No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El trueque

De Eloy Urroz

A Milena
… a desire to destroy myself by my own imagination…

M. L.

Uno estaría tentado a pensar que fue mera coincidencia, azar, fatalidad tal vez, pero no un designio de Dios. La rara esquela me la envió Rebeca, su mujer, de quien prefiero no decir el apellido. Me la mandó a través de Amparo, una prima lejana a quien apenas conocía. Tal vez Amparo le dijo que yo era cabalista y editor de libros de magia y astrología y por eso se la dio, quién sabe. En una primera instancia, pensé incluirla en una antología sobre el día de Muertos que estaba preparando, pero a última hora desistí.

A primera vista, pensé que la esquelita era una farsa, una tomadura de pelo, pero cuando me puse a investigar un poco más, descubrí que no era así. La historia había sido cierta. No tiene caso, sin embargo, continuar; mejor transcribo la carta tal como el marido de Rebeca la dejó guardada en un cajón con llave; que cada quien decida qué fue lo que pasó.

Querida Rebeca:

No sé por qué te escribo esto. Si lo lees y nada de lo que va a ocurrir sucede, terminarás por pensar que soy un imbécil o que me he vuelto loco de atar. Pero si al final no pasa nada, bueno: pues simplemente romperé esta carta cuando estemos los cinco de vuelta, reunidos en casa, contentos, departiendo y charlando como siempre.
Anteayer lunes que te dejé en el aeropuerto de D. C. con los niños me quedé desconcertado. En primer lugar, sentí que los cuatro me hacían falta. Aunque deseaba un respiro a gritos, nomás despedirme de ustedes me dejó un muy mal sabor de boca, una sensación de vacío. Fue peor cuando estaba a punto de subirme a la camioneta y me encontré un grajo negro sobre la cajuela. ¡Un grajo!, ¿puedes creer? ¿Qué hacía allí? En la Edad Media la aparición de un grajo en el camino era signo de mal agüero. Finalmente, arranqué el auto y el pajarraco voló; a partir de ese momento y durante las dos horas que pasé manejando hacia Charlotsville, entre un cigarro y otro, no dejó de perseguirme una horrenda intuición: el avión en que tú y los niños viajarían (o en el que ya estaban ahora mismo volando) se iba a desplomar. En vano intenté librarme de ese absurdo pensamiento, pero no pude: me rondaba con tenacidad. Empecé a sudar, las manos mojaban el manubrio; puse el aire acondicionado al máximo. En algo ayudó, creo; lo que no pudo lograr fue despejarme de ese siniestro pensamiento, pues casi al instante miré, tirado en el suelo, un disfraz de brujita y sólo entonces caí en cuenta que ese día (es decir, anteayer… lunes) era justo el día de Muertos, sí, apenas el domingo habían salido los niños a pedir Halloween a los vecinos. Fíjate: no fue que el día de Muertos me llevase a tener tal presentimiento, fue más bien a la inversa, y entonces fue cuando ya temí lo peor, lo peor de lo peor. ¡Claro, ya era tarde!
No quiero alargarme, iré derecho al grano. Sabes mejor que nadie que no creo en Dios, que no creo en el Espíritu Santo y ni creo en ninguna energía universal o Gran Arquitecto. Nada, no hay nada, y tú lo sabes, me conoces, Rebeca. No en balde me opuse a que bautizáramos a los niños, no en balde terminé peleándome a muerte con tus padres y casi te perdí, ¿recuerdas? Bueno, pues, fue tal y tan grande el temor y la aprehensión que fue invadiéndome en la carretera, que no sé por qué carajos le dije a Dios, en silencio, mientras fumaba: «Mira… los dos sabemos que no existes; de eso no me cabe duda; los dos también sabemos que es imposible demostrarlo tanto como es imposible demostrar lo contrario. Sin embargo, por primera vez la duda me ha entrado: ¿y qué si existes? Cualquiera se puede