(Crónica de la verdadera muerte de Lupe Vélez)
Me
parece que perdonar a nuestros enemigos
es
el más morboso y curioso placer.
OSCAR WILDE
Cartas a
Lord Alfred Douglas
Mi único instante de gloria es un recuerdo o, si se quiere,
un recuerdo que proyectado hacia el futuro resulta glorioso, pues yo, Uriel
Eduardo Alatriste, como todos los mortales tuve un primer amor, pero al
contrario de muchos mortales, el mío fue con un mito, con la Afrodita azteca,
con The Mexican Spitfire, nada más y nada menos que con Lupe Vélez.
Ahora todo el mundo sabe que Lupe fue una envidiosa de lo
peor, pero entonces, cuando se inició nuestro romance, nadie tenía la menor
idea de que un cuerpecito tan redondo y suculento como el de ella fuera capaz
de almacenar tanta envidia. Tengo una foto en la que (sentada frente a un
tocador, vestida con un camisón transparente, de espaldas a la cámara, su
rostro se refleja en un espejito de mano) muestra su portentosa anatomía. La
dedicatoria es un insulto y prueba que, además de envidiosa, en los años en que
dejé de verla se dejó crecer en vanidad sin límites: “Para que veas lo que te
perdiste”. Alude a nuestro romance, cuando todavía se llamaba Guadalupe Villalobos
y no era famosa; cuando nos íbamos dizque a platicar a la sombra del ahuehuete
que estaba en la esquina de casa de su abuelito, y yo le sobaba los senos
mientras ella me contaba la película que había visto esa tarde, mezclando la
anécdota con descripciones casi pornográficas de los hombres que habían
aparecido en la pantalla, y, para variar, terminábamos haciéndonos promesas de
matrimonio, pidiéndonos que no nos fijáramos ni en otros hombres ni en otras
mujeres, medio jadeantes, sin que yo hubiera acabado de comprender nada de lo
que me había contado.
En alguna de nuestras usuales tertulias del año 45, Salvador
Novo descubrió la foto de Lupe, que yo tenía sobre una mesita llena de objetos
familiares. Mientras la observaba dijo con sarcasmo inaudito (no en él, que
siempre se burló de todo, sino inaudito porque iba dirigido a Lupe en esa pose
de tentación) que la Vélez siempre fue de aspecto muchachil y rostro lilial,
dulce, arrogante y querubínico, pero de un carácter, heredado de la rama
paterna de su familia, que desmentía su apariencia angelical.
—Lupe fue propensa a la ira —agregó Novo, levantando su hoy
famosa mano siniestra—, caprichosa, mimada, dilapidadora, orgullosa, arisca. Su
imagen venía a ser el reverso de su temperamento melindroso.
—Y eso por decir lo menos acerca de ella, ¿no, Chava? Y,
claro, sin el menor deseo de ofender.
—Al contrario, querido Uriel: ¡en su defensa! Y, ya que la
quisiste tanto, tú deberías hacer lo mismo.
Levantó su copa y brindó por ella con voz engolada y estentórea:
—En defensa de la envidia.
Le conté entonces, conmovido por su frase, cómo nos cachó su
mami en un retozón non sancto, cómo me sacó del armario (donde nos sorprendió),
y nunca más me permitió verla. Lo nuestro era amor, amor del bueno, y hubiéramos
hecho una pareja histórica si su bendita progenitora no hubiera soltado el
tipludo grito de “puutaaa”; si no me hubiera jalado de las orejas; si al menos
me hubiera dejado explicarle, para que no se estuviera imaginando cosas, por
qué tenía metida mi mano dentro de la pantaletita de su hija. No creo que haya
sido adrede, pero con aquella actitud su madre condenó a Lupe a asumir eso que
ahora se llama “rol vital”, y, la mera verdad, queriendo evitarlo le metió lo
puta hasta la médula de los huesos, y no solamente hizo pedazos su
autoconfianza, sino parte de la mía también.
