No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Después de las carreras

De Manuel Gutiérrez Nájera

Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los “no-me-olvides” de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic-tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del Hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas, y las hermosas hojas de los plátanos, erguidas en tibores japoneses; arriba, un cielo azul, de raso nuevo; mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal, por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabello blanco que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera, cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador. Afuera, en la calle, el movimiento de la vida, el ir y venir de los carruajes, el bullicio; y por la noche, cuando termina el baile o el teatro, la figura del pobre enamorado que la aguarda y que se aleja satisfecho cuando la ha visto apearse de su coche o cerrar los maderos del balcón. Mucha luz, muchas flores y un traje de seda nuevo: ¡ésa es la vida!

Berta piensa en las carreras. “Caracole” debía ganar. En Chantilly, no hace mucho, ganó un premio. Pablo Escanden no hubiera dado once mil pesos por una yegua y un caballo malos. Además, quien hizo en París la compra de esa yegua, fue Manuel Villamil, el mexicano más perito en estas cosas de “sport”. Berta va a hacer el próximo domingo una apuesta formal con su papá: apuesta a “Aigle”; si pierde, tendrá que bordar unas pantuflas; y si gana, le comprarán el espejo que tiene Madame Drouot en su aparador. El marco está forrado de terciopelo azul y recortando la luna oblicuamente, bajo una guirnalda de flores. ¡Qué bonito es! Su cara reflejada en ese espejo, parecerá la de una hurí, que, entreabriendo las rosas del paraíso, mira el mundo.

Berta entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en seguida, porque está la alcoba a oscuras.

Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca, sin que lo sienta, comienzan a rodearla de adormideras y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio. Las imágenes se van esfumando y desvaneciendo en la imaginación de Berta. Sus pensamientos pavesean. Ya no ve el Hipódromo bañado por la resplandeciente luz del sol, ni ve a los jueces encarnados en su pretorio, ni oye el chasquido de los látigos. Dos figuras quedan solamente en el cristal de su memoria empañada por el aliento de los sueños: “Caracole” y su novio.

Ya todo yace en el reposo inerme; 
El lirio azul dormita en la ventana; 
¿Oyes? Desde su torre la campana 
La medianoche anuncia; duerme, duerme.

El genio retozón que abrió para mí la alcoba de Berta, como se abre una caja de golosinas el día de Año Nuevo, puso un dedo en mis labios, y tomándome de la mano, me condujo a través de los salones. Yo temía tropezar con algún mueble, despertando a la servidumbre y a los dueños. Pasé, pues, con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome sobre la alfombra. A poco andar di contra el piano, que se quejó en si bemol; pero mi acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una bujía, y las notas cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio había roto esas pompas de jabón. En esta guisa atravesamos varias salas; el comedor de cuyos muros, revestidos de nogal, salían gruesos candelabros con las velas de esperma apagadas; los corredores, llenos de tiestos y de afiligranadas pajareras; un pasadizo estrecho y largo, como un cañuto, que llevaba a las habitaciones de la servidumbre; el retorcido caracol por donde se subía a las azoteas, y un laberinto de pequeños cuartos, llenos de muebles y de trastos inservibles.