equivocar, ¿no? Dios, no sé si lo que he venido sintiendo es mera superstición, miedo sin fundamento y si lo del 2 de noviembre y el grajo en la cajuela es una estupidez, si lo del disfraz de brujita también lo sea, de cualquier forma no estoy dispuesto a correr el riesgo: está en juego mi familia. Lo que más amo en la vida es a ellos: Álvaro, Rodrigo y Silvana, y en segundo lugar a mi esposa (aunque a veces pienso que la amo más que a ellos). Pero eso no importa. Casi estoy por cumplir los cincuenta, he vivido, he paseado; mis hijos, no, les falta tiempo. Hagamos un trato, pues: troquemos sus vidas por la mía, cambiemos la vida de mi esposa y mis tres hijos por la mía, ¿te parece? Si existes, respetarás el trato y no dejarás que ese avión se desplome y, en cambio, permitirás que se desplome el mío el viernes cuando yo me voy, es decir, dentro de cuatro días». Es decir, mañana viernes que salgo para allá, Rebeca, ¿te das cuenta?
Finalmente, Dios cumplió la promesa o, si lo quieres ver de otra manera, quedó constatado que la mía era una pura incongruencia, sí: imaginarme que el avión de United en que ustedes viajarían se iba a caer el día 2. No lo sé. A estas alturas yo ya no sé nada. Sin embargo, quiero hacerte una confesión, la última: ya que estaba trocando mi vida por la de ustedes (¡y vaya que no estaba jugando, Rebeca!), me atreví a llamar a una estudiante que desde el semestre pasado me dejó su número. Antes que siga, quiero que sepas que a ti te amo, te amo desde que te conocí, sin embargo, cuando la vi a ella, sentadita en la fila de delante con las rodillas bien juntitas mirándome alelada, la deseé inmediatamente, el corazón se me volcó. Puro deseo, nada más. Ese semestre —tal vez tú no lo sepas— fue un calvario: cosa de verla cada mañana y derretirme por dentro… impotente por no hacer nada, ni siquiera mover un músculo facial y hacerle ver que me encantaba. Ni siquiera eso, Rebeca. ¿Cómo? ¿El profesor? ¿Casado y con tres hijos? Ya sabes, no te lo tengo que decir: toda esa sarta de coerciones y limitantes que a uno le impone la academia, el matrimonio y ser padre, como si las cosas no pudieran ser reconciliables, ¡carajo! Bueno, pues la llamé. Sí, la llamé, y no me arrepiento nada. Parecía que llevaba seis meses esperando mi llamada, pues antes de que yo dijera una frase completa, supo quién era (seguramente era mi acento) y me invitó a salir. No me alargaré y no entraré en detalles, no soy y nunca he pretendido ser un santo: me acosté con ella el miércoles y también hoy jueves. Es más: se acaba de ir. ¿Y por qué lo hice? Muy sencillo: porque mañana me voy a morir. Lo digo en serio, y si no resulta, si no muero en el avión: pues romperé esta esquela cuando volvamos y punto, no sabrás jamás lo que pasó y mi ex alumna habrá partido para siempre. De alguna manera, es como si Dios me estuviera convidando con una última oportunidad, un último deseo, un premio de consolación o como quieras llamarle. ¿Por qué decir no a esa muchacha cuando he sido, creo, un excelente padre, un eximio profesor, un maravilloso marido (según tú) y, sobre todo, cuando estoy a punto de sacrificar mi vida por la de ustedes cuatro? ¿Me entiendes? Espero que sí. Ojalá no me juzgues duramente. Podría haberme ahorrado esta confesión, lo sé. Pero junto con esta te hago otra semejante: quiero que sepas que estos días con mi estudiante han sido las únicas dos ocasiones en que te he engañado, Rebeca. Y no estoy mintiendo. No pierdo nada en decírtelo dado que para cuando estés leyendo esta esquela ya habré pasado a mejor vida. Te amo, recuérdalo. Los amo a los cuatro. Adiós. Ahora voy a meter las sábanas sucias a la lavadora, no vaya a ser la de malas…

