De Manuel Gutiérrez Nájera
En la alcoba silenciosa, muelle y
acolchonada apenas se oye la suave respiración del enfermito. Las cortinas
están echadas; la veladora esparce en derredor su luz discreta, y la bendita imagen
de la Virgen vela a la cabecera de la cama. Bebé está malo, muy malo…Bebé se
muere…
El doctor ha auscultado el blanco
pecho del enfermo; con sus manos gruesas toma las manecitas diminutas del pobre
ángel, y frunciendo el ceño, ve con tristeza al niño y a los padres. Pide un
pedazo de papel; se acerca a la mesilla veladora, y con su pluma de oro
escribe…escribe. Sólo se oye en la alcoba, como el pesado revoloteo de un
moscardón, el ruido de la pluma corriendo sobre el papel, blanco y poroso. El
niño duerme; no tiene fuerzas para abrir los ojos. Su cara, antes tan halagüeña
y sonrosada, está más blanca y transparente que la cera: en sus sienes se
perfila la red azulosa de las venas. Sus labios están pálidos, marchitos,
despellejados por la enfermedad. Sus manecitas están frías como dos témpanos de
hielo…Bebé está malo… Bebé está muy malo…Bebé se va a morir…
Clara no llora; ya no tiene
lágrimas. Y luego, si llorara, despertaría a su pobre niño. ¿Qué escribirá el
doctor? ¡Es la receta! ¡Ah, si Clara supiera, lo aliviaría en un solo instante!
Pues qué ¿nada se puede contra el mal? ¿No hay medios para salvar una
existencia que se apaga? ¡Ah! ¡Sí los hay, sí debe haberlos; Dios es bueno, Dios
no quiere el suplicio de las madres; los médicos son torpes, son desamorados;
poco les importa la honda aflicción de los amantes padres; por eso Bebé no está
aliviado aún; por eso Bebé sigue muy malo; por eso Bebé, el pobre Bebé se va a
morir! Y Clara dice con el llanto en los ojos:
-¡Ah! ¡si yo supiera!
La calma insoportable del doctor
irrita. ¿Por qué no lo salva? ¿Por qué no le devuelve la salud? ¿Por qué no le
consagra todas sus vigilias, todos sus afanes, todos sus estudios? ¿Qué, no
puede? Pues entonces de nada sirve la medicina: es un engaño, es un embuste, es
una infamia. ¿Qué han hecho tantos hombres, tantos sabios, si no saben ahorrar
este dolor al corazón, si no pueden salvar la vida a un niño, a un ser que no
ha hecho mal a nadie, que no ofende a ninguno, que es la sonrisa, y es la luz,
y es el perfume de la casa?
Y el doctor escribe, escribe.
¿Qué medicina le mandará? ¿Volverá a martirizar su carne blanca con esos
instrumentos espantosos?
-No, ya no, -dice la madre- ya no
quiero. El hijo de mi alma tuerce sus bracitos, se disloca entre esas manos
duras que lo aprietan, vuelve los ojos en blanco, llora, llora mucho, ruega,
grita, hasta que ya no puede, hasta que la fuerza irresistible del dolor le
vence, y se queda en su cuna, quieto, sin sentido y quejándose aún, en voz muy
baja, de esos cuchillos, de esas tenazas, de esos garfios que lo martirizan, de
esos doctores sin corazón que tasajean su cuerpo, y de su madre, de su pobre
madre que lo deja solo. No, ya no quiero, ya no quiero esos suplicios. Me atan
a mí también; pero me dejan libres los oídos para que pueda oír sus lágrimas,
sus quejas.
¡Lo escucho y no puedo
defenderlo: veo que lo están matando y lo consiento!
El niño duerme y el doctor
escribe, escribe.
-Dios mío, Dios mío, no quieras
que se muera; mándame otra pena, otro suplicio: lo merezco. Pero no me lo
arranques, no, no te lo lleves. ¿Qué te ha hecho?
Y Clara ahoga sus sollozos,
muerde su pañuelo, quiere besarlo y abrazarlo (¡acaso esas caricias sean las
últimas!) pero el pobre enfermito está dormido y su mamá no quiere que
despierte.
Clara lo ve, lo ve constantemente
con sus grandes ojos negros y serenos, como si temiera que, al dejar de
mirarlo, se volara al cielo. ¡Cuántos estragos ha hecho en él la enfermedad!
Sus bracitos rechonchos hoy están flacos, muy flacos. Ya no se ríen en sus
codos aquellos dos hoyuelos tan graciosos, que besaron y acariciaron tantas
veces. Sus ojos (negros como los de su mamá) están agrandados por las ojeras,
por esas pálidas violetas de la muerte. Sus cabellos rubios le forman como la aureola
de un santito.
-¡Dios mío, Dios mío, no quiero
que se muera!
Bebé tiene cuatro años. Cuando
corre, parece que se va a caer. Cuando habla, las palabras se empujan y se
atropellan en sus labios. Era muy sano: Bebé no tenía nada. Pablo y Clara se
miraban en él y se contaban por la noche sus travesuras y sus gracias, sin
cansarse jamás. Pero una tarde Bebé no quiso corretear por el jardín; sintió
frío; un dolor agudo se clavó en sus sienes y le pidió a su mamá que lo acostara.