Por fin, llegamos a una puertecita por cuya cerradura se filtraba un rayo de luz tenue. La puerta estaba atrancada por dentro, pero nada resiste al dedo de los genios, y mi acompañante, entrándose por el ojo de la llave, quitó el morillo que atrancaba la mampara. Entramos: allí estaba Manón, la costurera. Un libro abierto extendía sus blancas páginas en el suelo, cubierto apenas con esteras rotas, y la vela moría lamiendo con su lengua de salamandra los bordes del candelero. Manón leía seguramente cuando el sueño la sorprendió. Decíanlo esa imprudente luz que habría podido causar un incendio, ese volumen maltratado que yacía junto al catre de fierro, y ese brazo desnudo que con el frío impudor del mármol, pendía, saliendo fuera del colchón y por entre las ropas descompuestas. Manón es bella, como un lirio enfermo. Tiene veinte años, y quisiera leer la vida, como quería de niña hojear el tomo de grabados que su padre guardaba en el estante, con llave, de la biblioteca. Pero Manón es huérfana y es pobre: ya no verá, como antes, a su alrededor, obedientes camareras y sumisos domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma en medio de la vida. De aquella vida anterior que en ocasiones se le antoja un sueño, nada más le queda un cutis que trasciende aún a almendra, y un cabello que todavía no vuelven áspero el hambre, la miseria y el trabajo. Sus pensamientos son como esos rapazuelos encantados que figuran en los cuentos; andan de día con la planta descalza y en camisa; pero dejad que la noche llegue, y miraréis cómo esos pobrecitos limosneros visten jubones de crujiente seda y se adornan con plumas de faisanes.

Aquella tarde, Manón había asistido a las carreras. En la casa de Berta todos la quieren y la miman, como se quiere y se mima a un falderillo, vistiéndole de lana en el invierno y dándole en la boca mamones empapados en leche. Hay cariños que apedrean. Todos sabían la condición que había tenido antes esa humilde costurera, y la trataban con mayor regalo. Berta le daba vestidos viejos, y solía llevarla consigo, cuando iba de paseo o a tiendas. La huérfana recibía esas muestras de cariño, como recibe el pobre que mendiga, la moneda que una mano piadosa le arroja desde un balcón. A veces esas monedas descalabran.

Aquella tarde, Manón había asistido a las carreras. La dejaron adentro del carruaje, porque no sienta bien a una familia aristocrática andarse de paseo con las criadas; la dejaron allí, por si el vestido de la niña se desgarraba o si las cintas de su “capota” se rompían. Manón, pegada a los cristales del carruaje, espiaba por allí la pista y las tribunas, tal como ve una pobrecita enferma, a través de los vidrios del balcón, la vida y movimiento de los transeúntes. Los caballos cruzaban como exhalaciones por la árida pista, tendiendo al aire sus crines erizadas. ¡Los caballos! Ella también había conocido ese placer, mitad espiritual y mitad físico, que se experimenta al atravesar a galope una avenida enarenada. La sangre corre más aprisa, y el aire azota como si estuviera enojado. El cuerpo siente la juventud, y el alma cree que ha recobrado sus alas.

Y las tribunas, entrevistas desde lejos, le parecían enormes ramilletes hechos de hojas de raso y claveles de carne. La seda acaricia como la mano de un amante, y ella tenía un deseo infinito de volver a sentir ese contacto. Cuando anda la mujer, su falda va cantando un himno en loor suyo. ¿Cuándo podría escuchar esas estrofas? Y veía sus manos, y la extremidad de los dedos maltratada por la aguja, y se fijaba tercamente en ese cuadro de esplendores y de fiestas, como en la noche de San Silvestre ven los niños pobres esos pasteles, esas golosinas, esas pirámides de caramelo que no gustarán ellos y que adornan los escaparates de las dulcerías. ¿Por qué estaba ella desterrada de ese paraíso? Su espejo le decía: “Eres hermosa y eres joven.” ¿Por qué padecía tanto? Luego, una voz secreta se levantaba en su interior diciendo: “No envidies esas cosas. La seda se desgarra, el terciopelo se chafa, la epidermis se arruga con los años. Bajo la azul superficie de ese lago hay mucho lodo. Todas las cosas tienen su lado luminoso y su lado sombrío. ¿Recuerdas a tu amiga Rosa Thé? Pues vive en ese cielo de teatro, tan lleno de talco, y de oropeles, y de lienzos pintados. Y el marido que escogió, la engaña y huye de su lado para correr en pos de mujeres que valen menos que ella. Hay mortajas de seda y ataúdes de palo santo, pero en todos hormiguean y muerden los gusanos.”