—Pude haber sido su redentor, Salvador, y mírame, fui el
instrumento que el destino usó para tirarla a la perdición. Llevo esa culpa
sobre mi conciencia.
—Urielito de mi vida, siento decirlo, pero estás que ni
mandado a hacer para personaje de don Federico Gamboa.
Preferí ignorar si su comentario era un insulto o un piropo,
y seguí pensando en la cara de espanto que puso Lupe, ahí en el armario,
paralizada en su posición fetal; en sus ojos que me suplicaban que la salvara
de la arpía, que no la dejara sucumbir ante la loba; en los girasoles que yo le
había ido ensartando en el cabello; en su cuerpo terso, todavía delgado, aunque
lleno de curvas por todos lados; en su seno albo, fuera del sostén, que fue la
última imagen que tuve de aquel amor pendenciero (pues el jalón de su madre me
nubló la vista). Por más que hice después, nunca la pude volver a ver, parece
que alguna vez me escribió una nota de auxilio que no llegó a mis manos, y que para
liberarla de mi influencia e insistencia, su madre (otra vez su madre) se la
llevó a vivir a Los Ángeles. Obras son amores y no buenas razones, pero no pude
hacer nada por detenerla, por evitar que la loba cimentara la desvaloración
hacia sí misma que la llevó a su trágico final. Algún amigo que la vio hacer
sus pininos en Hollywood me habló de ese sentimiento de inseguridad que fue su
peor defecto, y que sin duda se acrecentó cuando su relación conmigo terminó de
manera tan abrupta.
—Ya sé que vas a pensar que es una explicación simplista —le
dije a Novo bastante contrito, con la foto de Lupe entre las manos, sintiendo
el dolor de su dedicatoria—, pero no he podido liberarme de la culpa que
siempre he sentido hacia ella.
—El destino es el destino, Uriel. Contigo o sin ti, la
ambición de Lupe hubiera triunfado sobre sus buenos propósitos. ¡Convéncete!
No sin amargura, entonces, me puse a contarle todo lo que
sabía acerca de la serie de acontecimientos, dignos de película de los hermanos
Marx, que a Lupe le costaron la vida.
Resulta que una mañana (muy quitada de la pena, como si su
historia no estuviera a punto de ponerla a prueba) Lupe entró al vestidor de su
mansión de Beverly Hills, y sin qué ni para qué, sin justificación alguna,
encontró a una de sus secretarias probándose uno de sus vestidos favoritos: la
Vélez, que se las traía como pocas, montó en cólera, se le fue encima a la
chica vociferando maldiciones, e importándole un rábano el valor del vestido,
se lo arrancó a manotazos dejándola desnuda. ¡Menuda sorpresa! La muchacha
tenía un cuerpo prodigioso; firme, pequeño, torneado, apenas cubierto por un
levísimo vello rubio que le hacía aparecer la piel como cáscara de melocotón.
