de Elizabeth Gaskell
No tengo por costumbre leer regularmente la revista Household Words; pero un
amigo me envió hace poco algunos números atrasados y me recomendó que leyese
«todos los artículos relacionados con la Policía
de Protección e Investigación», lo que en
consecuencia hice, no como han
hecho los lectores en
general, ya que se publicaron semanalmente,
o con pausas entre ellos, sino seguidos, como una
historia popular de la Policía
Metropolitana, y (supongo que también debe considerarse así) como una
historia de la fuerza policial
de todas las ciudades grandes de
Inglaterra. Cuando acabé, no me apetecía seguir leyendo de momento, y
preferí entregarme a pensamientos de ensoñación y remembranza.
Recordé primero con una sonrisa
cómo localizó a un pariente mío un conocido que había extraviado u olvidado su
dirección. Este pariente mío, mi querido primo el señor B., pese a lo encantador
que
es en muchos aspectos,
tiene la peculiaridad de que le gusta cambiar de alojamiento una vez cada tres meses como media, lo que desconcierta
bastante a sus amigos del campo, que, en cuanto consiguen memorizar el número 19 de Belle Vue Road,
Hampstead, tienen que esforzarse
en olvidar esa dirección y en recordar el 271/2 de Upper Brown
Street, Camberwell; y así sucesivamente, hasta el punto
de que yo preferiría aprenderme
el diccionario de pronunciación de Walker, que
hacer memoria de las diversas
direcciones que he tenido
que poner en las cartas al señor B.
los tres últimos años. El
verano pasado tuvo a bien
trasladarse a un hermoso pueblo situado a menos de diez millas de Londres, donde hay estación de ferrocarril. Allí fue a buscarle su amigo. (No
me extenderé
sobre el hecho de que, para seguir su rastro hasta allí, y cerciorarse
de que residía en R., tuvo que ir antes a tres o cuatro alojamientos distintos en los que había vivido el señor B. Dedicó
la mañana
a hacer indagaciones sobre su paradero, pero había muchos caballeros que pasaban allí el
verano y ni el carnicero ni el panadero pudieron decirle dónde
se alojaba). No había constancia de su dirección en la oficina de correos, lo que se
explicaba por la circunstancia de que le remitían
toda la correspondencia a su despacho
de la ciudad. Finalmente el amigo del
campo regresó a la estación y, mientras esperaba el
tren, decidió preguntar al empleado, como último recurso.
—No,
señor, no sé dónde se aloja el señor B. Viajan muchos caballeros en los trenes;
pero seguro que puede informarle la persona que está junto a esa columna.
El individuo al que dirigió la atención del indagador tenía aspecto de comerciante: bastante respetable, pero sin la menor pretensión de «señorío», y daba la impresión de que no tenía más tarea urgente que observar con parsimonia a los pasajeros que transitaban por la estación. Sin embargo, cuando le preguntó, contestó con prontitud y cortesía.
—¿El
señor B.? ¿Un caballero alto de cabello claro? Sí, señor, conozco al señor B.
Hará tres semanas o más que se aloja en el número 8 de Morton Villas, pero no
le encontrará allí ahora, señor. Se fue a la ciudad en el tren de las once y
suele volver en el de las cuatro y media.
El amigo del campo estaba deseando volver al pueblo para
comprobar la veracidad de esta
afirmación. Dio las gracias a su informador
y dijo que visitaría al señor B. en
su despacho de la ciudad. Pero, antes de marcharse de R., preguntó al empleado quién era la persona a quien le había remitido para que le informase
de la dirección de su amigo.
—Es un agente de la policía
de investigación, señor —fue la respuesta.
Ni que decir tiene
que el señor B. confirmó
la exactitud de la información del policía en todos sus puntos, no
sin cierta sorpresa. Cuando me
contaron esta anécdota de mi primo
y de su amigo, pensé que ya
no podrían escribirse más novelas con la misma trama que
Caleb Williams, cuyo
principal interés para el lector superficial estriba en el deseo y el temor de que
el protagonista escape de su
perseguidor. Hace mucho que leí la
obra y he olvidado ya el nombre
del caballero agraviado y
ofendido cuya intimidad había invadido Caleb; pero sé que la persecución de
Caleb, la localización de los diversos
escondrijos en que se oculta, el
rastreo de sus leves huellas, todo,
en realidad, dependía de la energía, la sagacidad y la perseverancia del perseguidor. El interés se debía a la lucha de
un hombre
contra otro y a la incertidumbre
sobre cuál alcanzaría su
objetivo al final: el perseguidor implacable o el ingenioso Caleb, que procura
ocultarse por todos los medios. Ahora, en
1851, el caballero ofendido pondría a
trabajar a la Policía de Investigación, seguro de su éxito. La
única duda sería cuánto
tiempo tardaría en localizar
el escondite, y esa duda no podría prolongarse mucho. Ya
no se trata de la lucha entre un
hombre y otro, sino entre una
vasta maquinaria organizada y
un individuo débil y solitario.
