De Stephen King
A primera hora de una tarde de
mayo de 1963, un joven caminaba de prisa por la Tercera Avenida de Nueva York,
con la mano en el bolsillo. La atmósfera era apacible y hermosa, y el sol se
oscurecía gradualmente pasando del azul al sereno y bello violeta del
crepúsculo. Hay personas que aman la ciudad, y ésa era una de las noches que
hacían amarla. Todos los que estaban en los portales de las tiendas de
comestibles y las tintorerías y los restaurantes parecían sonreír. Una anciana
que transportaba dos bolsas de provisiones en un viejo cochecito de niño le
sonrió al joven y le gritó: «¡Adiós, guapo!» El joven también le sonrió distraídamente
y la saludó con un ademán.
Ella siguió su camino, pensando: Está enamorado.
Eso era lo que reflejaba en su
talante. Vestía un traje gris claro, con la angosta corbata un poco ladeada y
el botón del cuello de la camisa desabrochado. Su cabello era oscuro y lo
llevaba corto. Su tez era blanca, sus ojos de color azul claro. Sus facciones
no eran excepcionales, pero en esa plácida noche de primavera, en esa avenida,
en mayo de 1963, era realmente guapo, y a la anciana se le ocurrió pensar
fugazmente, con dulce nostalgia, que en primavera todos pueden parecer
guapos..., si marchan apresuradamente al encuentro de la dama de sus sueños
para cenar con ella y quizá para ir después a bailar. La primavera es la única
estación en la que la nostalgia nunca parece agriarse, y la anciana continuó su
marcha satisfecha de haberle hablado y contenta de que él le hubiera devuelto el
cumplido con un ademán esbozado.
El joven cruzó Sixty-third
Street, caminando con brío y con la misma sonrisa distraída en los labios. En
la mitad de la manzana, un anciano montaba guardia junto a una desconchada
carretilla verde llena de flores. El color predominante era el amarillo: una fiebre
amarilla de junquillos y azafranes tardíos. El anciano también tenía claveles y
unas pocas rosas té de invernadero, casi todas amarillas y blancas. Estaba
comiendo una rosquilla y escuchaba una voluminosa radio de transistores que
descansaba atravesada sobre un ángulo de la carretilla.
La radio difundía malas noticias
que nadie escuchaba: un asesino armado con un martillo seguía haciendo de las
suyas; JFK había declarado que había que vigilar la situación de un pequeño
país asiático llamado Vietnam («Vaitnum», lo llamó el locutor); en las aguas
del East River había aparecido el cadáver de una mujer no identificada; un gran
jurado no había podido inculpar a un zar del crimen en el contexto de la guerra
de la administración local contra la heroína; los rusos habían detonado un
artefacto nuclear. Nada de eso parecía real, nada de eso parecía importar. La
atmósfera era apacible y dulce. Dos hombres con las barrigas hinchadas por la
cerveza lanzaban monedas al aire y bromeaban frente a una pastelería. La
primavera vibraba sobre el filo del verano, y en la ciudad, el verano es la
estación de los ensueños.
El joven dejó atrás el puesto de
flores y la avalancha de malas noticias se acalló. Vaciló, miró por encima del
hombro, y reflexionó. Metió la mano en el bolsillo de la americana y volvió a
palpar lo que llevaba allí. Por un momento pareció desconcertado, solitario,
casi acosado, y después, cuando su mano abandonó el bolsillo, sus facciones
recuperaron la expresión anterior de ávida expectación.
Se encaminó de nuevo hacia la
carretilla sonriendo. Le llevaría unas flores: eso la complacería. Le encantaba
ver cómo la sorpresa y el regocijo iluminaban sus ojos cuando él le hacía un
regalo inesperado. Menudencias, porque distaba mucho de ser rico. Una caja de caramelos.
Una pulsera. Una vez una bolsa de naranjas de Valencia, porque sabía que eran sus
favoritas.
—Mi joven amigo —dijo el
florista, cuando el hombre del traje gris volvió, paseando los ojos sobre la
mercancía de la carretilla. El florista tenía quizá sesenta y ocho años, y a
pesar del calor de la noche usaba un raído suéter gris de punto y una gorra. Su
rostro era un mapa de arrugas, sus ojos estaban profundamente engarzados en la carne
fláccida, y un cigarrillo bailoteaba entre sus dedos. Pero él también recordaba
lo que significaba ser joven en primavera..., ser joven y estar enamorado hasta
el punto de volar prácticamente de un lado a otro. El talante del vendedor era
normalmente agrio, mas en ese momento sonrió un poco, como lo había hecho la
mujer que empujaba el cochecito con provisiones, porque ese fulano era un
candidato obvio. Sacudió las migas de la rosquilla de su holgado suéter y
pensó: Si este chico estuviera enfermo deberían internarlo ahora mismo en la
unidad de cuidados intensivos.
—¿Cuánto cuestan las flores?
—preguntó el joven.