Manón, sin embargo, anhelaba esos triunfos y esas galas. Por eso dormía soñando con regocijos y con fiestas. Un galán, parecido a los errantes caballeros que figuran en las leyendas alemanas, se detenía bajo sus ventanas, y trepando por una escala de seda azul llegaba hasta ella, la ceñía fuertemente con sus brazos y bajaba después, cimbrándose en el aire, hasta la sombra del olivar tendido abajo. Allí esperaba un caballo tan ágil, tan nervioso como “Caracole”. Y el caballero, llevándola en brazos, como se lleva a un niño dormido, montaba en el brioso potro que corría a todo escape por el bosque. Los mastines del caserío ladraban y hasta abríanse las ventanas, y en ellas aparecían rostros medrosos; los árboles corrían, corrían en dirección contraria, como un ejército en derrota, y el caballero la apretaba contra el pecho rizando con su aliento abrasador los delgados cabellos de su nuca.

En ese instante el alba salía fresca y perfumada, de su tina de mármol, llena de rocío. ¡No entres! —¡oh fría luz!—, no entres a la alcoba en donde Manón sueña con el amor y la riqueza! ¡Deja que duerma, con su brazo blanco pendiente fuera del colchón, como una virgen que se ha embriagado con el agua de las rosas! ¡Deja que las estrellas bajen del cielo azul, y que se prendan en sus orejas diminutas de porcelana transparente! 

La balada de Año Nuevo

De Manuel Gutiérrez Nájera



En la alcoba silenciosa, muelle y acolchonada apenas se oye la suave respiración del enfermito. Las cortinas están echadas; la veladora esparce en derredor su luz discreta, y la bendita imagen de la Virgen vela a la cabecera de la cama. Bebé está malo, muy malo…Bebé se muere…

El doctor ha auscultado el blanco pecho del enfermo; con sus manos gruesas toma las manecitas diminutas del pobre ángel, y frunciendo el ceño, ve con tristeza al niño y a los padres. Pide un pedazo de papel; se acerca a la mesilla veladora, y con su pluma de oro escribe…escribe. Sólo se oye en la alcoba, como el pesado revoloteo de un moscardón, el ruido de la pluma corriendo sobre el papel, blanco y poroso. El niño duerme; no tiene fuerzas para abrir los ojos. Su cara, antes tan halagüeña y sonrosada, está más blanca y transparente que la cera: en sus sienes se perfila la red azulosa de las venas. Sus labios están pálidos, marchitos, despellejados por la enfermedad. Sus manecitas están frías como dos témpanos de hielo…Bebé está malo… Bebé está muy malo…Bebé se va a morir…

Clara no llora; ya no tiene lágrimas. Y luego, si llorara, despertaría a su pobre niño. ¿Qué escribirá el doctor? ¡Es la receta! ¡Ah, si Clara supiera, lo aliviaría en un solo instante! Pues qué ¿nada se puede contra el mal? ¿No hay medios para salvar una existencia que se apaga? ¡Ah! ¡Sí los hay, sí debe haberlos; Dios es bueno, Dios no quiere el suplicio de las madres; los médicos son torpes, son desamorados; poco les importa la honda aflicción de los amantes padres; por eso Bebé no está aliviado aún; por eso Bebé sigue muy malo; por eso Bebé, el pobre Bebé se va a morir! Y Clara dice con el llanto en los ojos:

-¡Ah! ¡si yo supiera!

La calma insoportable del doctor irrita. ¿Por qué no lo salva? ¿Por qué no le devuelve la salud? ¿Por qué no le consagra todas sus vigilias, todos sus afanes, todos sus estudios? ¿Qué, no puede? Pues entonces de nada sirve la medicina: es un engaño, es un embuste, es una infamia. ¿Qué han hecho tantos hombres, tantos sabios, si no saben ahorrar este dolor al corazón, si no pueden salvar la vida a un niño, a un ser que no ha hecho mal a nadie, que no ofende a ninguno, que es la sonrisa, y es la luz, y es el perfume de la casa?
Y el doctor escribe, escribe. ¿Qué medicina le mandará? ¿Volverá a martirizar su carne blanca con esos instrumentos espantosos?

