Él no contestó,
entraron en el bar. Él pidió un whisky con agua; ella pidió un whisky con agua.
Él la miró; ella tenía un gorro de terciopelo negro apretándole la pequeña
cabeza; sus ojos se abrían, oscuros, en una zona azul; ella se fijó en la
corbata de él, roja, con las pintas blancas sucias, con el nudo mal hecho. Por
el ventanal se veía el frente de una tintorería; al lado de la puerta de la
tintorería jugaba un niño; la acera mostraba una gran boca por la que,
inconcebible nacimiento, surgía el grueso tronco de un castaño; la calle era
muy ancha. El mozo vino con la botella y dos vasos grandes y hielo;
“Cigarrillos —le dijo él— Máspero”; el mozo recibió la orden sin mover la
cabeza, pasó la servilleta por la superficie manchada de la mesa, donde colocó
después los vasos; en el salón casi todas las mesas estaban vacías; detrás de
una kentia gigantesca escribía el patrón en las hojas de un bibliorato; en una
mesa del extremo rincón hablaban dos hombres, las cabezas descubiertas, uno con
bigote recortado y grueso, el otro rasurado, repugnante, calvo y amarillento;
no se oía, en el salón, el vuelo de una mosca; el más joven de los dos hombres
del extremo rincón hablaba precipitadamente, haciendo pausas bruscas; el patrón
levantaba los ojos y lo miraba, escuchando ese hablar rudo e irregular, luego
volvía a hundirse en los números; eran las siete.
Él le sirvió whisky,
cerca de dos centímetros, y luego le sirvió un poco de hielo, y agua; luego se
sirvió a sí mismo y probó en seguida un trago corto y enérgico; prendió un
cigarrillo y el cigarrillo le quedó colgando de un ángulo de la boca y tuvo que
cerrar los ojos contra el humo, mirándola; ella tenía su vista fija en la
criatura que jugaba junto a la tintorería; las letras de la tintorería eran plateadas
y la T, que había sido una mayúscula pretenciosa, barroca, tenía sus dos
extremos quebrados y en lugar del adorno quedaban dos manchas más claras que el
fondo homogéneo de la tabla sobre la que muchos años habían acumulado su
hollín; él tenía una voz autoritaria, viril, seca.
—Ya no te pones el
traje blanco —dijo.
—No —dijo ella.
—Te quedaba mejor
que eso —dijo él.
—Seguramente.
—Mucho mejor.
—Sí.
—Te has vuelto
descuidada. Realmente te has vuelto descuidada.
Ella miró el rostro
del hombre, las dos arrugas que caían a pico sobre el ángulo de la boca pálida
y fuerte; vio la corbata, desprolijamente hecha, las manchas que la cubrían en
diagonal, como salpicaduras.
—Sí —dijo.
—¿Quieres hacerte
ropa?
—Más adelante —dijo
ella.
—El eterno “más
adelante” —dijo él—. Ya ni siquiera vivimos. No vivimos el momento que pasa.
Todo es “más adelante”.
Ella no dijo nada;
el sabor del whisky era agradable, fresco y con cierto amargor apenas sensible;
el salón servía de refugio a la huida final de la tarde; entró un hombre
vestido con un traje de brin blanco y una camisa oscura y un pañuelo de puntas
marrones saliéndole por el bolsillo del saco; miró a su alrededor y fue a
sentarse al lado del mostrador y el patrón levantó los ojos y lo miró y el mozo
vino y pasó la servilleta sobre la mesa y escuchó lo que el hombre pedía y
luego lo repitió en voz alta; el hombre de la mesa lejana que oía al que
hablaba volublemente volvió unos ojos lentos y pesados hacia el cliente que
acababa de entrar; un gato soñoliento estaba tendido sobre la trunca
balaustrada de roble negro que separaba dos sectores del salón, a partir de la
vidriera donde se leía, al revés, la inscripción: “Café de la Legalidad”; ella
pensó: ¿Por qué se llamará Café de la Legalidad? Una vez había visto, en el puerto,
una barca que se llamaba Causalidad; ¿qué quería decir Causalidad, por
qué había pensado el patrón en la palabra Causalidad, qué podía saber de
Causalidad un navegante gris a menos de ser un hombre de ciertas
lecturas venido a menos?; tal vez tuviera que ver con ese mismo desastre la
palabra Causalidad; o sencillamente habría querido poner Casualidad —es
decir, podía ser lo contrario, esa palabra, puesta allí por ignorancia o por un
asomo de conocimiento—; junto a la tintorería, las puertas ya cerradas pero los
escaparates mostrando el acumulamiento ordenado de carátulas grises, blancas,
amarillas, con cabezas de intelectuales fotográficos y avisos escritos en
grandes letras.
—Éste no es un buen
whisky —dijo él.
—¿No es? —preguntó
ella.
