De Eloy Urroz
A Milena
… a desire to destroy
myself by my own imagination…
M. L.
Uno estaría tentado a pensar que
fue mera coincidencia, azar, fatalidad tal vez, pero no un designio de Dios. La
rara esquela me la envió Rebeca, su mujer, de quien prefiero no decir el
apellido. Me la mandó a través de Amparo, una prima lejana a quien apenas
conocía. Tal vez Amparo le dijo que yo era cabalista y editor de libros de
magia y astrología y por eso se la dio, quién sabe. En una primera instancia,
pensé incluirla en una antología sobre el día de Muertos que estaba preparando,
pero a última hora desistí.
A primera vista, pensé que la
esquelita era una farsa, una tomadura de pelo, pero cuando me puse a investigar
un poco más, descubrí que no era así. La historia había sido cierta. No tiene
caso, sin embargo, continuar; mejor transcribo la carta tal como el marido de
Rebeca la dejó guardada en un cajón con llave; que cada quien decida qué fue lo
que pasó.
Querida Rebeca:
No sé por qué te escribo esto. Si lo lees y nada de lo que va a ocurrir sucede, terminarás por pensar que soy un imbécil o que me he vuelto loco de atar. Pero si al final no pasa nada, bueno: pues simplemente romperé esta carta cuando estemos los cinco de vuelta, reunidos en casa, contentos, departiendo y charlando como siempre.
Anteayer lunes que te dejé en el aeropuerto de D. C. con los niños me quedé desconcertado. En primer lugar, sentí que los cuatro me hacían falta. Aunque deseaba un respiro a gritos, nomás despedirme de ustedes me dejó un muy mal sabor de boca, una sensación de vacío. Fue peor cuando estaba a punto de subirme a la camioneta y me encontré un grajo negro sobre la cajuela. ¡Un grajo!, ¿puedes creer? ¿Qué hacía allí? En la Edad Media la aparición de un grajo en el camino era signo de mal agüero. Finalmente, arranqué el auto y el pajarraco voló; a partir de ese momento y durante las dos horas que pasé manejando hacia Charlotsville, entre un cigarro y otro, no dejó de perseguirme una horrenda intuición: el avión en que tú y los niños viajarían (o en el que ya estaban ahora mismo volando) se iba a desplomar. En vano intenté librarme de ese absurdo pensamiento, pero no pude: me rondaba con tenacidad. Empecé a sudar, las manos mojaban el manubrio; puse el aire acondicionado al máximo. En algo ayudó, creo; lo que no pudo lograr fue despejarme de ese siniestro pensamiento, pues casi al instante miré, tirado en el suelo, un disfraz de brujita y sólo entonces caí en cuenta que ese día (es decir, anteayer… lunes) era justo el día de Muertos, sí, apenas el domingo habían salido los niños a pedir Halloween a los vecinos. Fíjate: no fue que el día de Muertos me llevase a tener tal presentimiento, fue más bien a la inversa, y entonces fue cuando ya temí lo peor, lo peor de lo peor. ¡Claro, ya era tarde!
No quiero alargarme, iré derecho al grano. Sabes mejor que nadie que no creo en Dios, que no creo en el Espíritu Santo y ni creo en ninguna energía universal o Gran Arquitecto. Nada, no hay nada, y tú lo sabes, me conoces, Rebeca. No en balde me opuse a que bautizáramos a los niños, no en balde terminé peleándome a muerte con tus padres y casi te perdí, ¿recuerdas? Bueno, pues, fue tal y tan grande el temor y la aprehensión que fue invadiéndome en la carretera, que no sé por qué carajos le dije a Dios, en silencio, mientras fumaba: «Mira… los dos sabemos que no existes; de eso no me cabe duda; los dos también sabemos que es imposible demostrarlo tanto como es imposible demostrar lo contrario. Sin embargo, por primera vez la duda me ha entrado: ¿y qué si existes? Cualquiera se puede equivocar, ¿no? Dios, no sé si lo que he venido sintiendo es mera superstición, miedo sin fundamento y si lo del 2 de noviembre y el grajo en la cajuela es una estupidez, si lo del disfraz de brujita también lo sea, de cualquier forma no estoy dispuesto a correr el riesgo: está en juego mi familia. Lo que más amo en la vida es a ellos: Álvaro, Rodrigo y Silvana, y en segundo lugar a mi esposa (aunque a veces pienso que la amo más que a ellos). Pero eso no importa. Casi estoy por cumplir los cincuenta, he vivido, he paseado; mis hijos, no, les falta tiempo. Hagamos un trato, pues: troquemos sus vidas por la mía, cambiemos la vida de mi esposa y mis tres hijos por la mía, ¿te parece? Si existes, respetarás el trato y no dejarás que ese avión se desplome y, en cambio, permitirás que se desplome el mío el viernes cuando yo me voy, es decir, dentro de cuatro días». Es decir, mañana viernes que salgo para allá, Rebeca, ¿te das cuenta?