La Vélez, muda, retrocedió. En ese momento se le vinieron a la cabeza multitud
de cosas que había venido escuchando en los últimos días: le habían dicho que
su agente (que era el amante en turno de Lupe) salía con esa secretaria, que
había perdido el seso por ella, que la malvada medio lo explotaba, y que si él
seguía con Lupe era por birlarle los dolarucos que la chamaca le exigía. El
chisme le había parecido una exageración, ¿cómo iban a pensar que ese galancete
muerto de hambre iba a preferir a otra mujer?, pero tener enfrente el motivo de
la exageración (propiamente de carne y hueso) la amedrentó un poco, y, dado que
era muy morbosa, la conmovió la intimidad inintencional que se había creado en
el estrecho vestidor. La jovencita, ofendida, se sacó de dentro un mal carácter
que nunca le hubiera sospechado, se quedó parada donde estaba, abrió las
piernas como para que sus caderas y su sexo resaltaran, acarició sus senos, alborotó
su cabellera negra y le dijo: “Vieja envidiosa, lo que pasa es que ya está
refea y no soporta que una esté tan güena”. Lupe se acordó de la chiquilla
indocumentada que le habían traído hacía tres años, de su mirada gacha, su
vestido negro y sus modales michoacanos; “dele chance”, le había pedido la
señora Beulah Kinder (que había sido su asistente y compañera durante los
últimos años), y, por lástima, la Vélez había contratado a la infeliz. ¿En este
monstruo se había convertido aquella niña tímida? ¿Qué contestarle ahora? ¿Con
qué argumentos rebatirla (que no fuera darle un buen jalón de pelos)? ¿Cómo
defenderse de la insolencia de la fiera? ¿Cómo sacar la garra, la autoridad, si
su cuerpecito la había desarmado? Sin pensarlo más, Lupe le aventó un cojín que
tenía a mano y le dijo, con voz temblorosa, de pito de tren alejándose de la
estación: “Vístete y lárgate, desgraciada. Uno las saca del fango y así pagan,
canijas”. No satisfecha con la humillación, la secre tomó el vestido rojo de
lentejuelas (el famoso vestido del escote que llegaba hasta el principio de la
nalga, que tantos desvelos le causó al último marido de Lupe), unos zapatos de
raso blanco y el chal bordado con chaquiras e hilo de oro donde se veía el
paisaje mexicano, con los dos volcanes, la nopalera y el sol despuntando en el
horizonte. “A mí se me va a ver muchísimo mejor”, dijo la escuincla
envalentonada, “así que me lo llevo, total, como dice el Johnny” (o sea, el
hasta ese momento no mentado agente, pero nombre del hombre en el que habían
estado pensando las dos mujeres), “usté yaʼstá paʼl arrastre. ¡Quédese con su
rencor, vieja horrible, que yo me llevo puesto este vestido!”, y se fue.
La Vélez no pudo, o no fue capaz de detenerla. Se derrumbó
en el sillón de su tocador, llorando, cumpliendo una rutina de sobresaltos
faciales que terminó en una expresión similar a la que se ve cuando alguien se
mira en un espejo estrellado. Parecía un picasso cubista. Nunca (lo sé a
ciencia cierta) en todos sus años de actriz había logrado tal eficacia en el
gesto, tal dimensión de la actuación, tan conmovedora imagen. Presa de la
impotencia prendió la marquesina que rodeaba el espejo. La luz, su reflejo, la
mala suerte, le mostraron un rostro surcado por líneas de rímel, donde las
patas de gallo, la incipiente papada, las arrugas en las comisuras de la boca,
la V en la frente, le enseñaban la versión actual de lo que había sido su
belleza. Lupe pasó una mano por su cara, intentando inútilmente reencontrar la
lozanía de su juventud, sustituida ahora con plastas de maquillaje, con rubor
exagerado, con sombras verdes y violetas en los ojos, falseada en las
fotografías que circulaban por ahí con tomas bien pensadas, con ángulos en que
la luz la favorecía, con gestos repetidos hasta el cansancio; su juventud
truncada, disimulada su gordura, ocultando su decrepitud, simulando su belleza,
que en la soledad de su vestidor era un lujo de la ausencia. Se le apareció
entonces, como fantasma en el espejo, el cuerpo esbelto de la secretaria. Lupe
creyó ver los movimientos suaves, como de película en cámara lenta, con que
abrió las piernas, irguió el busto, alborotó la melena, y ella, The Mexican
Spitfire, imaginó cómo se entreabrían sus labios, los de la cara, brillantes
por un resto de saliva, y esos otros de su bajo vientre, humedecidos por la
violencia de su rabia, por el poco recato con que ella la miraba. La Vélez
sintió que se desvanecía, que se derretía su famoso orgullo en el charco de su
pasión, humillada porque deseaba que su secretaria no se hubiera ido, porque se
excitaba con el solo recuerdo de sus muslos firmes, con el de las nalgas
musculosas, con el de los vellos tupidos y abultados que remataban en la imagen
escondida de su sonrisa vertical; pensó en la cabellera —rumorosa, estrepitosa,
volcánica— que no era más la de la chica, sino la de una ninfa odiada y deseada
al propio tiempo. El mismo deseo que sentía era una forma de humillación, de
locura, de decrepitud anticipada. En el espejo se le aparecieron (filmados en
blanco y negro) los ojos oscuros, la piel satinada, la tez canela, la carcajada
lanzada al aire, el orgullo sin medida, el desprecio en todo su esplendor. El
recuerdo entero contrastaba con su rostro en el espejo, cada momento más
estropeado, tupido de colores revueltos en los párpados, resquebrajado el
colorete de las mejillas, la tristeza y la envidia campeando por todos lados.