Nosotros no tenemos esperanzas y temores,
sólo certeza. Pero, aunque los
materiales de evasión y persecución, siempre que
la persecución se limite a Inglaterra, desaparezcan del almacén del que se surte
el novelista, a nosotros, por otra parte, ya no puede atribularnos
lo más
mínimo el miedo a que
se produzcan desapariciones misteriosas. Y, como atestiguará cualquiera que se haya
relacionado mucho con quienes vivían a finales del siglo pasado,
entonces había motivo para tales temores.
Cuando yo era niña, a veces me permitían acompañar a un familiar a tomar el té con una anciana muy lúcida de ciento veinte años… o al menos eso pensaba yo entonces. Ahora creo que tendría unos setenta. Era una mujer animosa e inteligente, y era mucho lo que había visto y conocido que merecía la pena contar. Era prima de los Sneyd, la familia de la que tomó dos de sus esposas el señor Edgeworth; había conocido al comandante André; se había relacionado con la buena sociedad whig que congregaban en torno a ellas la bella duquesa de Devonshire y la «señora Crewe Buff and Blue», y su padre había sido uno de los primeros patronos de la encantadora señorita Linley. Menciono estos detalles para indicar que era demasiado inteligente y culta por su ambiente, amén de por sus dotes naturales, para dar crédito sin más a lo extraordinario; y sin embargo la oí relatar historias de desapariciones que me obsesionaron mucho más tiempo que cualquier relato fantástico. Una de ellas es la siguiente: la finca de su padre estaba en Shropshire. Y las verjas del parque daban directamente a un pueblo disperso del que era señor. Las casas formaban una calle irregular, un huerto aquí, luego el hastial de una granja, a continuación una hilera de casitas y así sucesivamente. Pues bien, en la casita del final vivían un hombre muy respetable y su esposa. Eran bien conocidos en el pueblo y estimados por los pacientes cuidados que prestaban al padre de él, un anciano paralítico. En invierno, su silla estaba junto al fuego; en verano, le sacaban al espacio despejado que había delante de la casa para que tomase el sol y disfrutara de la plácida diversión que pudiesen procurarle las idas y venidas de los aldeanos. Ni siquiera podía trasladarse de la cama a la silla sin ayuda. Un caluroso día de junio, todos los habitantes del pueblo acudieron a los prados para la siega. Sólo se quedaron los que eran muy viejos o muy jóvenes.
Por
la tarde, sacaron como de costumbre
al padre anciano que he mencionado para que tomara el sol, y su
hijo y su nuera se fueron a la
siega. Pero, cuando regresaron
a casa al oscurecer, el padre paralítico había desaparecido… ¡se había ido! Y no volvió a saberse nada de
él. La anciana que contó esta
historia dijo, con la tranquilidad que caracterizaba siempre la sencillez de su relato, que
se habían llevado a cabo todas las indagaciones que su padre podía hacer y que
no se había aclarado nada.
Nadie había visto nada extraño en el
pueblo; aquella tarde no se había cometido en el domicilio del hijo ningún pequeño robo para el que el anciano
pudiese haber supuesto un obstáculo. El hijo y la nuera (célebre
también por la atención que prestaba
al padre desvalido) habían estado todo el tiempo
en el campo con los demás vecinos. En suma, nunca se explicó
el misterio; y el hecho dejó una impresión dolorosa en el ánimo de
muchos.
Estoy
segura de que la policía de investigación habría aclarado todos los hechos
relacionados con el suceso en una semana.
