I
A puerta cerrada. Todo se puede decir. Los muros calizos y las bancas vacías no sufren hiperacusia. Los hombres respetables del cerco tienen mansedumbre bovina y sus lomos de paquidermo son corazas. Los altos representantes de la ley van envueltos en el plumaje del cisne diazmironiano. Todo se puede decir.
II
Un violador de vírgenes impúberes. Don Juan de Tepito, lacia castaña untuosa, camisa de algodón negro, corbatín rosa pálido. De pie, en el último peldaño de la plataforma sagrada, espera. Los desnudos brazos de chofer, resortes curvados, se tienden bajo la manga corta. Los zapatos de charol gimen con impaciencia de garañón. Su mirada es un reto.
III
Se abre la audiencia.
Por las fuertes mandíbulas salen rodando vocablos de suprema insolencia, cinismo y bellaquería. El “hecho” revive en imágenes de la lascivia.
Sonriente e inconsciente, el macho magnífico ahora asalta y viola debilidades de macho.
Sopla un cálido vientecillo de verraco.
IV
Ella.
Anemia, hambre, miseria. La curva de los trece años que se quebró antes de nacer. Sus ojos son todo. Torcaz asustada. Escolar ante un problema de raíz cúbica.
V
Comienza el interrogatorio. La obra maestra de los hombres de la ley. “Tenemos que hacer psicología...”
Las preguntas entrechocan con resonancias de puñales y resplandor de ascuas. Se multiplican, se aglomeran y se precipitan con estridencias de fragua infernal.
Ella, descolorida, sin comprender a penas la impudicia del instante, no sabe qué decir, y el temblor de sus labios diáfanos y el brillo mate de sus ojos anegados son respuestas.
VI
El representante de la sociedad.
El defensor.
Torneo de timbales y aerolitos.
VII
Y ahora señores jurados, a deliberar.
1922
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