—Tiene un gusto
raro.
Ella no le tomaba
ningún gusto raro; verdad que había tomado whisky tan pocas veces; él tampoco
tomaba mucho; algunas veces, al volver a casa cansado, cinco dedos, antes de
comer; otros alcoholes tomaba, con preferencia, pero nunca solo sino con amigos,
al mediodía; pero no se podía deber a eso, tan pocas cosas, aquel color verdoso
que le bajaba de la frente, por la cara ósea, magra, hasta el mentón; no era un
color enfermizo, pero tampoco eso puede indicar salud; ninguno de los remedios
habituales había podido transformar el tono mate que tendía algunas veces hacia
lo ligeramente cárdeno.
Le preguntó él:
—¿Qué me miras?
—Nada —dijo ella.
—Al fin, ¿vamos a ir
o no, mañana, a lo de Leites?...
—Sí —dijo ella—, por supuesto, si quieres. ¿No les hemos dicho que íbamos
a ir?
—No tiene nada que ver —dijo él.
—Ya sé que no tiene nada que ver, pero en caso de no ir habría que avisar
ya.
—Está bien. Iremos.
Hubo una pausa.
—¿Por qué dices, así, que iremos? —preguntó ella.
—¿Cómo “así”?
—Sí, con un aire resignado. Como si no te gustara ir.
—No es de las cosas que más me entusiasman, ir.
Hubo una pausa.
—Sí. Siempre dices eso. Y sin embargo, cuando estás allí...
—Cuando estoy allí, ¿qué? —dijo él.
—Cuando estás allí parece que te gustara, y que te gustara de un modo
especial...
—No entiendo —dijo él.
—Que te gustara de un modo especial. Que la conversación con Ema te fuera
una especie de respiración, algo refrescante, porque cambias...
—No seas tonta.
—Cambias —dijo ella—. Creo que cambias. O no sé. En cambio, no lo
niegues, por verlo a él no darías un paso.
—Es un hombre insignificante y gris, pero al que debo cosas —dijo él.
—Sí. En cambio, no sé, me parece que dos palabras de Ema te levantaran,
te hicieran bien.
—No seas tonta —dijo él—. También me aburre.
—¿Por qué pretender que te aburre? ¿Por qué decir lo contrario de lo que
realmente es?
—No tengo por qué decir lo contrario de lo que realmente es. Eres terca.
Me aburre Leites y me aburre Ema, y me aburre todo lo que los rodea y las cosas
que tocan.
—Te fastidia todo lo
que los rodea. Pero por otra cosa —dijo ella.
—¿Por qué otra cosa?
—Porque no puedes
soportar la idea de esa cosa grotesca que es Ema unida a un hombre tan
inferior, tan trivial.
—Pero es absurdo lo
que dices. ¿Qué se te ha metido en la cabeza? Cada cual crea relaciones en la
medida de su propia exigencia. Si Ema vive con Leites no será por una
imposición divina, por una ley fatal, sino tranquilamente porque no ve más allá
de él.
—Te es difícil
concebir que no vea más allá de él.
—Por Dios, basta; no
seas ridícula.
Hubo otra pausa. El
hombre del traje blanco salió del bar...
—No soy ridícula
—dijo ella.
Habría querido
agregar algo más, decir algo más significativo que echara una luz sobre todas
esas frases vagas que cambiaban, pero no dijo nada; volvió a mirar las letras
de la palabra Tintorería; el patrón llamó al mozo y le dio una orden en voz
baja, y el mozo fue y habló con uno de los dos clientes que ocupaban la mesa
extrema del salón; ella sorbió la última gota del aguardiente ámbar.
—En el fondo, Ema es
una mujer bastante conforme con su suerte —dijo él.
Ella no contestó
nada.
—Una mujer fría de
corazón —dijo él.
Ella no contestó
nada.
—¿No crees? —dijo
él.
—Tal vez —dijo ella.
—Y a ti, a veces, te
da por decir cosas tan absolutamente fantásticas.
Ella no dijo nada.
—¿Qué crees que me
puede interesar en Ema? ¿Qué es lo que crees?
—Pero, ¿para qué
volver sobre lo mismo? —dijo ella—. Es una cosa que he dicho al pasar.
Sencillamente al pasar.