Esta misteriosa historia fue dolorosa,
pero no tuvo consecuencias que la hiciesen trágica. La que contaré a continuación (y las anécdotas de desapariciones que relato
aquí, aunque tradicionales, se
repiten con total fidelidad y mis informadores las creían rigurosamente
ciertas) tuvo consecuencias,
y tristes además. El escenario es una pequeña
villa, rodeada por las extensas
propiedades de varios caballeros acaudalados. Hace unos cien años vivía en la villa un procurador con su madre y su hermana. Era el apoderado de uno
de los terratenientes de las proximidades y cobraba las rentas los días acordados, que eran, por supuesto, bien conocidos. Acudía en tales ocasiones a un pequeño establecimiento público, situado
a unas cinco millas del lugar, donde
los colonos se encontraban con
él, pagaban sus rentas y eran obsequiados luego con un
banquete. Una noche
no regresó de este festejo. No apareció nunca. El caballero del que era apoderado recurrió a los Dogberrys de la época para dar
con él y con el dinero desaparecido; su madre, de la que era apoyo y consuelo, le buscó con toda la perseverancia
del amor leal. Pero él nunca volvió;
y empezó a correr el rumor de que
debía de haberse ido al extranjero con el dinero; su madre oía todo lo que se murmuraba a su alrededor y no podía demostrar su falsedad; así que acabó con el corazón destrozado y murió. Años después, creo que unos
cincuenta, murió el acaudalado carnicero y ganadero de… Pero, antes de morir, confesó que había asaltado al
señor… en el brezal, cerca del pueblo, casi al lado de su casa, con el
propósito de robarle, pero que, al encontrar más resistencia de la prevista,
se había visto empujado a
apuñalarle, y le había enterrado
aquella misma noche en la
arena suelta del brezal, bastante hondo. Allí encontraron su esqueleto, aunque ya era demasiado tarde para que su pobre madre tuviera conocimiento de
que su honra había quedado a salvo. También
su hermana había muerto, soltera, porque a nadie le agradaba lo que podía derivarse
de emparentar con aquella familia. A
nadie le importaba ya si era culpable o inocente.
¡Ay,
si hubiese existido entonces nuestra Policía de Investigación!
Esta
última no puede considerarse una historia de desaparición misteriosa. Lo fue sólo
durante una generación. Pero
las desapariciones que no se pueden explicar jamás con ninguna suposición no son
insólitas en las tradiciones del siglo pasado. He oído hablar (y creo haberlo leído
en uno de los números antiguos de Chambers’s
Journal) de una boda que se
celebró en Lincolnshire hacia el año 1750. Entonces no
era de rigor que la feliz pareja fuese de viaje de
novios. Los
recién casados y sus amigos
celebraban un festejo en casa
del novio o de la novia. En este caso,
los invitados se encaminaron a la residencia del novio y se dispersaron, yéndose unos
a pasear por el jardín, otros a
descansar en la casa hasta la hora
de la cena. Es de suponer que
el novio estaba con la novia, cuando un
criado fue a decirle que
un desconocido quería hablar
con él. Nadie volvió a verlo desde entonces.
Se cuenta la misma
historia de una antigua casa solariega galesa abandonada, que se alzaba en un bosque cerca de Festiniog. También
en ella avisaban al novio para que fuese a atender a un desconocido
el día de su boda, y desaparecía de la faz de la
tierra; pero esta versión añadía que la novia vivió más de setenta años, y
todos los días, mientras la luz del sol o de la luna iluminaba la tierra, se sentaba a
vigilar junto a una ventana
que daba al camino por el que se llegaba a la casa.
Concentraba sus facultades y su capacidad mental
en aquella vigilancia agotadora. Y mucho
antes de morir, se volvió infantil y sólo tenía conciencia
de un deseo: sentarse junto a aquel ventanal a vigilar el camino por
el que podría llegar él. Era tan fiel como
Evangelina, aunque
meditabunda y sin celebridad.
El hecho de que
estas dos historias similares de desaparición el día de la boda «prevalezcan», como dicen los franceses, demuestra que todo lo que aumenta nuestra
facilidad de comunicación y
organización de recursos, aumenta nuestra seguridad en la vida. Si un novio con una indómita Katherine por novia intentase desaparecer hoy, no
tardarían en dar con él y llevarlo de
vuelta a casa como fugitivo
cobarde, alcanzado por el telégrafo eléctrico y amarrado de nuevo a su destino por un agente
de la policía.