Hasta aquí la carta. Confieso que no dejó de impresionarme el tono del texto, a veces sarcástico y a veces cruel, pseudodramático: ¿era una broma o iba en serio o más bien se trataba de una broma en serio? Decidí llamar a United Airlines y preguntar si acaso el año pasado, por estas mismas fechas (debía ser un 6 de noviembre, según mis cálculos) se había desplomado un avión. La señorita me aseguró que no, que ningún avión de su compañía se había desplomado en los últimos ocho años. —¿Está segura? —insistí temiendo ya que se trataba de una broma de Amparo. Estaba a punto de colgar, sin embargo se me ocurrió preguntar por el hombre en cuestión (Sebastián) y di su apellido. —Permítame… —dijo con extrema cortesía, casi con filo, y después de un rato añadió—: Sí, ese día murió ese pasajero de un ataque al corazón justo a mitad de vuelo.

Virginia, mayo 2000

Casa tomada

De Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila, Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
 
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
 
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornado puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro ?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
 
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no. daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. 

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
 
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos, a espaldas nuestras.

Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán.
Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

La decisión

De José Alcántara Almánzar


Todavía sigues haciéndote la pregunta sin poder ofrecerte una respuesta concreta. Ya es tarde para arrepentirte. De todos modos sería peor no hacerlo o tener que quedarte en una ciudad a tu juicio insoportable, adonde sólo llegan las manchas de la sangre, de la sangre de siempre, de la sangre de los heridos, una sangre que no se borra, en una ciudad llena de ecos de disparos, de presagios de la definitiva instalación de la muerte. Por eso no quieres pensar más, ni atormentarte inútilmente con el recuerdo de las sombras. Debes mirar en otro sentido, eso lo sientes. Te acercas al espejo y te observas con cuidado. A los veinticinco años, Natalia, te das cuenta por primera vez desde que te quedaste sola, que pareces una mujer de treinta y tantos. No hay arrugas por ninguna parte, ni en tu cara ni en tu cuello, aunque tu cutis no conserva ya la frescura de los días en que no era necesario recurrir al Revlon con tanta frecuencia, y sin embargo, te parece que algo está demás. Tu boca sigue siendo atractiva y aun sin el rojo habitual que cubre tus labios te parece tierna, aunque algo la estropea. Tu pelo, ahora más claro, sin ondas, recortado a la altura de los hombros, te parece el mismo de siempre, pero acercándote más al espejo lo ves opaco y mustio. Tus ojos, vuelves a pensar, tan extraños cuando no los oscurece la pintura, recobran su claridad inocente y se convierten en el único centro donde hay todavía algún enigma. Te tiras en el viejo butacón, de bordes renegridos, enciendes un cigarrillo. Si fuera posible alejarse de todo rápidamente y olvidar las cosas que atan, lo harías sin pensarlo dos veces, como es tu costumbre. No es fácil y tú lo sabes muy bien.

Qué cosa, Natalia, ni tú misma lo hubieras pensado. Quién te iba a decir a ti, muchacha de veinticinco años, muchacha casi en flor, que llegaría a enervarte la vacilación; tú, que nunca has pensado más de dos veces para decidirte a hacer alguna cosa. Te has quedado sola. Ellos se han ido, dejando la casa con el perro y la criada para que te acompañen. Sintieron la muerte al pie del lecho, midieron el alcance de la contienda, y se dijeron: “Somos viejos, vamos a morir, no merecemos esta muerte, debemos protegernos”. Por eso han huido de la ciudad, por eso te han dejado encerrada en la vieja casa de la Pasteur, entre los árboles que en estos días te han parecido más frondosos que nunca, de un verde más intenso y cercano: en estos días has descubierto el velado secreto de las cosas que te rodean: el verde de los almendros te parece más verde, el rojo de los hibiscos, más rojo, y el blanco de los menúfares de la fuente, más blanco. Se han ido. Han ido al campo a proteger sus vidas. Y tú estás cansada de vivir una vida silente, de escuela en escuela, sin aprender gran cosa en ningún lugar. Prefieres las novelitas fáciles y las películas en español: tu vida no se ha hecho para ciertas complicaciones, ¿no es cierto? Te desnudas frente al espejo y ves tu cuerpo, tocado por tan pocos hombres y gozado en verdad por ninguno. Y suspiras con cierta nostalgia al ver tus senos erectos, tus pezones carnosos, y recuerdas que las líneas de tu cuerpo, de esbelta suavidad, han logrado encender ánimos. Sabes bien quiénes han flaqueado por el rictus de tus labios y la ondulación de tu cabeza cuando la haces girar impensada mente. Y lo único que ha podido impedirte el pleno goce de la vida ha sido tu inculcado temor, tu ancestral peso de siglos, el de tu bisabuela, el de tu abuela, el de tu madre, algo más atenuado en cada caso aunque siempre presente: la vigilancia constante de papá, el celo por la virginidad, por la decencia, por el decoro y, todo lo demás. Crees que ha llegado el momento de romper esos atavismos.

