De Peter Straub
(Fragmento)
1
¿Qué fue lo peor que hizo usted en su vida?
No se lo diré, pero le diré lo peor que me
sucedió... lo más terrible...
2
Pensó que podría tener problemas al atravesar con la niña la
frontera del Canadá, y tomó hacia el sur, eludiendo las ciudades y eligiendo
las carreteras anónimas que eran como un país aparte, así como el viaje mismo
era un país aparte. Esta semejanza lo reconfortaba y a la vez lo estimulaba, de
modo que el primer día pudo manejar sin detenerse durante veinte horas
seguidas. Comieron en McDonald’s yen los mostradores que vendían gaseosas.
Cuando tenía hambre, abandonaba la carretera y tomaba un camino estatal
paralelo, seguro de que iba a encontrar un restaurante a unos quince o veinte
kilómetros de distancia. Entonces despertaba a la niña y ambos mordisqueaban
sus hamburguesas o sus chorizos con salsa picante. Y la niña nunca le hablaba,
salvo para decirle lo que quería comer. La mayor parte del tiempo dormía. Esa
primera noche, el hombre recordó las luces que iluminaban las chapas de su
automóvil y, aunque más tarde habría de comprobar que esto era innecesario, se
apartó de la carretera y se internó en un oscuro camino rural el tiempo
suficiente para destornillar las luces y arrojarlas a un prado cercano. Luego
tomó unos puñados de barro de la banquina y embadurnó las chapas. Se limpió las
manos en los pantalones, dio la vuelta hasta el lado del volante y abrió la
puerta. La niña dormía con la espalda bien apoyada en el respaldo y tenía la
boca cerrada. Parecía estar perfectamente tranquila. Todavía no sabía qué
tendría que hacer con ella.
En West Virginia se despertó bruscamente y advirtió que durante
unos segundos había estado manejando dormido. Nos detendremos y dormiremos un
poco.— Dejó la carretera más allá de Clarksburg y tomó un camino estatal, hasta
que vio recortado contra el cielo un cartel luminoso que giraba y decía PIONEER
VLLAGE en letras blancas contra el fondo rojo. Mantenía los ojos abiertos sólo
mediante un esfuerzo de voluntad. No sentía bien su cabeza. Era como si las
lágrimas estuviesen suspendidas detrás de sus párpados y como si muy pronto
hubiese de echarse a llorar. Una vez en la playa de estacionamiento del centro
comercial, condujo el automóvil hasta la hilera más alejada del portón y lo
ubicó contra un cerco de alambre tejido. A sus espaldas había una fábrica de
ladrillos que hacía réplicas de animales de plástico para publicidad.., para
los camiones Golden Chicken. El patio asfaltado de la fábrica estaba ocupado a
medias con gigantescos pollos y vacas. En el medio había un enorme toro azul.
Los pollos estaban sin terminar,
y eran más grandes que las
vacas y de un opaco color blanco.
Delante de él había ese sector casi vacío de la playa y después
estaban espesos grupos de automóviles en hileras. Por fin se veía la serie de
construcciones bajas de color amarillento que constituían el centro comercial.
—Podemos mirar esos pollos grandes? —preguntó la niña. Don
Wanderley hizo un gesto negativo.
—No bajaremos del auto —dijo—. Vamos a dormir un poco. —Cerró
luego las puertas y levantó bien las ventanillas. Bajo la mirada impasible y
sin curiosidad de la niña se inclinó, palpé debajo del asiento y retiró de allí
un rollo de cuerda.
—Extiende las manos —le dijo.
Casi sonriente, ella estiró las dos manitas cerradas en forma de
puños. El hombre las juntó y arrolló la cuerda dos veces alrededor de sus
muñecas, haciendo un nudo y seguidamente le ató los tobillos. Después de ver
cuánta cuerda le quedaba, levantó el cabo sobrante con un brazo y con un gesto
brusco atrajo a la niña hacia él. Usó la cuerda para atarse ambos juntos y por
último hizo el nudo final, una vez que se hubo tendido en el asiento delantero.
La niña estaba encima de él, con las manos hundidas en su propio estómago y la
cabeza apoyada en su pecho. Respiraba con tranquilidad, en forma regular, como
si no hubiese esperado otra cosa que lo que él acababa de hacer. El reloj en el
tablero marcaba las cinco y media y el aire comenzaba apenas a volverse más
fresco. Estiró las piernas hacia adelante y recliné la cabeza contra el
respaldo. Con un fondo de ruidos de tránsito, se quedó dormido. Y despertó,
según imaginó, casi inmediatamente, el rostro cubierto de sudor, el olor
levemente agrio y grasiento del pelo de la niña contra la nariz. Había
oscurecido. Debía de haber dormido durante horas. No los habían descubierto.