Otras dos historias más de desaparición y habré terminado. Os contaré primero la de fecha más reciente porque es la más triste; y concluiremos alegremente (si cabe decir eso). Entre 1820 y 1830 vivían en North Shields una señora respetable y su hijo, que luchaba por adquirir suficientes conocimientos de medicina para poder enrolarse como médico en un navío del Báltico y tal vez ganar de ese modo dinero suficiente para cursar un año de estudios en Edimburgo. Le apoyaba en todos sus planes el difunto y bondadoso doctor G. de aquella población. Creo que el estipendio habitual no era necesario en su caso; el joven hacía muchos recados y tareas útiles que un joven caballero más delicado habría considerado impropias; y residía con su madre en una de las callejuelas que iban de la calle mayor de North Shields hasta el río. El doctor G. había pasado toda la noche con una paciente y la había dejado una mañana de invierno a primera hora para regresar a casa y acostarse; pero pasó antes por casa de su aprendiz y le hizo levantarse y acompañarle para que preparara un medicamento y se lo llevara a la enferma. Así que el pobre muchacho le acompañó, preparó el remedio y salió con él entre las cinco y las seis de aquella madrugada de invierno. No volvieron a verlo. El doctor G. esperó, pensando que estaba en casa de su madre; y ella esperó, creyendo que había ido a hacer su jornada de trabajo; y entretanto, como recordaría después la gente, zarpó del puerto el barco de Edimburgo. La madre esperó su regreso toda la vida; pero unos años después se descubrieron los horrores de Hare y Burke y parece ser que la gente adoptó una visión sombría de su destino; sin embargo, nunca oí que se aclarase del todo, ni que dejase de haber en realidad algo más que conjeturas. Debo añadir que quienes le conocieron hablaban categóricamente de su formalidad y de su excelente conducta, por lo que resultaba sumamente improbable que hubiese huido al mar, o que hubiese cambiado repentinamente por alguna razón sus planes.
La última historia cuenta
una desaparición que se aclaró al cabo de muchos años. Hay en Manchester una calle digna de consideración que lleva
del centro de la ciudad a una de las zonas residenciales.
Esta calle se llama en una parte Garratt y después (cuando adquiere un aire elegante y relativamente campestre) Brook Street. El primer nombre procede de un viejo edificio de
paredes blancas y vigas pintadas de negro de
los tiempos de Ricardo III, más o menos, a juzgar por el tipo de construcción: lo que quedaba de esa vieja casa ya lo han tapado,
pero hace unos años aún era visible desde
la calle principal; estaba medio oculta en un terreno desocupado y parecía medio
en ruinas. Creo que la ocupaban varias familias pobres, que alquilaban pisos en aquel edificio
desvencijado. Pero antiguamente era la mansión
Gerrard (¡qué diferencia entre Gerrard y Garratt!) y estaba rodeada
de un parque regado por un límpido arroyo, con hermosos estanques de peces (el nombre de estos se preservó, hasta fecha reciente, en una calle
próxima), huertos de frutales,
palomares y accesorios similares de las mansiones
de tiempos pasados. Creo que pertenecía a la familia Mosley, probablemente
una rama
del árbol del señor de la mansión de Manchester. Cualquier obra topográfica del siglo pasado
relacionada con esa zona aportaría el
apellido del último propietario de la casa,
y es a él a quien se refiere mi historia.
Hace muchos años, vivían en Manchester dos ancianas solteras de muy respetable condición. Habían vivido
siempre en la ciudad y les gustaba hablar de los cambios que se habían producido en el período que recordaban, que se remontaba unos setenta
u ochenta años. Tenían además
un gran conocimiento de la historia tradicional por su padre, que, lo mismo que
su padre antes de él, habían
sido respetables abogados de Manchester la mayor parte del siglo pasado, y eran
apoderados de varias familias del condado, que,
desplazadas de sus viejas posesiones por el crecimiento de la ciudad, obtuvieron cierta compensación
con el aumento del valor de
cualquier terreno que decidieran vender. Así que los señores S., padre e hijo, actuaron como asesores legales muy reputados y conocían los secretos de
diversas familias, una de las cuales
se relacionaba con la mansión
Garratt.