Al principio, cuando ellos se marcharon sin pensar en nadie, sentiste dolor. No había peligro, todo estaba pasando, la ciudad iba recobrando lentamente la calma, una calma angustiosa, insegura, presta a quebrarse en cualquier momento, una calma preferible, empero, al desasosiego de los combates. Ellos, que habían permanecido en la ciudad la mayor parte del tiempo quisieron entonces alejarte de la ciudad. Tú sabías, de seguro, el porqué. Ya conocían a Phillip, lo habían visto conversar contigo varias veces y eso les molestaba. Muchas de tus amigas hacían lo mismo: hablaban con otros, muchachos como Mark el de Danbury, Robert el de Mount Vernon, Kent el de lowa City. Estaban aquí por obligación, lo habían dicho muchas veces a todas ustedes. Son hombres, hombres que aman la vida, que admiran las bellezas naturales de Quisqueya y la mujer dominicana. No quieren morir. ¿No han venido en son de paz? “We have come in peace”, ha dicho Phillip, tu Phillip. Han hablado mucho ustedes: de tu país y del suyo, de la vida, del amor. Luego él ha dejado su arma junto a la verja, alguna que otra tarde, te ha besado, primero en la mejilla y la frente y después en los labios. Tú has permanecido quieta, recorrida por vibraciones extrañas, nuevas. En tus experiencias pasadas sólo hubo violencia, calor desesperante o miedo a ser devorada por el hombre o la pasión. Phillip ha llegado en silencio, con su mirar azul transparente; él te ha ido convenciendo de su amor, te ha prometido matrimonio inmediato, cosa que antes ninguno había hecho, y tú te has quedado varada, en un calidoscopio de emociones inusitado, muda, acariciando sus manos. Eso te estremece ahora que te propones perfumar tu cuerpo con la colonia que más le gusta a Phillip.


No puedes ni quieres arrepentirte. Sería un infantilismo. Phillip quedaría decepcionado y te diría: “I knew you were still a child, baby”. Eso sería un insulto insufrible. Porque tú no eres ya una niña, tienes veinticinco años y sabes muy bien lo que haces. En esta hora decisiva de tu vida piensas que Phillip es el único hombre que te ha querido de veras, el único que ha sido capaz de amarte intensamente. Después habrá tiempo para hacer una nueva vida, ya encontrarás nuevos amigos en los dorados campos de Virginia, que es donde te ha prometido Phillip llevarte cuando termine todo. ¿Qué más se puede pedir, Natalia? Tocan a tu puerta y, sabes que es él, que ha pedido permiso especial para venir. Ya no titubeas. Estás segura de tus pasos como del rocío de las plantas. Abres la puerta y ves a Phillip con una mirada interrogativa, anhelante, que le respondes con un beso. Cuando cierras la puerta asiéndote a su mano, Phillip ya sabe que has decidido acostarte con él, como te había pedido.

Matar un ratón

De Virgilio Díaz Grullón



El niño recogió una pesada piedra de las que abundaban en el pequeño patio trasero de la casa, calculó cuidadosamente la puntería y la arrojó con fuerza contra el ratón que parecía observarlo atentamente a pocos pasos de distancia.

La piedra, describiendo una corta parábola en el aire, cayó pesadamente sobre el espinazo del animal produciendo un ruido sordo. El ratón se arrastró un poco hacia el fondo del patio, se detuvo luego y haciendo una grotesca voltereta quedó por fin inmóvil con el vientre al sol.

Dando media vuelta, el niño corrió velozmente hacia la casa. Abrió de un empujón la puerta y cruzó como una ráfaga de viento fresco la habitación semioscura donde la anciana dormitaba. Ésta despertó sobresaltada y al comprobar la causa que la había sustraído de su sueño, cambió ligeramente de posición y cerró de nuevo los ojos.

– ¡Qué muchacho éste! –, murmuró... Ahora le sería difícil conciliar otra vez el sueño. Y el médico le había advertido que necesitaba dormir mucho y no preocuparse demasiado. Se lo había dicho en aquella forma especial que tenía de hablarle: con suavidad, pero con firmeza... Le gustaba mucho aquel doctor.

Le complacía verle sentado a su lado, con el maletín lleno de instrumentos extraños abierto junto a él, y oírle hablar mientras manipulaba la jeringuilla, el termómetro o el aparato aquél de medir la presión arterial... Era sin duda una persona que inspiraba confianza; y ella se la tuvo desde el primer momento. Siempre estaba pendiente de cuanto le decía y cumplía sus instrucciones al pie de la letra... La verdad era que había mejorado mucho. Ya respiraba casi sin dificultad y las articulaciones apenas le dolían; sólo aquel dolor del costado seguía molestándola... Pero el dolor se iría también y ella volvería a sentirse fuerte y saludable como antes... Cuando estuviese un poco mejor volvería a trabajar en el jardín.