¡Imaginar un instante que los hubiesen encontrado en la playa de
estacionamiento de un centro comercial en Clarksburg, West Virginia, con la
niña atada a su propio cuerpo!
Lanzó un gemido, se volvió hacia un costado y despertó a la niña.
Como él, se despertó del todo al instante. Con la cabeza echada hacia atrás, lo
miró. No había temor, sino solamente intensidad en aquella mirada. Con mucha
prisa él desató los nudos y apartó la cuerda que los unía. Cuando se irguió,
sintió el cuello dolorido.
—¿Quieres ir al baño? —preguntó a la niña. Ella hizo un gesto
afirmativo.
—¿Dónde?
—Junto al auto.
—¿Aquí mismo? ¿En la playa?
—Me oíste.
Imaginó otra vez que ella estuvo a punto de sonreír. Miró ese
rostro menudo de expresión concentrada, enmarcado por pelo negro.
—¿Me dejarás? —preguntó ella.
—Tendré que tenerte de una mano.
—Pero, ¿no mirarás? —Por primera vez, el rostro expresó
preocupación.
Don negó con la cabeza.
La niña extendió la mano hasta la manija de la puerta de su lado,
pero él volvió a mover la cabeza y tomándola de una muñeca se la retuvo con
fuerza.
—Por mi
lado —dijo y abriendo su propia puerta bajó, siempre aferrado a la muñeca
huesuda de la pequeña.
La niña, de siete u ocho años con pelo corto y negro y el
vestidito hecho de una tela delgada de color rosado, comenzó a deslizarse
despacio hacia la puerta. No llevaba medias, sino zapatillas de lona azul
desteñida con los bordes de los talones deshilachados. Con un gesto infantil,
bajó primero una pierna y luego se desplazó sentada para sacar la otra fuera
del automóvil.
La llevó hasta el cerco de la fábrica. La niña inclinó la cabeza
hacia atrás para mirarlo.
—Me prometiste. Que no mirarás.
—No miraré —le dijo él.
Y por unos instantes no miró, sino que echó la cabeza hacia atrás
cuando ella se inclinó, lo cual lo obligó a inclinarse a su vez hacia un
costado. Sus ojos se posaron en los grotescos animales de plástico detrás del
cerco. Luego oyó el rumor de algo, tela de algodón, que se deslizaba por la
piel de la niña, y miró hacia abajo. Tenía el brazo izquierdo bien extendido,
para mantenerse lo más lejos posible de él, y se había levantado el vestido
rosado hasta la cintura.
También ella miraba los animales de plástico. Cuando terminó, dejó
de mirarla, pues sabía que la niña lo sorprendería. Después de levantarse, se
quedó esperando que el hombre le indicara qué debía hacer ahora. La arrastró de
reveso al automóvil.
—¿En qué trabajas? —le preguntó la niña una vez allí.
Él lanzó una fuerte carcajada de sorpresa. Pregunta de reunión
social.
—En nada —repuso.
—¿Adónde vamos? ¿Vas a llevarme a algún lado? Abrió la puerta y se
apartó para dejarla subir.
—A una parte —dijo—. Claro que te llevo a alguna parte. —Subió y
se sentó junto a ella, pero la niña se corrió mis hacia la otra puerta.
—¿Adónde?
—Veremos cuando lleguemos allá.
Otra vez manejó toda la noche y otra vez la niña durmió la mayor
parte del tiempo, despertando a veces para mirar por el parabrisas (dormía
siempre sentada, como una muñeca, con sus zapatillas de lona y su vestido
rosado) y para hacerle preguntas.
—¿Eres un policía? —le preguntó una vez. Más tarde, al ver un
cartel de salida, le preguntó:
—¿Qué es Columbia?
—Es una ciudad.
—¿Como Nueva York?
—Sí.
—¿Como Clarksburg?
El hombre hizo un gesto afirmativo.
—¿Siempre vamos a dormir en el auto?
—No siempre.
—¿Puedo poner la radio?
Él accedió y la niña se inclinó para hacer girar el dial.
Invadieron el auto los ruidos de la estática y dos o tres voces hablaron al
mismo tiempo. La niña apretó otro botón y otra vez surgió el mismo silbido y
mezcla de voces.
