No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Un doctor

De Manuel Payno



Habríais sentodo latir de espanto el
corazón al ver cómo recorría el cadá-
ver, cómo se inclinaba sobre él, cómo
escuchaba con ansiedad para desen-
gañarse quién había ganado la terrible
apuesta, si el médico o la muerte.

Tadeus el resucitado 

-Antes de partir para Durango -me dijo el doctor-, pasé a despedirme de mi antiguo amigo N., el cual tenía dos hijas. Una de ellas era aún pequeñita, tierna y linda, como los primeros botones de rosa que se abren en la primavera. Después de las expresiones de amistad, y ofrecimientos y protestas que son consiguientes a tales casos, me retiré de la casa para montar en el carruaje que me aguardaba. Había bajado tres escalones cuando me acordé que no me había despedido de las dos niñas, que como magas, frescas, juguetonas y alegres, llenaban de aventura la vida de mi amigo. Retrocedí en efecto, y sólo encontré a la más pequenita; besé su frente ruborosa e inocente, y estreché sus manecitas torneadas. Tres días llevaba de camino y aún se me presentaba en mis sueños esa niña, tan linda, tan risueña y tan inocente. Cuando llegué a Durango apenas tenía ya un vago recuerdo: a los tres meses se me había borrado enteramente.

Cuatro años después volvía a mi país, y en una hacienda del camino se me presentó mi amigo N. y me dijo, echándome los brazos al cuello:

-Doctor, sin duda el cielo envía a usted para que salve a una de mis hijas.
-¿Qué tiene? -le interrumpi con agitación.
-No lo sé, doctor; no come, no duerme; cada día se pone más extenuada y más pálida.
-Vaya, veo que no es cosa de cuidado -le interrumpí sonriendo-: esa enfermedad es amor; curaremos a esa niña casándola, si el novio es bueno.
-Ni lo imagine usted: ni ama ni jamás ha amado a nadie. Es una enfermedad física y terrible la que padece.
-Bien, la veremos, y entonces le daré a usted mi opinión. ¿Y cuál de las niñas es?
-Cecilia, doctor; pero usted ve con indiferencia este asunto.
-¿La más joven?
-Si, señor: Cecilia, la más joven.

Un calosfrío extraño recorrió todo mi cuerpo. La niña pequeñita, cuya casta frente había besado hacía cuatro años, era la misma que sufría. La cosa era muy interesante ya para mí; así que continué diciendo a N.:

-Se equivoca usted en creer que yo tengo poco interés en la curación de la niña; al contrario, es menester que la vea en breve, que la asista, que ponga mis cinco sentidos en volverle la salud.
-Gracias, doctor, gracias; usted volverá también la vida a su padre. No sé por qué causa tanto dolor el que las gentes mueran en el abril de su vida, sin haber gozado de nada, sin... ya se ve, es mi hija, y yo de todas maneras debo sentir que se muera.
-Tiene usted razón, amigo; pero no hay que desconsolarse.
-Cecilia está muy mala, doctor -me contestó con la voz demudada.
-Haremos todos los esfuerzos posibles para salvarla.

N. me estrechó la mano.

Como Cecilia vivía en una hacienda con una parienta, fue menester conducirla hasta el lugar de mi residencia, y en efecto, a los dos días me avisaron que la enferma me aguardaba. Con toda precipitación me vestí, y a los cinco minutos estaba ya con Cecilia. Eran las facciones delicadas de la niña que yo había conocido, pero alteradas con el sufrimiento. Sus ojos negros y rasgados no brillaban con la alegría de la niñes; sus mejillas estaban encarnadas, pero no era el color de la juventud, sino el efecto de la calentura y agitación del camino. Por lo demás, Cecilia, extenuada, con las mejillas hundidas, con los labios sin color, y con un tinte de melancolía indefinible, era a mis ojos más interesante que lo había sido en otro tiempo, en que no podía tener en ella más que una afección pasajera.

-Cecilia -le dije con una voz dulce-: ¿Se acuerda usted antes de irme a Durango?
-Si, señor -me contestó con una voz lánguida.
-Entonces estaba usted tan contenta, tan llena de vida y de salud, y ahora... deme usted el pulso.

Cecilia me abandonó su mano.

-Me acuerdo -continué- que me devolví de la mitad de la escalera sólo para abrazar a usted.

Cecilia fijó en mí sus negros ojos, y se puso más encarnada; yo saqué mi reloj para contar las pulsaciones, y evitar el que los circunstantes conocieran la turbación que me causó su mirada. Dos minutos pasaron y no pude contarlas: por fin advertí con desconsuelo que la calentura estaba muy alta; pero con voz muy tranquila le dije:

-Vaya, Cecilia, es menester valor: hay una poca de calentura, pero es efecto del camino y el Sol. ¿Tiene usted apetencia de comer?
-Ninguna.
-¿Y sed?
-Mucha.
-¿Y siente usted dolor de cabeza?
-Por las tardes.
-¿Qué más le duele a usted?
-El pecho.