-No, ya no, -dice la madre- ya no quiero. El hijo de mi alma tuerce sus bracitos, se disloca entre esas manos duras que lo aprietan, vuelve los ojos en blanco, llora, llora mucho, ruega, grita, hasta que ya no puede, hasta que la fuerza irresistible del dolor le vence, y se queda en su cuna, quieto, sin sentido y quejándose aún, en voz muy baja, de esos cuchillos, de esas tenazas, de esos garfios que lo martirizan, de esos doctores sin corazón que tasajean su cuerpo, y de su madre, de su pobre madre que lo deja solo. No, ya no quiero, ya no quiero esos suplicios. Me atan a mí también; pero me dejan libres los oídos para que pueda oír sus lágrimas, sus quejas.

¡Lo escucho y no puedo defenderlo: veo que lo están matando y lo consiento!
El niño duerme y el doctor escribe, escribe.

-Dios mío, Dios mío, no quieras que se muera; mándame otra pena, otro suplicio: lo merezco. Pero no me lo arranques, no, no te lo lleves. ¿Qué te ha hecho?

Y Clara ahoga sus sollozos, muerde su pañuelo, quiere besarlo y abrazarlo (¡acaso esas caricias sean las últimas!) pero el pobre enfermito está dormido y su mamá no quiere que despierte.

Clara lo ve, lo ve constantemente con sus grandes ojos negros y serenos, como si temiera que, al dejar de mirarlo, se volara al cielo. ¡Cuántos estragos ha hecho en él la enfermedad! Sus bracitos rechonchos hoy están flacos, muy flacos. Ya no se ríen en sus codos aquellos dos hoyuelos tan graciosos, que besaron y acariciaron tantas veces. Sus ojos (negros como los de su mamá) están agrandados por las ojeras, por esas pálidas violetas de la muerte. Sus cabellos rubios le forman como la aureola de un santito.

-¡Dios mío, Dios mío, no quiero que se muera!

Bebé tiene cuatro años. Cuando corre, parece que se va a caer. Cuando habla, las palabras se empujan y se atropellan en sus labios. Era muy sano: Bebé no tenía nada. Pablo y Clara se miraban en él y se contaban por la noche sus travesuras y sus gracias, sin cansarse jamás. Pero una tarde Bebé no quiso corretear por el jardín; sintió frío; un dolor agudo se clavó en sus sienes y le pidió a su mamá que lo acostara. Bebé se acostó esa tarde y todavía no se levanta. Ahí están, a los pies de la cama, y esperándole, los botincitos que todavía conservan en la planta la arena humedecida del jardín.

El doctor ha acabado de escribir, pero no se va. Pues qué ¿le ve tan malo? El lacayo corre a la botica.

El médico contesta en voz muy baja:

-Cálmese Ud. Que no despierte el niño.

En ese instante llega Pablo. Hace quince minutos que salió de esa alcoba y le parece un siglo. Ha venido corriendo como un loco. Al torcer la esquina no quiso levantar los ojos, por no ver si el balcón estaba abierto. Llega, mira la cara del doctor y las manos enclavijadas de la madre; pero se tranquiliza; el ángel rubio duerme aún en su cuna -¡no se ha ido! Un minuto después, el niño cambia de postura, abre los ojos poco a poco, y dice con una voz que apenas suena:

-¡Mamá! ¡mamá!...

-¿Qué quieres, vida mía? ¿Verdad que estás mejor? ¡Dime qué sientes! ¡Pobrecito mío! Trae acá tus manitas, ¡voy a calentarlas! Ya te vas a aliviar, alma de mi alma. He mandado encender dos cirios al Santísimo. La Madre de la Luz ya va a ponerte bueno.

