El niño recogió una pesada piedra
de las que abundaban en el pequeño patio trasero de la casa, calculó
cuidadosamente la puntería y la arrojó con fuerza contra el ratón que parecía
observarlo atentamente a pocos pasos de distancia.
La piedra, describiendo una corta
parábola en el aire, cayó pesadamente sobre el espinazo del animal produciendo
un ruido sordo. El ratón se arrastró un poco hacia el fondo del patio, se
detuvo luego y haciendo una grotesca voltereta quedó por fin inmóvil con el
vientre al sol.
Dando media vuelta, el niño
corrió velozmente hacia la casa. Abrió de un empujón la puerta y cruzó como una
ráfaga de viento fresco la habitación semioscura donde la anciana dormitaba. Ésta
despertó sobresaltada y al comprobar la causa que la había sustraído de su
sueño, cambió ligeramente de posición y cerró de nuevo los ojos.
– ¡Qué muchacho éste! –,
murmuró... Ahora le sería difícil conciliar otra vez el sueño. Y el médico le
había advertido que necesitaba dormir mucho y no preocuparse demasiado. Se lo había
dicho en aquella forma especial que tenía de hablarle: con suavidad, pero con
firmeza... Le gustaba mucho aquel doctor.
Le complacía verle sentado a su
lado, con el maletín lleno de instrumentos extraños abierto junto a él, y oírle
hablar mientras manipulaba la jeringuilla, el termómetro o el aparato aquél de
medir la presión arterial... Era sin duda una persona que inspiraba confianza;
y ella se la tuvo desde el primer momento. Siempre estaba pendiente de cuanto
le decía y cumplía sus instrucciones al pie de la letra... La verdad era que
había mejorado mucho. Ya respiraba casi sin dificultad y las articulaciones
apenas le dolían; sólo aquel dolor del costado seguía molestándola... Pero el
dolor se iría también y ella volvería a sentirse fuerte y saludable como
antes... Cuando estuviese un poco mejor volvería a trabajar en el jardín.
Si no lo hacía ella, nadie en la
casa se ocupaba de las flores. Daba pena asomarse a la ventana y comprobar lo
descuidado que estaba todo. El rosal estaba casi seco, los yerbajos crecían por
todas partes y las dalias se habían marchitado por completo... Pero cuando ella
sanara, el jardín, que también estaba enfermo, sanaría con ella y volvería a
ser como antes... Después de todo, cultivar con amor el jardín era la única
forma en que podía devolver a su hijo todo cuanto hacía por ella. La sola
manera de pagarle sus bondades, sus sacrificios... Sí, era sin duda un sacrificio
alojarla en su casa y pagar al médico y comprarle medicinas caras, cuando él
ganaba tan poco y había vivido siempre tan estrechamente... Y a pesar de todo,
su hijo la mantenía allí desde hacía meses, y la rodeaba de atenciones y de cariño,
no obstante las insinuaciones de su mujer... Porque ella sabía que la mujer no
la quería... Aunque no se lo decía abiertamente, lo adivinaba en el tono de su voz,
en el modo de mirarla... Daba gracias a Dios porque su hijo fuera tan bueno... Y
siempre lo había sido: desde niño fue obediente, dócil. Pocas madres habían tenido
la suerte de ella.
El sueño al fin nubló la mente de
la anciana y la poseyó total y dulcemente. Al llegar a la mitad del pasillo que
dividía en dos la casa, el niño detuvo su carrera, giró a la izquierda y entró
en su habitación cerrando con fuerza la puerta tras de sí. Se arrojó de bruces
sobre la cama y escondió la cabeza bajo la almohada... Pero aún allí, el
vientre blancuzco del ratón resplandecía en la oscuridad.
En la habitación contigua, el
hombre acostado en la amplia cama matrimonial arqueó el cuerpo y se desperezó
sin abrir los ojos. La mujer acostada a su lado se incorporó y preguntó en voz
alta:
—¿Qué fue ese ruido? ¿Eres tú,
Manuelito?
Nadie respondió y la mujer se
volvió hacia el hombre diciendo:
–Recuerda lo que me prometiste
anoche. Debes decírselo ahora mismo.
¿Decirle qué a quién? El hombre
apenas oía las palabras a través de las últimas brumas del sueño.
—... es algo que debes hacer de
todos modos...
Siempre algo que hacer. A todas
horas. Moverse... caminar... dar la mano... inclinarse.
—...así que lo mejor es hacerlo
cuanto antes...