Si no lo hacía ella, nadie en la casa se ocupaba de las flores. Daba pena asomarse a la ventana y comprobar lo descuidado que estaba todo. El rosal estaba casi seco, los yerbajos crecían por todas partes y las dalias se habían marchitado por completo... Pero cuando ella sanara, el jardín, que también estaba enfermo, sanaría con ella y volvería a ser como antes... Después de todo, cultivar con amor el jardín era la única forma en que podía devolver a su hijo todo cuanto hacía por ella. La sola manera de pagarle sus bondades, sus sacrificios... Sí, era sin duda un sacrificio alojarla en su casa y pagar al médico y comprarle medicinas caras, cuando él ganaba tan poco y había vivido siempre tan estrechamente... Y a pesar de todo, su hijo la mantenía allí desde hacía meses, y la rodeaba de atenciones y de cariño, no obstante las insinuaciones de su mujer... Porque ella sabía que la mujer no la quería... Aunque no se lo decía abiertamente, lo adivinaba en el tono de su voz, en el modo de mirarla... Daba gracias a Dios porque su hijo fuera tan bueno... Y siempre lo había sido: desde niño fue obediente, dócil. Pocas madres habían tenido la suerte de ella.

El sueño al fin nubló la mente de la anciana y la poseyó total y dulcemente. Al llegar a la mitad del pasillo que dividía en dos la casa, el niño detuvo su carrera, giró a la izquierda y entró en su habitación cerrando con fuerza la puerta tras de sí. Se arrojó de bruces sobre la cama y escondió la cabeza bajo la almohada... Pero aún allí, el vientre blancuzco del ratón resplandecía en la oscuridad.

En la habitación contigua, el hombre acostado en la amplia cama matrimonial arqueó el cuerpo y se desperezó sin abrir los ojos. La mujer acostada a su lado se incorporó y preguntó en voz alta:

—¿Qué fue ese ruido? ¿Eres tú, Manuelito?

Nadie respondió y la mujer se volvió hacia el hombre diciendo:

–Recuerda lo que me prometiste anoche. Debes decírselo ahora mismo.

¿Decirle qué a quién? El hombre apenas oía las palabras a través de las últimas brumas del sueño.
—... es algo que debes hacer de todos modos...

Siempre algo que hacer. A todas horas. Moverse... caminar... dar la mano... inclinarse.

—...así que lo mejor es hacerlo cuanto antes...

Todo aprisa... No dejar nada para después... correr... apresurarse.

–¿Por qué no dices nada? ¿Es que estás tratando acaso de echarte atrás?

La voz aguda de la mujer le restalló con violencia en los oídos.

El hombre giró sobre sí mismo y se colocó de costado. Era necesario responder, decir algo. Pero se estaba tan bien así, tendido, con los ojos cerrados, sin hablar...

Cuando la mano de la mujer se prendió como un garfio de su hombro y lo sacudió con furia, abrió los ojos, sobresaltado.

—¿Qué pasa?
–¡Estabas despierto desde hace rato!... ¡A mí no me engañas!, Crees que fingiendo dormir y escondiendo la cabeza bajo la almohada es como se resuelven las cosas?... ¡Levántate ahora mismo y háblale a la Vieja de una vez!...
—Espera un poco, mujer. Hoy es domingo. Déjame descansar un rato. Mis tarde le hablaré...
—¡De ninguna manera!... ¡Tiene que ser ahora mismo!... Anoche me prometiste que sería la primera cosa que harías por la mañana... ¡No toleraré ni un solo retraso más! ¿Me oyes?... ¡Conozco demasiado bien tu sistema de ir dejándolo todo para después y luego no hacer nada!... ¡Puede ser que te engañes a ti mismo, pero a mí no me engañas!

Su boca abriéndose y cerrándose... Cada vez más aprisa... Más aprisa... Más... ¿Desde cuándo vienes soportando esto? ¿Desde el día en que te casaste?... No. Desde antes aún... ¿Recuerdas las felicitaciones de tus amigos el día de la boda? : “Congratulaciones. Te casas con una mujer de carácter”... “Ella siempre ha logrado lo que se ha propuesto. Será de gran ayuda para ti”... “Magnifica elección; llegarás muy lejos casado con una mujer así”... Claro que has llegado lejos. Mucho más lejos de lo que jamás soñaste; pero no en la dirección que suponían ellos. No hacia arriba, sino hacia abajo... Comenzaste a descender lentamente al principio, sin que apenas te dieses cuenta de lo que sucedía... Primero fueron pequeñas concesiones, para evitar escenas en público. Después esas concesiones se multiplicaron en cada hora y en todas partes hasta constituir la esencia misma de la vida en común... Aprendiste a tolerar, a callar y así fuiste hundiéndote poco a poco en este abismo en que estás sumido en el presente. La senda que te condujo a él se iniciaba en una suave pendiente, y cuando empezaste a descender por ella creías poder detenerte cuando quisieras... ¡Qué lejos estabas entonces de sospechar que cuando la pendiente se tornara en precipicio, el impulso inicial te sumergiría cada vez más aprisa hasta el fondo de la oscura sima!...