Los dos
permanecieron callados; él la miraba, ella miraba hacia afuera, la calle que
iba llenándose, muy lentamente, muy lentamente, de oscuridad, la calle donde la
noche entraba en turno; el pavimento que, de blanco, estaba ya gris, que iba a
estar pronto negro, con cierto reflejo azul mar brillando sobre su superficie;
pasaban automóviles, raudos, alguno que otro ómnibus, cargado; de pronto se oía
una campanilla extraña; ¿de dónde era esa campanilla?; la voz de un chico se
oyó, lejana, voceando los diarios de la tarde, la quinta edición, que aparecía;
el hombre pidió otro whisky para él; ella no tomaba nunca más de una pequeña
porción; el mozo volvió la espalda a la mesa y gritó el pedido con la misma voz
estentórea y enfática con que había hecho los otros pedidos y con que se dan el
gusto de ser autoritarios estos subordinados de un patrón tiránico; el hombre
golpeó la vidriera y el chico que pasaba corriendo con la carga de diarios
oliendo a tinta entró en el salón, y el hombre compró un diario y lo desplegó y
se puso a leer los títulos; ella se fijó en dos o tres fotografías que había en
la página postrera: una joven de la aristocracia que se casaba y un fabricante
de automóviles británicos que acababa de llegar a la Argentina en gira
comercial; el gato se había levantado sobre la balaustrada y jugaba con la pata
en un tiesto de flores, moviendo los tallos de las flores viejas y escuálidas;
ella preguntó al hombre si había alguna novedad importante y el hombre vaciló
antes de contestar, y después dijo:
—La eterna cosa. No
se entienden los rusos con los alemanes. No se entienden los alemanes con los
franceses. No se entienden los franceses con los ingleses. Nadie se entiende.
Tampoco se entiende nada. Todo parece que de un momento a otro se va a ir al
diablo. 0 que las cosas van a durar
así: todo el mundo sin entenderse, y el planeta andando.
El hombre movió el periódico hacia uno de los flancos, llenó la copa con
un poco de whisky y después le echó un terrón de hielo y después agua.
—Es mejor no revolverlo. Los que saben tomarlo dicen que es mejor no
revolverlo.
—¿Habrá guerra, crees? —le preguntó ella.
—¿Quién puede decir sí, quién puede decir no? Ni ellos mismos, yo creo.
Ni ellos mismos.
—Duraría dos semanas la guerra, con todos esos inventos...
—La otra también; la otra también dijeron que iba a durar dos semanas.
—Era distinto...
—Era lo mismo. Siempre es lo mismo. ¿Detendrían al hombre unos gramos más
de sangre, unos millares más de sacrificados? Es como la plata del avaro. Nada
sacia el amor de la plata por la plata. Ninguna cantidad de odio saciará el
odio del hombre por el hombre.
—Nadie tiene ganas de ser masacrado —dijo ella—. Eso es más fuerte que
todos los odios.
—¿Qué? —dijo él—. Una ceguera general todo lo nubla. En la guerra, la
atroz plenitud de matar es más grande que el pavor de morir.
Ella calló; pensó en aquello; iba a contestar, pero no dijo nada; pensó
que no valía la pena. Una joven de cabeza canosa, envuelta en un guardapolvo
gris, había salido a la acera de enfrente y con ayuda de un hierro largo bajaba
las cortinas metálicas de la tintorería, que cayeron con seco estrépito. La luz
eléctrica era muy débil en la calle y el tráfico se había hecho ahora ralo,
pero seguía pasando gente con intermitencias.
—Me das rabia cada vez que tocas el asunto de Ema —dijo él.
Ella no dijo nada.
Él tenía ganas de seguir hablando.
—Las mujeres debían
callarse a veces —dijo.
Ella no dijo nada;
el hombre rasurado, de piel amarillenta, se despidió de su amigo y caminó por
entre las mesas y salió del bar; el propietario levantó los ojos hacia él y
luego los volvió a bajar.
—¿Quieres ir a
alguna parte a comer? —preguntó él, con agriedad.
—No sé —dijo ella—,
como quieras.
Cuando hubo pasado
un momento, ella dijo:
—Si uno pudiera dar
a su vida un fin.
Seguía él callado.
Estuvieron allí un
rato más y luego salieron; echaron a andar por esas calles donde rodaban la
soledad, la pobreza y el templado aire nocturno; parecía haberse establecido
entre los dos una atmósfera, una temperatura que no tenía nada que ver con el
clima de la calle; caminaron unas pocas cuadras, hasta el barrio céntrico donde
ardían los arcos galvánicos, y entraron al restaurante.
¡Qué risas,
estrépito, hablar de gentes! Sostenía la orquesta de diez hombres su extraño
ritmo; comieron en silencio; de vez en cuando cruzaba entre los dos una
pregunta, una réplica; no pidieron nada después del pavo frío; más que la
fruta, el café; la orquesta sólo se imponía pequeñas pausas.
Cuando salieron,
cuando los recibió nuevamente el aire nocturno, la ciudad, caminaron un poco a
la deriva entre las luces de los cinematógrafos. Él estaba distraído,
exacerbado, y ella miraba los carteles rosa y amarillo; habría deseado decir
muchas cosas, pero no valía la pena; callaba.
—Volvamos a casa
—dijo él—. No hay ninguna parte a donde ir.
—Volvamos —dijo
ella—. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?