No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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La bofetada de Carlota Corday

 De Alexandre Dumas

El señor Ledru empezó.

—Yo soy —dijo— el hijo del famoso Comus, físico del Rey y de la Reina; mi padre, al que su apodo burlesco ha hecho clasificar entre los prestidigitadores y los charlatanes, era un distinguido sabio de la escuela de Volta, de Galvani y de Mesmer. El primero que se ocupó en Francia de fantasmagoría y de electricidad, dando clases de matemáticas y de física en la corte.

La pobre María Antonieta, a la que vi veinte veces, y que en más de una ocasión me cogió las manos y abrazó cuando llegó a Francia, es decir, cuando yo era un niño; María Antonieta estaba loca por él. A su paso en 1777, José II declaró que no había visto nada más curioso que Comus.

En medio de todo esto, mi padre se ocupaba de la educación de mi hermano y de la mía, iniciándonos en todo lo que sabía de las ciencias ocultas, y en una multitud de conocimientos galvánicos, físicos, magnéticos que hoy son del dominio público, pero que en esa época eran secretos, privilegio solamente de unos pocos; el título de físico del Rey hizo que mi padre fuera encarcelado en el 93; pero gracias a algunas amistades que yo tenía en la Montaña conseguí que lo soltaran.

Entonces mi padre se retiró a esta misma casa en que yo vivo, y aquí murió en 1807, a los setenta y seis años.

Volvamos a mí.

He hablado de mis amistades con la Montaña. En efecto, mantuve relaciones con Danton y con Camille Desmoulins. Yo había conocido a Marat más como médico que como amigo. En fin, que le conocí. Por corta que haya sido esta relación que tuve con él, resultó que el día en que llevaron a la señorita de Corday al cadalso, yo me decidí a asistir a su suplicio.

Dos horas después de mediodía, ya estaba yo en mi puesto junto a la estatua de la Libertad. Era una cálida mañana de julio; el tiempo estaba pesado, el cielo cubierto y prometía tormenta.

A las cuatro la tormenta estalló; fue en ese momento, según dicen, cuando Charlotte subió a la carreta.

Habían ido a buscarla a la prisión en el momento en que un joven pintor estaba ocupado en hacerle su retrato. La muerte, celosa, parecía querer que nada sobreviviese a la joven, ni siquiera su imagen.

La cabeza estaba esbozada en la tela y, ¡cosa extraña!, en el momento en que entró el verdugo, el pintor estaba en el mismo lugar del cuello que la guillotina iba a cortar.

Los relámpagos brillaban, caía la lluvia, resonaba el trueno, pero nada había podido dispersar al populacho curioso; los muelles, los puentes y las plazas estaban atestadas; los rumores de la tierra apenas cubrían los rumores del cielo. Aquellas mujeres a las que con un nombre enérgico se llamaba chupadoras de guillotina, la perseguían con maldiciones. Oía aquellos ruidos acercarse a mí como se oyen los de una catarata. Mucho tiempo antes de que pudiera percibir nada, la multitud onduló; finalmente, como un navío fatal, apareció la carreta en medio de la multitud, y pude distinguir a la condenada, a la que no conocía, a la que no había visto nunca.

Era una hermosa joven de veintisiete años, de ojos magníficos, con una nariz de un diseño perfecto y unos labios de regularidad suprema. Se mantenía de pie, con la cabeza alta, menos para parecer dominar aquella multitud que porque sus manos atadas a la espalda la forzaban a mantener así la cabeza. La lluvia había cesado; pero como había soportado la lluvia durante las tres cuartas partes del camino, el agua que había corrido por ella dibujaba sobre la lana húmeda los contornos de su cuerpo encantador; se hubiera dicho que salía del baño. La camisa roja que le había puesto el verdugo daba un aspecto extraño y un esplendor siniestro a aquella cabeza tan orgullosa y tan enérgica. En el momento en que llegaba a la plaza cesó la lluvia, y un rayo de sol, deslizándose entre dos nubes, fue a jugar en sus cabellos, que hizo irradiar como una aureola. En verdad, se lo juro, aunque detrás de aquella joven hubiera un crimen, acción terrible, incluso aunque vengase a la humanidad, aunque yo detestase aquel crimen, no habría sabido decir si lo que veía era una apoteosis o un suplicio. Al divisar el cadalso, palideció: y esa palidez fue sensible, debido sobre todo a la camisa roja que le subía hasta el cuello; pero casi al punto hizo un esfuerzo, y terminó volviéndose hacia el cadalso, que contempló sonriendo.