La puerta de la habitación se abrió con violencia y la cabeza del niño asomó por el hueco preguntando:

–Papi, ¿es pecado matar un ratón?

La mujer se volvió con furia hacia la voz:

–¡Lárgate de aquí!... ¿No ves que estoy hablando con tu padre?

La cabeza del niño desapareció y la puerta se cerró con un golpe seco. El hombre cerró de nuevo los ojos. ¿Por qué no lo hago?... ¿Por qué no salgo de esta habitación, lo alcanzo en el pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con suavidad... Yo quiero ser amigo de mi hijo... Quiero ayudarlo... Explicarle lo que quiere saber... ¿Hasta dónde he llegado, Dios mío?...

La mujer volvió a la carga:

–Vas a ir ahora a donde tu madre y le dirás que no puede seguir en esta casa. Que debe irse sin falta hoy mismo... ¡Te doy exactamente cinco minutos para hacerlo!...

–Sí, mujer, como quieras... Ahora mismo voy—. La voz del hombre sonó como la de un niño que recitara una lección aprendida de memoria y mil veces repetida.

Con gestos maquinales y rostro inexpresivo, se levantó de la cama, se calzó las pantuflas y salió en silencio de la habitación.

En el pasillo, el niño recostado en la pared alzó la cabeza hacia su padre. El hombre colocó su mano sobre el hombro de su hijo y, mientras caminaba junto a él y abría la puerta de la habitación donde dormía la anciana, respondió a su pregunta con voz apenas audible:

–No, mi hijo, matar un ratón no es un pecado: los ratones están mejor muertos que vivos...

María

De Jorge Isaacs



(Fragmento)

I
     Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.

     En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.

     Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.

     A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.

     Pocos momentos después seguí a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.



II

     Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos gruduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

     Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.

     Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

     Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.

     Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún, al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.



En un cementerio

De Florencio María del Castillo



Meditaciones
Día de Muertos

Era la última hora de la tarde; esa hora solemne y misteriosa en que la naturaleza parece recogerse; en que los ruidos del mundo se extinguen lentamente...

Era esa hora tristísima en que el sol dora apenas con sus moribundos rayos los celajes que vagan por el cielo: esa hora en que el Ángel de la vida al ver partir la luz, cuando las flores cierran sus pétalos, cuando las aves enmudecen y el sueño se extiende como un soplo de muerte sobre la creación, pliega sus alas y alumbrado por el último dudoso resplandor del crepúsculo, se arrodilla y eleva sus súplicas al Señor para que torne la luz a reanimar los campos y las criaturas...

¡Hora de meditación en que el alma gusta de melancolía!...

¡Ya pasó el día! ¡el tiempo en su incansable marcha llevóse algunas horas más de nuestra existencia!

¡Cuál corren los instantes; apenas hay tiempo para meditarlos!

¿Qué es la vida? ¡Pasado; porvenir tan sólo. Siempre recordando; esperando siempre; jamás satisfechos!

¡El presente!... he aquí una de nuestras perenes ilusiones. ¿A qué dan el nombre de presente? ¡Es cosa que nos pertenece a caso?...

¡Ay!, ¡el presente no es más que el momento que pasó aquí en este cementerio, recordando las alegrías de mi vida que ya pasaron; esperando el día en que también vendrá la multitud insensata y frívola a hollar con sus pies el polvo de mis huesos...

¡El presente! es ese tristísimo sonido de las campanas que doblan; es esa vibración que parte del bronce para perderse luego en el olvido.

¡Ay!, ¡el presente no es más que el dolor que se siente; lo pasado, el recuerdo melancólico que halaga nuestro corazón; el porvenir, la esperanza, el anhelo constante por el eterno descanso!...

¿Por qué, pues, ese apego a la vida que huye de nosotros?...

Pasó por aquí la multitud; aun se miran sobre la tierra fresca impresas sus huellas...

Pero luego vendrá el soplo de la noche, y esas huellas desaparecerán, como desaparecerán también los que hoy vieron a este sitio.

¡Lúgubre festividad! ¡Hay algo de misterioso en esa visita que hoy hace la humanidad al campo de los muertos!

¿Habrá alguna relación  todavía entre las generaciones que ya tornaron a ser polvo, y las que hoy se hayan animadas por el soplo de la vida?

¿Los lazos de amor que unían al hijo con la madre, al marido con la esposa, fueron rotos por la muerte o subsisten aun como una misteriosa simpatía?

