(Fragmento)
I
Era yo niño aún
cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios
en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía
pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche víspera
de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin
decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz,
cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello
algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y
experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir
después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del
amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño
vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las
horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente
mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi
madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María
esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla
sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos
después seguí a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de
nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El
rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por
instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que
solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella
buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que
adornaban las ventanas del aposento de mi madre.
II
Pasados seis años,
los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle.
Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo
gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul
pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio
enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante
de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las
nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba
planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían
hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las
lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos.
Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al
viajero por las copas de añosos gruduales; en aquellos cortijos donde había
dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi
corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos
comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto de aquellas aves
sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante
tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque
algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella
pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías
voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres
seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y
una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un
instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias
desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es
impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden
seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después,
nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento,
es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto,
que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las
cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas
de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que
vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.
Antes de ponerse el
sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis
padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus
sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que
se repartían en las habitaciones.
Respiraba al fin
aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi
caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era
la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho,
una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza
virgen.
Cuando traté de
reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba
en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas
pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar
mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún,
al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha
acallado una caricia materna.
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