Finalmente, Dios cumplió la promesa o, si lo quieres ver de otra manera, quedó constatado que la mía era una pura incongruencia, sí: imaginarme que el avión de United en que ustedes viajarían se iba a caer el día 2. No lo sé. A estas alturas yo ya no sé nada. Sin embargo, quiero hacerte una confesión, la última: ya que estaba trocando mi vida por la de ustedes (¡y vaya que no estaba jugando, Rebeca!), me atreví a llamar a una estudiante que desde el semestre pasado me dejó su número. Antes que siga, quiero que sepas que a ti te amo, te amo desde que te conocí, sin embargo, cuando la vi a ella, sentadita en la fila de delante con las rodillas bien juntitas mirándome alelada, la deseé inmediatamente, el corazón se me volcó. Puro deseo, nada más. Ese semestre —tal vez tú no lo sepas— fue un calvario: cosa de verla cada mañana y derretirme por dentro… impotente por no hacer nada, ni siquiera mover un músculo facial y hacerle ver que me encantaba. Ni siquiera eso, Rebeca. ¿Cómo? ¿El profesor? ¿Casado y con tres hijos? Ya sabes, no te lo tengo que decir: toda esa sarta de coerciones y limitantes que a uno le impone la academia, el matrimonio y ser padre, como si las cosas no pudieran ser reconciliables, ¡carajo! Bueno, pues la llamé. Sí, la llamé, y no me arrepiento nada. Parecía que llevaba seis meses esperando mi llamada, pues antes de que yo dijera una frase completa, supo quién era (seguramente era mi acento) y me invitó a salir. No me alargaré y no entraré en detalles, no soy y nunca he pretendido ser un santo: me acosté con ella el miércoles y también hoy jueves. Es más: se acaba de ir. ¿Y por qué lo hice? Muy sencillo: porque mañana me voy a morir. Lo digo en serio, y si no resulta, si no muero en el avión: pues romperé esta esquela cuando volvamos y punto, no sabrás jamás lo que pasó y mi ex alumna habrá partido para siempre. De alguna manera, es como si Dios me estuviera convidando con una última oportunidad, un último deseo, un premio de consolación o como quieras llamarle. ¿Por qué decir no a esa muchacha cuando he sido, creo, un excelente padre, un eximio profesor, un maravilloso marido (según tú) y, sobre todo, cuando estoy a punto de sacrificar mi vida por la de ustedes cuatro? ¿Me entiendes? Espero que sí. Ojalá no me juzgues duramente. Podría haberme ahorrado esta confesión, lo sé. Pero junto con esta te hago otra semejante: quiero que sepas que estos días con mi estudiante han sido las únicas dos ocasiones en que te he engañado, Rebeca. Y no estoy mintiendo. No pierdo nada en decírtelo dado que para cuando estés leyendo esta esquela ya habré pasado a mejor vida. Te amo, recuérdalo. Los amo a los cuatro. Adiós. Ahora voy a meter las sábanas sucias a la lavadora, no vaya a ser la de malas…
Hasta aquí la carta. Confieso que
no dejó de impresionarme el tono del texto, a veces sarcástico y a veces cruel,
pseudodramático: ¿era una broma o iba en serio o más bien se trataba de una
broma en serio? Decidí llamar a United Airlines y preguntar si acaso el año
pasado, por estas mismas fechas (debía ser un 6 de noviembre, según mis
cálculos) se había desplomado un avión. La señorita me aseguró que no, que
ningún avión de su compañía se había desplomado en los últimos ocho años.
—¿Está segura? —insistí temiendo ya que se trataba de una broma de Amparo.
Estaba a punto de colgar, sin embargo se me ocurrió preguntar por el hombre en
cuestión (Sebastián) y di su apellido. —Permítame… —dijo con extrema cortesía,
casi con filo, y después de un rato añadió—: Sí, ese día murió ese pasajero de
un ataque al corazón justo a mitad de vuelo.
Virginia, mayo 2000