El propietario de esa finca se
casó joven en una fecha indeterminada
de la primera mitad del siglo pasado; él y su esposa
tuvieron varios hijos y vivieron feliz y plácidamente muchos años. Hasta que un día, el marido tuvo que ir a Londres
a resolver un asunto. Era un viaje de una semana
en aquellos tiempos. Escribió
comunicando su llegada, y creo que no volvió
a escribir nunca. Parecía que se lo hubiese
tragado el abismo de la metrópoli,
porque ningún amigo (y la dama tenía
muchas amistades influyentes) pudo averiguar y explicarle qué había sido de él. La idea predominante era
que le
habrían asaltado los ladrones callejeros
que pululaban entonces por la ciudad, que se había
resistido y le habían matado. Su esposa fue perdiendo poco a poco la esperanza
de volver a verlo y se consagró al cuidado de sus
hijos. Y así siguieron las cosas, bastante
plácidamente, hasta que el
heredero llegó a la mayoría de edad y necesitaron ciertos documentos para poder tomar posesión de la propiedad legalmente. El
señor S. (el abogado de la familia)
declaró que había entregado aquellos documentos al caballero desaparecido
justo antes de su último viaje
misterioso a Londres, con el que yo creo
que
se relacionaban de algún modo.
Era posible que aún
existieran. Podría tenerlos en su poder alguien en Londres, a sabiendas o no de
su importancia. De todos modos, el señor S. aconsejó a su cliente que pusiese un anuncio en los
periódicos de Londres, redactado con
la suficiente
habilidad para que sólo lo entendiera quien guardara los importantes documentos. Y así se hizo; el
anuncio se repitió a intervalos durante un
tiempo, pero sin ningún
resultado. Pero al final se recibió una
respuesta misteriosa, especificando que
los documentos existían y que se entregarían,
pero sólo con ciertas condiciones y al heredero en persona. Así que el joven viajó a Londres y
acudió, siguiendo las instrucciones,
a una casa antigua de Barbican, donde un individuo, que al parecer le esperaba,
le dijo que debía permitir que le vendara
los ojos y que le guiara. Luego
le llevó por varios pasadizos y, al final
de uno, le subieron a una silla de manos y le
llevaron en ella durante una
hora o más; siempre declaró que le habían
dado muchas vueltas y que creía
que al final le habían dejado
cerca del punto de partida.
Cuando le quitaron la venda de los ojos, estaba en una sala respetable, de aspecto familiar. Entró un
caballero de edad madura y le
dijo que, hasta que no
hubiese transcurrido cierto tiempo (lo que se
le indicaría de una forma
determinada, pero cuya duración no se mencionó entonces), debía jurar que guardaría secreto sobre los medios por los que había conseguido los
documentos. Lo juró, y el caballero, no sin cierta emoción,
reconoció que era el padre
desaparecido del heredero. Parece ser que se
había enamorado de una damisela, amiga de la persona con
quien se alojaba. Había hecho creer
a la joven que era soltero; ella respondió
de buen grado a sus galanteos y su padre, un tendero de la ciudad, no se mostró contrario al enlace, pues el caballero
de Lancashire tenía buena presencia y muchas cualidades que el
comerciante creía que resultarían gratas a sus
clientes. Se cerró el trato y el descendiente de una estirpe de caballeros se casó con la hija única del tendero de la ciudad,
convirtiéndose en socio comanditario en el negocio.
Aseguró a su hijo que nunca se había arrepentido del paso que había dado, que su mujer de baja
condición era dulce, dócil y afectuosa y
que tenían una familia numerosa, próspera
y feliz. Preguntó luego afectuosamente
por su primera esposa (o debería decir más
bien verdadera), aprobó lo que ella había
hecho respecto a la hacienda y a la educación de los hijos; pero dijo
que estaba muerto para ella lo mismo que ella
lo estaba para él. Prometió que cuando él muriese de verdad se enviaría a Garratt un mensaje, cuya naturaleza
no especificó, dirigido a su
hijo, y que hasta entonces no habría
más comunicación
entre ellos, pues era inútil intentar descubrirle bajo su incógnito,
aunque en el juramento no hubiese quedado
prohibido hacer tal cosa. Me atrevo
a decir que el joven no tenía
grandes deseos de localizar al padre, que sólo lo había
sido de nombre. Regresó a Lancashire, tomó posesión de la finca en Manchester
y tardó muchos años en recibir el misterioso testimonio de la muerte real de su
padre. Entonces explicó los detalles
relacionados con la recuperación de
los títulos de propiedad al señor
S., y a algún que otro amigo íntimo.
Cuando la familia se extinguió o abandonó Garratt,
dejó de ser un secreto bien guardado y la señorita S., la anciana hija del apoderado de la familia, contó la historia de la desaparición.
Permítaseme decir una vez más que doy las gracias por vivir en los tiempos de la Policía de Investigación. Si me asesinasen o cometiese bigamia, mis amistades tendrían en todo caso el consuelo de estar plenamente informados.