Al oír esta palabra me puse pálido; fingí tos, y me cubrí la mitad de la cara con mi mascada. Cecilia tosió también, se puso pálida, y exclamó:

-¡Jesús mío!, qué ardor tan terrible.
-¿Ardor, Cecilia, y dónde?
-En el pecho, señor doctor; parece que tengo una llama. Agua, por Dios; una gota de agua.
-Si, agua es menester, pero le mezclaremos un poco de goma -le dije-. No tenga usted cuidado: todo eso es a causa del camino y de la agitación. ¿Y el corazón duele?
-Si, señor; y me late con tal violencia que me ahoga. Doctor, agua.

Cecilia entrecerró los ojos, y su respiración era trabajosa. Me acerqué y oí los latidos de su corazón, como los sonidos de la péndola de un reloj de sala.
Pedí papel y tinta, y escribí una receta. Al retirarme, Cecilia me preguntó con una triste sonrisa:

-Doctor, ¿cree usted que sanaré?
-Le aseguro a usted que sí, Cecilia; pero es menester que se divague, y no piense en que se ha de morir, porque todo lo que yo trabaje lo hechará usted por tierra. Hasta mañana, Cecilia. Procure usted dormir, y con esto encontraré a usted mejor.
Le tomé la mano, y sudaba frío.

Cabizbajo me retiré, contemplando que tenía que luchar a brazo partido con la muerte, para arrancar de sus manos a esta flor casi marchita. Era un desafío formal, era un enlace en que mi reputación, mi orgullo, y un afecto indefinible y oculto me obligaban a poner todo mi estudio, todo mi cuidado en colver la salud a Cecilia; sin embargo, la enfermedad conocerá usted que es peligrosa, y además había hecho ya muchos progresos.

Esa noche revolví mis libros, me senté delante de una mesa, y cuando la luz de la aurora se dejó ver, yo todavía estudiaba. Me arrojé medio vestido en la cama, y a las diez que desperté, corrí a casa de Cecilia. Con indecible satisfacción vi que la calentura había disminuido; que el latido del corazón era menos violento, y que sus lindos ojos estaban más animados.

-He pasado una excelente noche, doctor -me dijo alargando la mano para que le tomara el pulso-. Hacía ocho días que me acostaba yo a revolverme en la cama, a contar minuto por minuto los golpes de mi corazón, a esperar con ansia las horas de la luz, para ver entrar un rayo del Sol por la rendija de la ventana, porque las noches, doctor, son una eternidad entera para los pobres enfermos que sufren. ¡Cuánto he padecido, doctor! Pero las medicinas de usted me han aliviado, y he concebido la esperanza de vivir algunos días más.
-Y también vivirá usted años, Cecilia. Es menester fe en el médico, porque es el instrumento de que Dios se vale para mitigar los dolores de los enfermos, y además usted es joven, y el vigor de la edad triunfará del mal. Me dicen que no ha querido usted tomar con continuación la bebida que le ordené. Los médicos son, por lo general, déspotas con los pacientes; pero yo quiero ser el amigo de usted, y como tal le ruego que se resigne a sufrir unos días, para gozar en seguida de la salud. Conque ¿me promete usted no separarse de mis órdenes?... Se lo suplico a usted, por lo que más ame en el mundo.

Cecilia suspiró, y yo me despedí de ella asegurándole que su mal era pasajero y de ningun riesgo. El médico debe con dulzura y cariño atender a medicinar el espíritu con la esperanza, y el cuerpo con las drogas de la botica. ¿Le parece a usted bien?

-Excelente, doctor. ¿Pero Cecilia se alivió?
-Cuatro días tuve de placer, porque el mal terrible del pecho que destruía a esta criatura tan hermosa y tan resignada, desaparecía rápidamente. ¡Si viera usted cuán orgulloso y satisfecho salía yo después de haber observado que mi enferma estaba alegre, que saboreaba con gusto su pequeña porción de sopa de leche, y que dormía tres o cuatro horas cada noche! Cecilia me daba las gracias por todo esto, y yo en ese momento no me cambiaba por el monarca más poderoso del mundo. Estas son las compensaciones que tiene nuestra profesión; al menos dígolo por mí, que no he podido acostumbrarme a ver con el semblante sereno los sufrimientos y agonías de la humanidad: así que, cuabdo un enfermo vuelve a la vida, cuando el médico ha corrido hasta el borde de la tumba para arrebatar a la muerte su presa, con el poder de la ciencia, entonces es el momento más delicioso que pueda tenerse en este mundo.