—Le prepararé un lindo ramo por
un dólar. Las rosas té son de invernadero. Cuestan un
poco más, setenta céntimos cada
una. Le venderé media docena por tres dólares y cincuenta céntimos.
—Son caras —comentó el joven.
—Lo bueno siempre es caro, mi
joven amigo. ¿Su madre no se lo enseñó?
El muchacho sonrió.
—Es posible que lo haya
mencionado.
—Sí, claro que lo mencionó. Le
daré media docena, dos rojas, dos amarillas, dos blancas. No podrá ofrecerle
nada mejor, ¿verdad? Lo completaré con un poco de helecho. Del mejor. A ellas
les encanta. ¿O prefiere un ramo de un dólar?
—¿A ellas? —preguntó el joven,
sin dejar de sonreír.
—Escuche, amiguito —contestó el
florista, arrojando la colilla al arroyo de un papirotazo y devolviendo la
sonrisa—, en mayo nadie compra flores para uno mismo. Es una ley nacional, ¿me
entiende?
El joven pensó en Norma, en sus
ojos dichosos y sorprendidos y en su sonrisa afable, agachó un poco la cabeza.
—Supongo que sí —asintió.
—Seguro que sí. ¿Qué decide?
—Bien, ¿qué le parece a usted?
—Le diré lo que opino. ¡Eh! Los
consejos siguen siendo gratuitos, ¿no es verdad?
El joven sonrió y asintió:
—Supongo que es lo único gratuito
que queda en el mundo.
—Tiene mucha razón —dijo el
florista—. Muy bien, mi joven amigo. Si las flores son para su madre, llévele
el ramo. Unos pocos junquillos, unos pocos azafranes, algunos lirios de los
valles. Ella no lo estropeará comentando: «Oh hijo me encantan y cuánto te
costaron oh eso es demasiado y por qué no has aprendido a no derrochar el
dinero.»
El joven echó la cabeza hacia
atrás y lanzó una carcajada.
El florista continuó:
—Pero si son para su chica, las
cosas cambian, hijo mío, y usted lo sabe. Llévele las rosas té y ella no
reaccionará como un contable, ¿me entiende? ¡Eh! Su chica le echará los brazos
al cuello y...
—Llevaré las rosas té —lo
interrumpió el joven, y esta vez fue al florista a quien le tocó el turno de
reír.
Los dos hombres que jugaban con
las monedas los miraron, sonriendo.
—¡Eh, chico! —gritó uno de
ellos—. ¿Quieres comprar una alianza barata? Te vendo la mía..., a mí ya no me
interesa.
El joven sonrió y se ruborizó
hasta las raíces de sus oscuros cabellos.
El florista escogió seis rosas
té, les recortó un poco los tallos, las roció con agua y las introdujo en un
envoltorio cónico.
—Esta noche tenemos un clima
ideal —dijo la radio—. Apacible y despejado, con una temperatura próxima a los
dieciocho grados, perfecto para que los románticos contemplen las estrellas
desde la azotea. ¡A disfrutar del Gran Nueva York, amigos!
El florista aseguró con cinta
adhesiva el borde del envoltorio cónico y aconsejó al joven que su chica
agregara un poco de agua al azúcar que debía echarles, para conservarlas durante
más tiempo.
—Se lo diré —respondió el joven.
Tendió un billete de cinco dólares—. Gracias.
—Cumplo con mi deber, mi joven
amigo —exclamó el florista, mientras le devolvió un dólar y dos monedas de
veinticinco céntimos. Su sonrisa se entristeció—. Dele un beso de mi parte.
En la radio, los Four Seasons
empezaron a cantar Sherry. El joven guardó el cambio en el bolsillo y se alejó
calle arriba, con los ojos dilatados, alertas y ansiosos, sin mirar tanto la vida
que fluía y refluía de un extremo al otro de la Tercera Avenida como hacia
dentro y adelante, anticipándose. Pero ciertos detalles lo impresionaron. Una
madre que llevaba en un cochecito a un bebé cuyas facciones estaban cómicamente
embadurnadas con helado; una niñita que saltaba a la cuerda y canturreaba: «Al
pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...» Dos mujeres fumaban en la
puerta de una lavandería, comparando sus embarazos. Un grupo de hombres miraban
un gigantesco aparato de televisión en colores, exhibido en el escaparate de
una tienda de artículos para el hogar, con un precio de cuatro dígitos en
dólares: transmitía un partido de béisbol y las caras de los jugadores parecían
verdes, el campo de juego tenía un vago color fresa, y los «New York Mets» les
ganaban a los «Phillies» por seis a uno.