Con esa cara, con esa mueca descompuesta, la Vélez decidió su vida.
—No sigas, Urielito —me dijo Novo, cubriéndose los ojos con
las manos—, ¡nomás de imaginármela se me pone la carne chinita, chinita!
—Ojalá y todo hubiera acabado ahí, Chava, pero no.
—Te imaginas lo que hubiera hecho De Sica con ella de
tenerla al alcance de la cámara.
Esa noche Lupe dio una gran fiesta a la que asistieron todas
sus amistades, y por lo que se dejó ver, también una que otra de sus
enemistades. Cuando todos se hallaban reunidos en un patio mexicano —lleno de
fuentes, arreglos florales y mesas rebosantes con bandejas de sopes, guacamole,
quesadillas, pambazos y tacos diminutos— Lupe apareció en lo alto de una
escalera, ataviada como princesa azteca —falda blanca y colorada, sin blusa
pero con un portabustos verde (en forma de nopal), y penacho monumental, gris y
blanco, manufacturado con plumas de guajolote— custodiada por una docena de
guerreros entre babilónicos y olmecas —con cascabeles huicholes en las muñecas
y los tobillos, que agitaban al ritmo de un tunkul que resonaba a lo lejos—. El
público quedó perplejo frente a la aparición precolombina, y los guerreros,
aprovechando la confusión que causó entre la concurrencia la sofisticada
vestimenta de la anfitriona, empezaron a besarse los unos a los otros mientras
un rumor de escándalo surcaba el patio mexicano. Lupe, parada en lo alto de la
escalinata, iluminada por dos poderosos reflectores, con una mano en lo alto y
la otra sobre su chichi izquierda, glamurizada por el hielo seco que brotaba de
unos enormes jarrones de Talavera, era lo más parecido a la visión del más allá
hollywoodense. Su belleza, pese a todo, era deslumbrante y le iba al parejo a
su enorme inseguridad.
Gracias a que el agente se lo había pedido, los invitados se
formaron en una larga fila al pie del primer escalón y empezaron a aplaudir y a
gritar bravo bravo, mientras Lupe descendía lentamente, en zigzag, tomando de
la mano a cada uno de sus guerreros. Cuando estuvo abajo, uno por uno de
aquellos sorprendidos invitados al ágape (ya para entonces calificado de
inmisericorde por los partidarios del buen gusto), le dijeron que estaba hecha
un mango. Ésa fue la manera que el agente encontró para pedirle perdón.