-Pero, vamos, doctor, ¿en qué quedó Cecilia? ¿Se murió, o siguió delante el alivio?
-El quinto día -continuó el doctor- amaneció el cielo cubierto de nubes; un viento frío del norte comenzó a soplar, y una ligera llovizna caía por intérvalos. Abrí la ventana de mi cuarto, y me dije para mis adentros: estas malditas nubes y este aire frío, van a destruír todo mi trabajo. Cecilia no debe pasarla por hoy muy bien. Tomé un libro y me puse a estudiar: pasé ocho hojas sin comprender nada, porque no pensaba yo más que en el Sol, y no se asombre usted, pensaba en que si el Sol no salía, Cecilia debía tener un ataque fuerte. ¡Usted sabe lo funesto que son estos días fríos y nebulosos para los que padecen del pecho! En estas reflexiones estaba sumergido, cuando tocaron fuertemente a la puerta. Abríla, y una criada me dijo asustada:

-Señor, la niña se muere.

Cinco minutos permanecí sin movimiento, como una estatua de mármol: después mis nervios se crisparon, y como por medio de un resorte, en dos brincos me puse en casa de Cecilia.

La fuerza del mal la había hecho meterse en la cama. Su rostro estaba transparente; los labios sin color; los ojos negros y rasgados, que brillaban como dos luceros, estaban opacos con el viento de la muerte, y sombreados con una línea morada que casi formaba un círculo con la ceja. Le toqué la frente, y ardía como un volcán. Le toqué los pies y las manos, y eran de nieve. Observé su respiración, y era trabajosa y agitada, como que la llama de la vida a penas animaba ya el cuerpo tierno y virgen de Cecilia, y pocas horas le quedaban de existencia. Antes de que yo pudiera articular palabra, Cecilia clavó en mí sus ojos negros, y me dijo:

-Doctor, no debe usted apurarse ya, porque mi mal no tiene remedio: siento que muy pronto va a volar mi alma quizá al cielo, porque me he confesado antes de que usted viniera, y pronto vendrá el Santísimo. Éstas eran las únicas medicinas que me convenían.

Hubo un instante de silencio; luego prosiguió con una voz pausada y melancólica:

- Doctor, ¿y qué será posible que me muera? ¡Oh, qué terrible es morir tan jóven, y cuando contaba yo con tener muchos años de vida! Mándeme usted algún remedio, es muy terrible la muerte. Doctor, ¿qué no hay esperanza?

Una lágrima, brillante y solitaria, rodó por la mejilla pálida y hundida de Cecilia.

Yo estaba a punto de romper en sollozos; pero recobré mi serenidad, acordándome que de ella dependía la vida de Cecilia, que en lo más florido de sus días, en lo más risueño de sus esperanzas iba a ser sumergida en la tumba. En un momento puse toda la casa en movimiento, y apliqué a la enferma medicinas tras de medicinas. Eran las cuatro de la mañana y el mal no cedía; a las cinco me retiré a mi casa, y despechado me arrojé en mi lecho sin concebir la menor esperanza. A las diez volví, y la enferma hacía cinco minutos que se había dormido. Éste es buen síntoma, dije para mí, y volvió a brillar en mi alma un rayo de esperanza. A las once de la noche todavía dormía Cecilia; esto me causó alguna inquietud, pero me acerqué de puntillas y me convencí de que su respiración era tranquila y natural.

Con su rostro apasible y descolorido, sus párpados cerrados, y su boca entreabierta, que dejaba ver una hilera de dientes blancos y pequeños, parecía de esas vírgenes y mártires que duermen apasiblemente en las urnas de plata y cristales de las iglesias de Roma. ¡Cuánto sufrí al considerar que tal vez el sueño de Cecilia podría ser eterno!

A las cinco de la mañana despertó, tosió suavemente, se incorporó del lecho y pidió agua. Le ministré una bebida mucilaginsa, y habiéndola recomendado al cuidado de su familia, me dirigí a mi casa, y allí tendido en mi lecho desahogué por medio de las lágrimas el peso terrible que por veinticuatro horas había oprimido mi corazón. A la mañana siguiente me miré al espejo, tenía canas, y creo que una arruga más en la frente.

Mi enferma mejoraba visiblemente. Los colores de la salud brotaban poco a poco en sus mejillas, el apetito era excelente, y sus hermosas formas iban de nuevo tomando su primitiva morvidez y tesura. La lucha estaba decidida finalmente, y la muerte había huído ante la magia de la ciencia.

Un mes después le dije a Cecilia:
-Es menester dar ahora unos paseos cortos por el campo: el oxígeno de las plantas y la fatiga del ejercicio deben completar la obra que se comenzó con las bebidas y sangrías.

Cecilia por toda respuesta me tomó el brazo. Desgraciadamente ve usted que no hay por este rumbo de estos sitios amenos, llenos de flores y de aromas, que se encuentran por las cercanías de México; así es que nos dirigimos al llano, que ofrecía sin embargo a nuestras plantas un tapiz verde y aterciopelado.