La carreta se detuvo; Charlotte saltó a tierra sin permitir que la ayudaran a descender, luego subió los peldaños del cadalso, que la lluvia que acababa de caer había vuelto resbaladizos, tan rápido como se lo permitía la longitud de su camisa que arrastraba y el estorbo de sus manos atadas. Al sentir la mano del ejecutor posarse en su hombro para quitarle el pañuelo que cubría su cuello, palideció por segunda vez, pero en ese mismo instante una última sonrisa vino a desmentir aquella palidez, y por sí misma, sin que se le atase la infame báscula, en un impulso sublime y casi jovial, pasó su cabeza por la horrible abertura. Cayó la cuchilla, la cabeza separada del tronco fue a parar a la plataforma y rebotó. Fue entonces cuando uno de los ayudantes del verdugo, llamado Legros, cogió aquella cabeza por el pelo, y, en una vil adulación a la multitud, le dio una bofetada. Pues bien, les digo que con aquella bofetada la cabeza se ruborizó: la cabeza, no la mejilla, yo lo vi, ¿me oyen? No la mejilla tocada, sino las dos mejillas, y con rubor igual, porque el sentimiento vivía en aquella cabeza y se indignaba de haber sufrido una vergüenza que no podía detener.

También el pueblo vio aquel rubor, y tomó el partido de la muerta contra el vivo, de la supliciada contra el verdugo. Acto seguido se pidió venganza por aquella indignidad, y acto seguido el miserable fue entregado a los gendarmes y llevado a prisión.

Yo quería saber qué sentimiento había podido llevar a aquel hombre al infame acto que había cometido. Me informé del lugar en que estaba; pedí permiso para visitarlo en la Abbaye, donde lo habían encerrado, lo obtuve y fui a verle.

Una sentencia del tribunal revolucionario acababa de condenarle a tres meses de prisión. Él no comprendía que fuera condenado por una cosa tan natural como la que había hecho.

Le pregunté qué había podido llevarle a cometer aquella acción.

—¡Bonita pregunta! —dijo—. Soy maratista; acababa de castigarla por cuenta de la ley, quise castigarla por mi cuenta.

—Pero —le dije— ¿no ha comprendido que hay casi un crimen en esta violación del respeto debido a la muerte?

—¡Ah! —me dijo Legros mirándome fijamente—; pero ¿usted cree que están muertos porque se les haya guillotinado?

—Desde luego.

—Bueno, se ve que usted no mira en la canasta cuando están todos juntos; que no les ve volver los ojos y rechinar los dientes hasta cinco minutos después de la ejecución. Nos vemos obligados a cambiar de canasta cada tres meses, por la forma en que destrozan el fondo con los dientes. Es un montón de cabezas de aristócratas, que no quieren decidirse a morir; y no me extrañaría que un día alguna se pusiera a gritar: ¡Viva el rey!

Sabía todo lo que quería saber: salí perseguido por una idea: que, en efecto, aquellas cabezas todavía vivían, y decidí asegurarme.


Historia de un muerto contada por él mismo

De Alexandre Dumas (padre)




Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.



El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos.



Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.



Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.



Cada vez que la pequeña cuchara de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barbas blancas hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como rubíes, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.



Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que puede cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa; lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.



En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, en las demás, sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.



Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.



Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos; hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.



-Henri -dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor-, ¿has leído a Hoffman?



-¡Por supuesto! -respondió Henri.



-Y, ¿qué piensas de él?



-Pienso que es admirable, y tanto más, porque creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama, frecuentemente, sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.



-¿O sea, que te gusta lo fantástico?



-Mucho.



-¿Y a ti? -preguntó dirigiéndose a mí.



-También.



-Pues bien, voy a contarles una historia fantástica que me ocurrió.



-Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.



-¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? -pregunté.



-A mí mismo.



-Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.



-Tanto más, cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.



-Bueno, adelante, te escuchamos.



Dejó caer la pequeña cuchara en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con sólo las piernas iluminadas por el fuego de la chimenea.



Él comenzó:



-Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens como tenía por costumbre, hice que me llevaran a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara y, durante algún tiempo, me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.



Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.



-Señor -me dijo-, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.



-¿Y dónde vive esa joven? -le pregunté.



-Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarle.



Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.



Llovía a cántaros.



Afortunadamente, no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata y pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome. Me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas, tapizada con una antigua y rica tela de seda, y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angelical, los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.



Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños. Cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:



-Sufro mucho.



Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando abrí la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.



Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos. Detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se giró hacia mí, y mirándome, con una de esas miradas que condenan o salvan, me dijo:



-Gracias, sufro menos.



Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.



Se durmió.



Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...



Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.



Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.



Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada, llegaron las reflexiones. Me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer; que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.



Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.



Finalmente, llegó la hora y salí.



Cuando llegué, me hicieron entrar en una reducida habitación exquisita, de un rococó furioso, de un pompadour sorprendente; estaba sola y leía. Un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.



Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.



-¿Tan pronto levantada, señora? -le dije-, usted es imprudente.



-No, soy fuerte -me contestó sonriendo-, he dormido muy bien y, además, no estaba enferma.



-Sin embargo, decía que sufría.



-Más del pensamiento que del cuerpo -dijo con un suspiro.



-¿Tiene alguna pena, señora?



-Oh, una profunda. Afortunadamente, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal, el olvido.



-Pero hay dolores que matan -le dije.



-Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.



-Pero usted, señora -dije-, ¿cómo puede tener una pena? Está demasiado alta para que la alcance, y los dolores deben sentirse bajo sus pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para usted la serenidad.



-Eso es lo que le engaña -continuó ella-, y lo que prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón.



-Y bien -le dije-, trate de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, ¿cierto?; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.



-¿Y cuál es el dictamen, doctor -me dijo ella-, con qué cura semejante herida?



Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.



Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.



Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.



Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista. En la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado y reflejarse sólo en el presente.



-Doctor -me dijo de pronto saliendo de su ensoñación-, ¿podré bailar pronto?



-Sí, señora -le dije yo, asombrado por aquella transformación.



-Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado -continuó ella-; ¿vendrá, verdad? Debe tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que verá, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa para que nadie las adivine. Quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.



Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:



-¿Hasta pronto, verdad?



Yo llevé su mano a mis labios y salí.



Llegué a mi casa atontado.



Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día después por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»



-¡Muerto! -exclamamos nosotros.



-Muerto -contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir-, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.



-Continúa -le dije.



La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la chimenea, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.



Él continuó:



-A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron a la fosa.



Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar, pero, al moverse, mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:



-¿Quién me llama?



-Yo -respondió.



-¿Quién eres tú?



-Yo.



Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el viento o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.



Por tercera vez, todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.



Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.



Siempre recordaré el espanto sombrío del que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.



Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.



Tuve miedo.



-¿Quién es? -le dije reuniendo todas mis fuerzas-, ¿por qué me ha despertado?



-Para prestarte un servicio -me respondió.



-¿Dónde estoy?



-En el cementerio.



-¿Quién es?



-Un amigo.



-Déjeme en mi sueño.



-Escucha -me dijo-, ¿te acuerdas de la tierra?



-No.



-¿No echas de menos nada?



-No.



-¿Cuánto hace que duermes?



-Lo ignoro.



-Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?



-Sí.



-¿Quieres vivir?



-¿Usted es Satán?



-Satán o no, ¿quieres vivir?



-¿Nada más que vivir?



-No, volverás a verla.



-¿Cuándo?



-Esta noche.



-¿Dónde?



-En su casa.



-Acepto -dije yo tratando de levantarme-. ¿Cuáles son tus condiciones?



-No te las pongo -me respondió Satán-; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.



-Vayamos, pues.



-Vayamos.



Satán me tendió la mano y me encontré de pie.



Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros; es todo cuanto puedo decir.



-Ahora -continuó Satán-, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues. Vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más, cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.



Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.



-Estoy seguro -continuó- de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así están hechos los hombres, ingratos con sus amigos. No es que censure la ingratitud; es un vicio que yo inventé y es uno de los más difundidos, pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.



Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.



-¿Llegaremos pronto? -dije con esfuerzo.



-¡Impaciente! -dijo Satán-. ¿Es muy hermosa?



-Como un ángel.



-Ay, querido -continuó riendo-, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más, cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no, son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta. He cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta. Con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido, ordinariamente, tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.