El niño vuelve en derredor sus ojos negros, como pidiendo amparo. Clara lo besa en la frente, en los ojos, en la boca, en todas partes. ¡Ahora sí puede besarlo! Pero en esa efusión de amor y de ternura, sus ojos, antes tan resecos, se cuajan de lágrimas, y Clara no sabe ya si besa o llora. Algunas lágrimas ardientes caen en la garganta del niño. El enfermito, que apenas tiene voz para quejarse, dice:

-¡Mamá, mamá, no llores!

Clara muerde su pañuelo, los almohadones, el colchón de la cunita. Pablo se acerca. Es hora ya de que él también lo bese. Le toca su turno. Él es fuerte, él es hombre, él no llora. Y entretanto, el doctor, que se ha alejado, revuelve la tisana con la pequeña cucharilla de oro. ¿Qué es el sabio ante la muerte? La molécula de arena que va a cubrir con su oleaje el océano.

-Bebé, Bebé, vida mía. Anímate, incorpórate. Hoy es año nuevo. ¿Ves? Aquí en tu manecita están las cosas que yo te fui a comprar en la mañana. El cucurucho de dulces, para cuando te alivies; el aro con que has de corretear en el jardín; la pelota de colores para que juegues en el patio. ¡Todo lo que me has pedido!

Bebé, el pobre bebé, preso en su cuna, soñaba con el aire libre, con la luz del sol, con la tierra del campo y con las flores entreabiertas. Por eso pedía no más esos juguetes.

-Si te alivias, te compraré una carretela y dos borregos blancos para que la arrastren... ¡Pero alíviate, mi ángel, vida mía! ¿Quieres mejor un velocípedo? ¿Sí…? Pero ¿si te caes? Dame tus manos. ¿Por qué están frías? ¿Te duele mucho la cabeza? Mira, aquí está la gran casa de campo que me habías pedido…

Los ojos del enfermito se iluminan. Se incorpora un poco, y abraza la gran caja de madera que le ha traído su papá. Vuelve la vista a la mesilla y mira con tristeza el cucurucho de los dulces.

-Mama, mamá, yo quiero un dulce.

Clara, que está llorando a los pies de la cama, consulta con los ojos al doctor; éste consiente, y Pablo, descolgando el cucurucho, desata los listones y lo ofrece al niño. Bebé toma con sus deditos amarillos una almendra, y dice:

-Papá, abre tu boca.

Pablo, el hombre, el fuerte, siente que ya no puede más; besa los dedos que ponen esa almendra entre sus labios, y llora, llora mucho.

Bebé vuelve a caer postrado. Sus pies se han enfriado mucho; Clara los aprieta en sus manos, y los besa. ¡Todo inútil! El doctor prepara una vasija bien cerrada y llena de agua casi hirviente. La pone en los pies del enfermito. Éste ya no habla, ya no mira; ya no se queja; nada más tose, y de cuando en cuando, dice con voz apenas perceptible:

-¡Mamá, mamá, no me dejen solo!

Clara y Pablo lloran, ruegan a Dios, suplican, mandan a la muerte, se quejan del doctor, enclavijan las manos, se desesperan, acarician y besan. ¡Todo en vano! El enfermito ya no habla, ya no mira, ya no se queja: tose, tose. Tuerce los bracitos como si fuera a levantarse, abre los ojos, mira a su padre como diciéndole: -¡Defiéndeme!- vuelve a cerrarlos… ¡Ay! ¡Bebé ya no habla, ya no mira, ya no se queja, ya no tose; ya está muerto!

Dos niños pasan riendo y cantando por la calle:

-¡Mi Año Nuevo! ¡Mi Año Nuevo!

Rip-Rip

De Manuel Gutiérrez Nájera



Este cuento yo no lo vi; pero creo que lo soñé.

Qué cosas ven los ojos cuando están cerrados! Parece imposible que tengamos tanta gente y tantas cosas dentro… porque, cuando los párpados caen, la mirada, como una señora que cierra su balcón, entra a ver lo que hay en su casa.

Pues bien, esta casa mía, esta casa de la señora mirada que yo tengo, o que me tiene, es un palacio, es una quinta, es una ciudad, es un mundo, es el universo… pero un universo en el que siempre están presentes el presente, el pasado y el futuro.

