De Les Daniels
El señor Bliss regresó a
casa del trabajo un lunes por la tarde. Fue un gran error.
Le dolía la cabeza, y su
secretaria, después de ofrecerle varias medicinas patentadas, junto con los eslóganes
de sus fabricantes, le había dicho:
—¿Por qué no se toma el
resto del día libre, señor Bliss?
Todo el mundo le llamaba
señor Bliss. Los otros de la oficina eran Dave o Dan o Charlie, pero él era el
señor Bliss. Le gustaba así. A veces pensaba que incluso su esposa debería
llamarle señor Bliss.
En cambio, estaba hablando
con Dios.
Su voz procedía del piso de
arriba. Del dormitorio. No parecía sentir dolor, pero el señor Bliss podría
remediarlo.
No estaba sola; alguien
gemía en armonía con sus gritos al Creador. El señor Bliss se sintió amargado
por esto.
Sin esperar a colgar su
abrigo, caminó de puntillas hacia la cocina, y sacó del anaquel magnético uno
de los cuchillos japoneses que su esposa había pedido después de verlos
anunciados en televisión. Estaban diseñados para cortar las cosas en pequeños
trozos, y estaban garantizados de por vida, por larga que ésta fuera. El señor
Bliss se encargaría de que su esposa no tuviera lugar a quejas. Se apartó del
anaquel, se detuvo para suspirar, luego retrocedió y seleccionó otro cuchillo.
El primero era para la que quería reunirse con Dios, y el segundo para quien
hacía aquellos ruidos animales.
Después de un momento de
reflexión, decidió usar la escalera trasera. Era más silenciosa, y el señor
Bliss intentaba guardar un gran secreto en cuanto pudiera organizarlo.
Tuvo una erección por
primera vez en semanas, y su dolor de cabeza desapareció.
Se movió con todo el cuidado
y la prisa que pudo, cruzando el parquet y subiendo de dos en dos los escalones
con lentas y dolorosas zancadas. Sabía que un escalón crujía, pero no podía
recordar cuál era, y sabía que lo iba a pisar de todas formas.
Aquello apenas importaba.
Los gemidos y jadeos llegaban in crescendo, y el señor Bliss sospechó que ni
siquiera una banda de cornetas los habría distraído de su asunto. Estaban a
punto de conseguir algo, y quería estar allí antes de que lo hicieran.
El dormitorio ocupaba todo
el piso superior de la casa. Había sido un capricho suyo halagar a su joven
esposa con todo el espacio que su salario pudiera permitir; la escalera
alfombrada con buen gusto conducía inexorablemente hacia él.
El señor Bliss pisó el
escalón que crujía, maldijo en voz baja y abrió la puerta.
Los ojos de su mujer,
girando, eran como canicas mojadas. Sus labios resoplaban mientras se apartaba
el pelo húmedo de la cara. Los hermosos pechos que le habían persuadido para
casarse con ella estaban cubiertos de sudor, y no todo era suyo.
El señor Bliss ni siquiera
reconoció al hombre; no era nadie. ¿El lechero? ¿Un registrador del censo? Era
gordo, y necesitaba un corte de pelo. Aquello le decepcionó. Ponerle los
cuernos con un Adonis al menos habría sido comprensible, pero esto era una
afrenta personal.
El señor Bliss dejó caer un
cuchillo al suelo, agarró el otro con las dos manos y lo dejó caer sobre el
lugar donde la espina dorsal se encuentra con el cráneo.
Funcionó de inmediato. El
hombre emitió un gruñido más y cayó de espaldas, la hoja rechinó contra el
hueso mientras la cabeza y el mango golpeaban el suelo.
La señora Bliss estaba allí,
sofocada y manchada, completamente desnuda sobre las sábanasempapadas.
El señor Bliss recogió el
otro cuchillo.
La agarró por el pelo y la apuñaló
en la cara. Ella borboteó sangre. Loca, pero metódicamente, hundió el agudo
acero en todos los lugares que pensaba le gustarían menos.