—Haz girar el dial —le dijo él. Con el ceño fruncido y una
expresión concentrada, la niña hizo girar lentamente el dial. En un instante
sintonizó una voz clara, la de Dolly Parton.
—Me encanta —le dijo.
Y así, durante horas avanzaron hacia el sur entre los ritmos y las
canciones de la música regional, con estaciones que a veces eran débiles y
otras fuertes, con discjockeys que cambiaban de nombre y de acento, con firmas patrocinantes que
se sucedían en una lista en incesante movimiento de compañías de seguros, pasta
dentífrica, jabón, el doctor Pepper, PepsiCola, preparados para el acné,
empresas de pompas fúnebres, vaselina, relojes de pulsera baratos, planchas de
aluminio, champús contra la caspa. La música, en cambio, era siempre la misma,
una historia enorme, artificial, una especie de épica repetitiva y sin límites
fijos en la cual las mujeres se casaban con camioneros o jugadores
empedernidos, pero permanecían al lado de ellos hasta que se divorciaban, y los
hombres se sentaban en los bares planeando futuras seducciones ola manera de
volver al pueblo natal, y se unían, en fin, con criador de almas ordinarias y
se separaban llenos de hastío y se preocupaban por los eventuales hijos. A
veces el automóvil no arrancaba, otras el televisor estaba roto, otras los
bares se cerraban y echaban a los parroquianos a la calle sin un centavo en el
bolsillo. No había nada que no fuese trivial, no había frase que no fuese un
clisé, pero a pesar de ello la niña permanecía satisfecha e impasible, dormitando
cuando estaba Willie Nelson y despertando con Lorena Lynn, mientras el hombre
manejaba, simplemente, distraído por las interminables radionovelas dedicadas a
las capas inferiores de los Estados Unidos.
—¿Oíste hablar alguna vez de un hombre llamado Edward Wanderley? —
le preguntó una vez.
Ella no repuso, sino que lo miró con fijeza.
—¿Oíste hablar de él?
—¿Quién es?
—Era mi tío —repuso y la niña le sonrió.
—¿Y de un hombre llamado Sears James?
La niña movió la cabeza, sin dejar de sonreír.
—¿Y de alguien llamado Ricky Hawthorne?
Otra vez ella agitó la cabeza. Era inútil seguir preguntando. No
sabía por qué se había molestado en preguntarle nada en primer lugar. Y era aún
posible que ella nunca hubiese oído hablar de esos nombres. Sin duda nunca los
había oído.
Cuando estaban todavía en Carolina del Sur, creyó que un
patrullero lo seguía por la carretera. El automóvil policial iba unos veinte
metros detrás, manteniéndose siempre a la misma distancia de ellos. Creyó ver
al policía hablando por la radio. Inmediatamente disminuyó la velocidad unos
diez kilómetros y cambió de carril, pero el patrullero no lo pasó. Sintió un
profundo temblor en el interior del pecho y en el abdomen. Visualizó
mentalmente al patrullero acortando la distancia, haciendo funcionar la sirena,
obligándolo a estacionar en la banquina. Eran aproximadamente las seis de la
tarde y la carretera estaba transitada. Él mismo sentía que lo arrastraba el
ritmo de velocidad del resto del tránsito, que estaba a merced de quienquiera
que estuviese en el patrullero, impotente, atrapado. Tenía que pensar. Lo arrastraban,
ni más ni menos, en dirección a Charleston, llevado por la corriente de
tránsito a través de kilómetros de tierras llanas cubiertas de maleza. Siempre
se veían a la distancia los suburbios, miserables grupos de casuchas con
garajes de tablones. No recordaba el número de la carretera por la que iba. Por
el espejo retrovisor, detrás de la larga columna de automóviles, detrás del
patrullero, un viejo camión lanzaba una alta columna de humo negro por un tubo
semejante a una chimenea junto al motor. Tenía miedo de que el patrullero se
pusiese a la par y que le gritasen «¡Estaciónese en la banquina!» E imaginaba a
la niña gritando con su vocecita metálica: «¡Me hizo ir con él, me ata a él
cuando duerme!» El sol del sur le castigaba la cara, se introducía en sus
poros. El patrullero tomó el carril junto al suyo y comenzó a acercarse.
—Diga, ésa no es su hija. ¿Quién es la chica?
Y lo pondrían en una celda y comenzarían a pegarle, trabajando en
forma metódica con sus bastones, hasta que la piel le quedase violácea.
Pero no sucedió nada de eso.