Yo no lo sé; pero algo debe haber, pues que tanta tristeza nos inspira un túmulo solitario, abandonado, cubierto por la yerba!...

¡Un túmulo que nadie visita hoy!...

¡Ya cerró la noche!; ¡poco a poco se encienden las estrellas; y el viento frío y triste se desata para murmurar en torno a estas tumbas!

¡Cuán apacible es la noche para el que padece! ¡Yo cambiaría muchas horas de ese tumultuoso placer que buscan los hombres, por un momento de melancolía como éste!

Tiene la noche secretas armonías para mí. Hay momentos en que a solas con mis pensamientos paréceme que llega a mis oídos algún eco perdido de la música celestial que en torno a su trono dan los ángeles al Señor.

¡Si fuere cierto que en algunos momentos las almas de los que murieron  vuelven a la tierra!

¡Si fuere cierto que en estas horas cuando todo en la tierra duerme, los que partieron de ella vuelven algunos momentos, a recordar tal vez sus pasadas alegrías; a velar por los que amaron!...

¡Ay!, ¡acaso este viento que de tiempo en tiempo roza mis mejillas es el soplo de las alas de un ángel que trae en sus brazos el alma de alguno a quien amé... de alguno de los pedazos de mi corazón que yace en la tumba!...

¡Morir!, ¡ay! ¿cuánto lo deseo!... mi alma fatigada anhela ya el descanso de este sitio.

¿Qué otra cosa en el mundo sino un valle de lágrimas como lo dice la Iglesia!

¿Qué halla en él aquel que recibió de Dios un corazón ardiente, puro y generoso? ¡Desengaños, heridas!

Un hombre con un corazón así, al atravesar por el mundo, es como el cordero de deja un vellón de su lana en cada zarza...

A veces he creído que suele Dios  criar corazones como el mío, entusiastas, apasionados, para que los que los posean sean mártires...

Como caen al soplo del cierzo uno a uno los pétalos de la flor, así van desapareciendo una a una también la ilusiones de nuestra alma.

Y cuando el corazón se haya desierto, ¿como no ha de anhelar el olvido y el descanso?

...

¡Partamos!, ¡hay algo de solemne en estos sitios que infunde respeto! Tal vez no les sea permitido a los mortales interrumpir el reposo de los que ya fueron juzgados por Dios.

¡Partamos!... ¡Más qué triste armonía llega a mis oídos!

Son las últimas preces de la Iglesia.

¡Sublime y amorosa religión!, ¡tú sola no nos abandonas!, ¡sola tú te acuerdas de aquellos a quienes todos olvidaron!

Nada hay más patético que las oraciones de la Iglesia católica.

Esta mañana me conmovió una escena.

En una humilde capilla lejos del bullicio, un sacerdote entonaba las últimas oraciones de los difuntos; y dos mujeres pobres, una madre y una hermana, oraban una tosca losa.

¡Qué bien se unían los lamentos de la madre con los lamentos de la religión!...

Yo también, conmovido, me arrodillé lejos de aquel dolor y lloré...

¡Lloré, pensando que tal vez dentro de pronto desearía que algunas lágrimas vengan a caer sobre mi tumba como el rocío!...

Noviembre de 1851

Emiliano Zapata

De Baltasar Dromundo



(Fragmento)

Cuando Emiliano regresó a Chinameca, preguntó inmediatamente por Palacios, a quien había enviado para recoger cinco mil cartuchos que les tenía ofrecidos Guajardo. Con este motivo se presentó el capitán Ignacio Castillo, acompañado de un sargento, y a nombre de Guajardo invitó al caudillo para que pasara al interior de la hacienda, "donde Guajardo estaba con Palacios arreglando la cosa del parque".

Todavía departieron con Castillo cerca de treinta minutos. Entretanto, Guajardo simulaba beber mezcal en la hacienda para tratar de emborrachar a Palacios, quien conversaba, manifestándole su "camaradería" en el uso de palabras soeces.

Después de nuevas y reiteradas invitaciones de Castillo, el héroe decidió: "Vamos a ver al coronel -dijo-; que vengan nada más diez hombres conmigo." Montó el caballo alazán que le regalara poco antes Guajardo y, seguido de sus leales, se dirigió a la hacienda. "Los demás quedaron sombreándose bajo las hojas de los árboles y con las carabinas enfundadas".

En la hacienda estaba impecablemente formada la guardia que iba a hacerle los honores al caudillo a su paso. El clarín tocó por tres veces "llamada de honor". Se apagaron las últimas notas; el héroe pasaba el umbral, cuando esa misma guardia, obedeció la consigna recibida, volvió sus armas contra él y le disparó a quemarropa.