La mayoría de sus
experimentos tuvieron éxito.
Ella murió de forma
desgraciada.
La última expresión que pudo
musitar fue una mezcla de dolor, reproche y resignación que le excitaron más
que ninguna cosa que le hubiera mostrado desde su noche de bodas.
Aún no había acabado con
ella. Nunca había sido tan sumisa.
Se hizo de noche antes de
que soltara el cuchillo y se vistiera.
El señor Bliss había creado
un revuelo terrible. Limpiar era siempre una lata, como ella le había recordado
tan frecuentemente, pero se dedicó igualmente a la tarea. Lo peor fue que había
apuñalado la cama de agua, pero al menos aquello había diluido parte de la
sangre.
Los enterró en lugares
separados del jardín, y llegó tarde al trabajo. Aquello era algo sin precedentes.
Los ceños burlones de sus colegas le crisparon los nervios.
Por alguna razón no le
apetecía volver a casa aquella noche. En cambio, fue a un motel. Se puso a ver
la televisión. Vio una película de alguien que se dedicaba a matar a varias
personas, pero aquello no le divirtió tanto como había esperado. Sintió que era
de mal gusto. Dejó colgado el cartel de «No molesten» en el pomo de su puerta
todos los días; no deseaba que le molestaran. Sin embargo, empezaba a
molestarle volver cada noche a la cama sin hacer. Le recordaba su casa.
Después de unos cuantos
días, el señor Bliss sintió vergüenza de volver a la oficina. Aún llevaba puestas
las mismas ropas con las que salió de casa, y estaba seguro de que sus colegas
la olerían.
Nadie había ansiado nunca el
fin de semana tan apasionadamente como él.
Entonces tuvo dos días de
paz en la habitación del motel, acurrucado bajo las mantas en la oscuridad, y
viendo a la gente matándose mutuamente bajo un brillo fosforescente, pero el
domingo por la noche miró sus calcetines y supo que tendría que regresar a
casa.
Aquello no le hacía feliz.
Cuando abrió la puerta
principal, recordó su última entrada. Sintió que el escenario estaba preparado.
Sin embargo, todo lo que tenía que hacer era subir la escalera y coger algunas
ropas.
Acabaría en cuestión de
minutos. Sabía dónde estaba todo.
Usó la escalera principal.
La alfombra hacía los escalones más silenciosos, y de alguna manera sentía la
necesidad de emplear cautela. De todas formas, no le gustaba la escalera
trasera.
A mitad de camino, advirtió
dos cuadros de rosas que su esposa había puesto allí. Los quitó. Ésta era su
casa ahora, y los cuadros siempre le habían molestado vagamente. Por desgracia,
los espacios blancos que dejaron en la pared le molestaron también.
No sabía qué hacer con las
pinturas, de modo que se las llevó al dormitorio. Allí no parecía haber manera
de librarse de ellas. Tuvo miedo de que esto pudiera ser un presagio, y durante
un segundo consideró la idea de enterrarlas en el jardín. Esto le hizo reír,
pero no le gustó el sonido. Decidió no volver a hacerlo.
El señor Bliss se plantó en
medio del dormitorio y miró a su alrededor, críticamente. Había hecho un buen
trabajo. Estaba abriendo un cajón de la cómoda cuando oyó un golpe sordo
debajo. Miró sus calzoncillos.
Un roce siguió al golpe, y
entonces oyó el sonido de algo que subía por la escalera trasera.
No se preguntó qué era; ni
siquiera por un instante. Cerró el cajón y se dio la vuelta. Su párpado izquierdo
temblequeó; pudo sentirlo. Caminó sin pensarlo hacia la escalera delantera
cuando oyó que la puerta se abría. Sólo un sonido débil, un cerrojo
descorriéndose. De repente, sintió el interior de su cabeza tan grande como el
dormitorio.
Sabía que venían a por él,
uno de cada lado. ¿Qué podía hacer? Corrió por la habitación, golpeando todas
las paredes y descubriendo que eran sólidas. Entonces se apostó junto a la cama
y se llevó una mano a la boca. Una risita histérica se le escapó entre los
dedos, y esto le puso furioso, porque era un momento importante.