A juzgar por lo que miro cuando duermo, pienso para mí, y hasta para Uds. mis lectores: ¡"Jesús, ¡qué de cosas han de ver los ciegos!" Esos que siempre están dormidos, ¿qué verán? El amor es ciego, según cuentan.

Y el amor es el único que ve a Dios. ¿De quién es la leyenda de Rip-Rip? Entiendo que la recogió Washington Irving para darle forma literaria en alguno de sus libros. Sé que hay una ópera cómica con el propio título y con el mismo argumento. Pero no he leído el cuento del novelador e historiador norteamericano, ni he oído la ópera… pero he visto a Rip-Rip.

Si no fuera pecaminosa la suposición, diría yo que Rip-Rip ha de haber sido hijo del monje Alfeo. Ese monje era alemán, cachazudo, flemático y hasta presumo que algo sordo; pasó cien años, sin sentirlos, oyendo el canto de un pájaro. Rip-Rip fue más yankee, menos aficionado a música y más bebedor de whisky; durmió durante muchos años.

Rip-Rip, el que yo vi, se durmió, no sé por qué, en alguna carrera a la que entró… quien sabe para qué. Pero no durmió tanto como Rip-Rip de la leyenda. Creo que durmió diez años… tal vez cinco… acaso uno… en fin, su sueño fue bastante corto: durmió mal. Pero el caso es que envejeció dormido, porque eso pasa a los que sueñan mucho.

Y como Rip-Rip no tenía reloj, y como aunque lo hubiese tenido no le habría dado cuerda cada veinticuatro horas; como no se habían inventado aún los candelarios, y como en los bosques no hay espejos, Rip-Rip no pudo darse cuenta de las horas, los días o los meses que habían pasado mientras él dormía, ni enterarse de que ya era un anciano.

Sucede casi siempre: mucho tiempo antes de que uno sepa que es viejo, los demás lo saben y lo dicen. Rip-Rip, todavía algo soñoliento y sintiendo vergüenza por haber pasado toda una noche fuera de su casa -él que era esposo creyente y practicante- se dijo, no sin sobresalto: "!Vamos al hogar!" ¡Y allá va Rip-Rip con su barba muy cana muy cana (que él creía muy rubia) cruzando a duras penas aquellas veredas casi inaccesibles!

Las piernas flaquearon, pero él decía: "¡Es efecto del sueño!" ¡Y no; era efecto de la vejez, que no es suma de años, sino suma de sueños! Caminando, caminando, pensaba Rip-Rip: "¡Pobre mujercita mía! ¡Qué alarmada estará! Yo no me explico lo que ha pasado. Debo de estar enfermo… muy enfermo. Salí al amanecer… está ahora amaneciendo… de modo que el día y la noche los pasé fuera de casa.

Pero ¿qué hice? Yo no voy a la taberna; yo no bebo… Sin duda me sorprendió la enfermedad en el monte y caí sin sentido en aquella gruta… Ella me habrá buscado por todas partes… ¿Cómo no, si me quiere tanto y es tan buena? No ha de haber dormido… estará llorando… ¡Y venir sola, en la noche, por estos vericuetos! Aunque sola… no, no ha de haber venido sola. En el pueblo me quieren bien, tengo muchos amigos… principalmente Juan, el del molino.

De seguro que, viendo la aflicción de ella, todos la habrán ayudado a buscarme… Juan principalmente. Pero, ¿y la chiquita? ¿Y mi hija? ¿La traerán? ¿A tales horas? ¿Con este frío? Bien puede ser, porque ella me quiere tanto, y quiere tanto a su hija, y quiere tanto a los dos, que no dejaría a nadie a solas a ella, ni dejaría por nadie de buscarme. ¡Qué imprudencia! ¿Le haría daño?… En fin, lo primero es que ella… pero, ¿cuál es ella? Y Rip-Rip andaba y andaba… y no podía correr.

