¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! —ordené. Nos quedamos solos en la sala de operaciones. El personal, Lidka (la niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en silencio. Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: «¿Qué estoy haciendo?». Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente. Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y sólo entonces la herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos
o tres minutos durante los cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea. Al final del segundo minuto comencé a desesperarme.
«Es el fin — pensé—, ¿para qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría muerto, que yo no podía perjudicarla…».

La comadrona secó en silencio mi frente. 

«Dejar el bisturí y decir: no qué hacer ahora», pensé, e inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y, sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea. 
—¡Los ganchos! —dije con voz ronca. El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese momento sólo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el gancho, rompía la tráquea.
«Todo está en mi contra, es el destino —pensé—, ahora que hemos degollado a Lidka. —Y me dije—: En cuanto llegue a casa me pegaré un tiro…». En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió el gancho que éste sostenía; luego me dijo con los dientes apretados: 
—Continúe, doctor… 
El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero nosotros no le miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Sólo quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta abierta y se puso a ayudarme a coserla. A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los ojos, vi los rostros felices de las comadronas.
Una de ellas me dijo: 
—Ha realizado brillantemente la operación, doctor.

Pensé que se estaba burlando de y la miré con aire sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco. Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje.
Me preguntó: 
—¿Y bien?
Cuando el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda, y sólo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena: 
—Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Sólo que mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que no os asustéis.
Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein, había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.
Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y la reconocí. 
—¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña? 
—Bien. Dejamos al descubierto la garganta de Lidka.
La niña se resistía, tenía miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su cuello rosado había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices transversales delgadas, las de las costuras. 
—Todo está en orden —dije—, podéis dejar de venir. 
—Se lo agradezco doctor, muchas gracias —dijo la madre, y ordenó a Lidka—: ¡Dale las gracias al señor! 
Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada. No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta seguía creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo, tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo: 
—Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la traqueotomía. ¿Sabe lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su garganta, usted le puso una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la aldea donde vive la niña para verla. Ya tiene usted fama, doctor, le felicito.
—¿De modo que creen que vive con la garganta de acero? —pregunté. 
—Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto ver la sangre fría con que opera! 
—Sí… Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso —dije sin saber por qué, pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme, simplemente volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi apartamento. Caía una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa estaba solitaria, tranquila y grave. Y yo, en el camino, sólo deseaba una cosa: dormir.

1925