Siguió caminando, con las flores
en la mano, ajeno al hecho de que las dos mujeres detenidas frente a la
lavandería interrumpían brevemente su conversación y lo miraban pasar
pensativamente, con su ramo de rosas té. Hacía mucho tiempo que a ellas nadie
les regalaba flores. Tampoco prestó atención al joven policía de tráfico que detuvo
los coches en la intersección de la Tercera y Sixty-nineth Street, con un toque
de silbato, para permitirle cruzar. El policía también estaba comprometido y
reconoció la expresión soñadora del joven porque la había visto a menudo en su
propio espejo, al afeitarse. Y no se fijó en las dos adolescentes que se
cruzaron con él, en dirección contraria, y que en seguida se cogieron de la
mano y soltaron unas risitas.
En Seventy-third Street se detuvo
y dobló a la derecha. Esa calle era un poco más oscura, y estaba flanqueada por
casas de piedra arenisca y restaurantes con nombres italianos, situados en los
subsuelos. Tres manzanas más adelante se desarrollaba un partido de béisbol, en
medio de la penumbra creciente. El joven no llegó tan lejos: en la mitad de la manzana
se internó por un callejón angosto.
Ya habían salido las estrellas,
que titilaban tenuemente, y el callejón era oscuro y sombrío, y estaba bordeado
por las vagas siluetas de los cubos de basura. Ahora el joven estaba solo, o
mejor dicho no, no totalmente. De la penumbra rosada brotó un maullido ululante
y el joven frunció el ceño. Era el canto de amor de un gato macho, y eso sí que
no tenía nada de bello.
Caminó más lentamente y consultó
su reloj. Eran las ocho y cuarto y Norma no tardaría en...
Entonces la vio. Había salido de
un patio y marchaba hacia él, vestida con pantalones deportivos de color oscuro
y con una blusa marinera que le oprimió el corazón. Siempre era una sorpresa
verla por primera vez, siempre era una dulce conmoción..., parecía tan joven.
La sonrisa del muchacho se
iluminó, se hizo radiante, y apresuró
el paso.
—¡Norma! —exclamó.
Ella levantó la vista y
sonrió..., pero cuando estuvieron más cerca el uno del otro la sonrisa se
desdibujó.
La sonrisa de él también se
estremeció un poco y experimentó una inquietud pasajera. De pronto el rostro
pareció borroso, encima de la blusa, marinera. Oscurecía..., ¿acaso se había
equivocado? Claro que no. Ésa era
Norma.
—Te he traído flores —exclamó con
una sensación de dichoso alivio, y le tendió el ramo.
Ella lo miró un momento,
sonrió... Y se lo devolvió.
—Gracias, pero te equivocas —dijo
la chica—. Yo me llamo...
—Norma... —susurró él, y extrajo
el martillo de mango corto del bolsillo de la americana, donde había estado
oculto hasta ese momento—. Son para ti, Norma... siempre fueron para ti...
todas para ti.
Ella retrocedió, con el rostro
transformado en una mancha redonda y blanca, con la boca abierta en una O negra
de terror, y dejó de ser Norma. Norma estaba muerta, hacía diez años que estaba
muerta, pero no importaba porque iba a gritar y él descargó el martillo para cortar
el grito, para matar el grito, y cuando descargó el martillo el ramo de flores
se le cayó de la mano, y el envoltorio se rompió y dejó escapar su contenido,
esparciendo rosas té rojas y blancas y amarillas junto a los cubos de basura
abollados donde los gatos copulaban extravagantemente en la oscuridad, lanzando
chillidos de amor, chillidos, chillidos.
Descargó el martillo y ella no
chilló, pero podría haber chillado porque no era Norma, ninguna de ellas era
Norma, y descargó el martillo, descargó el martillo, descargó el martillo. No
era Norma de modo que descargó el martillo, como ya lo había hecho cinco veces
anteriormente.
Quién sabe cuánto tiempo después
volvió a deslizar el martillo en el bolsillo interior de su americana y
retrocedió, alejándose de la sombra oscura tumbada sobre los adoquines de las
rosas té desparramadas junto a los cubos de basura. Dio media vuelta y salió
del callejón angosto. Ahora la oscuridad era total. Los jugadores de béisbol
habían desaparecido en sus casas. Si su traje estaba salpicado de sangre las
manchas no se verían, no en la oscuridad, no en la plácida oscuridad
primaveral, y el nombre de ella no era Norma pero sí sabía cómo se llamaba él.
Se llamaba... se llamaba...
Amor.
Él se llamaba amor, y caminaba
por esas calles oscuras porque Norma lo aguardaba. Y la encontraría. Pronto.
Empezó a sonreír. Echó a caminar
con brío por Seventy-third Street. Un matrimonio maduro que estaba sentado en
la escalinata de su casa lo vio pasar, con la cabeza erguida perdida en
lontananza, un atisbo de sonrisa en los labios. Cuando terminó de pasar, la
mujer preguntó:
—¿Por qué tú ya no tienes ese
aspecto?
—¿Eh?
—Nada —dijo la mujer, pero miró cómo el joven del
traje gris desaparecía en las tinieblas de la noche y pensó que sólo el amor de
los jóvenes era más bello que la primavera.
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