(Fragmento)
Una religión puede medirse por su capacidad
de revivir a los muertos.
Para la generación que se convirtió al rocanrol
entrando los ochentas, la era cristiana se mide en
antes y después de Jim Morrison.
E. Corripio, Fundamentos gnósticos
de la Resurrección Sicodélica.
Bilé. Arrullo negro y carmín para el sueño muerto en un túnel del Periférico. Sonidos trepan por las paredes, ejército de cruzados escalando las almenas de un castillo enemigo. Los temblores del bajo, guitarra embarrando acidez sobre el monte del que cuelga un Cristo traicionado, sax ebrio de los sudores de una puta en agonía, platillos en llamas, redobles como palabras, un canto choca contra el techo: nun ca na die me po drá pa rar. Esta es la imagen trémula de lo que jamás pudo pasar y está pasando. Venga tu reino: los señores productores se estriñen, los señores ejecutivos no saben cómo bailar, las viejas paren ratones rosados y las niñas de traje sastre se vuelven estrellas del burlesque. Alabados sean el Rey Lagarto y San José Cuervo, bienaventurados los que pudieron echarse un faisán con la huesuda, estos son Caifanes y han venido a oficiar el rocanrol. Hágase tu voluntad.
La primera vez que Alfonso André se paró frente a un público numeroso con un micrófono en la mano, faltaban cuarentaisiete horas para que terminaran los ochentas. Era un homenaje a los Rolling pero nadie allí se sabía las rolas; no quedó otra que ponerlas en el piso y leerlas a un metro setenta de distancia. Esa solución, que permitía al cantante no mirar al público sino a sus pies y crear en el centro del escenario una posibilidad de privacía, cerrada complicidad entre cantante y papel, le vino a Alfonso como la insulina al diabético.
Veintidós años antes, Alfonso es feliz miembro de la generación de conejillos de Indias en las escuelas activas. Contra lo que hubieran pensado los psicólogos de la escuela, lo que Alfonso aprende allí es que el desmadre viene siendo asunto personal, y que esa obscenidad de pararse en un escenario es cosa de degenerados. El desmadre es entonces, y no va a dejar de ser, un rollo completamente interno.
Sin embargo, para ser interno, su desmadre es un escándalo en todas partes. Tiene buenas calificaciones y lo toleran en la escuela. Monta a caballo y lo toleran en su casa. Llega el día en que se cae del caballo y en la escuela ya no lo soportan, así que va a dar a un colegio de verdad y deja de divertirse. De la escuela activa, donde puede permitirse ciertos protagonismos, es enviado un lugar idóneo para transformarse en un mustio. Los maestros lanzan borradores y dan cachetadas, pero el personal reprimido está lejos de ser el de una escuela de padres maristas. En ese ambiente de perdedores infantiles, Alfonso llega a sexto de primaria como llegan los cabrones: fumando.
Saúl aulló: lo estaban depositando en una escuela. Parte de la culpa la tenía su hermana Irma, que ya lo había acostumbrado a, casi sin saberlo, vivir en un mundo en el que los susurros catarrientos de Lennon y las cachondas negritudes de Jagger derrotaban tarde a tarde a las mariconas huestes del ratón Miguelito. La atención que nunca merecieron los maestros se la ganaban sudor a sudor Janis, Jim y Jimi, Sagrada Familia que nunca tuvo un salvoconducto en la escuela. El resto de la música en la casa eran los Panchos, Benny Moré y la Sonora Santanera, del lado materno; Von Karajan y Karl Bohm, por el otro. Una hermana que no era Irma se había clavado en José José. Saúl asiste a todas esas materias, pero se queda con los discos de Irma por la razón vital de que le dejan un espacio más grande a la fantasía. Y cuando la escuela es una cagada que te ahoga con sus hedores no te queda más salida que la ficción.
Con la nitidérrima sensación de ser un pájaro enjaulado, Saúl sale de la escuela deslizándose hacia el Mar de la Libertad, en cuyas profundidades cálidas y jugosas se pone a dibujar. Pinta historias donde los personajes hablan en globitos y se mueven de acuerdo al transcurrir de otros sonidos: los que Saúl trae entre la meninges y como puede saca en una guitarrita, usando exclusivamente dos cuerdas --método que ni sus demonios ni sus dedos van a abandonar, porque veinte años más tarde sus composiciones seguirán basadas en esas dos cuerdas. Las que pinta no son propiamente historias, sino cierta asociación libre de imágenes e intuiciones. Perro atrapado en la perrera municipal, Saúl va al kinder Amado Nervo a guardar silencio. No el silencio de las mentes inflamadas por mundos mejores que el que les tocó habitar, sino el de quien ha sido privado del derecho a imaginar.
Nunca se sintió buen prospecto para el piano, tampoco para el violín. Pero, siendo parte de una familia cuyos hijos se meten cuanta sabiduría pueden, Alejandro ve llegar a un profesor de guitarra y eso le gusta. Del radio salen Palito Ortega, Leo Dan y Sandro, pero el profesor le enseña más que nada música folklórica sureña: sambas, chacareras, y de paso varios acordes beatleanos. Al entrar a primaria en la Buenos Aires High School lo escogen para el coro. En las tardes tocan flautas, claves, triángulos y panderos. Los maestros le exigen aprenderse cosas como la Historia del Perú, pero él anda más clavado en las clases de guitarra clásica de su hermana, su colección de timbres postales, las canicas y las historietas del Pato Donald y Periquita que llegan de México. En la tele lo más importante son Los Locos Adams y Los Tres Chiflados, todos ellos portadores de una absurdidad, una ironía y una disonancia que, como años después va a descubrir, pueden trasladarse a la guitarra. Mientras, se entretiene jugando a Los Tres Chiflados con sus hermanos de la única manera concebible, es decir a punta de chingadazos. Las clases de guitarra tienen un toque mágico: el profesor lo hace sacar por sí mismo una canción tras otra, de los nueve a los doce años.
Es entonces, al llegar a la secundaria, cuando Alejandro pasa, de la introversión solapada por una niñez hogareña, a un espacio completamente nuevo donde se manejan códigos que le son del todo extraños. Pink Floyd, Led Zeppelin. Su rito de iniciación a la nueva logia se cumple con el Fireball de Deep Purple --lo escuché, me quedé pendejo y ahí empezó el vicio. Hasta entonces, Alejandro había pensado que Pink Floyd era el nombre de un tipo, pero poco tiempo después ya escucha no sólo a Roger Waters sino a Steve Howe y a Greg Lake. Le habían regalado un órgano eléctrico donde estudia un poco de Bach y algo de blues. Pero el virus ya prendió, y no le queda otra que ir a embarcarse con una guitarra en abonos. Es 1973.
K chingona historia
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