Llegó, por fin, al pueblo, que era casi el mismo. La torre de la parroquia le pareció como más blanca, la casa del Alcalde, como más alta; la tienda principal, como con otra puerta; y las gentes que veía, como con otras caras. ¿Estaría aún medio dormido? ¿Seguiría enfermo?

Al primer amigo a quien halló fue al señor Cura. Era él: con su paraguas verde; con su sombrero alto, que era lo más alto de todo el vecindario; con su breviario, siempre cerrado; con su levitón, que siempre era sotana. -señor Cura, buenos días. -Perdona, hijo. -No tuve yo la culpa, señor Cura… no me he embriagado… no he hecho nada malo… La pobrecita de mi mujer… -Te dije ya que perdonaras. Y anda: ve a otra parte, porque aquí sobran limosneros. ¿Limosneros? ¿Por qué le hablaba así el Cura? Jamás había pedido limosna. No daba para el culto, porque no tenía dinero. No asistía a los sermones de cuaresma, porque trabajaba en todo tiempo, de la noche a la mañana. Pero iba a la misa de siete todos los días de fiesta, y confesaba y comulgaba cada año.

No había razón para que el Cura lo tratase con desprecio. ¡No la había! Y lo dejó ir sin decirle nada, porque sentía tentaciones de pegarle… y era el Cura.

Con paso aligerado por la ira siguió Rip-Rip su camino. Afortunadamente la casa estaba muy cerca… Ya veía la luz de sus ventanas… y como la puerta estaba más lejos que las ventanas, acercóse a la primera de éstas para llamar, para decirle a Luz: "¡Aquí estoy! ¡Ya no te apures!"

No hubo necesidad de que llamara. La ventana estaba abierta. Luz cosía tranquilamente, y, en el momento en que Rip-Rip llegó, Juan -Juan el del molino- la besaba en los labios. -¿Vuelves pronto, hijito? Rip-Rip sintió que todo era rojo en torno suyo. ¡Miserable!… ¡Miserable!…

Temblando como un ebrio o como un viejo, entró a la casa. Quería matar; pero estaba tan débil, que al llegar a la sala en que hablaban ellos, cayó al suelo. No podía levantarse; no podía hablar, pero sí podía tener los ojos abiertos, muy abiertos, para ver cómo palidecían de espanto la esposa adúltera y el amigo traidor.

Y los dos palidecieron. ¡Un grito de ella! -el mismo grito que el pobre Rip-Rip había oído cuando un ladrón entró a la casa- y luego los brazos de Juan que lo enlazaban, pero no para ahogarlo, sino piadosos, caritativos, para alzarlo del suelo.

Rip-Rip hubiera dado su vida, su alma también, por poder decir una palabra, una blasfemia. -No está borracho, Luz; es un enfermo. Y Luz, aunque con miedo todavía, se aproximó al desconocido vagabundo. -¡Pobre viejo! ¿Qué tendrá? Tal vez venía a pedir limosna y se cayó desfallecido de hambre. -Pero si algo le damos, podría hacerle daño. Lo llevaré primero a mi cama. -No, a tu cama no, que está muy sucio el infeliz. Llamaré al mozo, y entre tú y él lo llevarán a la botica.

La niña entró en esos momentos. -¡Mamá, mamá! -No te asustes, mi vida, si es un hombre. -¡Qué feo, mamá! ¡Qué miedo! ¡Es como el coco! Y Rip oía. Veía también, pero no estaba seguro de que veía. Esa salita era la misma… la de él. En ese sillón de cuero y otate se sentaba por las noches cuando volvía cansado, después de haber vendido el trigo de su tierrita en el molino de que Juan era administrador. Esas cortinas de la ventana eran su lujo. Las compró a costa de muchos sacrificios.

Aquél era Juan; aquella, Luz… pero no eran los mismos… ¡Y la chiquita no era la chiquita! ¿Se había muerto? ¿Estaría loco? ¡Pero él sentía que estaba vivo! Escuchaba… veía… como se oye y se ve en las pesadillas.