La historia, el origen y los motivos de este perdón son una
apología de la truculencia, pues esa mañana, por teléfono, su agente y amante
de turno se había tenido que zampar no sólo la chuleta de Lupe, sino el reclamo
que no podía contener un segundo más en la garganta: “Cómo puedes engañarme con
una tipeja como mi secre”; “¿pero cómo crees, Lupita?”; “¿de verdad le dijiste
que estaba palʼ arrastre?”; “¡híjoles, pero qué mentirota!, ¿me crees capaz, mi
reina?”; “ella misma me lo dijo, canalla, bajo, padrote, cinturita. ¡Te creo
capaz de eso y más!”; “darling, donʼt be silly, si para mí tú eres todo, lo
mejor de lo mejor, me cai”; “que te caiga tu abuela, mantenido, conmigo no vas
a jugar”; “ay, ay, ay, Lupitita, no me trates así”; “si tú crees que una mujer
de esa calaña es más guapa que yo lo vas a pagar muy caro”; “mira nada más, ora
sí que la hicimos. Te apuesto lo que quieras a que en la próxima fiesta todo el
mundo te dice que estás muy buena, que eres la más buenísima de todas las
mexicanas de California”; “pus entonces que esa fiesta sea esta misma noche”. Y
así quedó concertado el convivio, y que él, Johnny The Greatest, se ocuparía de
que asistiera la crema y nata del mundo celuloide.
La fiesta resultó carnavalesca, esperpéntica, apoteósica,
digna de la fábrica de sueños en que siempre quiso vivir mi Mexican Spitfire.
Empezó como una ilusión de Cecil B. de Mille y terminó con la mayoría de los
ilusionados cantando Cielito lindo, completamente borrachos. Dicen que Cary
Grant (que ya empezaba a destacarse como el prototipo de la futura virilidad de
la meca del cine) estuvo muy solícito, platicando alegremente con Ricardo
Montalbán; que Dolores del Río se paseó por los jardines bailando tap, al ritmo
del jarabe tapatío, con la peregrina intención de volver a fascinar a Fred
Astaire (ya se sabe que así había conseguido su contrato para Flying Down to
Rio, entre otras malas artes que también puso en práctica); que Chaplin perdió
el sentido por una mesera de trece años a la que le propuso que actuara con él
en su próxima película; y que el Ciego Benítez (que, aunque no hablaba ni
escribía inglés, reporteaba para una revista norteamericana de nota roja),
creyéndose Mike Hammer le fue a dar una patada en los güevos a Ronald Reagan,
que empezaba a destacar en papeles de segunda, pero que ya le caía muy gordo;
esto no solamente echó por tierra el buen ambiente que se estaba creando en la
fiesta, sino que ahora a él, al Ciego, le ha costado la visa americana porque
Reagan tiene influencias en el gobierno gringo y ha puesto a Benítez en la
lista de indeseables. Este hecho (patada en los güevos y no pérdida de visa)
fue seguido de otros, a cual más desafortunado: el primero fue que Benítez,
huyendo de unos gorilones amigos de Ronnie, empezó a llamar a los gritos a la
secretaria, la provocadora de todo el drama, y Lupe, ipso facto, se sintió
ofendida.
—No vayas a creer, Chava —dije, interrumpiendo mi relato
para darle más suspenso—, que todo esto lo estoy inventando; nanay, me lo contó
el mismo Ciego en La Mundial, la cantina de todos los periodistas, cuando me vi
con él para saber toda la verdad sobre este negro suceso en la vida cultural
mexicana.
—El Ciego siempre ha sido bueno para el chisme, ni hablar
del peluquín.
“Mira, hermanito”, me dijo Benítez muy circunspecto,
“ofendida es poco, Lupe se sintió mancillada, ultrajada, casi violada, pues
como tú bien sabes, no tenía ni pizca de sentido del humor, y fíjate, lo que
vino después le destrozó el corazón.”
Como respuesta a los gritos del Ciego apareció la secretaria
de marras, enfundada en el vestido de lentejuelas (también de marras), tras
unos macetones que guardaban la alberca. ¿Cómo había entrado ahí?, ¿cómo burló
la orden de “disparen a matar” que había dado Lupe a los guardias por si la
veían aparecer de incógnita? La luz entera de la fiesta, entonces, pareció caer
sobre la joven que, entre los restos de la neblina provocada por el hielo seco,
caminó hacia donde se encontraban los mudos espectadores; el vestido se le
amoldaba al cuerpo como anillo al dedo, y todos pensaron que venía desnuda,
firme y dura, tal como Lupe la había visto esa mañana en su vestidor, con la
misma soberbia con que le infligió el insulto y la clandestina excitación. Los
invitados, sorprendidos por la nueva aparición (la primera había sido la de
Lupe), recularon, guardando un silencio temeroso, con la vaga impresión de que
las mexicanas tenían la costumbre de presentarse de esa forma fantasmagórica.