Bebé se acostó esa tarde y todavía no se levanta. Ahí están, a los pies de la
cama, y esperándole, los botincitos que todavía conservan en la planta la arena
humedecida del jardín.
El doctor ha acabado de escribir,
pero no se va. Pues qué ¿le ve tan malo? El lacayo corre a la botica.
El médico contesta en voz muy
baja:
-Cálmese Ud. Que no despierte el
niño.
En ese instante llega Pablo. Hace
quince minutos que salió de esa alcoba y le parece un siglo. Ha venido
corriendo como un loco. Al torcer la esquina no quiso levantar los ojos, por no
ver si el balcón estaba abierto. Llega, mira la cara del doctor y las manos
enclavijadas de la madre; pero se tranquiliza; el ángel rubio duerme aún en su
cuna -¡no se ha ido! Un minuto después, el niño cambia de postura, abre los
ojos poco a poco, y dice con una voz que apenas suena:
-¡Mamá! ¡mamá!...
-¿Qué quieres, vida mía? ¿Verdad
que estás mejor? ¡Dime qué sientes! ¡Pobrecito mío! Trae acá tus manitas, ¡voy
a calentarlas! Ya te vas a aliviar, alma de mi alma. He mandado encender dos
cirios al Santísimo. La Madre de la Luz ya va a ponerte bueno.
El niño vuelve en derredor sus
ojos negros, como pidiendo amparo. Clara lo besa en la frente, en los ojos, en
la boca, en todas partes. ¡Ahora sí puede besarlo! Pero en esa efusión de amor
y de ternura, sus ojos, antes tan resecos, se cuajan de lágrimas, y Clara no
sabe ya si besa o llora. Algunas lágrimas ardientes caen en la garganta del
niño. El enfermito, que apenas tiene voz para quejarse, dice:
-¡Mamá, mamá, no llores!
Clara muerde su pañuelo, los
almohadones, el colchón de la cunita. Pablo se acerca. Es hora ya de que él
también lo bese. Le toca su turno. Él es fuerte, él es hombre, él no llora. Y
entretanto, el doctor, que se ha alejado, revuelve la tisana con la pequeña
cucharilla de oro. ¿Qué es el sabio ante la muerte? La molécula de arena que va
a cubrir con su oleaje el océano.
-Bebé, Bebé, vida mía. Anímate, incorpórate.
Hoy es año nuevo. ¿Ves? Aquí en tu manecita están las cosas que yo te fui a
comprar en la mañana. El cucurucho de dulces, para cuando te alivies; el aro
con que has de corretear en el jardín; la pelota de colores para que juegues en
el patio. ¡Todo lo que me has pedido!
Bebé, el pobre bebé, preso en su
cuna, soñaba con el aire libre, con la luz del sol, con la tierra del campo y
con las flores entreabiertas. Por eso pedía no más esos juguetes.
-Si te alivias, te compraré una
carretela y dos borregos blancos para que la arrastren... ¡Pero alíviate, mi
ángel, vida mía! ¿Quieres mejor un velocípedo? ¿Sí…? Pero ¿si te caes? Dame tus
manos. ¿Por qué están frías? ¿Te duele mucho la cabeza? Mira, aquí está la gran
casa de campo que me habías pedido…
Los ojos del enfermito se
iluminan. Se incorpora un poco, y abraza la gran caja de madera que le ha
traído su papá. Vuelve la vista a la mesilla y mira con tristeza el cucurucho
de los dulces.
-Mama, mamá, yo quiero un dulce.
Clara, que está llorando a los
pies de la cama, consulta con los ojos al doctor; éste consiente, y Pablo,
descolgando el cucurucho, desata los listones y lo ofrece al niño. Bebé toma
con sus deditos amarillos una almendra, y dice:
-Papá, abre tu boca.
Pablo, el hombre, el fuerte,
siente que ya no puede más; besa los dedos que ponen esa almendra entre sus
labios, y llora, llora mucho.
Bebé vuelve a caer postrado. Sus pies
se han enfriado mucho; Clara los aprieta en sus manos, y los besa. ¡Todo
inútil! El doctor prepara una vasija bien cerrada y llena de agua casi
hirviente. La pone en los pies del enfermito. Éste ya no habla, ya no mira; ya
no se queja; nada más tose, y de cuando en cuando, dice con voz apenas
perceptible:
-¡Mamá, mamá, no me dejen solo!
Clara y Pablo lloran, ruegan a
Dios, suplican, mandan a la muerte, se quejan del doctor, enclavijan las manos,
se desesperan, acarician y besan. ¡Todo en vano! El enfermito ya no habla, ya
no mira, ya no se queja: tose, tose. Tuerce los bracitos como si fuera a
levantarse, abre los ojos, mira a su padre como diciéndole: -¡Defiéndeme!-
vuelve a cerrarlos… ¡Ay! ¡Bebé ya no habla, ya no mira, ya no se queja, ya no
tose; ya está muerto!
Dos niños pasan riendo y cantando
por la calle:
-¡Mi Año Nuevo! ¡Mi Año Nuevo!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Trata de no comentar como anónimo. Gracias.