-Comprendo tu alegría -murmuré yo acelerando el paso.



-Me dices eso -continuó Satán- con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor. ¿Qué sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de rencor, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo. ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Sus poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde, porque gracias a mí, lo que siempre buscan no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, sino una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.



-¿Llegaremos pronto? -dije yo porque el horizonte iba renovándose siempre y caminábamos sin avanzar.



-Siempre impaciente -replicó Satán-, aun cuando trato de abreviar la ruta cuánto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio, y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que te mueres, que te entierran, y que un buen día te puedes marchar sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás; yo cumplo mis promesas y mi firma es conocida.



Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de decirles, creo oírlo todavía.



Caminamos algún tiempo más, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.



Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.



Me tendió la mano diciéndome:



-No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.



Cuando estuve a su lado me dijo:



-¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?



-No, sigamos.



Saltamos del muro a tierra.



La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había pisado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas y nadie turbaría el silencio. Creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.



Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente, llegamos a nuestra casa.



-¿La reconoces? -me dijo Satán.



-Sí -respondí sordamente-, entremos.



-Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo; tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la del paraíso, por supuesto.



Entramos.



La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.



Yo creía soñar, no respiraba ya. Imagínense volviendo a entrar en su habitación donde habían muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante su enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por ustedes. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.



Fui a la chimenea, encendí una vela para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación. Vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.



En cuanto a Satán, se había sentado al fondo y leía atentamente la Vida de los Santos.



En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido y me llevé la mano al corazón.



Mi corazón no latía.



Me llevé la mano a la frente y estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.



Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.



El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.



Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego una más.



En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.



Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola vela en una sala grande.



El miedo había llegado a su colmo; lancé un grito.



Satán se despertó.



-He aquí, sin embargo -me dijo mostrándome el libro-, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?



-Sí -repliqué maquinalmente-, ya estoy.



-Date prisa -contestó Satán-, rompe los sellos, coge tus ropas y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.



Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho; los dos estaban fríos.



Cuando estuve preparado, miré a Satán.



-¿Vamos a verla? -le dije.



-Dentro de cinco minutos.



-¿Y mañana?



-Mañana -me dijo- recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.



-¿Sin condiciones?



-Sin condiciones.



-Salgamos -le dije.



-Sígueme.



Bajamos.



Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.



Subimos.



Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, flores, pedrerías y mujeres.



Estaban bailando.



A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.



Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.



-¿Dónde está ella? -le dije.



-En su coqueta.



Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón; los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.



Llegado a la puerta de la habitación, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.



-Ya ve que soy fuerte -me dijo.



La orquesta se dejó oír.



-Y para probárselo -continuó cogiéndome del brazo- vamos a bailar el vals juntos.



Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.



-Has cumplido tu promesa -le dije-, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.



-La tendrás -me dijo Satán-, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.



Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba y la arrastré al salón.



Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo bailaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: “¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!”.



Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.



Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.



Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: “¡Te amo!”.



La llevé a la habitación, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.



Ella se dejó caer sobre un asiento alargado y mullido, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.



Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:



-¡Si supiera cuánto la amo!



-Lo sé -me dijo ella-, y también yo lo amo.



Era para volverse loco.



-Daría mi vida -dije- por una hora de amor con usted, y mi alma por una noche.



-Escuche -dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería-, dentro de un instante estaremos solos. Espéreme.



Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.



Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego porque tenía frío; me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.



Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y para la que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueño. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que le recordaban a mí, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento! Tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.



Me volví; era mi hermosa amada.



Afortunadamente, mi corazón no latía, porque de emoción habría terminado por romperse.



Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.



Me atrajo a su lado y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.



Por fin, la lámpara comenzó a palidecer cuando el día empezaba.



-Escucha -me dijo aquella mujer-, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿sí?



Por última vez, sentí sus labios sobre los míos. Ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.



Fuera seguía la misma quietud.



Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!



Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante; una segunda.



La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.



La noche llegó temprano.



Corrí a la casa del baile.



En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi a un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.



-¿Dónde va el señor? -me detuvo el portero.



-A casa de la señora de P... -le dije.



-La señora de P... -dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo-; ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.



Lancé un grito y caí de espaldas.



-¿Y después? -pregunté yo, ansioso por saber más.

-¿Después? -dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras-, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

FIN
Historie d'un mort racontee por lui-meme (1844)