Todo aprisa... No dejar nada para
después... correr... apresurarse.
–¿Por qué no dices nada? ¿Es que
estás tratando acaso de echarte atrás?
La voz aguda de la mujer le
restalló con violencia en los oídos.
El hombre giró sobre sí mismo y
se colocó de costado. Era necesario responder, decir algo. Pero se estaba tan
bien así, tendido, con los ojos cerrados, sin hablar...
Cuando la mano de la mujer se
prendió como un garfio de su hombro y lo sacudió con furia, abrió los ojos,
sobresaltado.
—¿Qué pasa?
–¡Estabas despierto desde hace
rato!... ¡A mí no me engañas!, Crees que fingiendo dormir y escondiendo la
cabeza bajo la almohada es como se resuelven las cosas?... ¡Levántate ahora
mismo y háblale a la Vieja de una vez!...
—Espera un poco, mujer. Hoy es
domingo. Déjame descansar un rato. Mis tarde le hablaré...
—¡De ninguna manera!... ¡Tiene que
ser ahora mismo!... Anoche me prometiste que sería la primera cosa que harías
por la mañana... ¡No toleraré ni un solo retraso más! ¿Me oyes?... ¡Conozco
demasiado bien tu sistema de ir dejándolo todo para después y luego no hacer
nada!... ¡Puede ser que te engañes a ti mismo, pero a mí no me engañas!
Su boca abriéndose y
cerrándose... Cada vez más aprisa... Más aprisa... Más... ¿Desde cuándo vienes
soportando esto? ¿Desde el día en que te casaste?... No. Desde antes aún... ¿Recuerdas
las felicitaciones de tus amigos el día de la boda? : “Congratulaciones. Te
casas con una mujer de carácter”... “Ella siempre ha logrado lo que se ha
propuesto. Será de gran ayuda para ti”... “Magnifica elección; llegarás muy
lejos casado con una mujer así”... Claro que has llegado lejos. Mucho más lejos
de lo que jamás soñaste; pero no en la dirección que suponían ellos. No hacia arriba,
sino hacia abajo... Comenzaste a descender lentamente al principio, sin que apenas
te dieses cuenta de lo que sucedía... Primero fueron pequeñas concesiones, para
evitar escenas en público. Después esas concesiones se multiplicaron en cada hora
y en todas partes hasta constituir la esencia misma de la vida en común... Aprendiste
a tolerar, a callar y así fuiste hundiéndote poco a poco en este abismo en que
estás sumido en el presente. La senda que te condujo a él se iniciaba en una suave
pendiente, y cuando empezaste a descender por ella creías poder detenerte cuando
quisieras... ¡Qué lejos estabas entonces de sospechar que cuando la pendiente
se tornara en precipicio, el impulso inicial te sumergiría cada vez más aprisa
hasta el fondo de la oscura sima!...
La puerta de la habitación se
abrió con violencia y la cabeza del niño asomó por el hueco preguntando:
–Papi, ¿es pecado matar un ratón?
La mujer se volvió con furia
hacia la voz:
–¡Lárgate de aquí!... ¿No ves que
estoy hablando con tu padre?
La cabeza del niño desapareció y
la puerta se cerró con un golpe seco. El hombre cerró de nuevo los ojos. ¿Por
qué no lo hago?... ¿Por qué no salgo de esta habitación, lo alcanzo en el
pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con suavidad... Yo quiero ser amigo de
mi hijo... Quiero ayudarlo... Explicarle lo que quiere saber... ¿Hasta dónde he
llegado, Dios mío?...
La mujer volvió a la carga:
–Vas a ir ahora a donde tu madre
y le dirás que no puede seguir en esta casa. Que debe irse sin falta hoy mismo...
¡Te doy exactamente cinco minutos para hacerlo!...
–Sí, mujer, como quieras... Ahora
mismo voy—. La voz del hombre sonó como la de un niño que recitara una lección
aprendida de memoria y mil veces repetida.
Con gestos maquinales y rostro
inexpresivo, se levantó de la cama, se calzó las pantuflas y salió en silencio
de la habitación.
En el pasillo, el niño recostado
en la pared alzó la cabeza hacia su padre. El hombre colocó su mano sobre el
hombro de su hijo y, mientras caminaba junto a él y abría la puerta de la
habitación donde dormía la anciana, respondió a su pregunta con voz apenas
audible:
–No, mi hijo, matar un ratón no
es un pecado: los ratones están mejor muertos que vivos...
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