Inutil será decir a usted que yo estaba loco de placer y de orgullo sintiendo el ligero peso del brazo de Cecilia. Quise por primera vez insinuarle que el que había sido su médico sería su esposo; que el que la había puesto de nuevo en el camino de la vida, sería también en lo de adelante su guía y su compañero; pero tenía un nudo en la garganta, y no encontraba palabras con que comenzar mi declaración. Como llevábamos cerca de media hora de paseo sin que yo hubiera articulado una sílaba, Cecilia fue la que habló:

-Doctor, ¡si viera usted con qué emoción  se ve el campo, y las calles, y las casas y las gentes cuando se había perdido toda esperanza de vivir!
-Lo creo, Cecilia; pero ¿juzga usted también  que el médico que contaba con asistir a los últimos instantes de un enfermo, no se llene de orgullo al ver que ya ha recobrado su primitiva salud y lozanía? Y además, acaso me guiaba en la curación de usted un interes más tierno, v. g., el de un amigo, el de un hermano, el de... Cecilia, ¿podría acaso con la constancia y con los sacrificios dar a usted un nombre más significativo, más...?
-Mi salvador, por ejemplo... ¿no es eso lo que usted desea, doctor? Pues bien, desde hoy en adelante confesaré de después de Dios, soy a usted deudora de una vida que, sin embargo, no es del todo felíz.
-Usted no me ha querido comprender; pero vamos, ¿por qué no es usted felíz?
-Doctor, hay males que no se curan con sangrías y bebidas; y el mío, aunque no es grave, requiere otro género de medicina.
-Cecilia, Cecilia -exclamé, queriéndome arrojar a sus pies-, usted puede ser feliz y...

No acabé la elocución porque un pensamiento siniestro y lúgubre, como esas nubes negras que aparecen en el horizonte del mar, cruzó por mi mente.

¿Cecilia amará a otro? ¿Habré arrancado a esta niña del sepulcro para ponerla en brazos de mi rival? Esta idea me volvía loco. Después de un rato de silencio, dije a Cecilia con una voz brona y áspera:

-Es menester volvernos a la casa de usted, porque tengo muchas ocupaciones.
-Como usted guste, doctor. Siento sólo haber molestado a usted y le agradezco que me acompañe a mis paseos; tanto más que las obligaciones de usted como médico han debido cesar ya.
-Es decir, que usted rehusará en lo de adelante salir conmigo.
-No he dicho tal cosa, doctor; antes bien le reconoceré a usted cada día más sus atenciones y cuidados; pero usted se molesta...
-Niña, usted me ha de hacer perder el juicio.

Ocho días seguidos salí con Cecilia; pero le hablé del campo, del aire, de las flores, de la medicina, de todo menos de mi amor, porque temía un desengaño, hasta que por fin me decidí a escribirle una carta, que relataré a usted, pues la conservo en la memoria:

" Cecilia: el que fue médico de usted y la libró de la muerte, ha tenido la locura de pensar que podría tal vez llegar a ser su esposo. ¿Consentirá usted, Cecilia mía? ¿Aceptará usted mi pequeña fortuna y mi grande amor? ¿Aceptará usted a un hombre lleno de defectos físicos, pero cuya alma entera la consagrará a la felicidad de usted? Ruego a usted que conteste a quien es su obediente servidor que b. ss. pp."


Al día siguiente recibí la respuerta:

"Doctor: si en pago de los sacrificios y cuidados que tuvo usted en mi enfermedad reclama usted mi mano, desde luego puede usted disponer de ella; pero si usted quiere mi amor y mi ternura, le ruego que me conceda un plazo para resolverme. Si acaso amara yo a otro, si conservara una esperanza alimentada desde mi niñez, si pronunciara un sí falso en el altar, ¿le parecería a usted, doctor, que pagaba yo dignamente sus servicios? A mi vez le ruego que no se enfade, y mande a su atenta servidora que le desea felicidades."
Cuatro días tuve de frenesí y de delirio; pensé suicidarme, pensé abandonar mi país y echarme por el mundo como el judío errante; pensé de llenar de baldones e injurias a Cecilia; pensé al fin lo mejor, que fue encaminarme a su casa y decirle que podía disponer de mi corazón y de mi mano.

Era de noche: el balcón despedía mucha luz, y esto me sobresaltó. Abrí la puerta, subí la escalera y oí que rezaban un sudario. El corazón me latió fuertemente y la sangre se me heló. Empujé la puerta y vi cuatro velas de cera y en el centro tendido un cadáver...

-Acabe usted, doctor -le interrumpí-; ¿quién era el cadáver?
-Cecilia, amigo mío.

El doctor sacó su pañuelo y limpió sus ojos.

Diciembre de 1842


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