El camarada Benítez (como entonces era conocido en el gremio reporteril),
valiéndose del desconcierto fue a donde se había quedado parada la secre, la
abrazó, y en el mejor estilo de Rodolfo Valentino la besó prolongadamente.
“A mí me había dado la impresión”, acotó el Ciego en la
aludida comida que tuvimos, “de que todo el mundo mostraba una excesiva
alegría, una forma terrible e involuntaria de hilaridad, que yo atribuí a que
todos se habían percatado de los graciosos gestos que hacía Reagan al sobarse
los bajos. Desgraciadamente, Urielito, ésa no era la causa.”
Cundía entre los invitados, efectivamente, un tono de
bacanal, de desmadre, o de pelea campal en cantina de western. En ese momento,
Lola del Río, que empezaba a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo,
suspendió el zapateado que ejecutaba sobre una de las mesas rebosantes de
manjares nacionales, y dejó escapar algo similar a un aullido. The Howling,
dijo uno de los invitados. Los entonces jovenzuelos, Grant y Montalbán, fueron
a consolar con palmaditas en la espalda a la ya para ese momento histérica Lola
del Río; ésta los codeó demostrando aptitudes pugilísticas hasta ese entonces
ignoradas, fue hasta donde el Ciego y la secretaria protagonizaban su escena de
amor, y de un aventón los tiró a la alberca. “Hoy mismo, cuando me hacías el
amor, mendigo invidente, me juraste felicidad eterna”, jadeó Dolores, ya
histerizada sin remedio, incapaz de cualquier pensamiento constructivo.
“Ojalá, y eso hubiera sido cierto, Uriel”, me comentó el
Ciego visiblemente perturbado, saboreando unas enfrijoladas de fantasía. “Ojalá.
Es cierto que la cortejaba y que de haber podido me habría acostado con ella,
pero Lola era rejega, y aunque se decía enamorada de mí, nunca me las dio.
Alguna vez escribiré una especie de largo reportaje autobiográfico en el que,
aunque mienta, me la eche literariamente con todas las de la ley, pero te juro
que en la realidad no se me hizo con ella, ¿qué gano yo con negártelo?”
“¡Vieja arpía!”, gritó desde la alberca la secretaria, dando
palmotadas para no ahogarse, “todas ustedes son unas envidiosas.” El destino,
que aparentemente no tenía nada que ver con la pobre, la había colocado frente
a las únicas dos mexicanas que habían triunfado en Hollywood —y ese mismo
destino truncó sus ambiciones de tiple—. La versión que el Ciego dio de ese
suceso (en un fragmento que publicó el suplemento México en la Cultura de su
proyectado reportaje autobiográfico) es una vil mentira. Ni Lupe fue a tratar
de ahogar a la jovencita, ni Lola del Río se soltó a llorar desconsoladamente
en el hombro de Fred Astaire, ni Ronnie Reagan echó balazos al cielo, ni
pasaron ninguna de las otras mentiras que el Ciego escribió. Lo sé porque yo
tengo en mi poder un recorte de The Beverly Hills Herald, donde se puede
comprobar que la verdad fue muy otra, verdad que yo estoy tratando de
reproducir aquí (por así convenir a mis intereses): a duras penas la secretaria
salió de la alberca empapada hasta el último milímetro de su piel de melocotón,