Lo llevaron a la botica en hombros, y allí lo dejaron, porque la niña se asustaba de él. Luz fue con Juan… y a nadie le extrañó que fuera del brazo y que ella adandonara, casi moribundo a su marido. No podía moverse, no podía gritar, decir: "¡Soy Rip!" Por fin, lo dijo, después de muchas horas, tal vez de muchos años, quizá de muchos siglos.

Pero no lo conocieron: no lo quisieron conocer. -¡Desgraciado! ¡Es un loco! -dijo el boticario. -Hay que llevárselo al señor Alcalde, porque puede ser furioso -dijo otro. -Sí, es verdad; lo amarraremos si resiste. Y ya iban a liarlo; pero el dolor y la cólera habían devuelto a Rip sus fuerzas. Como rabioso can acometió a sus verdugos, consiguió desasirse de sus brazos, y echó a correr.

Iba a su casa… ¡Iba a matar! Pero la gente lo seguía, lo acorralaba. Era aquello una cacería y era él una fiera. El instinto de la propia conservación se sobrepuso a todo. Lo primero era salir del pueblo, ganar el monte, esconderse y volver más tarde, con la noche, a vengarse, a hacer justicia. Logró, por fin, burlar a sus perseguidores.

¡Allá va Rip como lobo hambriento! ¡Allá va por lo más intrincado de la selva! Tenía sed… la sed que han de sentir los incendios. Y se fue derecho al manantial… a beber, a hundirse en el agua y a golpearla con los brazos… acaso, acaso a ahogarse.

Acercóse al arroyo, y allí, a la superficie, salió la muerte a recibirlo. ¡Sí; porque era la muerte, en figura de hombre, la imagen de aquel decrépito que se asomaba en el cristal de la onda! Sin duda, venía por él ese lívido espectro. No era de carne y hueso, ciertamente; no era un hombre, porque se movía a la vez que Rip, y esos movimientos no agitaban el agua. No era un cadáver, porque sus manos y sus brazos se torcían y retorcían. ¡Y no era Rip, no era él!

Era como uno de sus abuelos, que se le aparecía para llevarlo con el padre muerto. "Pero ¿y mi sombra?", pensaba Rip. ""¿Por qué no se retrata mi cuerpo en ese espejo? ¿Por qué veo y grito, y el eco de esa montaña no repite mi voz, sino otra voz desconocida?" ¡Y allá fue Rip a buscarse en el seno de las ondas!

¡El viejo, seguramente, se lo llevó con el padre muerto, porque Rip no ha vuelto! ¿Verdad que éste es un sueño extravagante? Yo veía a Rip muy pobre, lo veía rico; lo miraba joven, lo miraba viejo; a ratos en una choza de leñador, a veces en una casa cuyas ventanas lucían cortinas blancas; ya sentado en aquel sillón de otate y cuero, ya en un sofá de ébano y raso… no era un hombre, eran muchos hombres… tal vez todos los hombres.

No me explico cómo Rip no pudo hablar; ni cómo su mujer y su amigo no lo conocieron, a pesar de que estaba tan viejo: ni por qué antes se escapó de los que se proponían atarlo como a un loco; ni sé cuántos años estuvo dormido o aletargado en esa gruta. ¿Cuánto tiempo durmió? ¿Cuánto tiempo se necesita para que los seres que amamos y que nos aman nos olviden? ¿Olvidar es delito? ¿Los que olvidan son malos?

Ya veis qué buenos fueron Luz y Juan cuando socorrieron al pobre Rip que se moría. La niña se asustó; pero no podemos culparla: no se acordaba de su padre. Todos eran inocentes, todos eran buenos… y sin embargo, todo esto da mucha tristeza.

Hizo muy bien Jesús el Nazareno en no resucitar más que a un solo hombre, y eso a un hombre que no tenía mujer, que no tenía hijas y que acababa de morir.

Es bueno echar mucha tierra sobre los cadáveres.