Disparaban sobre Zapata desde las puertas, apostados en la azotea, desde el patio, desde todos los lugares donde podían hacer presa de él. Aún tuvo aliento el apóstol para llevarse la mano a la pistola, pero la muerte paralizó su gesto, haciéndole caer instantáneamente.

Había muerto el caudillo, el apóstol, el líder de los campesinos, de los peones indios y mestizos, el verdadero hombre puro de revolución, la única bandera de lucha por la ideología agrarista de los desheredados.

Su traje de charro iba llenándose rápídamente de sangre, que salía de su cuerpo por muchas heridas y que sobre las piedras y a la luz derecha del sol semejaba la última protesta del héroe. Junto a él, atravesado también por las balas, y sin haber podido defenderse, estaba su fiel asistente Agustín Cortés.

Feliciano Palacios moría a manos de Guajardo cuando, al oir la primera descarga cerrada, inquirió sobre la causa de todo aquello: "Por esto", dijo Guajardo al desenfundar su pistola: y la vació sobre el jefe zapatista. 

Cerca de mil hombres parapetados en barrancas, altura y llano, seguían disparando sobre los zapatistas consternados, que en unos cuantos minutos cayeron muertos o tuvieron que batirse precipitadamente en retirada.

Así murió Emiliano Zapata.

Un sueño realizado

De Juan Carlos Onetti



La broma la había inventado Blanes; venía a mi despacho —en los tiempos en que yo tenía despacho, y al café, cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y, parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua, alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca: “Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet.” O también: “Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte, y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...”

Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:

—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...

Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y sólo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era, además, un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y, también, W. Shakespeare.

Por eso, cuando ahora, sólo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hamlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:

—Y pensar... Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.

Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre, y este galán sólo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme, no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.

La mujer había estado en el hotel a mediodía y, como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada —cuando se detuvo en el halo del calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera— yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura, que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris, peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha, y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.

La mujer tendría alrededor de cincuenta años, y lo que no podía olvidarse en ella, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar, porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.

Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. “¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?” Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa, le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz un poco española había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que invocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto, y el curioso aspecto iba a desvanecerse.

—Quería verlo por una representación —dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro...

Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.

—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre —contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro, se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.

Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.

—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...

Hasta el mozo del comedor podía comprender, desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta, que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:

—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado sólo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?

Tuvo que contestar, pero sólo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:

—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
—O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de...
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito —seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...

Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.

—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No —contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.

Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:

—¿Comprende?

Pude escaparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso sólo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un bock de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, “junto a usted, señora”.

Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.

—No es nada de eso, señor Langman —me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos —”Con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita”—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno en Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.

—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted... —mientras hablaba, no quería mirarla, porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer—. Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos... ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realizado...

Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle, como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.

Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y, hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche —lo que significaba que había estado borracho el día anterior— y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y, todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:

—¡Pero mire un poco ese techo!

Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.

—Bueno. Déle —dijo después.

Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche, cuando vino al comedor del hotel, ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:

—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.

Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo, un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y sólo dijo:

—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.

Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello, y una sensación de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes, correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces, ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él, y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz, y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si confesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):

—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ése es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena, y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.

La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.

—Jarro —me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.

Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:

—Claro, con algún dibujo, además, pintado.

Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que sólo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos para no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel, me dijo que con la Rivas, y, aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre, no quise decir nada, porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos, y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.

Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas, todo estuvo pronto, y, sudando y en mangas de camisa, me puse a comer sandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y, después, dijo:

—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto... De ésos, ¿eh?

Cuando al rato llegó Blanes, le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque sólo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario, se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y, cuando acabé de comer los sandwiches, mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.

A todo esto, Blanes se había cansado de hacer piruetas; la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerca de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.

—Yo tampoco perdí el tiempo —dijo de golpe.

—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.

Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Me siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.

—Anduve averiguando de la mujer —dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero, y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, ¡oh padre adoptivo del triste Hamlet!, con la trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras —me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida—. Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.

Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta de que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta de que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.

Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—: “Quería saber qué era todo esto. Porque no sé sí usted comprende que no se trata sólo de meterse la plata en el bolsillo.” Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra, sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura, tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.

Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle —había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada, que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y, al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza, daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó, se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.

Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y, como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y, cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme, porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a comenzar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—, daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más allá también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi cómo Blanes se levantaba para cruzar la calle, y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil, que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente, lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí, apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas, la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.

Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió sonriendo intimidado, y la muchacha flaca que se había traído Blanes, volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello, y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes, que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:

—¡No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia!

Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.