el vestido se le había enrollado a la altura de la nalga y era un remedo inútil
de su piel morena, el maquillaje y el peinado se le habían descompuesto, pero
aunque estaba para dar lástima, su belleza era aún más patente gracias a las
gotas de agua que le escurrían por todo el cuerpo, reflejando con destellos
multicolores la luz de los reflectores; y si antes había aparecido como un
fantasma, entonces, en esa pose —embravecida, encueradona y vulgar— era uno más
de los manjares mexicanos preparados para esa cena. Desde lejos, Lupe Vélez lo
miraba todo, medio espantada, con la excitación crispándole el deseo, pero
encorajinada, sin atinar a comprender la encrucijada que la mala suerte le
había tendido. Quizá se acordó del día en que su santa madre nos descubrió en
el armario a punto de cometer lo peor y sintió el mismo escalofrío de angustia
recorriéndole el cuerpo, con la certeza de que el tiempo de la saña volvía para
acabar con su vida. Sus ojos, grandes y expresivos, se achinaron con el mismo
horror de siempre, chasqueó la lengua, encogió los hombros, miró al cielo, pero
un instante después, su mirada chocó con la figura enclenque de su agente, con
su rostro habitualmente baldío, y una corazonada fulminante le hizo saber que
algo había tenido que ver él en todo aquel enredo que se había creado a su
alrededor. Lupe quiso encender sus pupilas, pero el famoso hechizo hipnótico de
su mirada la había abandonado, y su labio inferior la hacía aparecer como una
imbécil; sin embargo (consta en la crónica de sociales a la que hice
referencia) el ya mentadísimo agente tuvo la delicadeza de enrojecer cuando se
percató de que The Mexican Spitfire se lo hubiera querido escabechar. Tenía la
cara inflamada, pálida e hinchada y le costaba trabajo respirar.
“Y sí, mi hermano, fue todo culpa de él”, me aseguró el
Ciego. “Él me había contratado para asistir a la cena y representar la escena
de amor con la secretaria, ¿qué te voy a contar?, aunque no estaba tan buena
como decían. Yo de güey que acepté, bueno no tanto, pues estaba muy pobre y
necesitaba unos dólares milagrosos, así que estuve de acuerdo en representar el
papel de galán. Según el tipo, ésa era la única manera para que Lupe se
convenciera de que él no andaba con la secretaria: si la chica tenía el mal
gusto de andar conmigo, la Vélez sabría que era imposible que hubiera aceptado
salir con él. Cuando me lo dijo, así con esa desfachatez que tienen los pochos,
me dieron ganas de madreármelo, y si no lo hice fue por hambre, te lo juro. Él
inventó toda la escena, la aparición, el beso y todo, pero no contaba con mi
odio visceral hacia Reagan, ¿pero a quién no le dan ganas de patear a un tío
así, que es un descastado y un arribista? Y, bueno, ya sabes todo el resto.”
—El asunto no fue ni tan fácil, ni tan claro, Urielito —me
interrumpió Novo, que tenía su propia versión de los hechos—, en la base de
todo se encontraba una injuria, o en el mejor de los casos, una mala jugada. Tú
ya sabes que Pepe Gorostiza vivió enamorado de Lupe, ¿no? —(yo ya sabía)—, pues
él me dio otra versión de los hechos.