Venían a por él.
Pasara lo que pasase con él
(no más trabajo, no más televisión), había inspirado un milagro. Los muertos habían
vuelto a la vida para castigarle. ¿Cuántos hombres podían decir lo mismo?
¡Venid, sonidos reptantes! Esto era un triunfo.
Se apoyó contra la pared
para tener mejor visión. Cuando las dos puertas se abrieron sus ojos oscilaron
de un lado a otro. Se pasó la lengua por los labios. Experimentó un éxtasis de
horror.
El desconocido, por
supuesto, había usado la escalera trasera.
Había intentado olvidar qué
amasijo había hecho con ellos, especialmente con su esposa.
Y ahora estaban aún
peor.
Y, sin embargo, mientras
ella se arrastraba por el suelo, hubo algo en su pálida piel, manchada de púrpura
donde la sangre se había secado, que le llamó la atención como rara vez había
hecho antes.
Su piel estaba salpicada de
rica tierra marrón. «Necesita un baño», pensó, y empezó a resoplar con una risa
que pronto sería incontrolable.
Su amante, que se aproximaba
desde el otro lado, estaba apenas marcado. No había sentido ningún deseo de
castigarle, sólo de detenerle. No obstante, el golpe del cuchillo le había
cortado la espina dorsal, y su cabeza colgaba desagradablemente. La extraña
decepción que el señor Bliss había sentido por la gordura del hombre se
intensificó. Después de seis días bajo tierra, lo que se arrastraba hacia él
era positivamente rechoncho.
El señor Bliss trató de
sofocar sus risas hasta que los ojos se le anegaron de lágrimas y resopló.
A pesar de que su fin se
aproximaba, vio su imposible ansia de venganza como su reivindicación definitiva.
Sin embargo, sus pies no
estaban tan dispuestos a morir como él. Corrieron por la alfombra hacia la
puerta del ropero.
Su esposa le miró como pudo.
Los ojos dentro de las órbitas parecían encogidos, como pasas inquisidoras. Una
parte de ella, donde había cortado profundamente, cayó al suelo.
Su amante se arrastró hacia
adelante apoyándose en manos y pies, dejando una especie de rastro detrás.
El señor Bliss arrastró la
cama para hacer una barricada. Dio un paso atrás hacia el ropero. El olor del
perfume de ella y de su sexo le envolvían. Estaba enterrado en sus ropas.
Su esposa llegó a la cama
primero, y agarró las sábanas con los pocos dedos que le quedaban. Se encaramó
a ella. La sangre manchó las sábanas. Desde luego, éste era el momento de
cerrar la puerta del ropero, pero quería mirar. Estaba absolutamente fascinado.
Se arrastró sobre las
almohadas, sacudiendo los brazos, y luego quedó tumbada de espaldas.
Hubo un borboteo. ¿Podía
estar muerta por fin?
No.
No importaba. Su amante
llegó arrastrándose por el otro lado. El señor Bliss quiso ir al cuarto de baño,
pero el camino estaba bloqueado.
Dio un respingo cuando el
amante de su esposa (por cierto, ¿quién era ese cadáver que se arrastraba?)
estiró unos dedos gordezuelos, pero en vez de buscar venganza los dedos cayeron
sobre lo que habían sido los pechos del cuerpo que tenía debajo. Empezaron a
moverse suavemente.
El señor Bliss se ruborizó
cuando empezó el ritual. Oyó sonidos que le habrían hecho sonrojarse incluso
cuando la carne estaba viva: sacudidas líquidas, gemidos cadavéricos y gritos
sobrenaturales.
Se encerró en el ropero. Lo
que tenía lugar en la cama ni siquiera se tomó la molestia de mirarle.
Estaba enterrado en seda y
poliéster.
Era peor de lo que había
temido. Era insoportable.
Después de todo, no habían
venido a por él.
Habían venido a buscarse
mutuamente.