La versión de Gorostiza, palabras más, palabras menos, es la
siguiente: parece ser que fue el mismo agente el que le sugirió a la secretaria
que se burlara de Lupe, pues ésta estaba últimamente muy engreída y por cada
contrato quería cobrar una fortuna. Sammy Goldwyn ya se había quejado con el
representante, pues de seguir Lupe en ese plan de expensive diva, todo el
negocio se iba a ir al traste. Una bajadita de humos, viniendo de la misma
secretaria, no le haría ningún mal, pensó el agentucho, pero el tiro le salió
por la culata. Con la bromita la Vélez cayó en tal estado depresivo que se vio
obligado a inventar la fiesta apoteósica, el show de Benítez y todo lo demás,
pero la Lupe salió con su domingo siete: no fue más que ver el estado del
desaguisado que se había armado para sentir la misma corazonada fulminante de
esa tarde: tomó tres botellas de tequila, llamó a los que parecían los más
machitos entre los guerreros de su comitiva olmeco-babilónica, y se fue a la
recámara con ellos (y las tres botellas) dispuesta a una encerrona de alcohol y
sexo. En la madrugada la fiesta había degenerado hasta el punto de parecer una
caricatura. En el jardín, varios de los invitados, arrodillados, le rezaban a
una Diana cazadora (reproducción de la del Paseo de Reforma), que estaba en lo
alto de una de las tantas fuentes, otros se arrastraban por el suelo en busca
de botellas semivacías, con colillas de mariguana en la comisura de los labios;
algunos otros simplemente seguían haciendo el amor cubiertos por manteles que
habían jalado de las mesas, para que con el sereno de la mañana no les diera
pulmonía. Lupe, en su cuarto, desmayada en su cama, en medio de los guerreros
muy machitos, se despertó con un agudo dolor en el bajo vientre. Algunos dicen
que había bebido tequila hasta decir basta, otros que unas quesadillitas de
huitlacoche le cayeron mal; unos que se había embotado de barbitúricos, los más
coinciden en que una combinación de todo le había no solamente destrozado el
intestino, sino que, como era de esperarse, le habían robado las ganas de
vivir, y así, en ese estado que lindaba con la extravagancia nutricional, Lupe
se levantó de su cama y fue al baño a volver el estómago. Encendió la luz, se
hincó sobre el guáter, y en el agua de la taza volvió a ver la imagen que, como
remordimiento, desde esa mañana la acechaba. Volvieron las arrugas de los
labios, las patas de gallo, la mueca cadavérica, las oquedades marcadas por el
rímel: la decrepitud, toda, reflejada en el fondo del caño.
—¿Te la imaginas? —me preguntó Novo, al ver que me era
imposible cerrar la boca del puro susto—. La belleza deslumbrante, el orgullo
sin fronteras, la vieillesse dorée del star system nacional derrotada en un
escusado como espejo. Cualquiera que se precie se suicida y Lupe no iba a ser
menos, metió la cabeza en el agua y se ahogó.
Los diarios del día siguiente dijeron que había sido un
desafortunado accidente. A mí, Novo (transmitiéndome la versión de Pepe, que en
su vida dijo una mentira) me dejó convencidísimo de que había sido un suicidio,
y, para no quedarme con la duda, me volví a ver después con el Ciego Benítez,
que me lo confirmó, aunque con una variante un poco más asquerosa.
—Así es, Urielito, Chava no te mintió, aunque no es que haya
metido la cabeza en el agua de la taza, sino que el susto le provocó náusea, y
la náusea un desmayo, y Lupe murió ahogada, voluntariamente o no, en su propio
vómito.
Oyéndolo vi a la muerte en Lupe Vélez como rondándome por
todas partes, sentí que me acompañaba una calaca, y pensé en ella asustada, en
cuclillas dentro del armario, ajada en el espejo, humillada por la secretaria,
asustada porque su madre la llamaba puta, desahuciada en el fondo del caño,
noviando en la esquina conmigo creyendo que el futuro entero le pertenecía.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que la acompañaba a comprar el pan?, ¿cuánto
desde que su abuelito, don Antonio Villalobos, nos contaba historias de la
Revolución, en su casa de la calle de La Fuente? La vida, entre el miedo, la
obstinación, la envidia y las imágenes desproporcionadas, seguía y seguiría
siendo siempre un circo. Tal vez en ese momento me prometí, en recuerdo del
brindis que Novo hizo de mi amada, salir en defensa de la envidia y escribir la
extraordinaria historia, de malentendidos y mala saña, de aquella siniestra
fiesta en que mi amada perdió la vida.